El descontento social no cesa. El COVID-19 está mutando en muchos lugares: de crisis sanitaria, social y económica a crisis política, el descontento subyacente no empieza ni termina sin embargo con la pandemia. Constituye más bien la prolongación de la creciente inestabilidad política y de la ampliación de las fracturas sociales evidentes desde antes y, especialmente, después de la crisis financiera mundial de 2008-09, que se han traducido en una ola de protestas violentas en todo el mundo en 2019. Enfrentar este descontento no es una prioridad únicamente para los gobiernos, sino que se trata también de un fenómeno que las instituciones multilaterales deben comprender y asumir si quieren lograr materializar esa cooperación internacional que urge para hacer frente a las amenazas mundiales.
Se considera el descontento actual como el resultado de la frustración colectiva originada a raíz de las expectativas insatisfechas, la vulnerabilidad y la injusticia, sentimientos que son fáciles de comprender pero difíciles de medir. Aunque las protestas constituyen la manifestación más evidente de esta frustración, la caída de la participación electoral, la menor confianza en los gobiernos y el desapego creciente a la democracia en muchos países dan fe del mismo fenómeno y exigen cambios profundos en los sistemas que rigen nuestras sociedades. Entre la formación del descontento se encuentra un amplio espectro de disidentes. Difícilmente se los pueda comparar y clasificar su importancia relativa : los revolucionarios de hoy en día carecen a menudo de una revolución, mientras que el silencio de los desvinculados puede decir mucho.
El incremento del descontento no es un fenómeno fugaz ni marginal. Se podría por supuesto argumentar que el descontento es una característica recurrente de nuestras sociedades, particularmente en tiempos difíciles. Lo que resulta especialmente problemático de la magnitud y la naturaleza del descontento actual es que trascienden los mecanismos tradicionales para hacer frente a las tensiones de este tipo, lo que alimenta un círculo vicioso en el que los desafíos se intensifican y las sociedades se debilitan cada vez más.
En el presente artículo, se examina cómo el descontento actual desgarra la cohesión y hace mermar el consenso necesario para abordar las disfunciones en sus orígenes. A continuación, exponemos las alternativas para reavivar la acción colectiva tanto a nivel nacional como internacional, conscientes de que las causas, las consecuencias y la cacofonía del descontento resuenan a lo largo y ancho del mundo en el peor momento posible 1.
Del reclamo a la protesta
Pequeños acontecimientos revelan profundas frustraciones
Chile se ha convertido en un emblema no solo de las complejidades del descontento, sino también del potencial detrás de él. Un aumento en las tarifas del metro en la capital, Santiago, en octubre de 2019, terminó desencadenando una serie de protestas en todo el país, que luego se replicarían en otros lugares de América Latina. Los manifestantes exigían no solo una mejor atención sanitaria, una mejor educación y mejores pensiones, sino también un nuevo sistema para gobernar la sociedad chilena: « no son 30 pesos, son 30 años », proclamaban, en referencia a la constitución de la era Pinochet que amarraba al país en un modelo económico y político que parecía incapaz de conceder a los ciudadanos sus deseos. Este año y el próximo se redactará una nueva constitución, no por los políticos del antiguo régimen, sino por una asamblea formada en gran parte por personas ajenas a la política.
El desfase entre el origen y las consecuencias demuestra cómo la interacción de los acontecimientos actuales, los reclamos latentes y las injusticias profundamente arraigadas está produciendo resultados que no se corresponden linealmente ni son proporcionales a la chispa inicial. Tanto en Chile como en otros países, parece crecer la convicción de que las personas que elegimos, los partidos que representan y los propios sistemas económicos y políticos en los que se desenvuelven ya no son capaces de servir a la mayoría.
Obstáculos para percibir el cambio 2
Comprender las expectativas y las vulnerabilidades de los ciudadanos es fundamental para hacer frente a sus frustraciones. Sin embargo, nuestros marcos conceptuales y analíticos predominantes no nos permitieron advertir la gesta de disturbios en países como Chile, Ecuador, Túnez, Tailandia, Argelia o Senegal antes de que estallaran. Mientras que Chile posee una de las economías más desarrolladas de América Latina, los indicadores económicos tradicionales de Túnez previos a e la Primavera Árabe no daban motivos de alarma. Ambos países eran considerados desde hace tiempo como los más estables de sus respectivas regiones. Pero al escuchar lo que decían sus propios ciudadanos, otra era la historia. En 2018, apenas el 64% de los chilenos estaba satisfecho con su vida 3, la segunda proporción más baja de América Latina. Un 44% sentía que no era capaz de llegar a fin de mes y a un 51% le preocupaba perder su trabajo en los próximos 12 meses. Únicamente el 8% de los encuestados creía que la distribución de los ingresos era justa, la cifra más baja en una región muy desigual.
Esta historia de vulnerabilidad, injusticia e infelicidad no se limita a Chile. En el África subsahariana, la proporción de la población que « vivía cómodamente » o « se las arreglaba » en 2018 era inferior al 40%; en América Latina y el Caribe y en Oriente Medio y el Norte de África, poco más de la mitad de la población llegaba a fin de mes, menos que una década antes 4. Y estas cifras preceden a la pandemia, que ha exacerbado masivamente esta situación. Una menor subestimación de la importancia de los indicadores subjetivos habría alertado a los gobiernos sobre la brecha existente entre las medidas económicas tradicionales y las percepciones de los ciudadanos 5.
Para aquellos que defienden el PIB como indicador sans pareil, el descontento de los últimos años, y particularmente en los países en desarrollo, debe ser un enigma: ¿por qué las personas no estarían satisfechas si nunca les ha ido tan bien? El PIB creció de forma casi ininterrumpida en todo el mundo en las tres décadas anteriores a la pandemia del COVID-19. El crecimiento fue particularmente pronunciado en los países en desarrollo, alimentando cambios significativos en la geografía económica mundial. Cuatro son las claves que se mencionan a menudo para descifrar esta aparente paradoja. La primera es la desigualdad de ingresos, por supuesto. La segunda es que no todas las medidas de bienestar han acompañado el mismo ritmo que el crecimiento de los ingresos; también en esos casos, las desigualdades se han acentuado 6. El tercero está relacionado con las presiones sobre la mano de obra mundial: la globalización y los avances tecnológicos han debilitado las perspectivas de empleo y la seguridad laboral de todos los trabajadores, salvo los más cualificados (en beneficio de los rentistas). El cuarto es la creciente conciencia del catastrófico deterioro medioambiental, que deja a la humanidad al borde de la sexta extinción masiva.
Está surgiendo un consenso en torno a la contribución de esos factores al descontento actual, pero deja varias preguntas sin responder: ¿por qué el descontento es cada vez más visible y explosivo, después de décadas en las que esos fenómenos materiales han sido fuertes fuerzas « geológicas »? ¿Por qué la creciente formación del descontento no utiliza las tácticas políticas y comunicativas tradicionales para expresar su voz y transmitir su descontento?
¿El tiempo presente?
En cuanto al timing, la evolución del descontento no se alinea automáticamente con la intensidad de sus causas estructurales y latentes. Más bien sigue un ritmo aparentemente imprevisible impulsado por fenómenos políticos como la dinámica de los movimientos sociales, las percepciones que prevalecen entre la ciudadanía, así como la pérdida de confianza en la narrativa propuesta por los actores políticos existentes, en particular los autoproclamados progresistas. El descontento puede permanecer latente durante mucho tiempo entre aquellos que han quedado rezagados de la mejora general del nivel de vida hasta estallar súbitamente, pero podría también manifestarse por una caída a largo plazo de participación electoral, que se erige en una salida del sistema político.
Un punto clave sobre el timing del descontento es que nunca tiene que ver únicamente con el presente. Los « excluidos » pueden tolerar las desigualdades en una economía en crecimiento si consideran que pronto progresarán 7; sin embargo, el descontento se torna más probable cuando un grupo suficientemente grande de ciudadanos se cansa de esperar su turno o se percibe a sí mismo como sistemáticamente desfavorecido. Al mismo tiempo, el descontento también puede estar latente entre aquellos que inicialmente se beneficiaron de las ganancias económicas de una sociedad antes de frustrarse porque su progreso se ralentiza o incluso se revierte. Es el caso de las « clases medias » de los países en desarrollo 8, cuyas crecientes expectativas fueron alimentándose a lo largo de décadas de impresionante crecimiento económico, pero que siguen luchando por llegar a fin de mes y siguen corriendo el riesgo de volver a caer en la pobreza. En determinadas circunstancias, esas clases medias no son tanto el cimiento de la democracia liberal que supone la doctrina política liberal, sino un terreno fértil para populistas y regímenes autoritarios. Allí donde esos dos grupos –los rezagados de siempre y las clases medias precari(zad)as– encuentren una causa común, la movilización será especialmente potente.
Debilitamiento de la confianza, guerras culturales y tendencias populistas
En cuanto a las formas en las que se expresa el descontento, están relacionadas con al menos tres factores que contribuyen a deshacer rápidamente los lazos que unen a las sociedades.
En primer lugar, se destaca el debilitamiento de las instituciones secundarias. Estas instituciones constituyen los cimientos de la sociedad civil, al garantizar la confianza, la reciprocidad y la solidaridad entre vecinos, colegas y comunidades. Principal mecanismo para que los ciudadanos agreguen sus intereses y expresen su voz, han sido consideradas vitales para el funcionamiento de la democracia por todos, desde Tocqueville hasta Putnam. Gramsci, por su parte, vio en los diferentes grupos y puntos de vista de la sociedad civil un terreno fértil para nuevas reflexiones y transformación social. Sin embargo, estas instituciones son cada vez menos importantes, por lo que los individuos están hoy cada vez más solos, aunque parezcan más conectados. La afiliación sindical disminuye y los partidos políticos se alejan cada vez más de las bases. Al mismo tiempo, la confianza interpersonal se debilita, con niveles especialmente bajos en los países en desarrollo. La proporción de personas que cuentan con amigos o familiares en tiempos difíciles ha disminuido y la gente no deja de estar cada vez más preocupada, estresada y enfadada desde principios de la década de 2000, lo que refleja una creciente crisis de salud mental y una profundización de la anomia 9.
En segundo lugar, la fragmentación de las identidades políticas y la tendencia de los sistemas políticos a afianzar las desigualdades en lugar de afrontarlas han creado una crisis de mediación y representación. Con las cuestiones de la identidad llenando el vacío ideológico, los valores y las opiniones divergen hacia los extremos, sustentando las denominadas guerras culturales que hacen cada vez más difícil lograr acuerdos sobre cómo abordar un problema o reconocer incluso que haya uno. Mientras tanto, una política del ganador se lo lleva todo (cuando las élites económicas dominan la vida política) ha dado lugar a la percepción de que la política solo funciona para una pequeña parte privilegiada de la población, algo que debería ser anatema para los sistemas democráticos. Los movimientos políticos populistas y etnonacionalistas, que aprovechan la polarización dirigiéndose a sectores amplios pero sistemáticamente marginados de la población y que desafían el statu quo, no deberían ser una sorpresa.
En tercer lugar, un estilo populista 10 impregna todo el espectro de los discursos políticos y establece una serie de marcos (la antimigración, los enemigos, el papel del líder, etc.) que desvalorizan el discurso político y hacen cada vez más difícil la construcción de un relato consensuado y una acción colectiva. Las redes sociales refuerzan la polarización al crear las llamadas cámaras de eco y al personalizar la información que termina alineada con las propias creencias de los usuarios 11. Sin embargo, la fragmentación de la información no implica una pérdida de control por parte de las organizaciones mediáticas más poderosas: la mayor concentración del mercado permite que algunas de ellas incrementen considerablemente su poder, reforzando su influencia para determinar qué constituye una noticia y cómo debe entenderse la actualidad.
Ante el retorno de la Historia, el Business as usual no es una opción
La magnitud de los reclamos, la amplitud de las debilidades sistémicas y la profundidad de las fracturas sociales representan un desafío abrumador para los gobiernos que pretenden abordar el descontento e iniciar una recuperación sostenible tras la pandemia del COVID-19. Regresar al business as usual no permitirá afrontar ese desafío: los responsables políticos no pueden responder a las causas del descontento una por una, como si cada una afectara a un grupo residual relativamente pequeño y fácilmente identificable. Por el contrario, deben enfrentarse a lo que parecen ser compromisos inextricables enmarcados por la imposibilidad de soluciones inmediatas. Un ejemplo conocido es el de los impuestos sobre el combustible como mecanismo para reducir las emisiones de carbono. Si bien la medida responde a las preocupaciones medioambientales, profundiza el descontento de los ciudadanos con bajos ingresos que dependen de sus coches para ir al trabajo, o acceder a los diferentes servicios, y que no saben cómo van a hacer frente al coste adicional que el impuesto implica. Otros ejemplos de compromisos deben pensarse sobre la base de las desigualdades de género o de lugar.
Los responsables políticos tampoco pueden pretender limitarse a maquillar las herramientas « técnicas » preexistentes con simples objetivos de eficiencia. Seamos claros: tiene mucho sentido evaluar políticas específicas, y los gobiernos deberían ser más activos en ese sentido, pero no es suficiente. Hace tiempo que hace falta que regresen las políticas, las visiones y las estrategias. Lo que está en juego hoy en día va más allá del aumento del « value for money » de los ciclos políticos individuales: se trata también de asegurar una interacción entre políticas, esa visión que brilla a través de políticas que se ven como un todo y en su secuenciación, estrategias para reformular los contratos sociales con objetivos compartidos y narrativas convincentes.
En resumidas cuentas, frente a las amenazas existenciales que atravesamos y la inmensa dificultad de las opciones que se nos presentan, los gobiernos no podrán sobrevivir con administraciones eficientes con las que, atendiendo los árboles individuales, pasan por alto el bosque y esperan que una mano invisible produzca una solución. Desafíos de la magnitud de la crisis climática o de la desigualdad imperante exigen enfoques que aborden las estructuras fundamentales, las instituciones y los mecanismos de deliberación a través de los que se organizan la sociedad y la economía.
Respuestas nacionales: mejorar las vidas y cerrar las grietas
La acción colectiva sí importa
Hay muchas razones por las que urge la acción colectiva para abordar el descontento: la amenaza existencial de la crisis climática; la afrenta ética de las enormes desigualdades entre personas y lugares; el imperativo político de prevenir y contrarrestar las iniciativas que manipulan el descontento para construir un apoyo masivo a tendencias autoritarias e incluso fascistas, o para alimentar el separatismo; los objetivos económicos para garantizar que la recuperación no solo aborde los problemas originados a raíz de la pandemia, sino también los persistentes cuellos de botella y las asimetrías, la segmentación y la subejecución de los recursos revelados por esta crisis y las anteriores.
Si el porqué de la necesidad de abordar el descontento está claro, centrémonos en el quién, el cómo y el qué de la acción colectiva. La tarea es difícil, ya que requiere modificar el consenso existente (véase la entrevista del Presidente Macron con el CG). La tarea es compleja, ya que lo que alimenta el descontento varía tanto en el espacio como en el tiempo. Resulta imposible proponer un único conjunto de políticas; en su lugar, esbocemos cuatro consideraciones que podrían ayudar a los países a identificar soluciones singulares.
¿Quién debe actuar?
El descontento actual está produciendo una suerte de rebeliones sin revolucionarios y, en última instancia, sin revoluciones. El Estado deberá desempeñar un papel crucial (el príncipe en Hamlet) para ayudar a reformular las expresiones de los movimientos y evitar la posible constitución de bases masivas para regímenes autoritarios e incluso fascistas, contrarrestando al menos dos fenómenos que agravan el aislamiento de los ciudadanos y debilitan su participación política autónoma.
En primer lugar, si bien los llamados movimientos populistas reflejan un fracaso político, ¿son capaces de abordar sus causas subyacentes 12? En realidad, no se vislumbra una capacidad de traducir sus expresiones sociales y culturales en una subjetividad política que pueda transformar la realidad. Parafraseando a Gramsci, no están construyendo un « Príncipe moderno ». Independientemente de sus orígenes estructurales, estos movimientos expresan formas de rebelión, pero parecen mantener un carácter prepolítico sin medios para afectar a la estructura social y política que critican: carecen de un conjunto coherente de aspiraciones y representaciones para abordar las complejas causas de los desafíos que heredan. Su punto en común –el mismísimo Estado-nación– es una base insuficiente para fundamentar una agenda política a largo plazo; su centralización del poder y sus esfuerzos por debilitar o esquivar las instituciones democráticas amplían la distancia entre la sociedad y el Estado. Quizá lo más perjudicial de todo sea su tendencia a socavar la noción de una verdad compartida, lo que hace aún más difícil que las sociedades alcancen acuerdos sobre la magnitud y la naturaleza de un problema 13.
El segundo fenómeno es que los Estados necesitan « extender el brazo » a las instituciones secundarias, ayudándolas a conducir a los individuos « al torrente general de la vida social » (parafraseando a Durkheim) y a crear un diálogo fluido entre la sociedad civil y el Estado que apuntale la capacidad de respuesta, eficacia y legitimidad de este último. Desgraciadamente, en muchos casos, el accionar de los Estados ha contribuido activamente a la desaparición de las instituciones secundarias, mientras que los mismos Estados han dejado a menudo al manifiesto una profunda incapacidad para interpretar los intereses y las percepciones de la ciudadanía, con, a lo sumo, un positivismo distanciado, un paternalismo genérico y una profunda desconfianza hacia las denominadas manifestaciones populares « espontáneas ». Las razones se encuentran a menudo en las filosofías neoliberales simplistas, pero hegemónicas, y en la insistencia por parte parte del conservadurismo en el liderazgo y el verticalismo. Como resultado, los ciudadanos con expectativas de emancipación, justificadas, entre otras cosas, por un mayor acceso a la educación y unas economías más sólidas, han perdido más que ganado en términos de « voz »; hasta que, claro está, salen a la calle, donde surgen espontáneamente nuevas estructuras y solidaridades, aunque con escasas posibilidades de reconocimiento oficial.
¿Cómo deben actuar los Estados? La organización aprendiente y la « improvisación dirigida » 14;
La pregunta clave para hoy es: ¿cómo pueden los Estados promover vínculos de confianza, reciprocidad, inclusión, solidaridad y amplificar voces mientras mejoran el bienestar de los individuos? ¿Cómo pueden reforzar su legitimidad mediante la formulación de políticas más inclusivas y flexibles, evitando un incremento del descontento tras la COVID-19? ¿Cómo pueden los sistemas burocráticos adaptarse al actual clima de cambio e incertidumbre radical, cuando los funcionarios públicos no saben necesariamente cuál es el resultado más deseable para la comunidad política en general?
La inclusión puede incorporarse a las normas de un nuevo contrato social mediante un proceso constitucional. Los ejemplos de Chile o de Túnez demuestran que el compromiso de rediseñar las normas e instituciones fundamentales que rigen la sociedad puede ser indispensable, aunque no suficiente. La reforma constitucional, proclamada como la solución a los problemas de Chile y extendida en otros lugares en los últimos años, ha reforzado en muchos casos los derechos socioeconómicos y ha abierto el camino a una mayor participación femenina. Sin embargo, la historia no ha sido universalmente positiva. Los procesos constitucionales no garantizan que los derechos socioeconómicos, como el acceso a los servicios básicos y al empleo, se materialicen. Los regímenes autoritarios han utilizado los cambios constitucionales para restringir los impulsos democráticos. Incluso en entornos democráticos, los grupos poderosos han ejercido una influencia desproporcionada en la redacción de las constituciones. Aún es demasiado pronto para saber si las recientes reformas constitucionales contribuirán a aportar soluciones duraderas a los fenómenos que subyacen al descontento.
¿Una nueva generación de planes negociados?
Lo que parece indispensable, con o sin procesos constitucionales, es una construcción de una visión nacional compartida y una estrategia consecuente. Dicho proceso podría articularse en torno a la construcción de los denominados Planes de Desarrollo. Si la cantidad de países que reforman sus constituciones ha crecido en los últimos años, también lo ha hecho la cantidad de aquellos que establecen estrategias nacionales de desarrollo: de 62 en 2006 a 134 en 2018. Más del 80% de la población mundial vive en un país con un plan nacional de desarrollo, una cifra que aumentará aún más a medida que los gobiernos planifiquen su recuperación pospandemia.
¿El potencial de estos planes? Que sean mucho más que una hoja de ruta hacia un futuro deseado por la administración de turno. Pueden ser inclusivos tanto en sus fines como en sus medios: si bien el objetivo final debe ser una visión compartida del futuro, el proceso de negociación de dicha visión debe ser una oportunidad para que se escuche una amplia gama de voces de toda la sociedad, así como para el establecimiento de nuevos o renovados mecanismos de deliberación que permitan « democratizar la democracia ». Podrían erigirse también en un vehículo de aprendizaje para el Estado, promoviendo « experimentos » descentralizados para aprovechar la voz y la experiencia de los ciudadanos a través de las autoridades locales, aprendiendo constantemente gracias al testeo de los enfoques adoptados, e informando periódicamente sobre los avances hacia los objetivos de alto nivel acordados de antemano 15. Esta forma de redefinir los planes –esta « planificación negociada »– difiere sustancialmente de las experiencias llevadas a cabo en los años sesenta, que eran de carácter verticalista.
¿Cuáles deberían ser las prioridades de esos planes?
Una tercera consideración es el qué. Una estrategia debe ser una combinación y secuencia coherente de políticas. Por lo tanto, ¿cuáles deberían ser las cuestiones políticas específicas que hay que abordar y en qué orden? No tiene nada de racional insistir en que los países en desarrollo, para desarrollarse, deben adoptar una amplia gama de normas políticas diseñadas sobre las prácticas establecidas de los países desarrollados. Las normas suelen ser el resultado y no la causa del desarrollo. Además, los países en desarrollo se enfrentan a asimetrías persistentes y amplias, así como a cuellos de botella y trampas de desarrollo que son específicos y no pueden abordarse imitando las prácticas de los países desarrollados. Para enfrentar sus impedimentos estructurales y salir de sus trampas de baja productividad, instituciones débiles y vulnerabilidad social, hay que priorizar las políticas que combinan la eficiencia económica con la inclusión y la participación amplia de la base social.
Por ejemplo, la mayoría de los países en desarrollo son incapaces de apoyar el crecimiento de las Pymes, a pesar de que representan la gran parte de las empresas y de que la economía funciona alejada de su potencial. Las pequeñas empresas siguen trabajando de forma aislada y cumplen un papel poco relevante en la economía formal. Al mismo tiempo, en los países desarrollados, pero también en algunos en desarrollo, se pueden identificar redes de pequeñas empresas y formas avanzadas de relaciones de subcontratación que pueden incorporar a las comunidades tradicionales dentro de una industrialización local sostenible, moderna y más igualitaria (o de servicios turísticos), siempre que se disponga del apoyo adecuado en términos de políticas públicas y de servicios de extensión. La confianza, el sentimiento de pertenencia a una comunidad y los conocimientos técnicos se combinan para permitir que las empresas amplíen sus operaciones y los mercados evolucionen, conteniendo el engaño y los costes de transacción, lo que permite su mayor integración a las cadenas de valor 16.
Cooperación internacional y descontento
El descontento es un fenómeno que desafía las nociones de escalas pertinentes. En el mundo interconectado de hoy, el descontento fuera de las fronteras de un país puede tener un profundo impacto en los acontecimientos dentro de esas mismas fronteras. La Primavera Árabe ofrece un ejemplo claro, así como el aparente contagio de las protestas populares en toda América Latina en 2019. Sumemos también las tensiones en el Sahel, que a menudo se ven forzadas en el marco de guerras tradicionales, pero que tienen su origen en problemas de índole humanitaria en vastas regiones, como la inseguridad alimentaria, la peste y la sequía, o el fracaso de 20 años de la comunidad internacional en Afganistán. Estos fenómenos difícilmente puedan interpretarse a través de la lente tradicional westfaliana de la soberanía de los Estados, conformada por las relaciones/confrontaciones internacionales entre potencias. Y sin embargo se han profundizado las tensiones políticas, que han configurado la agenda internacional y han puesto de manifiesto las líneas de fractura en la gobernanza mundial. La evidente dimensión internacional de estos acontecimientos no puede abordarse sin la cooperación internacional. Pero, ¿está la cooperación internacional a la altura de las circunstancias?
Muros en torno a las preocupaciones nacionales
La cooperación internacional se ve socavada por las presiones nacionalistas que promueven el bilateralismo entre « amigos ». La inestabilidad política asociada al descontento empuja con frecuencia a los gobiernos a centrarse en las preocupaciones internas a corto plazo. Aunque el ruido de las bravuconadas de lo viejo es poco frecuente, varios líderes populistas han complementado las tendencias aislacionistas con un comportamiento poco diplomático hacia los rivales tradicionales o los críticos de la comunidad internacional. Incluso han levantado muros (no siempre metafóricos) entre ellos y otros países y se han retirado de acuerdos internacionales alegando que representan un « mal negocio » para sus pueblos.
Inercia y fragmentación de la cooperación
Únicamente un análisis muy incompleto de la gobernanza mundial culparía exclusivamente a la política interna de las ineficacias del multilateralismo. La cooperación internacional se ve socavada por los retos que plantean sus objetivos, sus herramientas y sus acuerdos de gobernanza, que afectan a su capacidad para abordar las causas y los resultados del descontento.
Los objetivos
Las ambiciones del sistema multilateral se vieron reforzadas por los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), pero el compromiso ha sido escaso y los avances lentos, incluso antes de la pandemia. Acordados en 2015, los ODS representaron una bienvenida reorientación del sistema multilateral en torno a la idea de que el crecimiento económico y el desarrollo, aunque ligados, no son sinónimos: el crecimiento debe ser inclusivo y sostenible de manera que permita abordar muchas de las fuentes de descontento que aquí se han analizado.
En las últimas tres décadas, la interconexión económica ha sido una característica definitoria del crecimiento mundial. Durante estos años, los trastornos, los desequilibrios y los amplios cambios sociales asociados a esa interconexión se han ignorado –junto con las consecuencias medioambientales de nuestro crecimiento económico–, aunque han sido un factor clave en el incremento del descontento. Estas externalidades podrían haberse mitigado si los sistemas multilaterales hubieran ofrecido una mayor protección a las personas y al medio ambiente frente a las exigencias y los caprichos de los mercados mundiales.
La era de Bretton Woods, que duró de 1945 hasta principios de la década de 1970, logró conciliar una mayor apertura económica con el reconocimiento de la necesidad por parte de los países de proteger sus puestos de trabajo y desarrollar sus industrias nacionales, así como de construir sistemas de bienestar integrales para apoyar a aquellos que no podían encontrar su lugar en una economía cambiante. Una vez que este modelo de liberalismo incrustado se derrumbó, se impusieron los principios del laissez-faire. Las fuerzas del mercado, desatadas por la liberalización de los flujos de capital, pudieron pisotear las protecciones sociales y medioambientales que Karl Polanyi y otros consideraban esenciales para sociedades sanas.
Las herramientas: ¿el «Ἀπὸ μηχανῆς θεός/deus ex machina»?
Estas consideraciones introducen un segundo reto que tiene que ver con las herramientas que dispone actualmente la cooperación al desarrollo. La cooperación es más indispensable que nunca, pero la asistencia tradicional parece encerrada en marcos anticuados e ineficaces para abordar el descontento que, incluso, podría en realidad estar alimentando. La distribución de la asistencia, por ejemplo, sigue basándose en los niveles de PIB-INB, a pesar de que los ODS deberían orientar la cooperación internacional hacia un conjunto más amplio de medidas de desarrollo, las que suelen estar en el centro de las demandas de los manifestantes, así como hacia un conjunto más amplio de países, incluidos aquellos en los que el descontento es más visible, muchos de los cuales son países de renta media.
Otro ejemplo es que el debate se centra a menudo en la asistencia, mientras que otras herramientas deberían también desarrollarse. Para nada se trata de negar que un gran volumen de « recursos financieros para el desarrollo » sea indispensable. Todo lo contrario: los costes de la superación de la COVID-19 y del tratamiento significativo de la crisis climática exigen un aumento considerable de los fondos de cooperación, superando la tímida reacción de la asistencia oficial al desarrollo ante la pandemia y la falta de implicación de algunos países. Los países menos desarrollados reciben poco apoyo y muchos países de renta media que se enfrentan a importantes trampas de desarrollo quedan totalmente excluidos.
La cuestión es más bien que, aparte de los recursos financieros, no se presta suficiente atención a la creación de capacidad política y a las asociaciones para las inversiones, cuando debería ser una parte clave de la respuesta al descontento sobre los servicios públicos y el empleo. Un nuevo consenso sobre un renovado multilateralismo no debería tratar de prescribir normas e influir en los países en desarrollo a través de una complicada arquitectura financiera y de la condicionalidad, sino que debería aspirar a fomentar el diálogo político estructurado y la experimentación entre « pares », mediante el aprendizaje por la práctica y el seguimiento de los programas. Necesitamos una interacción repetida y estructurada en la que los países puedan debatir y comparar, de igual a igual, las estrategias nacionales, regionales y mundiales. El resultado podría parecerse a lo que la OCDE puso en marcha para sus miembros tras la Segunda Guerra Mundial y el fin del Fondo Marshall, pero de forma diferente y para conjuntos más amplios de países y regiones.
Un ejemplo adicional tiene que ver con la falta de coordinación entre las prácticas tradicionales de cooperación al desarrollo y las importantes iniciativas que han configurado los países del Sur, independientemente de su nivel de desarrollo. A pesar del aumento del volumen y de la visibilidad de la cooperación del Sur, las instituciones del Norte parecen sentirse incómodas al debatir sus perspectivas. Más bien insisten en que los actores del Sur deben adoptar las normas definidas en el pasado sin ellos. La recuperación de la COVID-19 podría ser una oportunidad para reconocer y debatir los diferentes enfoques y hacer frente a la presión de la calle sobre la aquiescencia de los gobiernos del Sur al modus operandi de la cooperación y las organizaciones multilaterales tradicionales.
Los actores: ¿Cómo aprender unos de otros?
Un tercer reto remite a la legitimidad de las « mesas » donde se decide la naturaleza y el volumen de los fondos para el desarrollo. Por extraño que parezca, allí solo se reúnen los donantes tradicionales 17, sin que haya una participación estructurada de los países en desarrollo en torno a esas « mesas » 18. En los últimos 25 años, este desequilibrio de poder se ha vuelto incoherente con el creciente peso económico y político de los países emergentes y con el conocimiento contextual que tienen los países en desarrollo para abordar sus trampas y objetivos específicos de desarrollo. Al no poder acceder a los foros multilaterales establecidos –y al perseguir modelos económicos considerados diferentes a los del Norte–, los países en desarrollo están creando sus propias instituciones para funcionar en paralelo a los guardianes tradicionales de la cooperación internacional.
Las cuestiones de legitimidad no solo se aplican al equilibrio entre los países del Norte y del Sur, sino también a otros actores como las regiones, las ciudades, los sindicatos, las empresas, las ONG, las instituciones filantrópicas y similares. Retos como la crisis climática no pueden dejarse en manos del mercado. La ciudadanía suele protestar por el papel que desempeñan las empresas multinacionales, como demuestran elocuentemente las recientes iniciativas sobre los impuestos. Si los organismos multilaterales pueden abrir las conversaciones globales a un abanico más amplio de interesados, los ciudadanos de a pie, que quieren mejorar el lugar donde viven mediante la acción colectiva, podrían sentir que tienen voz en la escena mundial y un interés en la cooperación internacional.
La cuestión que se plantea hoy es si es posible una « mesa » representativa a nivel mundial para abordar los bienes públicos globales y promover la cooperación entre pares. Necesitamos voces diferentes en la « mesa », no solo en cuanto a los países hasta ahora excluidos de los foros mundiales, sino también un conjunto más amplio de partes interesadas. El enfoque colaborativo de los retos compartidos entre los ámbitos local, nacional y multilateral puede alimentar y potenciar un experimentalismo a nivel internacional sobre temas y regiones concretas, análogo al que se ha comentado anteriormente a nivel nacional. El reciente compromiso de 136 países con un tipo mínimo de impuesto de sociedades a nivel mundial es un ejemplo de lo que podría materializarse. Sin embargo, esto solo puede arraigarse si la lógica política del sistema internacional no es rehén de la adhesión exclusiva y discriminatoria a campos opuestos, incluso en las regiones en desarrollo.
Conclusión
El incremento del descontento ha quedado al descubierto en episodios ocurridos en todo el mundo en los que las expectativas y la vulnerabilidad de la población se tradujeron en frustración. Un mejor uso de la evidencia ampliaría aún más nuestra percepción del fenómeno. Para hacer frente al descontento, se debe permitir que se produzca un cambio e involucrar a la ciudadanía, no solo para escuchar sus reclamos y mediar en sus disputas, sino también para escuchar sus ideas, para crear algo mejor que lo que tenemos hoy.
Los responsables políticos deben entonces enfrentarse conjuntamente a la complejidad de lo que implica crear instituciones, promover voces y fomentar la lealtad hacia y desde sus ciudadanos, así como hacer frente a las demandas urgentes de empleo de la ciudadanía en las calles. Se sostiene que los Estados deberían adoptar un tipo de planificación negociada para involucrar a los ciudadanos, fortalecer la sociedad civil y las instituciones secundarias, promoviendo la experimentación para diseñar conjuntamente una visión nacional y construir estrategias adaptativas. Dicha visión debería abordar la calidad del crecimiento y dar prioridad a las vías de desarrollo que combinen la eficiencia económica con la resiliencia, la inclusión y la participación. También sostenemos que el descontento no puede abordarse sin la cooperación internacional. Para que pueda desempeñar plenamente su papel, se debe revisar los objetivos del sistema multilateral, así como los marcos y procedimientos de su gobernanza, y hacer que los actores que se sientan en torno a las « mesas » donde se discute la cooperación internacional estén en consonancia con las realidades del mundo moderno.
Notas al pie
- Consultar el amplio e importante trabajo de Bertrand Badie.
- La referencia aquí es el trabajo de Albert Hirschman, por supuesto.
- Según la encuesta de Latinobarómetro.
- Datos de Gallup
- Pero los indicadores son solo una de las herramientas que debemos revisar.
- Otras medidas basadas en ingresos ocultan la precariedad de la situación económica de las personas, por ejemplo en el caso de la pobreza extrema o en el de las clases medias, donde las medidas de ingresos no logran captar las vulnerabilidades.
- Hirschman propone la metáfora de un atasco en el que al principio uno se alegra cuando sus coches vecinos se mueven ya que uno cree que el origen del atasco se irá eliminando progresivamente. La cuestión es que uno se molestará seriamente si, al cabo de unos 10 minutos, los demás siguen avanzando, pero uno se queda atrás.
- Definido estrechamente en términos de ingresos, pero que no se asemeja al estatus y la seguridad de que gozan las clases medias de las economías avanzadas.
- Aunque estos factores agravan el descontento, su manifestación puede contribuir a resultados positivos, ya que pueden unir a la gente, proporcionando la anhelada solidaridad y reavivando el potencial creativo del esfuerzo compartido.
- Junto con el trabajo de George Lakoff, véase Le style populiste del Groupe d’Etudes géopolitiques.
- Cada vez es más raro que la gente encuentre y debata opiniones alternativas.
- Aunque 2019 fue un año de amplia movilización de la sociedad civil, el espacio para ella se ha ido reduciendo en muchos países (una tendencia que ha continuado durante la pandemia).
- En varios casos, el COVID-19 ha puesto de manifiesto las limitaciones de estos líderes, pero aunque su poder disminuya, su legado perdurará a través de la desconfianza en los sistemas políticos, los medios de comunicación y otras instituciones que han producido, así como la fragmentación que han explotado y exacerbado.
- Véase el trabajo de Yuen Yuen Ang, profesor y autor de China’s political economy.
- Según Sabel y Simon (2009), un enfoque experimental va en contra de la primacía de las soluciones basadas en el mercado, cuyo funcionamiento se fundamenta en los ciudadanos como consumidores racionales. En realidad, esas soluciones basadas en el mercado requieren una información ex ante para establecer un mercado que no es igual de abrumadora que la necesaria para las soluciones políticas. Además, los mercados siguen necesitando regulación. Los enfoques experimentales también se oponen a una respuesta política centralizada y verticalista y promueven un amplio grado de discrecionalidad -procedimental y sustantiva- para los gobiernos subnacionales. La cuestión es que el enfoque experimental está profundamente arraigado en la idea de las asimetrías de información y conocimiento entre los actores.
- Las barreras a las que se enfrentan las empresas pueden estar relacionadas con las decisiones políticas más amplias que han beneficiado a ciertos grupos a expensas de otros o que han llevado a la economía por un camino determinado. Estas decisiones pueden haberse tomado hace muchos años, sobre todo en el caso de las antiguas colonias cuyas economías se diseñaron para satisfacer una necesidad concreta en beneficio de una potencia colonial. Este es el caso de los modelos coloniales extractivos (Acemoglu, Johnson y Robinson, 2004). Sin embargo, las elecciones también pueden reflejar el poder y los intereses de determinados grupos nacionales que influyen en la formulación de políticas en la actualidad. Estas dinámicas estructurales incorporan la desigualdad a un sistema económico y a la política económica.
- Con la adición, como máximo, de los países del Golfo Árabe.
- Aunque los proyectos individuales requerían la colaboración en el terreno de los actores del Norte y del Sur, se creía que el diseño y la evaluación de las políticas -por ejemplo, decidir qué formas de gasto podían clasificarse como asistencia oficial al desarrollo- era competencia exclusiva de los donantes (decidir si los gastos condicionados a la compra de bienes del país donante eran admisibles, o si los créditos a la exportación, la asistencia militar o la caridad privada podían considerarse asistencia).