Rossella Di Paolo, una voz libre en el caos
Con motivo de la publicación de Poesía reunida, 1985-2016 (Fondo de Cultura Económica) de la poeta peruana Rossella Di Paolo, Félix Terrones lee, repasa -y, de cierto modo, poetiza su vez- la obra singular de una voz que busca «el justo medio entre la dicción y los silencios».
La poeta peruana Rosella Di Paolo (1960) es una de las voces poéticas más singulares en la literatura hispanoamericana. Si bien su trayectoria se extiende a lo largo de varias décadas, sus poemarios son apenas cinco, lo que se explica por la exigencia de su expresión. Recientemente, el Fondo de Cultura Económica ha reunido los cinco poemarios los cuales han sido publicados siguiendo un orden cronológico: Prueba de galera (1985), Continuidad de los cuadros (1988), Piel alzada (1993), Tablillas de San Lázaro (2001) y La silla en el mar (2016). Cuando uno lee el conjunto poético de un autor descubre la manera en que, a través de los años, da forma a una estética personal, así como declina y desarrolla cada uno de sus temas (u obsesiones). Quizá también es un asunto de progresivo desprendimiento; o bien, dejar de lado los excesos de juventud para alcanzar una expresión limpia, prístina, en el justo medio entre la dicción y los silencios. Se trata de una voz libre en el caos, para utilizar la fórmula de Sebastián Salazar Bondy, una voz que cristaliza la experiencia y las lecturas, alcanzando una singular traducción — si por traducción entendemos encontrar las palabras que vehiculan y comparten una experiencia— de la subjetividad.
Lo primero que llama la atención en la poesía de Rosella Di Paolo es su inicial madurez. Lo que puede parecer una paradoja para el caso de otros géneros como la novela, la cual requiere experiencia vital, a la hora de leer poesía se sustenta en el cuidado formal en el lenguaje. De hecho, la atención prestada al lenguaje por Rosella Di Paolo en su primer poemario redunda en un conjunto coherente y sólido, donde ya resuenan los grandes motivos de las entregas siguientes, aunque en sordina. Si algo singulariza a la voz poética de Prueba de galera es esa voluntad por presentar una descripción minuciosa de la realidad, pero no de una realidad percibida de manera homogénea, perentoria, ni siquiera estable, sino en todo su dinamismo. De ahí que los sentidos sean convocados para dar cuenta de la experiencia sensible desde la impresión de lo “roto”, los “escombros”, lo “derruido”, los “restos”. Está por escribirse la reflexión acerca de la manera en que esta inicial voz poética de Rosella Di Paolo busca sus palabras en espacios derruidos donde, precisamente, las orillas adquieren un valor particular. Estoy convencido de que las orillas —también presentes, de un modo u otro, en el resto de los poemarios— son un espacio estratégico de enunciación que articula una cualidad doble: la posibilidad de acceder al mar y todas sus promesas, por un lado, la separación con otras latitudes, por el otro. Plenitud y ausencia, cercanía y lejanía son las dos caras de un signo constantemente enriquecido.
¿Qué gana la poesía de Rosella Di Paolo en las entregas posteriores? A juzgar por el conjunto del volumen, Prueba de galera es una suerte de laboratorio donde ya se pone a prueba lo que vendría después en poemarios como Continuidad de los cuadros y Piel alzada. Publicados con cinco años de diferencia, ambos muestran una complejización de la voz poética, por contraste, anteriormente, algo abstracta, etérea, sin anclaje en lo concreto. Por el contrario, en estos dos poemarios se enfatiza lo corporal en lo biológico (latidos, masticación), los intercambios físicos (besos) e incluso en las secreciones (sudor, saliva, etc.). Así, son poemarios en los que irrumpe el cuerpo en abierta resonancia con el desarrollo del ámbito doméstico, el de la casa. A partir de Continuidad de los cuadros los lectores asistimos a una progresiva situación de la voz poética en el espacio casero que es también el de la vida cotidiana. Si por un lado, Rosella Di Paolo sigue interrogando el mar en su infinitud —pese a que ahora se le añade el sentido de impetuosidad como metáfora del encuentro corporal—, poco a poco, adquiere importancia la topografía casera donde abundan las legumbres, verduras, así como se llevan a cabo todas esas actividades a las cuales poetiza, no tanto para elevarlas de su prosaísmo como para entregarles la mirada del rito y el tono donde asoma una actitud jocosa, llena de ironía. En abierta correspondencia con la aparición de lo físico, la dicción poética ya no excluye las groserías que rebajan, pero al hacerlo proponen un vínculo fértil, por orgánico, entre lo verbal y lo corporal.
Párrafo aparte merece el erotismo que ocupa un lugar especial en Piel alzada para después convertirse en la fuerza centrífuga adonde todo converge en Tablillas de San Lázaro. Si este último poemario destaca como una summa de la poesía de Rosella Di Paolo, y también de la latinoamericana, eso es porque reúne para potencializarlas a su máxima expresión todas las temáticas e inquietudes de las entregas precedentes. También porque manifiesta la manera en que la poeta ha metabolizado la experiencia vital de tal forma que sus versos rezuman una postura ética, si por ella entendemos cierta forma de ubicarse en el mundo. No obstante, lo que resalta más en su énfasis en un erotismo que recuerda esa necesidad de trascendencia de poetas como San Juan de la Cruz, verdadero referente para Rosella Di Paolo, pero para adaptarlo a su personal creación poética. Para la poeta la trascendencia no se encuentra en la unión metafísica sino en lo epidérmico, lo corporal; se trata de un erotismo de individuos solos que se engañan mutuamente mediante encuentros que dejan abierta la herida de lo absoluto. Para llenar dicho absoluto se alinean las palabras que son evocación y a la vez certeza de la soledad.
Si en Tablilla de San Lázaro la voz poética avanza por un espacio urbano particular, donde hay cohortes y mendicantes, una suerte de ciudad anacrónica, algo ocurre en La silla en el mar, el último poemario que parece un regreso al primero, Prueba de galera. Después de haber expandido su territorio poético, después de haberse abierto a la ciudad —incluso una vez se habla de Lima— en su última entrega Rosella Di Paolo regresa a los espacios cerrados, herméticos, donde los personajes, más que enclaustrados, son emparedados como en el cuento de Poe The cask of Amontillado. ¿A qué se debe este “regreso” al espacio de la casa, pero visto desde otro ángulo, menos doméstico y rutinario, más asfixiante? Estoy convencido de que bien visto se trata de una impresión errónea porque en La silla en el mar —título que bien podría ser el de toda su obra poética— se abre el territorio a lo intertextual mediante alusiones, referencias y guiños a Beckett, Poe, Hawthorne y, por encima de todos, el inabarcable Melville. Son autores que inventaron personajes como Wakefield, Bartleby, o el mismo Ahab, individuos con los que la voz poética interactúa de múltiples maneras. Tal vez la más elocuente sea el evocarlos constantemente con la conciencia de su singularidad. ¿Qué otros personajes, junto con los de Kafka, a quien por lo demás también se le hace guiños, emblematizan el absurdo moderno de la existencia? I would prefer no to make any change at all… Aquí, se cierra el círculo, se regresa al origen: ese mar tan presente en su primer poemario. Si Ahab persigue a la inefable ballena blanca, otro tanto ocurre con la voz poética lanzada detrás del significado quimérico, esa huidiza promesa de lo imposible. Entre los espacios cerrados y los territorios literarios, toma cuerpo una poesía donde se entretejen voces, se superponen destinos, una forma de palimpsesto borrado y escrito sin descanso sobre la piel del mar.
Poemas que son como islas de un archipiélago complejo, constantemente enriquecido, con relieves tan accidentados como sencillos. Versos que recuerdan la poesía clásica, el riesgo de las vanguardias, la desconfianza moderna con respecto de la palabra. Imágenes diáfanas y a la vez ásperas que valorizan una subjetividad en pleno dominio de sus facultades líricas. En su gesto, la poesía de Rosella Di Paolo sigue la senda de José Watanabe, Jorge Eduardo Eielson y, por supuesto Blanca Varela, poetas que dialogan con otras orillas —tradiciones, idiomas, estéticas— y al hacerlo reinventan sin descanso la poesía.