El privilegio de la literatura
Publicamos el prefacio de Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2018, a la tercera edición de Lettres européennes, una historia de la literatura europea editada por Annick Benoit-Dusausoy, Guy Fontaine, Jan Jedrzejewski y Timour Muhidine, en colaboración con numerosos autores de toda Europa.
Es posible que usted tenga en sus manos la última edición en papel de Lettres européennes. ¿Acaso los estudiosos no nos dicen cada vez con más frecuencia que seremos la última generación en leer libros, y que dentro de poco, la literatura perderá toda su importancia, mientras que las historias se contarán de otra manera, apelando a todos nuestros sentidos, a las imágenes, a lo digital…?
Por mi parte, me niego a creerlo. La literatura siempre ha sido para mí un maravilloso mundo paralelo en el que he encontrado apoyo, consuelo, sabiduría y conocimiento. Como cualquier persona a la que le gusta leer, me han marcado los libros cuyas heroínas y héroes, para mí, llegan a una forma particular de existencia evidente.
Por ello, estoy encantada con la tercera edición actualizada de este compendio de conocimientos literarios, que transgrede alegremente las fronteras nacionales y lingüísticas para ofrecernos un enfoque nuevo y amplio de la europeidad. Esto debería parecernos obvio y natural, ya que, cuando miramos al pasado, vemos que todo se remonta a las raíces comunes. El linaje es una cuestión de genética. Pero también puede ser un parentesco por elección. ¿Acaso no es Europa el resultado de una transmisión y de un intercambio continuo de contenidos, de compartir conocimientos para abrirse siempre a la creación de una visión común del futuro? Europa está en constante negociación.
Esta historia de la literatura europea puede referirse al concepto de Europa percibida como una unidad identitaria y estructurada por sus diferencias. Desde sus orígenes, Europa es una entidad compuesta por los llamados «forasteros» que buscan incorporarse a una sociedad establecida, a un «centro» donde suceden acontecimientos que son comentados y que gozan de una interpretación. En un principio, esos «migrantes» parecen estar llamados a abandonar su identidad antigua, pero en realidad enriquecen el núcleo original. El sociólogo Zygmunt Bauman lo describió en términos de «modernidad líquida» (2000). Según él, está claro que vivimos en un mundo que cambia y se transforma constantemente. Nuestro Viejo Continente, petrificado en apariencia, es muy inestable. Y precisamente la literatura tiene el privilegio y la misión de destacar esta excepcional y extraña paradoja, en otras palabras, de señalar lo que aún no es perceptible en el centro, ya que la literatura es, por naturaleza, «ex-céntrica».
Así, nuestra Europa siempre ha sido el lugar donde se ha generado una cantidad inaudita de ideas, tesis, doctrinas, imaginarios, mitos y relatos que son ahora nuestro patrimonio. La literatura siempre ha sido el vehículo que transporta esas riquezas de una lengua a otra, de un país a otro, de una cultura a otra. Así, como europeos, nos hemos dotado de un fondo universal a través del cual podemos comunicarnos de forma natural y pacífica, sin choques culturales.
La literatura es también una forma refinada de información que nos permite compartir experiencias distintas a las nuestras, experimentar la existencia de otros, aunque sólo sea durante el tiempo de lectura. Amplía el estado de conciencia del lector ofreciéndole la posibilidad de ir más allá de su yo necesariamente restringido, y, al hacerlo, le concede el precioso regalo de comprender mejor a sus semejantes. Le permite al lector ver el mundo desde distintos ángulos para poder percibirlo mejor como un todo, con mayor perfección, y así, conferirle a este nuevo todo mayores posibilidades.
Pero, sobre todo, la literatura desplaza constantemente las perspectivas y crea mapas de la experiencia humana. Europa fue moldeada por los libros tanto como por los pactos, los tratados de paz o las decisiones de los políticos. Pronto se advirtió la importancia de los libros y su influencia en la mente humana. Esto hizo que más de un libro fuera quemado en la hoguera por la amenaza que suponía. Y tampoco habría literatura europea sin el humilde y silencioso trabajo de innumerables traductores. Gracias a ellos, las ideas se difundían y se difunden, incluso cuando es difícil cruzar las fronteras físicas. Así hemos logrado crear una especie de comunidad muy vigorosa con su propia historia de la literatura.
En la casa de mi familia, toda una sección de la biblioteca estaba reservada a la literatura clásica europea publicada en una hermosa edición con cubierta de piel. Mi padre ordenaba los libros por orden alfabético, no por publicación o idioma. Así que, de adolescente, los leí en ese orden. Los tomaba de sus estantes, sin importarme la época en que se escribieron o su idioma original, pero siempre con la convicción de que existía una República de las Letras universal. Una República de la que me siento ciudadana.