Katrin Bennhold
Antes de entrar en el meollo de la cuestión, tomémonos un momento para considerar el contexto mundial en el que nos movemos actualmente. Un famoso multimillonario se ha erigido en la voz de los estadounidenses de a pie. China se ha erigido en autoproclamada defensora del libre comercio. Corea del Norte tiene tropas sobre el terreno en Europa. El gobierno alemán se ha hundido. El gobierno francés está al borde del colapso. Irónicamente, es Italia quien ostenta ahora el título de gobierno más estable de Europa. La situación sería casi cómica si no fuera tan grave.
Europa es mucho más vulnerable de lo que era cuando Trump fue elegido por primera vez en 2016. Estamos lidiando con la guerra, la crisis económica y el auge de los movimientos nacionalistas populistas. Hoy, ocho de estos movimientos lideran gobiernos o participan en coaliciones en todo el continente.
¿Qué nos depara el futuro? La respuesta corta es que sencillamente no lo sabemos: la imprevisibilidad siempre ha sido la firma de Trump. Pero para prepararnos, debemos tomarnos en serio sus palabras. Europa se enfrenta a tres grandes amenazas que exigen una acción inmediata: un acuerdo de paz en Ucrania que permitiría a Rusia reclamar la victoria; una guerra comercial que podría devastar nuestras economías; un ascenso de la extrema derecha nacionalista en Europa, que podría colapsar el centro liberal que mantiene unida a Europa.
Empecemos por Ucrania —sin duda el problema más acuciante—. Kristina Kallas, usted es miembro del Gobierno estonio, y Estonia es miembro de la OTAN. ¿Qué significaría una nueva presidencia de Trump para la seguridad europea, y en particular para su país?
Kristina Kallas
Vivo prácticamente en la frontera rusa. Doy clases a sólo 150 metros de Rusia, así que estoy en primera línea. En Estonia sentimos el peso de la guerra todos los días. Y permítanme insistir en este punto: esta guerra no es sólo la de Ucrania, es también la de Europa.
Cuando pensamos en el colapso del gobierno alemán, la incertidumbre que rodea al gobierno francés, la crisis energética en curso y la inestabilidad de las relaciones transatlánticas, nos hacemos una idea sombría pero exacta de la preocupante situación de Europa. Desde el punto de vista de Estonia, cuando se está a 150 metros de la frontera rusa, esta sensación de inestabilidad e imprevisibilidad es directamente perceptible.
En este entorno inestable, lo más importante es mantener la determinación y la lucidez sobre lo que realmente está en juego. Permitir que Rusia —o Rusia en colaboración con Estados Unidos— negocie un acuerdo en territorio ucraniano no es un camino hacia la paz. Un resultado así no traería la paz; significaría la guerra. Para mí, para mi hogar, para mi familia y para todo lo que defendemos —la democracia, la libertad y los valores del centro liberal— sería un golpe devastador.
No debemos perder de vista que cualquier supuesta «paz» que legitime la agresión rusa no es una paz: es una invitación a continuar el conflicto. Europa debe permanecer unida y decidida a repeler al agresor en sus fronteras soberanas, es decir, donde empezó todo.
Y para lograrlo, el mensaje que enviemos sobre nosotros mismos resulta esencial.
Bajo la dirección de Giuliano da Empoli.
Con contribuciones de Josep Borrell, Lea Ypi, Niall Ferguson, Timothy Garton Ash, Anu Bradford, Jean-Yves Dormagen, Aude Darnal, Branko Milanović, Julia Cagé, Vladislav Surkov o Isabella Weber.
¿Cómo podemos convencer de nuestro mensaje a los países que no están en primera línea, sobre todo a la hora de invertir en defensa?
Si tuviera una respuesta clara para convencer a los votantes de los países que no limitan con Rusia de que inviertan en la defensa de la Unión —y así cumplir los compromisos iniciales adquiridos por la OTAN no hace tanto tiempo— probablemente sería Presidente de la Unión. Pero no tengo una solución sencilla. Lo que sí tengo, sin embargo, es la profunda convicción de que todos debemos trabajar sin descanso para defender esta idea.
Precisamente por eso estoy aquí. Soy Ministra de Educación, no de Defensa. Y, sin embargo, he venido al Grand Continent Summit para defender la inversión en nuestra defensa colectiva, un esfuerzo esencial para la seguridad y la estabilidad de Europa. Tenemos que asegurarnos de que dedicamos los recursos necesarios a nuestra protección, y eso empieza por convencer a todos —aquí y en todas partes— de la urgencia de esta misión.
Este es un verdadero reto para Estonia. Este año hemos invertido el 3,4% de nuestro PIB en defensa, lo que ha supuesto difíciles recortes presupuestarios en otros ámbitos, incluida la educación. Como Ministra de Educación, madre y profesora universitaria, soy plenamente consciente de los sacrificios necesarios. Pero también sé que si no hacemos este esfuerzo ahora, puede que mañana no haya escuelas ni oportunidades.
Hace unos meses visité Ucrania y vi escuelas donde los niños recibían clases en refugios subterráneos. Esta es la dura realidad provocada por la amenaza constante de los ataques de drones. Como ha mencionado hoy el Ministro de Finanzas ucraniano, de manera regular se producen 3.000 ataques con drones, incluso en Kiev y otras zonas alejadas de la línea del frente. Ver a estos niños me hizo darme cuenta de algo esencial: no se trata de una historia lejana, sino de una guerra en Europa. Está ocurriendo en nuestro continente.
El agresor que está detrás de estas acciones no se detendrá en Ucrania. No se trata sólo de un conflicto localizado, sino de una gran estrategia destinada a remodelar todo el equilibrio de seguridad en Europa. Debemos ser perfectamente conscientes de ello. Los dirigentes políticos europeos tienen ante sí una tarea esencial: explicar a sus ciudadanos por qué debemos actuar ahora y hacer las inversiones y los sacrificios necesarios para defendernos y asegurar el futuro de Europa.
Elizabeth Baltzan, usted es asesora sobre comercio e inversión en la Oficina Ejecutiva del Presidente de Estados Unidos. Una de las principales preocupaciones de Europa en estos momentos son las diversas declaraciones de Donald Trump sobre los aranceles. ¿Cree que Donald Trump llevaría a cabo tal medida, dado su evidente impacto inflacionista en la economía estadounidense? ¿Cómo debería prepararse Europa para esta eventualidad?
Elizabeth Baltzan
Como representante de la Administración Biden, quizá la mejor forma de responderle sea cuestionar una de las afirmaciones que ha hecho en sus palabras de apertura: en concreto, la idea de que China es la defensora del libre comercio.
Esta idea cobró fuerza en 2017 en Davos, en una sala llena de los multimillonarios que también ha mencionado. Pero si echamos la vista atrás a los últimos siete años, está claro que esta afirmación no se sostiene. Tomemos, por ejemplo, los tipos arancelarios consolidados en la OMC: los de China son del 10%, los de Europa son del 5% y los de Estados Unidos son del 3,2%, si no recuerdo mal. Por tanto, la idea de que una gran economía pueda defender realmente el libre comercio en su forma más pura merece ser examinada más de cerca; en mi opinión, es una idea preconcebida que deberíamos reevaluar de manera crítica.
También me gustaría destacar un punto relacionado que espero contribuya al pensamiento estratégico de Europa a la hora de gestionar este cambiante panorama económico.
Mi antiguo colega Brad Setser, que está hoy con nosotros, comparó recientemente la política industrial de China —especialmente en el campo de los vehículos eléctricos— con la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) de Estados Unidos. Los paralelismos y contrastes invitan a la reflexión y ofrecen una valiosa perspectiva para examinar cómo se posicionan las distintas naciones en este entorno mundial en rápida evolución.
La protesta en Europa por la IRA ha sido significativa. Sin embargo, curiosamente, apenas se ha mencionado a China. En Alemania ya se habla de desindustrialización. Esto significa que realmente necesitamos reconsiderar los incentivos dentro del sistema de comercio mundial para poder sortear mejor los difíciles tiempos que se avecinan.
¿Cree que es realista que Europa se enfrente a aranceles de esta magnitud?
No trabajo para la administración Trump, trabajo para Joe Biden.
Si se imponen aranceles a las exportaciones europeas a Estados Unidos, ¿qué posibles contramedidas debería considerar Europa? ¿Debería Europa adoptar una respuesta más comedida o una postura más agresiva —y qué impacto tendría esto en nuestra relación con China—?
Pascal Lamy
La respuesta sencilla es que no lo sabemos.
Sabemos que Trump quiere ser imprevisible y transaccional, lo que contrasta con la naturaleza de la Unión: somos previsibles, metódicos y nos comprometemos a respetar ciertas reglas. Es como jugar a un juego con alguien que no juega con las mismas reglas.
No podemos predecir lo que hará Donald Trump en materia de aranceles. Por cierto, aunque la administración Biden nunca ha expresado ninguna preferencia particular por los aranceles, tampoco los ha rechazado de plano. Esto da una idea de la actitud general de Estados Unidos, que ahora parece creer que puede funcionar sin un comercio abierto. Para la Unión, en cambio, la apertura comercial es esencial, sobre todo cuando se trata de impulsar la investigación y el desarrollo.
Trump podría jugar el juego de los aranceles de dos maneras contradictorias, lo que para él no es un problema. El primer enfoque es ideológico: considera que el déficit comercial de Estados Unidos es una debilidad y quiere reequilibrarlo imponiendo aranceles a todo el mundo: Europa, China, Brasil, los países africanos y otros. Personalmente, creo que esta es una interpretación simplista y no la más probable. La razón es que en la anterior administración Trump, personas como Bob Lighthizer eran los verdaderos ideólogos que impulsaban medidas comerciales para cerrar el déficit comercial estadounidense, y ya no están ahí.
Dicho esto, el desafío sigue siendo desalentador, no tanto por el impacto inmediato en el comercio como por los posibles efectos en la inflación estadounidense. Si Donald Trump aumenta los aranceles, es probable que aumente la inflación en Estados Unidos, lo que podría provocar una subida de los tipos de interés a largo plazo, cuyos costes serán soportados por toda la economía mundial debido al dominio del dólar.
Si este escenario se materializa, las consecuencias macroeconómicas podrían ser considerables, sobre todo para los países fuertemente endeudados en dólares. Estos efectos podrían ser más perjudiciales que los propios aranceles.
Por el contrario, creo —y esta es la segunda opción— que Trump probablemente utilizará los aranceles como una herramienta transaccional, viendo el déficit comercial de Estados Unidos no como una debilidad —como él afirma— sino más bien como una moneda de cambio.
La estrategia sería sencilla. En esencia: «págame para evitar aranceles que encarecerían tus exportaciones a Estados Unidos». Creo que ese es el núcleo de su planteamiento y para eso tenemos que estar preparados. También tenemos que estar preparados para el primer escenario que, aunque me parece menos probable, está lejos de ser imposible.
En ambos casos, debemos considerar múltiples estrategias y estar preparados para reaccionar ante sus iniciativas. Para la Unión, será un ejercicio doloroso. Debemos tener claros nuestros puntos fuertes y débiles. Nuestros puntos fuertes son evidentes: el tamaño de nuestro mercado y nuestra unidad. Pero también tenemos dos grandes debilidades: nuestra falta de coherencia geoestratégica —por decirlo diplomáticamente— y nuestra potencial desunión.
Para responder claramente a su pregunta, creo que tenemos que demostrar que podemos ser fuertes, sobre todo en el ámbito comercial, por el importante papel que desempeña nuestro mercado para los exportadores estadounidenses. Por eso estoy totalmente en desacuerdo con el comentario de Christine Lagarde la semana pasada de que deberíamos comprar más gas licuado a Estados Unidos para calmar al perro que ladra.
Este planteamiento me parece totalmente erróneo.
Nunca hay que negociar con Estados Unidos cuando estamos en una posición de debilidad —eso vale para cualquier presidente—. Con Trump, que es conocido por utilizar la fuerza como palanca, esto es aún más problemático.
También me gustaría subrayar que nuestras relaciones con Estados Unidos no se limitan a las relaciones con el Gobierno federal. También implican a las empresas y a los Estados federales. Aunque los Estados no tengan voz directa en la política comercial, tienen sin duda poder para influir en ella de manera significativa. Por lo tanto, sugeriría diversificar el tipo de relación comercial implicando a otros actores además de la Casa Blanca —la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos o el Departamento de Comercio—.
Cuando se trata de política comercial, efectivamente deberíamos estar unidos, pero la realidad es que no lo estamos: si se vinculan cuestiones de seguridad y comercio, como inevitablemente ocurrirá, se termina con un escenario en el que Donald Trump podría entablar relaciones con países de Europa del Este que no le desafiarán en materia de aranceles, por temor a perder el apoyo militar estadounidense, mientras que otros países como Alemania podrían estar más preocupados por sus relaciones comerciales con China, sobre todo en lo que respecta a sus fabricantes de automóviles….
Hay una diferencia considerable entre defensa y comercio: la defensa es una competencia nacional, mientras que el comercio es una competencia federalizada desde el Tratado de Roma. Esto no es nada nuevo. Las decisiones sobre comercio se toman a nivel de la Unión, a propuesta de la Comisión, y pueden adoptarse por mayoría cualificada, seguida de ratificación por el Parlamento. Existe entonces una tendencia institucional a la unidad, que la Comisión Europea suele saber aprovechar. Lo cierto es que este mundo basado en el respeto de las instituciones no es aquel en el que entraremos el 20 de enero, cuando Donald Trump tome posesión de su cargo, por desgracia.
Para entender mejor cómo ha sido posible la coalición electoral que ha llevado a Trump al poder, es crucial examinar los agravios e intereses reales —y a menudo fabricados— que alimentan su éxito, sobre todo entre los votantes de clase trabajadora. ¿Qué lecciones pueden aprender los europeos?
Barry C. Lynn
Permítanme empezar recordando algo que mucha gente puede haber olvidado. A finales de agosto, Donald Trump escribió a Mark Zuckerberg amenazándole con cadena perpetua si no hacía lo correcto. Los medios de comunicación no dijeron mucho al respecto, pero fue un acontecimiento extraordinario. En aquel momento, el futuro Presidente de Estados Unidos amenazó al CEO de una de las empresas más poderosas del mundo con cadena perpetua si no eliminaba la moderación de sus redes sociales.
Los europeos deberían seguir de cerca este caso, ya que la amenaza a la que se enfrenta hoy Estados Unidos es fundamentalmente distinta de las preocupaciones habituales sobre las grandes empresas tecnológicas estadounidenses.
Dicho esto, estoy convencido de que el futuro de la relación transatlántica puede ser increíblemente fuerte: podría ser uno de los periodos más importantes de la historia. Pero esto sólo ocurrirá si, y sólo si, Europa toma medidas hoy para hacer frente a dos amenazas existenciales.
La primera es la amenaza a la seguridad que plantean China y Rusia: la guerra sino-rusa contra Europa. No hablo de Rusia o China individualmente. Ahora están vinculados y su alianza está profundamente integrada. No pueden separarse. Es hora de que los europeos reconozcan que están efectiva y objetivamente en guerra con China y Rusia.
La segunda amenaza existencial es la creciente influencia de las redes sociales estadounidenses, que han sido infiltradas y convertidas en armas por Donald Trump. Es una situación desastrosa: una guerra en dos frentes, uno contra su democracia y otro contra su seguridad.
¿Qué hay que hacer?
Lo primero que hay que hacer es reconocer la gravedad de la guerra de la información. Podemos mencionar los recientes acontecimientos en Rumanía a causa de TikTok, pero tenemos que prestar mucha atención a lo que Elon Musk está haciendo en el Reino Unido. Pensemos en los disturbios que provocó durante el verano, su llamamiento a derrocar al gobierno de Starmer y su petición de nuevas elecciones. Incluso hay informes de que Elon Musk está planeando invertir 100 millones de dólares en X para desafiar a Keir Starmer. Esto no es ni más ni menos que una guerra contra la democracia. Si está ocurriendo en el Reino Unido, podría extenderse fácilmente a Francia, Alemania y otras partes de Europa, si no lo ha hecho ya.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Trazar líneas claras: no centrarse en Trump, sino en lo que Europa necesita. Yo diría a los europeos: si reaccionan constantemente a lo que dice Trump, siempre estarán jugando a ponerse al día. En su lugar, deben centrarse en dos cuestiones esenciales: ¿qué necesita Europa para garantizar su democracia y qué necesita para garantizar la paz? Hacer frente a la amenaza sino-rusa es esencial para garantizar la paz. Céntrense en las necesidades actuales de Europa, únanse en estas cuestiones y se encontrarán en una posición fuerte para negociar con Trump.
Como acaba de señalar Pascal Lamy, es esencial estar en una posición fuerte para negociar. Si Europa lo hace, Trump dejará de socavar su democracia y, juntos, podrán trabajar de forma constructiva para hacer frente a la amenaza sino-rusa y asegurar la paz, evitando la posibilidad de una guerra mundial.
La dificultad, sin embargo, radica en que Europa no es un actor unificado.
El pasado mes de julio, Viktor Orbán pronunció un importante discurso en el que dijo: «No se preocupen por Estados Unidos. Pueden irse de Europa. Centrémonos en China y pongamos todos los huevos en esa cesta». Hungría está abierta a los negocios. En cuanto a Alemania, aunque tiene una fuerte conciencia moral, está fuertemente vinculada a la industria automovilística, a su vez vinculada a China. Como se ve, la unidad es más fácil de proclamar que de conseguir en la práctica.
El ejemplo alemán ilustra perfectamente el dilema al que se enfrenta Europa.
Alemania tiene un problema de industria automovilística, un problema de empleo y un problema con China. ¿Cómo lo gestionan los fabricantes de automóviles? Están trasladando más actividades a China; BASF está haciendo lo mismo en el sector químico, al igual que los fabricantes de acero. Pero he aquí la cuestión: he estudiado los documentos fundacionales de la Unión Europea, incluidos los acuerdos sobre el carbón y el acero, y me parece entender perfectamente su intención. Los acuerdos celebrados a principios de los años 50 establecieron un marco de control industrial compartido, especialmente en el contexto de la Comunidad del Carbón y del Acero. Alemania no tiene derecho unilateral a deslocalizar sus grandes industrias, como BASF, a China. En virtud de estos acuerdos fundamentales, todas las naciones europeas se ven afectadas por estas decisiones y deberían poder opinar sobre cómo se realizan estos movimientos estratégicos. Alemania no debería poder tomar una decisión así por su cuenta.
Anne Dias, usted es franco-estadounidense y gestora de fondos de inversión. A los ojos de muchas personas que critican un sistema que consideran que ya no les beneficia —entre el estancamiento de los salarios y la falta de consideración—, usted podría ser vista como un miembro de la tan criticada élite liberal. ¿Cree que deberíamos replantearnos nuestro sistema económico y el liberalismo para que vuelvan a satisfacer las necesidades de la gente?
Anne Dias
No me considero portavoz de la élite liberal mundial tal como usted la describe. Pero puedo compartir algunas ideas sobre la relación que Europa podría tener con la nueva administración estadounidense. La idea de que todo esto es sólo un pensamiento fugaz o el resultado de un comportamiento impredecible está empezando a desvanecerse. Lo que veo ahora en las acciones de Donald Trump y en su política económica —que podría describirse como Trumponomics— es el surgimiento de un sistema estructurado, si no de una verdadera doctrina. Los nombramientos dentro de su administración revelan una directriz clara que está guiando gran parte de sus políticas y decisiones: una nueva Guerra Fría con China.
Comparto plenamente el análisis de que esto implica una profunda redefinición de las relaciones entre Estados Unidos y Europa. La idea de que razones históricas o éticas justificarían una alianza inquebrantable entre ambos bloques no parece ser una prioridad para esta administración. La cuestión clave para mí es si Europa podría optar por mantenerse al margen y negarse a negociar. Por el momento, esto sigue siendo una gran incógnita. Pero estoy convencida de que cuanto más tarde Europa en actuar —ya sea a través de Ursula Von der Leyen o de otros— más probabilidades tendrá de sufrir las consecuencias.
Si aceptamos que la idea de una unión transatlántica fuerte e inseparable es ya cosa del pasado, a los europeos sólo les queda una opción: seguir adelante.
De momento, no tenemos un verdadero mercado único. Tenemos un potencial inmenso, con el mayor número de consumidores, pero sectores clave como las telecomunicaciones, la defensa, la banca y los seguros siguen fragmentados. Por tanto, es hora de crear un mercado único europeo plenamente integrado: un mercado así sería mucho más fuerte y capaz de negociar en pie de igualdad con otras potencias económicas.
Para mí, la situación actual exige un auténtico salto adelante dictado por las circunstancias. Como inversora, presto especial atención a dos aspectos cruciales: la integración y la escala. Por desgracia, carecemos de grandes empresas, lo que nos impide competir comercialmente con las grandes potencias.
Tomemos el ejemplo del mercado europeo de las telecomunicaciones: la media de abonados por operador es de unos 5 millones, frente a los 125 millones de Estados Unidos y los 325 millones de China. Para ser competitivos, debemos unir nuestras fuerzas y construir un auténtico mercado único.
También tenemos una serie de ventajas competitivas que a menudo se subestiman. Por ejemplo, nuestra experiencia en energía nuclear es notable, pero nuestros costes energéticos siguen siendo elevados. Es esencial volver a la energía nuclear, sobre todo porque Estados Unidos, con su agresiva política de explotación de recursos (drill-baby-drill), seguirá beneficiándose de unos costes energéticos especialmente bajos.
Por último, si Estados Unidos se embarca en una estrategia de desregulación y simplificación de la administración, también deberíamos considerar este planteamiento a este lado del Atlántico. La mejora de nuestra competitividad y el refuerzo de nuestras capacidades de defensa requerirán importantes inversiones. Parte de estos recursos tendrán que proceder de un gobierno más eficiente, más ágil y mejor adaptado a los retos actuales.
Sin embargo, no podemos limitarnos a seguir promoviendo una mayor integración europea sin obtener un mandato claro de los ciudadanos, que siguen siendo los garantes últimos de la democracia que decimos defender. Es imperativo que procedamos con cautela. ¿Es necesario replantearse ciertos aspectos en un momento en que nuestro sistema económico genera desigualdades crecientes y un sentimiento de abandono entre quienes se sienten despreciados por las élites o, por el contrario, cree que no es necesario cuestionar a fondo este sistema?
Realmente veo tres niveles diferentes de intervención: una cuestión diplomática y geopolítica internacional; una cuestión de competitividad como inversora, que es mi principal preocupación; y una cuestión de democracia.
Creo que será difícil y confuso para la mayoría de los votantes reunirlos bajo una única solución sistémica.
Nicholas Mulder, usted es un historiador cuyas investigaciones se centran en la política, la economía, las instituciones internacionales y la guerra en los siglos XIX y XX. ¿Cómo puede situar el momento actual en una perspectiva histórica?
Nicholas Mulder
Trabajo específicamente sobre las sanciones y me parece que algunas reflexiones sobre el tema podrían arrojar algo de luz sobre el estado actual de las relaciones transatlánticas.
Hasta cierto punto, hoy son más fuertes que en el pasado debido a un apoyo relativamente sin precedentes al esfuerzo conjunto contra Rusia y a un paquete coherente de apoyo económico a Ucrania. Obviamente, Trump está poniendo todo esto en entredicho, pero merece la pena reflexionar sobre las fortalezas y debilidades relativas de Estados Unidos y Europa en este equilibrio militar-económico y marco geoeconómico.
Estados Unidos sigue siendo el principal proveedor de seguridad del mundo, no sólo en Europa, sino también en Asia Oriental. A menudo se tiende a analizar esta cuestión desde el punto de vista de los gastos de defensa, pero también existe una carga económica, sobre todo para los países con un alto nivel de actividad comercial. Al estar más abierta al mundo, Europa soporta una carga relativamente más pesada: la relación entre comercio y PIB es mucho mayor allí que en Estados Unidos. Al ser menos dependiente del comercio, la economía estadounidense disfruta por tanto de una ventaja relativa en el uso de sanciones.
Esto implica que si observamos todas las acciones emprendidas por Europa en este ámbito, la relación transatlántica parece más bien la de dos socios que se centran en activos diferentes. Pero los resultados de las sanciones —y esto se desprende de las reacciones populares, las polémicas y los debates que generan— demuestran que los gobiernos europeos están sometidos a una gran presión: a veces incluso pierden las elecciones porque los votantes creen que las sanciones perjudican a la economía europea. Las sanciones son, por tanto, una desventaja comparativa para Europa.
Sin embargo, existe una ventaja comparativa: para Europa, la historia de la Unión en los últimos 30 años, en particular lo que ha logrado en Europa del Este a través de décadas de fondos estructurales regionales, atestigua una capacidad real de convergencia. La Unión destaca en este ámbito. La OTAN se encarga de la coordinación militar y de defensa, pero es la Unión la que construye infraestructuras como hospitales, carreteras y puentes. Por ello, estoy convencido de que Europa debe centrarse más en el apoyo económico y presupuestario a Ucrania.
En este sentido, destaca el mecanismo de transformación de los ingresos procedentes de los activos rusos congelados en un fondo soberano para Ucrania. Los activos se acumularán indefinidamente, maximizando así la capacidad de endeudamiento de Ucrania en la actualidad.
La dependencia mucho mayor de Europa del comercio significa que podría sufrir mucho -probablemente más que Estados Unidos- si se volviera a una política de America First. Barry Lynn, ¿está de acuerdo con esta valoración?
Barry C. Lynn
Tuve la suerte de crecer en la clase trabajadora, ir a Columbia, estudiar inglés y conseguir un trabajo. Después de trabajar como periodista durante muchos años, escribí el primer artículo sobre los cuellos de botella en la capacidad de los semiconductores en Taiwán en 2002. Ese artículo se publicó en la portada de la revista Harper’s, que era una de las más leídas de la época. La historia que estamos viendo hoy —los problemas de la cadena de suministro y la concentración de la producción de semiconductores en Taiwán— es algo que conocíamos desde 2002. Este artículo provocó un gran número de reacciones en su momento, lo que me llevó a intentar comprender cómo se pudo cometer un error tan fundamental.
Antes ha mencionado a las élites económicas. La mayoría de ellas ya no son verdaderamente liberales. Su modo de pensar económico —el neoliberalismo— es, de hecho, antiliberal porque el neoliberalismo favorece a los monopolios.
La filosofía de gobierno adoptada en Estados Unidos durante cuarenta años —hasta que Biden la cambió— y que sigue rigiendo, hasta cierto punto, lo que ocurre en Bruselas, es un sistema antiliberal, antidemocrático, favorable a los monopolios y al control.
Si tenemos los problemas que tenemos ahora, es en gran parte porque fueron estas élites las que permitieron la creación de empresas como Google y Facebook. En el lado positivo —y aquí es donde entra la esperanza— hay un despertar sorprendente: la gente se está alejando gradualmente de esta forma de pensar que ha dominado a las élites durante más de una generación.
Por lo tanto, es crucial que adoptemos rápida y radicalmente esta nueva forma de pensar, la que nos permite recuperar las herramientas que la humanidad ha construido durante los últimos cuatrocientos años para establecer una sociedad verdaderamente liberal.
Elizabeth Baltzan
Permítanme volver un momento a la cuestión de las clases trabajadoras. Una de las cosas que hicimos bajo esta administración —y no voy a entrar en todas— fue comprender mejor cómo la globalización, tal y como se ha desarrollado desde los años 90, ha afectado a la clase trabajadora, y cómo ha contribuido a los resultados que hemos visto —y que usted ha mencionado—. Con la Representante de Comercio de Estados Unidos, visitamos los 50 estados: no es tan habitual viajar tanto dentro del país… salvo, precisamente, cuando se trata de promover un acuerdo de libre comercio. Conocimos a propietarios de pequeñas empresas, a trabajadores sindicados y no sindicados, así como a personas que habían votado al otro bando. Queríamos conocer a la gente allí donde estaba y escuchar sus preocupaciones, en lugar de enseñarles conceptos económicos abstractos. Recogimos mucha información útil y ese era precisamente nuestro objetivo.
Diría que una conclusión importante de esta experiencia es que en Europa, en mi opinión, no hay suficiente relación entre la difícil situación de la clase trabajadora y la política comercial china. La desindustrialización que se está produciendo en Europa está vinculada en gran medida a la forma en que China ha integrado el sistema comercial mundial en los últimos veinte años.
Para concluir esta reflexión, me gustaría arrojar algo de luz histórica, y me complace especialmente que Pascal Lamy participe en este panel, porque ha planteado un punto importante en sus comentarios. Cuando era Director General de la OMC, mencionó que podríamos remontarnos a la visión de Franklin D. Roosevelt y Churchill del sistema de comercio mundial al final de la Segunda Guerra Mundial. Una visión verdaderamente global. No se trataba sólo de reducir los aranceles. Se trataba también de normas antimonopolio, no sólo para el sector privado, sino también para los gobiernos, reconociendo que podían ser monopolistas —un pensamiento informado por las experiencias de Alemania en la década de 1930, pero también por la futura dinámica de la Unión Soviética—.
Lo que Roosevelt buscaba —y por lo que a veces fue criticado— era garantizar que la gobernanza económica —no sólo el New Deal, sino la gobernanza económica mundial en su conjunto— estuviera al servicio de los trabajadores, con el fin de contrarrestar el fascismo por la derecha y el comunismo por la izquierda.
Pascal Lamy
Tres puntos para completar las observaciones anteriores.
En primer lugar, está claro que a ambos lados del Atlántico nos enfrentamos a un grave problema de legitimidad que está permitiendo que los movimientos populistas ganen terreno. Creo que este problema se basa en dos elementos principales que compartimos, aunque no se manifiesten de la misma manera en todas partes. El primero, que no es nuevo, es que el capitalismo no produce los beneficios económicos y sociales susceptibles de hacer más feliz a la gente. Es un problema antiguo que persiste. El segundo elemento, más reciente, es la emergencia de una identidad política alimentada por las redes sociales, la inmigración, etc. En este ámbito, somos realmente muy parecidos: apenas hay otras regiones del mundo en las que encontremos tanta similitud en los retos a los que nos enfrentamos.
En segundo lugar, volviendo a su comentario sobre la integración de la Unión, me gustaría señalar que una reciente encuesta del Eurobarómetro, que lleva mucho tiempo midiendo la opinión pública europea respecto a la Unión, muestra que la opinión pública nunca ha estado más a favor de la integración europea. Aunque muchos ciudadanos están descontentos con su gobierno, más de seis de cada diez creen que el futuro de Europa está en la Unión. Existe una dinámica política que hay que tener en cuenta, ya que podría ser una palanca importante. También cabe señalar que cuando vinculamos esta opinión a un tema que sigue siendo muy relevante en el debate público —el medio ambiente— también observamos una diferencia cultural que es importante tener en cuenta.
Por último, me gustaría dejar claro que nunca he utilizado la expresión «libre comercio», como muchos de ustedes saben. El libre comercio no existe como tal. Es una teoría, un concepto abstracto sobre el que pueden debatir académicos y filósofos, pero no es la realidad. La realidad es abrir o no los mercados al comercio.
Estados Unidos, que se ha vuelto progresivamente proteccionista desde 2008 aproximadamente, se aseguró de que el ciclo de Doha no concluyera debido a leyes absurdas sobre salvaguardias agrícolas. Ha seguido su curso, administración tras administración, incluso bajo Biden, con medidas como la IRA, fuera del marco de la OMC. Debidamente anotado. Estados Unidos puede tener buenas razones para favorecer un comercio menos abierto: representa el 15% de las importaciones mundiales. Pero el 85% de la población mundial, en el lado de las importaciones, cree que el comercio abierto es beneficioso. Paso mucho tiempo hablando con latinoamericanos, africanos y asiáticos. Todos están convencidos de que la apertura es el camino a seguir.
Así que no debemos centrarnos solo en las dificultades con Mercosur o en los aranceles impuestos por Trump. Más allá de nosotros, hay una realidad global. No digo —ni he dicho nunca— que la apertura comercial sea una solución milagrosa. Siempre me han oído decir que la globalización es eficiente y dolorosa. Pero que también puede ser ineficiente y dolorosa. En eso estamos ahora.
¿Puede Europa trazar su propio camino, encontrando un equilibrio entre Estados Unidos y China? Personalmente, creo que sí. Pero también quiero subrayar que con China, como con Estados Unidos, hay que saber negociar con fuerza. Los chinos buscarán una mayor cuota del mercado europeo si se les cierra más el mercado estadounidense. Se trata de una posición negociadora fuerte.
Creo que la Unión ha tomado la decisión correcta al imponer restricciones a los vehículos eléctricos procedentes de China, porque están demasiado subvencionados. Sé que a Alemania no le ha gustado, pero eso no importa. Hemos votado y la decisión está tomada. Pero esta no es una estrategia a largo plazo. En mi opinión, la estrategia correcta a largo plazo sería inspirarse en lo que los chinos hicieron con nosotros hace treinta años. En aquella época, teníamos una gran ventaja tecnológica en el campo de los motores de combustión. Nos dijeron: «Bienvenidos a China», pero con dos condiciones: la creación de empresas conjuntas y la transferencia de tecnología. Eso es exactamente lo que deberíamos hacer hoy. Ahí es donde reside nuestra verdadera fuerza, y tenemos que aprovecharla.
Nicholas Mulder
Comparto plenamente la opinión de Pascal Lamy sobre Europa y China. De hecho, si nos alejamos un poco de la idea de que China y Rusia están inextricablemente unidas, me parece que la mayoría de los expertos estarían de acuerdo en que su asociación es, de hecho, en gran medida oportunista. China ha adoptado una actitud oportunista, similar a la de un país neutral clásico, jugando en todos los frentes, absteniéndose de participar activamente en este conflicto mientras se beneficia de la venta de sus productos a quienes más los necesitan.
Una de las consecuencias no deseadas de la política económica de Estados Unidos —que disfruta de una ventaja comparativa sobre Europa en este ámbito— ha sido reforzar aún más los lazos entre China y Rusia. A largo plazo, Europa tiene un interés diferente, ya que se encuentra en la vasta masa continental euroasiática. Durante el resto del siglo, una Eurasia en la que Rusia y China estuvieran fuertemente alineadas sería extremadamente desfavorable para Europa. Por tanto, nos interesa no permitir que esta alineación se convierta en permanente. Estoy convencido de que se trata aún de un fenómeno reciente, frágil y susceptible de evolucionar.
Por otra parte, China no parece dispuesta a aceptar el gasoducto Power of Siberia 2 para abastecer a los automóviles rusos, lo que da varias razones para creer que esta situación podría cambiar si desempeñamos un papel más activo y decidido en las negociaciones.