« Grand Tour », serie de verano 1/11. Este verano, le invitamos a viajar por Europa explorando la relación entre los intelectuales y los lugares del continente donde no viven ni han nacido, pero que han desempeñado un papel fundamental en sus vidas.

Cuando le propuse hacer esta entrevista sobre su relación con Italia, primero ha vacilado. Su relación con el país era, decía usted, « distante », y usted temía por lo tanto decepcionar mis expectativas. ¿Qué quiere decir exactamente con « distante », y cómo explica esa distancia respecto a un país del que podríamos pensar al leerle que, al contrario, le es cercano? 

Tener miedo a decepcionar es una buena manera de empezar, ¿verdad? En nuestra profesión, siempre hay que empezar por eso. Hablar de una relación distante con Italia, como lo hice en nuestros intercambios, era sin duda exagerado. Pero digamos que tenía escrúpulos en evocar ese país con usted, por una elección personal: cuando era estudiante, doctorando y posdoctorando, a principios de los años noventa, tomé la decisión extraña de no vivir allí. Tenía mis razones, pero admita que esto es una paradoja: la mayoría de los investigadores que trabajan en terrenos italianos lo hacen por amor a Italia, o por deseo de conocerla mejor. Cuando trabajaba en mi tesis sobre Milán, solía ir allí muy a menudo, pero nunca me he quedado mucho tiempo. Esta es la relación de ida y vuelta que tengo con Italia: voy a menudo –y no cabe decir que lo echo mucho de menos en este momento– pero de forma fugaz, solitaria y concentrada. Bueno, me ha faltado el tiempo de aculturación. Por ejemplo, nunca he formado parte de la Escuela francesa de Roma, y esto lo había elegido: cuando pude presentar mi candidatura, me di cuenta de que no tenía tantas ganas. Asumo esa elección aunque acarree consecuencias. Por ejemplo, no hablo muy bien el italiano, del que finalmente sólo tengo un conocimiento libresco, lo que me pone en la situación absurda (francamente vergonzosa) de tener más facilidad en intercambiar sobre temas científicos que cotidianos. Es una oportunidad que he perdido, algo que no he hecho. A veces me arrepiento de eso, aunque suela valorar esas renuncias: uno también está hecho de lo que hubiera podido hacer pero decidió no hacer.

Mi escrúpulo viene de allí. En realidad, cuando hoy le doy una relectura a mi tesis –tranquilícese, no lo hago todos los días– me doy cuenta, ya que aprendí a entender mejor a ese país y a dar zancadas por ciudades y paisajes, de que esta relación distante se siente un poco. Para mí Italia era en aquel entonces un terreno más que una tierra de elección. Me acuerdo muy bien de que una de las recensiones de mi tesis, publicada en Archivio storico lombardo, señalaba el hecho de que un historiador milanés sentiría fácilmente que yo no era lombardo, que no vivía allí. ¿Tiene uno derecho a reflexionar sobre un lugar en el que no vive? En el fondo, este reproche me interesó y me hizo reflexionar. No me he ofendido porque no era falso. La distancia crea una posibilidad de reflexión, de crítica, pero también priva de relación sensible, carnal, a un país, una relación que llamaría injusta, porque toda « emoción de pertenencia », para decirlo con palabras de Jean-Christophe Bailly en Le dépaysement, provoca una exageración de la preferencia que ya no se contenta con la exactitud fría que conviene a una relación de conocimiento de esa índole. Esta actitud tiene una belleza literaria, pero también tiene límites epistemológicos.

Por eso no me considero un italianista, ni siquiera un historiador de Italia –solamente un historiador que se ha interesado por Italia al trabajar en y sobre alguna de sus ciudades–

PATRICK BOUCHERON

Por eso no me considero un italianista, ni siquiera un historiador de Italia –solamente un historiador que se ha interesado por Italia al trabajar en y sobre alguna de sus ciudades–. A menudo, cuando un italianista, ya sea literario o historiador, presenta una tesis, es una suerte de gran grito de amor a Italia, quiere mostrar que la entiende, la conoce, la siente. Para mí, Milán es una ciudad en la que he estado mucho, que aprendí a amar mucho de forma stendhaliana, precisamente porque no se da en seguida, porque resiste, porque se opone a la idea que uno tiene de Italia cuando decide amarla –pues es una decisión personal y literaria decir « voy a amar a Italia »–. Cuando defiendo mi tesis a los 29 años, amo mucho a Milán, pero no la conozco muy bien todavía. Aprendí a conocerla desde entonces, siempre con el mismo sistema, es decri, yendo allí a menudo pero por poco tiempo. Por eso cuando la recensión de la que hablaba dice que fácilmente se reconoce que no respiré el aire lombardo, tenía razón en el plano emocional, pero creo que no tenía razón en el plano historiográfico. Evidentemente, el libro que escribí después cuando volví a Milán, La trace et l’aura, parte de dicha experiencia, de ese desgarrar, poniendo en escena, pero siempre de forma distante y serena, la alegría del reencuentro: ¿es justo decir que uno puede únicamente ser historiador de lugares que le pertenecen y a los que pertenece? Por esa relación sensible a una tierra, a una patria, a una nación, Fernand Braudel dijo en 1984 en L’identité de la France que un historiador « únicamente se encuentra de lleno con la historia de su propio país, comprende casi por instinto los rodeos, los entresijos, las originalidades, las debilidades ». ¿Pero de qué instinto estamos hablando? Esa frase, que parece almibarada, es bastante aterradora. Entonces quizás la distancia que al principio le rebatí, antes de ceder, sea únicamente metodológica. Es una prevención, una cortesía, que consiste a acordarse del momento en el que resistí la tentación.

Si retrocedemos en el tiempo, ¿cuáles son sus primeros recuerdos respecto a Italia? Quizás no la Italia real, sino lecturas sobre Italia o imágenes de ella.

Primero me acuerdo de libros. Suelo decir que lo que más adoro es caminar en una ciudad y pasar las páginas de un libro, que son dos placeres gemelos. Para enamorarse de Italia, uno se enamora primero de una Italia de Francia, desde Francia, escrita o traducida al francés. Me acuerdo de Stendhal, que leí bastante temprano y con afición, la Chartreuse, por supuesto, pero también las Chroniques italiennes –en el prólogo para el lector de Vittoria Accoramboni, finge pedir disculpar por no hacer literatura en esos términos: « el relato sincero que les presento no puede tener más que las ventajas más modestas de la historia ». Retrospectivamente, entiendo que esa actitud es la raíz, y no lo sabía en absoluto en aquel entonces, de una atracción a Italia y en particular a la Italia de finales de la Edad Media y del Renacimiento, pero también de una cierta manera de poner su voz en la prosa del tiempo, es decir, en una relación distante y sensible, en la frontera entre historia y literatura, ya que mis primeras lecturas no son textos de historiadores sino textos que hacen ficción con la historia. Textos de Stendhal entonces, pero también de Giono, del que recuerdo la última página del Hussard sur le toit como una promesa ardiente: ve los Alpes, « “Italia está allí detrás” se decía a sí mismo. No podía ser más feliz ». Si retrocedo hasta mi infancia, seguramente tengo de Italia y de los italianos la imagen de los prejuicios nacionales de mi época y de mi entorno. Mi padre no dejaba de decirme que los italianos eran « nuestros hermanos » aún cuando no teníamos ningún parentesco con ellos. Así aprendí, antes de poner un pie en Italia, que los italianos eran franceses de buen humor: menos arrogantes, más alegres y, finalmente, que Italia era Francia, pero mejor. Para un francés, antes de ir, Italia es, como diría Stendhal, la patria de la energía y de las pasiones fuertes.

¿Y cuándo ocurrieron sus primeros viajes a Italia?

Creo que las primeras ciudades italianas que visité de niño eran ciudades toscanas. También he viajado mucho a Sicilia con mis padres, lo que me causó emociones fuertes, que intenté volver a encontrar desde entonces, en varias ocasiones, en varios viajes –en particular un viaje al Etna– pero también en lecturas, de Elio Vittorini por supuesto, pero también de Leonardo Sciascia que he leído con afición. Nápoles vino después, de forma furtiva, casi milagrosa, y es la ciudad de mi corazón. Me acuerdo muy bien también de mi primer viaje a Venecia: cumplía 10 años, era invierno, y la primera vez que la vi, la nieve le imponía el silencio. Pero creo que la ciudad que más me ha impresionado, deslumbrado y cautivado, con la intuición de que se trataba de una ciudad que podía cerrarse como una nasa o una trampa, fue Siena. Creo que en el fondo, aunque se me ocurrió muy tarde hacerme historiador de la Edad Media en Italia, todo esto provenía de Siena, aunque no trabajé de inmediato en esta ciudad. Por supuesto, como a todo el mundo, me maravilló la diversidad de los paisajes italianos –lo que Piero Camporesi describe muy bien en aquel libro maravilloso, La belle contrade–, no tengo una visión balnearia de la Italia de los años cincuenta, de La bella estate de Cesare Pavese (otra lectura impresionante). Me fascinaron las películas de Fellini, me conmovieron cuando fui, muy tarde, a Rimini, en su ciudad en la que creí haber comprendido lo que era la Italia rural de los años cincuenta. Pero la Italia que iba a visitar como turista era un paisaje de ciudades. Asociaba entonces la experiencia urbana, la experiencia literaria y la experiencia italiana. Y si lo pienso, son estos tres sueños los que se superponen en mi práctica de historiador.

Me asombra la falta de referencia a Roma en su evocación de sus primeros viajes a Italia. ¿Se acuerda de su primer encuentro con esa ciudad?

No, no hablé de Roma, efectivamente. Le estaba hablando de mi infancia y mi adolescencia, de mis padres y mis vacaciones, de mis lecturas de joven. Roma es la emoción violenta de mis veinte años, cuando decidí ser historiador. Ingreso en en ese entonces a la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud, donde encuentro un maestro, Yvon Thébert, que enseña la historia romana y es arqueólogo. Nos lleva a un viaje de estudios en varios lugares, por ejemplo a Magreb y a Sicilia, pero sobre todo a Roma. Entre mis 20 y 25 años, casi todos los años, con él, voy a hacer excavaciones en una de las obras que dirigía en la Escuela francesa de Roma en el Palatino. Estas excavaciones de la Vigna Barberini con Yvon Thébert representan un recuerdo muy fuerte. Allí reconozco sin duda la raíz de mi vocación historiadora, allí donde está su base arqueológica, allí donde entiendo lo que es el apilamiento del tiempo.

Creo que la ciudad que más me ha impresionado, deslumbrado y cautivado, con la intuición de que se trataba de una ciudad que podía cerrarse como una nasa o una trampa, fue Siena.

patrick boucheron

La diferencia entre Siena y Roma aparece entonces de forma evidente: Siena finge ser la ciudad de un solo momento, como fijada en medio del siglo XIV, en aquel tiempo que evoqué en mi libro Conjurer la peur, que finalmente es algo como mi  « Siena, capital del siglo XIV ». Tenemos la impresión, por supuesto ilusoria, de pasear por un estado del tiempo, detenido. Es un primer placer de historiador, que considero infantil porque está vinculado con una suspensión del tiempo y que consiste en decirse que uno se desplaza por un espacio que también pertenece a cierta época, y a una sola: « estoy en el siglo XIV ». Roma causa evidentemente la emoción inversa, que es la de la temporalidad organizada en niveles y de la profundidad de este tiempo. Me acuerdo muy bien cuando Yvon Thébert nos hacía visitar Roma. Fue él quien me aguzó la mirada para la estratigrafía, es decir, no solo para los apilamientos sino también para los accidentes del tiempo: torrentes, surgimientos, remanencias. El momento clave fue una visita de la basílica San Clemente, una de las iglesias situadas detrás del Panteón, hacia el Latrán. El edificio actual deja fácilmente ver, bajo su ropa barroca, las fundaciones del siglo XII ; pero aquellas reposan en una primera construcción del siglo V destruida por los normandos, y debajo de esa iglesia primitiva se encuentra el nivel arqueológico que cubre al fosilizarlo: la cueva antigua donde estaba un santuario dedicado a Mithra. La visita es una suerte de descenso en el tiempo.

Fue en Roma donde encontré a lo que hoy llamo historia, que es lo contrario del tiempo detenido, de la reconstitución, de la ilusión de poder teletransportarse de nuestro tiempo a otro, pero que es, al contrario, la percepción casi física, iba a decir violenta y posiblemente dolorosa, del hecho de que la historia es un movimiento hacia la complejidad y la profundidad del tiempo. Como en Fellini Roma, ese momento en que las fresadoras de los tuneleros del metro perforan la ganga de una villa romana y en que el viento malo, viciado, de la modernidad que aprovecha la ocasión, viene desteñir de un golpe, descascarillar y en fin borrar murales que, cuando se descubren, desaparecen. Aquí está la paradoja arqueológica: hay que destruir algo para saber algo. Roma es el fin de la inocencia turística.

Entonces ¿son sus viajes a Roma con Yvon Thébert que acaban empujándole a hacer una tesis en un terreno urbano e italiano?

Trabajar sobre una ciudad, sobre la capacidad que tiene el poder de cambiar esta ciudad –digamos sobre el urbanismo, para decirlo en pocas palabras– me interesaba, incluso había pensado en ser arquitecto. Estábamos en la mitad de los años ochenta, en el momento de las grandes obras de François Mitterrand, cuyo gesto constructor se comparaba sistemáticamente con el de los mecenas y príncipes del Renacimiento italiano. Más profundamente, en 1989, mientras que aún no soy historiador de la Edad Media, pienso en hacer historia de la Revolución francesa, de la que estamos celebrando el bicentenario. Entonces me intereso mucho por lo que hace Roland Castro, que decía que para conmemorar realmente el 1789, había que transformar los suburbios. Todo esto me lleva a pensar que sería interesante trabajar como historiador en los orígenes de esta creencia política: cambiar la ciudad es cambiar la vida. Dicho de otra manera, acondicionar el marco urbano no solo es embellecerlo o facilitarlo, sino que es una manera de transformar las mentalidades de los que lo frecuentan.

Fue en Roma donde encontré a lo que hoy llamo historia, que es lo contrario del tiempo detenido, de la reconstitución, de la ilusión de poder teletransportarse de nuestro tiempo a otro, pero que es, al contrario, la percepción casi física, iba a decir violenta y posiblemente dolorosa, del hecho de que la historia es un movimiento hacia la complejidad y la profundidad del tiempo.

PATRICK BOUCHERON

Entonces quería trabajar sobre la relación entre poder y acondicionamiento urbano, pero no en Florencia o en Siena. Prefería una ciudad en la que sería difícil, en la que no funcionaría tan bien porque el poder se enamora de su impotencia, para decirlo en palabras de Hannah Arendt. Milán es la ciudad que resiste a la voluntad de los príncipes acondicionadores de transformarla en la imagen de la idea que tienen de su propio poder. Esta tesis sobre « el poder de construir » describe también mucho las resistencias y las reticencias de las sociedades urbanas a acoger el gesto principesco y autoritario de los que quieren transformarlas, la manera con la que traman el sentido de los lugares al habitarlo, al recorrerlos o simplemente al enunciarlos. Entonces es por razones distantes por lo que elegí a Milán. Intentaba no enamorarme de mi tema. Unos amigos míos iban a trabajar a Siena, a Venecia o a Roma, lo que me parecía imposible. No me imaginaba trabajar enfrentándome al deseo y al apego. No me imaginaba ser el historiador caluroso de la imagen hermosa, para decirlo en palabras del historiador del arte Gérard Labrot, cuyo libro sobre L’image de Rome (1989) me ha marcado mucho. Este hombre extraordinario, al que he conocido muy bien, enseña en su libro cómo con Roma no puede haber una primera vez, porque se puede llamar Roma esa máquina activa que proyecta el deseo que tenemos de ella hacia muy lejos, más allá de sus muros, así que cuando acudimos a ella, exactamente como cuando acudimos a Nueva York por primera vez y que hemos visto películas, ya la hemos visto. Entonces se nos priva de la ingenuidad y de la frescura del encuentro –siempre ya es « la cita de dos cómplices de hace mucho tiempo  »–. En pocas palabras, todo nos ha preparado para ver lo que teníamos que ver.

Roma es el fin de la inocencia turística

PATRICK BOUCHERON

Gérard Labrot ha descrito entonces a Roma como una trampa para la mirada, como una máquina de deseo en la que él mismo está atrapado, habiendo vivido en Roma y amado la ciudad. Cuando dice que « se ha convertido en el cálido historiador de la bella imagen », reconoce que esto implicaba una elección de su parte: ir allí, sumergirse, meterse en la boca del lobo, meterse en la trampa y luego trabajar para deshacerse de ella –a la manera de Louis Marin en Le récit est un piège, que por otra parte había prologado su libro–. Se necesitaba tiempo y valor para ello y, por mi parte, tenía tiempo pero quizás no el valor para gastarlo de esa manera. De ahí la elección de una relación distante. Y luego Gérard Labrot, a quien había leído antes de conocerlo, me había enseñado algo más. La primera vez que fui a Italia con él fue en Prato, hace exactamente veinte años. Tenía la imagen de un historiador del arte como alguien que se detenía y se sumergía en la contemplación de las obras. Me sorprendió verlo pasear por las galerías del museo de Prato y salir después de apenas tres cuartos de hora, como los turistas japoneses en el Louvre. Ante mi asombro, me dijo que Daniel Arasse le había enseñado que un historiador del arte era alguien que visitaba lugares, para tener los ojos abiertos, a menudo y rápidamente. Labrot me había dicho: si quieres saber algo, ve ahí a menudo pero rápido. Eso es lo que hice para Siena.

Entonces, ¿Milán era el lugar más apropiado para tener una relación distante con el objeto que estaba estudiando?

Frente a las ciudades que ya amaba –Roma, Palermo, Siena, Venecia–, la elección de Milán fue una elección de razón y distancia, pero también de desafío, ya que, como se ve, quería hacer la historia de la oposición al gesto constructivo de los príncipes. Me dije que, al menos, al ir a Milán, ya que no me gustaba especialmente esa ciudad, no tendría que luchar contra mí mismo para poner distancia con ella. Obviamente, no funcionó como estaba previsto, porque por razones stendhalianas, la ciudad empezó a gustarme mucho. Empecé a amarla con pasión y con mayor intensidad porque era un poco secreta: no es la ciudad que se visita primero y no es la que mejor se ajusta a la imagen que se tiene de una ciudad italiana.

Descubrí un libro que se convirtió en algo muy importante para mí, Ciudad, escucho tu corazón, de Alberto Savinio, que me había regalado mi gran amigo de entonces, Jean-Louis Tissier. Se trata de un paseo literario por Milán, hecho de bellas fugas y digresiones, de una erudición deslumbrante pero nunca pesada, y que es sin duda el texto más bello jamás escrito sobre una ciudad, y una ciudad que no se delata inmediatamente. Savinio escribe, además, que uno « se esthendaliza en Milán con la misma facilidad con que se broncea en el mar » –y cómo no rimar con la cita de Chamfort, « al vivir y ver a los hombres, el corazón debe romperse o broncearse »–. La relación que tenía con Milán se fue construyendo poco a poco. Es la de una distancia rechazada que acaba convirtiéndose en un fuerte apego. Pero ese apego se construyó muy lentamente.

Se nos priva de la ingenuidad y de la frescura del encuentro –siempre ya es « la cita de dos cómplices de hace mucho tiempo  »–. En pocas palabras, todo nos ha preparado para ver lo que teníamos que ver.

PATRICK BOUCHERON

La lectura de Umberto Eco, el milanés por excelencia, contribuyó a ello. Había leído El nombre de la rosa cuando se publicó en Francia. Recuerdo que fue el verano después de mi bachillerato. Pero mi novela preferida de Eco es Baudolino, que es una de las más bellas novelas sobre Lombardía, sobre la niebla, sobre esos paisajes que he llegado a amar mucho y sobre la forma en que ese paisaje sensible acaba desdibujando las líneas entre la historia y la ficción en una fantasía poderosa y agradable. Más tarde, leí un libro suyo menos conocido, o al menos menos querido, La misteriosa llama de la Reina Loana, sobre un librero amnésico que intenta reconstruir su memoria perdida releyendo los libros de su infancia; si quiere saber qué es realmente Pinocho en la cultura italiana, lea ese libro. Pero Yambo, el héroe de esa historia, intenta al mismo tiempo reconstruir el plano de la casa de su infancia, que es muy medieval: piense en los « palacios de la memoria », donde los eruditos encontraban un lugar para cada texto en una arquitectura ficticia. Estaba leyendo ese libro mientras intentaba, por mi cuenta, recordar la ubicación de las habitaciones de la casa de mis abuelos en Normandía. Cuando leí ese libro, hace unos veinte años, no había estado en Milán durante varios años, había pasado a otros temas. Me pregunté si sería capaz de volver a Milán con los ojos cerrados, si, como ocurre a veces, justo cuando uno cree que no recuerda espacios o rutas, nuestro cuerpo los recuerda y nos lleva hasta allí, y entonces solo tenemos que volver a seguir nuestros pasos sobre las huellas de los recuerdos para retomar el camino. Fue leyendo ese libro de Umberto Eco cuando me dije a mí mismo que tenía que volver a Milán con esas ideas de la reminiscencia, la memoria y el olvido, y que empecé a trabajar en Ambroise.

Usted menciona aquí su apego a la capital lombarda, después de haber recordado antes su apego a otras regiones de la península. De hecho, es difícil acercarse a ese joven país que es Italia sin plantear la cuestión de su unidad. En su opinión, ¿se puede hablar de Italia y de los italianos en singular?

Los franceses, y los historiadores en particular, siguen subestimando el nacionalismo italiano y la importancia del Risorgimento como mito de identificación para « hacer los italianos », por citar una famosa frase pronunciada por primera vez en 1896 (Fatta l’Italia, bisogna fare gli Italiani) que desde entonces se ha convertido en uno de los estereotipos de la memoria nacional. Cuando un medievalista elige no trabajar sobre la historia de Francia, sino sobre la de Italia, no es sobre Italia sobre lo que trabaja sino generalmente sobre una ciudad italiana, o una región italiana. Así que es un antídoto contra el nacionalismo metodológico. Cuando empecé a trabajar sobre la Italia medieval, no identifiqué inmediatamente cuál era la tradición nacional italiana. Incluso hoy, cuando trabajo con autores como Maquiavelo, sé que lo que siempre me faltará es esa cultura nacional italiana. La cultura del instituto es completamente ajena a nosotros. En el equivalente italiano de Los lugares de la memoria, editado por Mario Isnenghi, hay un artículo « Liceo clásico » (escrito por Antonio La Penna) porque es allí donde se forma una cultura literaria común para la burguesía, que en cierto modo sigue activa. Incluso hoy en día, los italianos que fueron a la escuela secundaria conocen a Dante, Ariosto, Manzoni, de una manera que los demás nunca conocerán, porque no hemos aprendido a amarlos como tesoros nacionales.

Que la identidad italiana sea reciente no significa que no sea ardiente. Trabajando sobre Maquiavelo, podemos ver muy bien que el final del Príncipe es, en última instancia, un grito herido de amor por la italianita, que es propiamente una identidad infeliz, es decir, una conciencia herida en el momento en que Italia fue presa de la competencia de los poderes monárquicos en lo que luego se llamaría las guerras italianas. Por ello, Maquiavelo y Guichardino, desde Florencia, donde escribían, comenzaron a tener una cierta idea de Italia. El humanismo italiano de Petrarca era un nacionalismo, opuesto a la cultura dominante en la época, la de la disputa académica, a la que ridiculizaba, hablando de los « viejos niños arrugados de la escolástica », y la de la novela de caballería, a la que comparaba con « tonterías galas ». Los franceses no entienden que el humanismo italiano como movimiento literario es también una reivindicación de la superioridad cultural de Italia frente a Francia, como ha demostrado Patrick Gilli en Au miroir de l’humanisme. Este historiador ha demostrado muy bien que nuestros prejuicios nacionales, franceses e italianos, se han construido en un espejo desde el siglo XIV. Es cierto que la constitución del Estado-nación francés precedió a la del Estado-nación italiano, pero desde el punto de vista de lo que los historiadores tradicionales solían llamar « sentimiento nacional », un conjunto complejo de representaciones, valores e imaginarios que constituyen la invención de una tradición, no es tan evidente que los franceses tomaran conciencia de una identidad común antes que los italianos. Cuando leemos a Petrarca, vemos que Italia existe precisamente en el espejo de una cultura francesa contra la que debía armarse el Renacimiento. La cultura dominante en aquella época (la escolástica en las universidades, la literatura cortesana en las cortes) era la francesa, y los italianos se rebelaron contra ella. Hay que ir a Italia para ver el alcance de la arrogancia francesa.

Cuando decidí trabajar sobre Milán en los siglos XIV y XV, no sentí, equivocadamente quizás, que estuviera trabajando sobre la historia de Italia. Italia da la impresión de estar historiográficamente centrada en lo urbano y, por tanto, fragmentada; cuando era estudiante, nuestros profesores de francés nos hablaban con cierto desdén de « campanilismo historiográfico ». Pero la historia comunal actual muestra que las cosas son más complejas al trabajar en red y sacar a la luz lo que hay de común en esas diferentes experiencias políticas –los trabajos ya clásicos dirigidos por Jean-Claude Maire Vigueur sobre los podestà, y los más recientes de Giuliano Milani sobre el destierro, por ejemplo, muestran que sí hay una Italia comunal, más allá de la diversidad de los municipios. Por tanto, el contraste entre una Italia que existe desde hace poco tiempo, y todavía no realmente, y una Francia que es idéntica a sí misma desde toda la eternidad está muy distorsionado. Cuando Roberto Benigni declama a Dante, que murió hace siete siglos, lo hace ante multitudes, reunidas en plazas públicas, a veces en estadios. Sobre todo, cuando habla de la Divina Comedia, habla de un texto de principios del siglo XIV en su lengua original, y todos los italianos lo entienden.

Este complejo de superioridad francés que usted describe parece reflejarse en los intercambios historiográficos entre nuestros dos países. Ha mencionado la adaptación italiana del proyecto Los lugares de memoria que Pierre Nora había imaginado para Francia. También mencionaremos dentro de un momento el de su Historia mundial de Francia. En cambio, la historiografía francesa parece inspirarse muy poco en su homóloga transalpina.

Cuando uno decide, como lo hice a principios de los años noventa, trabajar sobre Italia, sin duda debido a nuestra incultura y a la arrogancia historiográfica francesa que era bastante pronunciada en la época del imperio braudeliano, se puede tener la muy detestable ilusión de estar en Italia como en una tierra colonial: ustedes tienen los archivos, nosotros los métodos. A la luz de esa historia, la situación de los franceses en el extranjero, inevitablemente reforzada por las instituciones que los acogen, no me pareció del todo deseable. Muy pronto me di cuenta de que lo envidiable en Italia era la vida urbana, los paisajes, la belleza de los lugares, la altura de la felicidad de la que habla Jean Giono. Cuando voy a Italia hoy, todo es alegría: tomar un café, ir a una trattoria.

es pertinente buscar en Italia cuestiones históricas que luego se puedan generalizar. Pero al pensar así, olvidamos que también podemos ir a Italia porque hay historiadores italianos que desarrollan una tradición historiográfica específica.

PATRICK BOUCHERON

Pero Italia no es simplemente ese país de ensueño con sus abundantes archivos. Tampoco se trata únicamente de esa pequeña Europa en el sentido de que lo que luego se desarrollaría a mayor escala en el gran continente se inventaría aquí, como intenté mostrar en el capítulo sobre los « laboratorios políticos italianos » de la Historia del Mundo en el siglo XV. Por ejemplo, la embajada: hasta la primera mitad del siglo XV, una embajada era una misión y un embajador era un emisario que partía y regresaba. La idea de que cada potencia tuviera un embajador residente de forma cruzada fue una idea que se puso a prueba en Italia tras la paz de Lodi (1454), marcada por el equilibrio de potencias entre Venecia, Milán, Florencia, Roma y Nápoles. Entre esos Estados principescos, oligárquicos o territoriales, se creó una red de embajadores permanentes que luego se extendió a Europa, como lo ha demostrado el trabajo de Isabella Lazzarini.

Por lo tanto, es pertinente buscar en Italia cuestiones históricas que luego se puedan generalizar. Pero al pensar así, olvidamos que también podemos ir a Italia porque hay historiadores italianos que desarrollan una tradición historiográfica específica. Descubrí maravillado la historiografía italiana, que me fascinó. Lo que dice sobre el intercambio desigual entre los dos países en términos de historiografía es absolutamente correcto. Era alumno de Pierre Toubert, que había inventado el concepto de incastellamento, una noción fundamental para la renovación de la historia feudal: la expresión es italiana, pero es una invención francesa. Se podría entonces creer que los italianos acogieron con más o menos gracia las innovaciones historiográficas de la escuela de los Annales, sin que hubiera reciprocidad.

Esto puede ser cierto, pero hay un matiz que fue importante para mi generación, la microstoria, un concepto forjado por la historiografía italiana que luego fue traducido y adaptado en todo el mundo. Con Jean-Philippe Genet, trabajé durante mucho tiempo en la cuestión de lo que se denominaba la génesis del Estado moderno, en un momento en que esta idea de la « génesis del Estado moderno » podía ser criticada historiográficamente por su tendencia teleológica a imponer un modelo inspirado en la experiencia franco-inglesa al conjunto de la construcción estatal europea. Los historiadores de mi generación utilizaron por tanto la microstoria como herramienta para suavizar lo que podía ser rígido en una historiografía francesa que buscaba en la génesis del Estado moderno una especie de aventura macroestructural. Y esto es tanto más cierto cuanto que en Francia tenemos una visión reducida de la microstoria: conocemos a Carlo Ginzburg, por supuesto, y a Giovanni Levi, ya que Jacques Revel lo introdujo en Francia a partir del problema de los juegos de escala, pero conocemos menos otros tipos de microhistoria, como los de Edoardo Grendi o Carlo Poni, a quienes leí en Italia, y que son teorías críticas alternativas de la construcción de los estados políticos. Otras corrientes microhistóricas son aún menos conocidas en Francia –pienso en particular en la problemática de los lugares desarrollada por Angelo Torre–, que finalmente tiene una idea muy restringida de esa corriente historiográfica: La microhistoria francesa era una muy pequeña microstoria.                                                       

Así que no diré que el intercambio fue desigual. La historiografía italiana me ha enseñado mucho, me ha impresionado, me ha entusiasmado, la he encontrado muy deseable. También podría contar el impacto que supuso leer a Arsenio Frugoni, o más tarde a Vito Fumagalli, cuyo libro Paisajes del miedo es de gran potencia historiográfica y literaria. Todos estos historiadores italianos, como Carlo Ginzburg y Giovanni Levi, también nos seducían porque eran, y siguen siendo, adeptos a una posición algo artística. Son individualistas, estilistas que aprecian su propia singularidad. Por lo tanto, podrían utilizarse en Francia, como hicieron Jacques Revel o Bernard Lepetit, para desbaratar la masividad de una historia social bastante robusta. Pero decir que la historiografía italiana es Carlo Ginzburg es como decir que el cine estadounidense se reduce a Woody Allen. Ambos son creadores singulares cuyo éxito se construyó primero en el extranjero, fuera de los grandes circuitos académicos.

Italia es un país donde casi no hay librerías ni cines independientes. Describir un paisaje historiográfico no es solo describir un mundo etéreo de ideas; es también describir un mundo social.

patrick boucheron

La historiografía italiana mainstream, una vez que se conoce desde dentro, no es tan envidiable. Pues, ¿qué es un paisaje historiográfico? No solo grandes autores y libros brillantes. La universidad italiana es un entorno que ha sido paralizado por el mandarinato y destruido tempranamente por el neoliberalismo, que ha destruido la financiación pública de la investigación. Apenas ha reclutado en los últimos veinte años y mantiene a sus mejores personas en un escandaloso estado de inseguridad, bajo una relación de sumisión a los llamados « barones ». Y la fragilidad profesional nunca ha sido garantía de creatividad intelectual. Si en un principio favorece una especie de agilidad conceptual y adaptabilidad lingüística –que las nuevas normas de financiación de la investigación europea promueven– también puede producir esclerosis a largo plazo, sobre todo en las propias formas de comunicación académica. Esto es tanto más importante cuanto que Italia es, lo hemos dicho, un laboratorio europeo –está adelantada al movimiento iniciado en 1998 por el proceso de Bolonia–. Esta realidad es, por tanto, precursora de las realidades europeas. Debemos tomar la medida del desastre. La edición italiana se presentaba como un modelo para la edición europea: las cosas han cambiado. Italia es un país donde casi no hay librerías ni cines independientes. Describir un paisaje historiográfico no es solo describir un mundo etéreo de ideas; es también describir un mundo social.

¿Puede hablarnos de la recepción de su obra en Italia?

No me quejo de nada. Tomé ciertas decisiones, como no instalarme en Italia y no aculturarme allí. No soy italianista y no pretendo dirigir las tesis en cotutela. Así que no soy un artesano del diálogo académico franco-italiano. En Francia, no me interesa tanto posicionarme como historiador de Italia. Trabajé sobre Milán, luego escribí un libro sobre las ciudades italianas, después otro sobre la Europa urbana, y luego otro sobre la historia mundial del siglo XV, donde escribí, con Julien Loiseau, el capítulo sobre « El archipiélago urbano », que intentaba comprender la urbanidad a escala mundial. Esta huida hacia la generalidad podría interpretarse como una despedida de Italia, confirmada en 2017 por la publicación de la Histoire mondiale de la France. Esta impresión es en parte ilusoria, ya que volví a Italia con Siena (Conjurar el miedo) y Milán (El rastro y el aura), y nunca he quitado los ojos de Leonardo o Maquiavelo. Pero, a riesgo de repetirme, no me definiría como alguien que trabaja sobre Italia.

Así que, para responder a su pregunta de forma más sencilla, la recepción de mi propia obra en Italia es lógicamente muy modesta y no tengo ninguna queja al respecto. A decir verdad, no estoy seguro de que mi forma de concebir la historia sea tan interesante o incluso traducible para la historiografía italiana actual. Tomemos el ejemplo de mi conferencia inaugural en el Collège de France, que habla mucho de Italia y cuyo formato limitado hace posible su traducción. Está traducido a la mayoría de los idiomas europeos, incluidos el ruso, el griego y el árabe, pero no al italiano. Cuando se hace algo que no interesa a los demás, en lugar de enfadarse o indignarse por ello, hay que intentar comprenderlo. Y lo comprendo muy bien. Sé perfectamente, por haber seguido con dificultad la traducción de algunos de mis libros, lo difícil que les hago la vida a mis traductores. Para mí, escribir consiste en inventar una lengua extranjera en la propia lengua materna y, por tanto, en cierto modo, en hacerse intraducible.

No soy italianista y no pretendo dirigir las tesis en cotutela. Así que no soy un artesano del diálogo académico franco-italiano. En Francia, no me interesa tanto posicionarme como historiador de Italia.

PATRICK BOUCHERON

Y, sin embargo, las cosas son paradójicas, ya que la traducción es una actividad intelectual crucial para mí. Cuando uno escribe una tesis, por ejemplo, la congela en un momento dado, deteniendo este movimiento de transformación perpetua que llamamos escritura y que le permite a uno no adherir nunca a sus propias convicciones. Sin saberlo, uno se aleja de ella, dedicándose a otros trabajos. Pero se le sigue pidiendo que hable de ello: lo hace, pero mecánicamente, sin tratar de comprobar que sigue estando de acuerdo con lo que dice. Entre ella y uno está la lengua muerta de una repetición empañada y amortiguada. He intentado describir este desencanto en Faire profession d’historien. Y también decir ese momento en el que se puede volver a ser contemporáneo de ese escrito antiguo. Ese momento puede ser –y lo fue para mí– la transición a otro idioma. Recuerdo muy bien que, cuando empecé, bastante tarde, a hablar de mi tema de tesis en una lengua distinta a la que había escrito, me di cuenta de la diferencia entre el tema y yo, y lo reajusté. Pasar a otro idioma, en este caso el italiano para los italianos, me permitió producir esa prueba de verdad, esa actualización.

Así que no se trata de preguntar si lo que uno hace se distribuye fuera de su país –eso sería innecesariamente presuntuoso, ya que se puede admitir fácilmente que lo que uno escribe no es en absoluto indispensable–, pero de entender que al trasladar lo que se ha hecho a otro país, lo rompes, es decir, puedes ofrecerle un nuevo comienzo. Esto fue especialmente cierto en el caso de Leonardo y Maquiavelo porque es un libro que escribí por instinto, confiando en lo que yo llamaría un conocimiento por asonancia. Sentí la posibilidad con el oído, haciendo sonar, a un lado y al otro, los textos que Leonardo y Maquiavelo dedican a su manera de controlar, en la ingeniería y en la política, el desbordamiento del río. Me pareció escuchar un acuerdo, una armonía. Fue sobre esta armonía, que llamé contemporaneidad, que traté de escribir. Por eso, cuando Leonardo y Maquiavelo hablan de los estragos del tiempo, lo hacen al mismo tiempo, en italiano. Y traté de describir ese acuerdo en francés. Y cuando vi mi libro traducido al italiano, leí en él fuentes que encontraban su lenguaje, lo que produce un efecto de verdad. Esta traducción no era un pasaje sino una restitución. Es una traducción que no es simplemente una difusión, sino una prueba y una transformación.​​

El interés italiano por su obra no es despreciable, como lo demuestra la adaptación de la Historia mundial de Francia que dirigió a Italia y Sicilia.

En cuanto a la Historia mundial de Francia, que se caracteriza por ser más bien una propuesta editorial que historiográfica, y cuya importancia no exagero, es una obra que, apenas publicada en Francia en enero de 2017, despertó el interés de la editorial Laterza, que quiso adaptarla a Italia y así me lo hicieron saber amablemente. Fueron muy rápidos ya que, bajo la dirección de Andrea Giardina, la Storia mondiale del’Italia, para la que escribí un breve prólogo, se publicó apenas nueve meses después de su modelo francés. Hicimos una presentación en la Embajada de Francia en Roma de estas dos iniciativas, cuya publicación en muy poco tiempo nos permitió establecer interesantes paralelismos. Llama la atención que estas dos obras no hayan tenido, para nada, el mismo efecto político. La recepción francesa de La historia mundial de Francia pasó, con razón o sin ella, por una crítica al relato nacional y, por razones que aún me resultan misteriosas, algunos lectores siguen considerando que hacer de Francia una historia mundial es menospreciarla o degradarla. La Historia mundial de Italia siguió la misma fórmula narrativa que la Historia mundial de Francia, con la misma elección de fechas evidentes y fechas cambiadas, y el mismo juego con la familiaridad y la extrañeza, el mismo equilibrio entre las fechas mundiales que se referían a Italia y las fechas italianas que expresaban una forma de globalidad. Pero la misma causa no produjo los mismos efectos: el hecho de que la historia de Italia sea mundial es algo aceptado por todos los italianos, y esto por dos razones que nos interesan en forma de espejo. 

En primer lugar, porque es una historia imperial y en Italia está Roma, la Roma de los emperadores y de los papas, que tiene que ver con la universalidad. Por tanto, que Italia tenga una historia más grande que ella misma, los italianos lo saben y cuando se les habla de ello, no hiere en lo más mínimo su orgullo nacional, a diferencia de lo que ocurre, curiosamente, en Francia. Además, Francia es un país de inmigración e Italia fue durante mucho tiempo un país de emigración, lo que cambia todo en la relación con el mundo. Sin embargo, la tensión sobre la Historia mundial de Francia se basa principalmente en las cuestiones de la inmigración y el imperio colonial. Esto explica la recepción tan divergente de estos dos libros, que por lo demás son muy comparables. 

Creo que los ingleses no escribirán nunca una Historia mundial de Inglaterra.

PATRICK BOUCHERON

Si la Historia Mundial de Italia hace menos ruido, en el sentido de que es menos leída y menos discutida que la Historia mundial de Francia, es porque no transgrede la forma de contar la historia en Italia. De hecho, es una cuestión europea: han aparecido Historias mundiales de Alemania, Países Bajos, Portugal o España. Este mismo principio narrativo, que dio un paseo por toda Europa, actúa como un tinte que revela compuestos químicos muy diferentes en cuanto a la relación entre nación, sociedad, mundo e historia. Que los Países Bajos tengan una historia mundial no está en duda. Así se cuenta la historia de Ámsterdam en la época de Spinoza. Pero creo que los ingleses no escribirán nunca una Historia mundial de Inglaterra. Fuera de Europa, los chinos, al igual que los estadounidenses, han preferido traducir la Historia mundial de Francia en lugar de adaptarla a su historia: los imperios traducen y las naciones competidoras adaptan. Cuando fui a China a presentar la traducción de la Historia mundial de Francia, mis interlocutores me dijeron que no podíamos hacer una historia mundial de China porque China es su propio mundo y la historia mundial de China es la propia China —en lo que llega la sinización del mundo—.

Antes ha mencionado el recuerdo de su padre hablando de los italianos como « hermanos ». ¿Cómo ve las relaciones actuales entre Francia e Italia, que a veces se han presentado como « naciones hermanas »? ¿Es posible hablar de una verdadera hermandad franco-italiana en la actualidad?

Sí, por supuesto que hay lazos de amistad muy fuertes. Italia es un país muy querido por mi corazón, al igual que su gente. Creo fundamentalmente que estas historias cruzadas de prejuicios nacionales y orgullo patriótico crean heridas inadvertidas. No entendemos lo arrogantes que pueden parecer los franceses en Italia, quizás sin quererlo (pero a veces conscientemente), y tenemos que tener mucho cuidado con eso. Ir a Italia, para mí, es una forma de auto-control como francés. Por ejemplo, fue muy agradable defender allí los proyectos gemelos de las Historias mundiales de Francia e Italia. El propio título de la Historia mundial de Francia pretendía ser reconciliador. La idea era conciliar la historia del mundo y la historia nacional, y pensábamos muy sinceramente que habíamos logrado un compromiso y que, en consecuencia, íbamos a ser atacados por ambos lados: para algunos no habría suficiente Napoleón y para otros habría demasiado, para algunos no habría suficiente violencia colonial y para otros habría demasiada. 

La negación de la violencia colonial se nos reprochó en Estados Unidos, pero no así en Francia, donde se nos atacó únicamente por la falta de grandeza nacional. Pero a fuerza de defendernos sobre ese punto, acabamos creyéndolo. Y cuando fuimos a Italia, los italianos nos dijeron, por el contrario, que habíamos hecho mucho por la grandeza de Francia. Eso nos hizo bien: ir a Italia también significa aprender a ser el otro del otro. Así que tengo una relación sentimental y literaria con Italia, pero sobre todo política. Desde muy joven me tomé en serio el hecho de que era una nación política. No es por nada que Maquiavelo se convirtió en el hombre de mi vida. Tengo una visión maquiavélica de Italia, de las cose d’Italia como él decía, es decir, una visión maquiavélica, es decir, una visión nada mezquina y desencantada, al contrario de lo que se podría pensar, sino aguda y esencialmente política. Lo que me gustó de Italia fue que fuera el lugar donde mejor se hablaba de fútbol y política, dos cosas que me gustan espontáneamente y que están íntimamente ligadas allí. En Milán, cuando hacía mi tesis, me dijeron rápidamente que eligiera: tenía que ser milanista o interista. El AC Milan era el club de Berlusconi (había comprado el club en 1986, para convertirlo en un instrumento de conquista política), pero además seguía siendo un club de izquierdas: me dijeron que Toni Negri, antiguo brigadista, era milanista, y que si yo era de izquierdas, debía por tanto apoyar a los Rossoneri, cuya historia estaba ligada a la de la clase obrera. 

La negación de la violencia colonial se nos reprochó en Estados Unidos, pero no así en Francia, donde se nos atacó únicamente por la falta de grandeza nacional.

PATRICK BOUCHERON

Los italianos se destacan en el muy civilizado y refinado arte de la argumentación. Los franceses no entienden nada al creer que el léxico de la combinazione y la complicación política se dice en italiano. Para ellos, una situación italiana es una situación innecesariamente confusa: nosotros somos peores. Me encanta cuando un italiano que busca palabras en francés acaba diciendo: « come si dice “imbroglio” in francese ? ». ¡Me veo obligado a responder que se dice imbroglio, como palabra intraducible para designar un rasgo nacional de genio! En realidad, nada más lejos de la realidad. Para mí, Italia es ante todo una relación política con el mundo, y eso es lo que hace que esta sociedad sea tan alegre y tan desesperada al mismo tiempo, en definitiva, maquiavélica. Y eso me encantó. 

Sin embargo, lo que también me entristeció profundamente fue que llegué a Italia al mismo tiempo que Berlusconi, es decir, en un momento en que las cosas empezaban a deteriorarse considerablemente. Esta relación tan antigua, sólida y popular con la politización que me apasionaba cuando leía a Pavese o a Pasolini, y su amarga y obstinada descripción de una relación política con el mundo, era lo que mantenía unido a este país. Y todo eso ha sido aminorado, dañado. Este país ha sufrido una despolitización traicionera. Existe un laboratorio italiano de fatiga democrática desde hace treinta años, es decir, desde Berlusconi. ¿Cómo no se pudo ver que todo desastre político comienza con una catástrofe televisiva? Decía, y esto es una banalidad histórica, que Italia está experimentando cosas que luego el mundo haría a lo grande: esta relación entre la telerrealidad y una realidad que se convierte en la caricatura de la televisión la equiparamos ahora con Trump y Bolsonaro, pero antes de ellos fue Berlusconi. Así que también hay un laboratorio italiano de la deshonra del poder, del malgoverno, de la destrucción de los bienes culturales y de la universidad, de los mecanismos de apoyo al cine, la edición y el teatro. 

Por supuesto, también hay resistencias a esa despolitización: el movimiento de los bene commune, Lampedusa, el hecho de que Leoluca Orlando, alcalde de Palermo, no solo haya dicho sino hecho cosas absolutamente fundamentales para los derechos de los refugiados. La Italia de hoy, por tanto, se refiere tanto a esa corriente berlusconiana que ha dañado al país, como a la resistencia de las contrapartes por todos lados. Hay que ver lo que mantiene unido a este país a pesar de todo, lo que ha resistido a este maremoto: sobre todo, hay que reconocerlo, por esta cuestión de los refugiados que me interesa mucho, la vieja democracia cristiana, las estructuras parroquiales, pero también sin duda la vieja cultura política de la protesta. El panorama político italiano ha sido un laboratorio de democracia antiliberal, de cinismo desenfrenado, de pornografía del dinero, de populismo, incluso en la alianza entre Matteo Salvini, un auténtico fascista, y los populistas de « izquierda » de Cinque Stelle. Por eso los textos de Pasolini, y en particular aquellos en los que temía que las luciérnagas del cielo romano se extinguieran, no porque este se sumiera en la oscuridad, sino, por el contrario, porque el pálido resplandor de los televisores constantemente encendidos (hoy diríamos pantallas, de manre más general) nos impide estar en la oscuridad.

Recientemente, las relaciones franco-italianas se han visto marcadas por el resurgimiento de la lacerante cuestión de los antiguos miembros de las Brigadas Rojas exiliados en Francia. Parece que reina una falta de comprensión entre Francia e Italia sobre ese tema.

Es lo menos que se puede decir. En Francia, valdría la pena reflexionar hoy de forma renovada sobre esta cuestión de la violencia política de los años de plomo (cuestionando, para empezar, los orígenes de este acrónimo, que sostiene una comparación implícita entre la situación italiana y la alemana) y sobre lo que realmente ocurrió durante lo que en Italia se denomina « los años 1968 » y que duran una década allí. También es necesario reflexionar sobre por qué en Francia hemos escapado a las oleadas de terrorismo de extrema izquierda en comparación con Italia y Alemania. Como persona cercana a Carlo Ginzburg, tanto desde el punto de vista humano como historiográfico, debo decir que su libro El juez y el historiador, que retomó la causa de Adriano Sofri, su amigo, es una obra importante para mí. En ella, Ginzburg pone su método histórico al servicio de una causa que es a la vez general y personal. Resulta que este libro está publicado en Francia por Verdier, editorial de la que soy uno de los autores, y que proviene de esa historia, es decir, del rechazo a la lucha armada tras la disolución de la Izquierda proletaria en 1973. Obviamente, yo era demasiado joven para participar en esa historia, pero esa historia me interesa. Recuerdo que cuando uno empezaba a trabajar en Italia, como hice yo en los años noventa, uno podía trabajar con gente que formaba parte de esa historia. Mencionemos, por ejemplo, a un importante historiador, Alessandro Stella, alumno de Christiane Klapish-Zuber, un magnífico historiador que también fue activista de la causa de la independencia de Argelia y que acogió en Francia a exiliados políticos que habían tenido una actividad militante, no necesariamente violenta pero sí digamos radical, en Italia. Entre ellos, Alessandro Stella escribió una magnífica tesis sobre la revuelta de los Ciompi en 1378. Me ha gustado la forma en que advierte a su lector desde el principio, con unas frases sobrias y certeras: debe saber, le dice, que yo también he participado en luchas obreras. No lo dice para glorificarse a sí mismo, ni para pretender que esa experiencia le otorgue un privilegio de inteligibilidad sobre un acontecimiento medieval. Lo dice para dejar claro su punto de vista. 

Hoy se considera que de todas las víctimas de los años de plomo, más de dos tercios fueron en realidad víctimas del terrorismo negro y no del rojo. Las grandes masacres, desde la de la plaza Fontana en Milán (12 de diciembre de 1969, 16 muertos) hasta el atentado de la estación de Bolonia (2 de agosto de 1980, 85 muertos), fueron el resultado de lo que se ha denominado la estrategia de la tensión, con la que grupos neofascistas sostenidos por diversos servicios del Estado mantuvieron un clima de violencia política susceptible de provocar un Estado autoritario. Es interesante señalarlo hoy porque lo que escribe Adriano Sofri en Les ailes de plomb, que es un libro de memorias pero también un ensayo político, es que cuando Lotta Continua en los años setenta denuncia el terrorismo negro, se la considera una paranoica. Y en realidad, cuando se descubrió la realidad de la logia P2 y de la red de operaciones clandestinas Gladio, el panorama se puso aún más negro que, por decirlo como Leonardo Sciascia en su gran libro Negro sobre negro, la más sombria y caricaturesca de las acusaciones de la extrema izquierda. 

Así era también la Italia de los años noventa y la primera década del siglo XXI: una época en la que nos dimos cuenta de que, por supuesto, había exiliados políticos en Francia que habían cometido delitos y cuya extradición pedía Italia, pero que esa historia era todavía muy complicada y que la historia de la estrategia de la tensión aún no se había escrito. En ese contexto entró en juego lo que se denominó impropiamente la « doctrina Mitterrand » del rechazo a la extradición de los militantes de extrema izquierda refugiados en Francia a cambio de la promesa de que renunciarían a toda actividad política. Hay que recordar siempre que en aquella época (es decir, después de 1985), se trataba de un acuerdo franco-italiano, en el que todos estaban de acuerdo, incluidos los italianos. Y entonces eso cambió, y no solo con Berlusconi y la derecha. Hoy estamos obligados a reconocer que no es únicamente la derecha la que pide el regreso de los exiliados, sino una parte muy importante de la sociedad política. También ha habido casos desafortunados como el de Cesare Battisti, en el que muchos intelectuales franceses se extraviaron creyendo que defendían a un militante cuando todo el mundo sabía, y en particular los que realmente conocían a los militantes de extrema izquierda, que era ante todo un delincuente de derecho común. Hoy en día, la situación me parece triste porque demuestra la magnitud de la incomprensión a ambos lados de los Alpes. Además, me parece que estamos asumiendo una gran responsabilidad al entregar estos exiliados a los tribunales casi cuarenta años después de los hechos, sin tener en cuenta lo que es precisamente la historia, tanto para los individuos como para las sociedades. Se afirma que esto ayuda a los italianos a cerrar la herida. Esto no es cierto: al contrario, la reabre.