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Nuestra época es, desde cierto punto de vista, una época de aturdimiento: ante la multiplicación de las crisis, ya no tenemos a mano una perspectiva en la que estos acontecimientos, a menudo traumáticos, puedan cobrar sentido. ¿Por qué nos dejan sin palabras?

Charlotte Casiraghi Llega un momento en que el trauma supera el umbral íntimo y se convierte en una experiencia casi apocalíptica. Algo desgarra la psique con tanta violencia que ya no se puede formar ningún pensamiento; entonces entramos en una zona en la que sólo pueden sobrevivir los afectos brutos.

El odio es uno de esos afectos brutos. Ante estas imágenes traumáticas, estos relatos crueles, corremos el riesgo de derrumbarnos bajo un exceso de realidad. Lo real se nos pega a la piel. Nos ahoga, nos sumerge, nos satura. Ya no hay interior ni exterior. La brecha ha golpeado con demasiada fuerza.

Es en ese momento cuando la conciencia se ve amenazada de colapso, porque el lenguaje, enfrentado a ese exceso de realidad, a esa saturación, ya no es capaz de simbolizar lo que ha ocurrido. La disociación toma el control y nos aísla de la realidad. El trauma ataca al pensamiento mismo y a la capacidad de establecer vínculos.

Una vez que el pensamiento se vuelve imposible, surgen pasiones más oscuras, como el odio, que se convierte en el único lenguaje que el sujeto es capaz de hablar.

En sus reflexiones sobre el mal y el totalitarismo, Hannah Arendt muestra cómo el trauma colectivo produce un odio difuso: un odio hacia el mundo, hacia uno mismo, hacia el pensamiento.

En Poderes del horror, Julia Kristeva habla más bien de abyección: el trauma hace surgir lo que nunca debería haberse visto. La sangre derramada, la muerte, las entrañas. Según ella, el odio nace precisamente de esta insoportable proximidad con lo abyecto; es la cara ardiente del agujero negro del trauma y mantiene viva la herida, mediante la repetición de imágenes catastróficas y un torrente de historias traumáticas en tiempo real. La velocidad de esta circulación emocional hace que el estupor sea casi permanente.

Esta ruptura se produce hoy a escala planetaria. Cuando una sociedad ya no puede pensar ni simbolizar lo que la hiere, la imaginación se ve expuesta sin cesar al horror, a lo abyecto: la polarización política, la retórica de la venganza, las oleadas de odio.

En las redes sociales, el odio ya no es marginal. Se convierte en un modo dominante y eficaz.

Quizás sea esto lo que hace que el trabajo de los pensadores, escritores y poetas sea tan urgente: a través del lenguaje que ofrecen a la catástrofe traumática, esbozan un camino hacia arriba. Trazan posibilidades éticas, que las sociedades podrán luego integrar en sus modos de regulación y funcionamiento.

En una nación que no es democrática o en una nación supuestamente democrática, la habilidad para inventar la realidad es una de las herramientas más poderosas de que dispone un político.

Rick Perlstein

Para comprender este desbordamiento, debemos volver al acto en sí. ¿Qué hacemos cuando intentamos hablar? El trauma de hablar, el trauma es en sí mismo una expresión antinómica. No hay que olvidar que es, en esencia, lo que no se puede decir ni contar, lo que destruye la posibilidad del lenguaje. Así es como se reconoce: el trauma es una experiencia violenta que irrumpe en la psique y no puede integrarse psíquicamente. El lenguaje requiere integración, distancia, simbolización, precisamente lo que un evento de este tipo impide.

Permanecer en silencio no es una solución, porque el silencio permite que lo innombrable actúe sobre nosotros sin que nos demos cuenta. Lo que no se ha dicho se repite infinitamente. Pero hablar también es correr el riesgo de hacer soportable y asimilable lo que nunca puede serlo.

Esta tensión entre la necesidad de hablar y la imposibilidad de hacerlo es fundamental.

Usted sostiene que nuestra época, más que ninguna otra, ofrece puntos de apoyo para este trauma. ¿Qué quiere decir?

Quizás que para evitar quedar atrapados en esta tensión, hay que ir más allá del herido, del «yo» hacia el «nosotros» colectivo.

Parece que hoy estamos saturados de un cierto tipo de relato, los testimonios en primera persona que exponen un trauma o una violencia vivida. Las redes sociales han amplificado esta explosión de testimonios personales: hablar de su trauma se ha convertido en una de las formas dominantes de narración en la literatura, los documentales, los podcasts y las obras de no ficción. Las víctimas de la violencia, las mujeres y las minorías han adoptado esta forma por razones legítimas, reapropiándose de la palabra y afirmando su derecho a expresar su sufrimiento, durante mucho tiempo silenciado.

Por lo tanto, no hay que cuestionar la validez o la necesidad política de este discurso; el testimonio es una prueba necesaria para condenar la violencia. Quien habla desde su herida, quien lleva sus huellas y cicatrices, dice una verdad innegable y, a veces, esencial para nosotros.

Sin embargo, hablar desde el trauma suspende el juicio y la continuidad del razonamiento. A veces amplía un abismo, el abismo del estupor, dejándonos sin voz y paralizados ante el relato traumático; hablar de esta manera no permite en sí mismo acceder a una ética de la responsabilidad ni crear vínculos entre las conciencias a través de algo que pueda asimilarse o comprenderse.

Hoy, el trauma irrumpe continuamente en nuestra psique, aunque a veces sólo lo vivamos a través de imágenes y relatos de catástrofes en tiempo real.

A pesar del trauma, usted sostiene que hay que hablar a pesar de todo. ¿Cómo resolver entonces este conflicto? 

Para comprender cómo la palabra puede sobrevivir al trauma sin derrumbarse, hay que recurrir a una poetisa que hizo de esta imposibilidad el espacio mismo de su escritura, Anna Ajmátova. Esta poetisa rusa ofrece una forma de hablar del trauma sin banalizarlo, devolviendo todo su peso a las palabras y a los acontecimientos en su búsqueda poética.

Toda la obra de Ajmátova está marcada por un sentimiento de colapso. Sus seres queridos mueren. Una tras otra, sus amistades se rompen por las purgas estalinistas, sus poemas son censurados y su hijo Lev le es arrebatado por la historia.

Lev Gumilyev es detenido el 10 de marzo de 1938 por la policía política en Leningrado. Primero es recluido en la prisión interna de Encavite. Anna Ajmátova acude cada día a la puerta de la prisión, con la esperanza de obtener noticias, enviar un paquete o escuchar el nombre de su hijo. No sabía si estaba vivo ni cuándo sería juzgado.

No fue hasta septiembre de 1939 cuando se enteró de que había sido condenado a diez años de gulag. Durante dieciocho meses, soportó esa interminable espera frente a la prisión, acompañada de otras mujeres que compartían el mismo dolor silencioso.

Estas mujeres, unidas por el dolor, se cruzaban a diario sin hablarse, hasta que un día una de ellas tomó la palabra.

Un día, una mujer en esa interminable cola reconoció a Anna Ajmátova; no le preguntó su nombre ni se echó a llorar; simplemente le preguntó: «¿Puede ponerle palabras a esto?».

Ajmátova prometió que lo haría. Pero no podía identificar la espera de esa mujer frente a la prisión con la suya. No podía decirse: «Yo he vivido eso»: era otra la que sufría. Anna, por su parte, había expulsado de sí misma esa espera insoportable, incapaz de integrarla en la continuidad de su vida; no podía sufrir tanto, porque los acontecimientos traumáticos marcan las biografías y congelan los recuerdos que no se pueden recordar ni olvidar.

Sin embargo, la mujer que se dirigía a Ajmatova le ofrecía una salida al silencio. No le pedía que contara su dolor o sus emociones, sino que hablara en nombre de lo que habían vivido. Le pedía que hablara en nombre de todas las demás, de aquellas que nunca podrían escribir.

Ajmátova escapaba así de su encarcelamiento interior pasando del «yo» al «nosotras» colectivo. Al situarse entre las mujeres que compartían esa expectativa con ella, paradójicamente accedía a su propio dolor. La promesa de escribir la vinculaba a algo que la superaba y la empujaba a superar esa imposibilidad de decir «yo».

El trauma ya no era entonces una conmoción íntima, una ruptura silenciosa en el tejido psíquico: se convertía en una ruptura compartida y en una memoria colectiva. En la mirada del otro, en la pluralidad de las voces, la palabra se libera.

Para mí, el arte debería ser traumatizante. Tenemos otras instituciones para curar esas heridas y unirnos. Sin embargo, el arte debería mostrarnos lo que ocultamos bajo la alfombra.

Benjamín Labatut

Al escribir Réquiem, Ajmátova no busca expresar el trauma, sino contenerlo en las pocas palabras posibles. Su lenguaje se vuelve casi lapidario, tentando la paradoja de permanecer fiel a los traumas, indescriptibles, al tiempo que les da forma:

«Desde hace diecisiete meses, grito, te llamo a casa. Me he arrojado a los pies de los carniceros por ti, hijo mío, y mi horror. Todo se ha vuelto confuso para siempre. Ya no puedo distinguir quién es un animal, quién es una persona, y cuánto tiempo puede durar la espera antes de una ejecución. Sólo quedan flores polvorientas. El traqueteo de las balas atraviesa de la nada a la nada y me mira fijamente, amenazándome con el cambio, con la aniquilación, con una enorme estrella».

Esta economía del lenguaje consigue preservar un espacio sagrado de duelo, donde cada palabra tiene todo su peso. Ajmátova inventa un lenguaje intermedio, entre el grito y el silencio, entre la palabra y la ausencia.

En esta escritura del trauma colectivo, ¿son los demás a quienes se salva, o sobre todo a uno mismo? ¿Existe una especie de responsabilidad en este testimonio?

Réquiem no busca consuelo ni confesión. La obra de Ajmátova no es un simple testimonio del silencio soportado, del sufrimiento. Se basa en un acto ético. Ella elige hablar para salvar la memoria de los que han desaparecido.

Ajmátova no transforma el dolor en espectáculo o en grito. La verdad no se confunde con el trauma: ella cuenta su paso. Su gesto se basa en la responsabilidad de seguir diciendo lo indecible, de escribir lo que no se puede expresar, de conducir una interioridad muda hacia un discurso compartible, para no olvidar a aquellos que han sido borrados por la historia.

Si la realidad se fractura y se desintegra, es a través de la visión, a través del lenguaje, que recreamos el vínculo. Los puentes se vuelven internos. Son puentes de experiencia, de sentido, de emoción. Un puente invisible es la estructura subyacente, la estructura que crea continuidad a pesar de lo que separa. Puede tratarse del discurso que conecta a las personas, del amor o la amistad que une los corazones, del arte que conecta lo simbólico y lo real, del acto de escribir que permite pasar de lo vago a lo concreto, articular el presente y el pasado, el mundo de los vivos y los muertos, organizar las sensaciones, los colores, los sonidos para producir una sensibilidad compartida.

Construir un puente requiere a veces la virtuosidad de un arquitecto, capaz de ensamblar materiales adaptados al terreno, resistentes a las inclemencias del tiempo y al peso de quienes lo cruzarán. Una construcción de este tipo apela a nuestra inventiva, a nuestra capacidad de organizar y definir para desafiar las limitaciones.

Si los medios de comunicación sólo nos informan de las atrocidades que Trump ha podido decir en alguno de sus discursos, estos también contienen un elemento lúdico; no nos divierte, pero está muy presente.

Giuliano da Empoli

Los escritores y filósofos son, en este sentido, arquitectos que intentan construir esos puentes invisibles con palabras, ya sea ensamblando un argumento o produciendo un relato, una visión poética que puede servir de estructura contra el caos. Las historias individuales o colectivas también funcionan como puentes, ofreciendo una sensación de coherencia cuando todo parece romperse y agrietarse.

En última instancia, las historias que tejemos se convierten en pasarelas invisibles que nos impiden ceder bajo el peso del miedo, dando forma a lo que nos perturba. Los niños, con su forma instintiva de evocar imágenes y criaturas fantásticas, nos recuerdan el papel esencial que desempeña la imaginación para dar voz a nuestras angustias y superarlas con suavidad.

Parece que hoy tenemos una plétora de estos relatos sobre lo que nos perturba, sin la intervención de los escritores: las redes sociales actúan como un formidable relevo de historias angustiosas, difuminando también las fronteras entre la ficción y la realidad. ¿En qué punto intermedio nos encontramos ahora?

Rick Perlstein El epígrafe de mi libro The Invisible Bridge, que trata esencialmente de cómo Estados Unidos intentó una nueva experiencia tras los traumas del Watergate, Vietnam y la pérdida de su posición económica dominante debido al embargo árabe del petróleo, es el de una nación madura que reacciona ante el resto del mundo en términos de realidad más que de fantasía.

En este epígrafe, cito una frase que Nikita Khrushchev le dijo a Richard Nixon cuando este visitó la Unión Soviética: «Si la gente cree que hay un río invisible, no les digas que no existe. Construye un puente invisible».

Es una expresión fascinante: nos recuerda que en una nación que no es democrática o en una nación supuestamente democrática, la habilidad de inventar la realidad es una de las herramientas más poderosas de que dispone un político.

Lo vemos hoy en Estados Unidos, bajo el gobierno fascista de Donald Trump. Uno de sus teóricos más influyentes, Stephen Bannon, declaró que su estrategia con respecto a los medios de comunicación era simple: «flood the zone with shit» (inundar la zona con mierda). En otras palabras, se trata simplemente de saturar el campo del discurso con tantas invenciones que nadie sabe ya qué es verdad y qué es mentira.

Así es también como procede Vladimir Putin.

Ian Garner explicó cómo, en Rusia, después de que la ciudad de Mariúpol fuera arrasada —el 85% de los edificios quedaron destruidos—, una campaña en las redes sociales intentó convencer a los rusos de que se trataba de una metrópolis floreciente, a la que la gente acudía en peregrinación para ver cómo estaba surgiendo el mejor de los mundos creado por la Rusia de Putin.

En Estados Unidos, el ejemplo más llamativo de esta confusión entre lo verdadero y lo falso es sin duda el siguiente: muchos partidarios de Donald Trump sostienen que el país está siendo invadido por familias que emigran desde México o Venezuela en busca de una vida mejor.

Aplicando las leyes estadounidenses, incluidas las de nuestra propia Constitución, la administración Trump está tratando de crear una policía secreta para deportar a personas a otros países, como Uganda, a campos de prisioneros donde permanecerán por tiempo indefinido.

En Estados Unidos, la ciudad en la que vivo está ahora en manos de la policía secreta de Trump; con la autorización del Tribunal Supremo, ha declarado que se puede detener a cualquier persona por su aspecto, por lo que lleva puesto, por su trabajo, por el lugar en el que se encuentra, sin ningún motivo válido.

Esto supone un trauma para todos los residentes de esta ciudad.

Si la realidad se fractura y se desintegra, es a través de la visión, a través del lenguaje, como recreamos el vínculo. Los puentes se vuelven internos. Son puentes de experiencia, de sentido, de emoción.

Charlotte Casiraghi

Ante este trauma colectivo, como ante otros, ¿debemos recurrir a un relato personal o más bien a grandes figuras?

Benjamín Labatut La segunda opción no sería más que una excusa.

Siempre, los escritores hablan de algo mientras intentan, en secreto o no, escribir sobre otra cosa. La mente humana funciona como la de un niño: hay que desviar la atención. Para seducir, hay que dar algo que se supone que es lo que parece, para transmitir en realidad algo más profundo. 

Creo firmemente que, a medida que avanzamos hacia una sociedad globalizada, construimos nuestros propios mitos y los elaboramos. Hoy ocurre lo mismo que en cualquier otro momento.

Los mitos del pasado, los Vedas, los mitos griegos, todo lo que los pueblos han dejado atrás para describir el mundo, podemos verlo muy claramente tal y como es. Lo que no podemos ver es nuestra propia mitología, la forma en que vivimos en este mundo.

Mis libros tratan sobre ciencia, porque es el mecanismo mediante el cual podemos construir esa mitología. Sus aspectos que no comprendemos, que explican el funcionamiento del mundo y de nuestra sociedad, son los que acaban imponiéndose. Son una especie de fantasmas a los que no nombramos, pero que se infiltran en la realidad.

Escribí sobre la mecánica cuántica porque oía a mucha gente hablar con términos de mecánica cuántica sin ser conscientes de ello. Antes, se necesitaban unos ochenta años para que las grandes ideas se popularizaran, para que la gente las comprendiera y las adoptara. Hoy, es muy fácil ver a la gente pensar dos cosas a la vez, una idea y su contrario. Se puede ver en las redes sociales en relación con Rusia.

Estos son los fantasmas que surgen de nuestra ciencia: tenemos creencias profundamente arraigadas que se apoderan de nuestras sociedades y contra las que no tenemos armas, porque no queremos nombrarlas. Al contrario, las barremos bajo la alfombra.

Thomas Mann decía que un escritor era alguien para quien escribir era más difícil que para los demás. Creo que es muy cierto.

Emmanuel Carrère

Nuestra especie está profundamente obsesionada por ciertas cosas de las que nunca nos libraremos. Simplemente cambiamos los nombres y el tipo de sacrificios que hacemos en su nombre.

Una de las cosas que intento hacer en mis libros es mostrar la lógica que nos atraviesa y de la que no somos realmente conscientes. Hoy, todo el mundo habla de cómo nuestros algoritmos cambian nuestras redes sociales, de la información que adquirimos y de cómo ahora nos encontramos en un estado de pánico y trauma constantes, abrumados por esa información.

Es útil para todos nosotros comprender cómo funciona la información y de dónde proviene. Se trata de cosas muy modernas: Claude Shannon nos dio la primera definición en la década de 1940.

Intento utilizar en mis libros las imágenes que solemos proyectar sobre Dios y la ciencia. En la política actual, da la impresión de que las grandes potencias se han vuelto tribales —el más grande, el más ruidoso, el más violento, el más vil idiota, el que grita más fuerte, es al que seguiremos a pesar de todo, debido a reflejos muy profundos—. 

Sin embargo, hay otras cosas que pasan desapercibidas. Hay ciertas lógicas «fantasmas» que operan en nuestra ciencia y nuestra tecnología: debemos estudiarlas. Una de las pocas formas de lograrlo a través de la escritura es contar la historia de los orígenes, para que la gente comprenda cómo hemos llegado hasta aquí.

¿Cuándo se formó entonces esta mitología moderna en la que, sin darnos cuenta, creemos?

Nuestro mundo moderno nació en algún momento entre los años 1920 y 1950. Al leer las historias de los hombres y mujeres que impulsaron las innovaciones técnicas, al leer lo que deseaban o soñaban al concebirlas, podemos comprender por qué el mundo en el que vivimos ha tomado esta forma.

Durante el Grand Continent Summit 2024, Adam Curtis dijo: «Una de las cosas que no podemos olvidar, sobre todo cuando hacemos política, es que la forma que le damos al mundo, aunque pueda parecer inevitable, no es una fatalidad». Siempre podemos rehacer el mundo de diferentes maneras. Hoy es muy difícil, porque todos estamos en un estado de gran confusión. 

Es algo de lo que hablo en When We Cease to Understand the World. El título de su traducción al español, «Un verdor terrible», es mucho mejor que el título inglés, pero es intraducible.

Hablamos de los aspectos positivos que pueden tener las historias que nos contamos: para mí, el arte debería ser traumatizante. Tenemos otras instituciones para curar esas heridas y unirnos. Sin embargo, el arte debería mostrarnos lo que escondemos bajo la alfombra.

Por lo tanto, ese puente que construyen las historias debería llevarnos hacia el inconsciente, no hacia la paz, el futuro, el pasado o la memoria; nos llevaría hacia esa inmensa región oscura que se encuentra en nuestro interior y a la que, como especie, nunca hemos creado un medio para acceder, salvo a través del arte.

Para mí, los libros deberían llevarte realmente por un camino en el que tomes conciencia de las cosas eternas.Tampoco creo que todo haya cambiado en la realidad y en la sociedad: las cosas fundamentales que hacen que la vida merezca la pena están al alcance de la mano, incluso en los momentos más horribles. Nuestros sueños no han mejorado, pero tampoco han empeorado.

Entonces, ¿dónde está el cambio real?

Cuando escribo, soy muy consciente de que no puedo comprender de ninguna manera cómo se diseñaron estas tecnologías que nos han cambiado: no soy matemático de formación, ni lógico. Sin embargo, estoy convencido de que si se comprende la vida y la mentalidad de las personas que imaginaron estas tecnologías, también se comprende hasta qué punto previeron inmediatamente las cosas que nos hacen entrar en pánico. La única diferencia es que, en aquella época, el progreso tecnológico entusiasmaba a la gente, mientras que ahora la angustia. Esos inventores se alegraban ante la idea de que una máquina pudiera pensar; hoy , eso nos da miedo. 

Nuestra actitud ha cambiado. La maravillosa civilización en la que vivimos alcanzó su apogeo en el pasado y ahora estamos atravesando un periodo muy deprimente. En Europa, todo el mundo está deprimido, pero el resto del mundo viene aquí de vacaciones porque es una maravilla.

¿Cómo podemos aprovechar este miedo al progreso tecnológico para sacar algo mejor de él?

Nuestra preocupación debería ser cuestionar de qué están hechos los sueños; si no creamos arte que provoque pesadillas o sueños eróticos, no creo que estemos haciendo las cosas bien.

El arte sólo debería ser un proceso para provocar pesadillas; no es política ni nada por el estilo.

-La promesa fundamental de personas como Trump y otros —a los que yo llamo depredadores— es realizar una especie de milagro.

Giuliano da Empoli

Si se trata, en cierto sentido, de provocar pesadillas, ¿cómo superar el impacto y convertirlas en algo más que un trauma? ¿Qué contrato se establece entre el lector y el autor, cuando el primero acepta ser maltratado?

Benjamín Labatut Creo que odiamos a las personas que escriben y cuentan historias porque sabemos hasta qué punto estas nos atan.

No vivimos los relatos: ellos nos viven a nosotros. Esto es algo doloroso y horrible para un escritor: los libros intentan llevar a cabo una operación realmente extraña en la que las personas participan, al tiempo que se dejan atrapar.

Las historias que más me gustan me dejan en una especie de superposición cuántica en la que soy plenamente consciente de que se trata de una historia, al tiempo que participo en su magia, viendo sus contradicciones y paradojas. Es en ese momento cuando estamos más vivos.

Muchas personas viven hoy uno de los peores momentos que se pueden vivir; cuando el mundo está en llamas, cuando las cosas se descontrolan, es precisamente entonces cuando estamos más vivos.

No digo que vayan a surgir cosas buenas de la situación en la que nos encontramos, sino simplemente que debemos ser conscientes del momento único que estamos viviendo, en el que todas las viejas historias se derrumban y las nuevas aún no han tomado forma.

Estamos atrapados en este período de interregno: todo el mundo lo siente. No es sólo una impresión que tienen los dirigentes, sino que todos la tienen en su vida cotidiana. 

Así, nos encontramos en un espacio horrible en el que nuestra visión del mundo ya no se aplica, sin que podamos ver más allá; nos miramos unos a otros y hablamos de una «crisis de la imaginación».

Este momento es, en cierto modo, el paroxismo de la ignorancia, pero también el paroxismo de la sabiduría: alcanzamos entonces un nivel de conciencia que nunca antes habíamos alcanzado. 

Podría ser casi imposible construir una sociedad o vivir una vida sin estas gigantescas historias. Cualquiera que haya trabajado profundamente en sí mismo comprende que estos años de crisis te convierten en lo que eres.

Tenemos creencias profundamente arraigadas que se apoderan de nuestras sociedades y contra las que no tenemos armas, porque no queremos nombrarlas. Al contrario, las barremos bajo la alfombra.

Benjamin Labatut

Este estado de pánico que vivimos es aquel en el que no tenemos una historia que contarnos sobre nosotros mismos, un libro que nos dé la respuesta, profesores o ídolos que puedan entender de lo que hablamos.

Debemos afrontar este estado.

En este estado de estupefacción, ¿qué elementos aún no logran componer un relato global? ¿Debemos sorprendernos de no poder reunirlos, o es algo intrínsecamente difícil?

Emmanuel Carrère En francés tenemos una expresión, «l’esprit de l’escalier», que permite comprender mejor este problema. Esta expresión se refiere a la situación en la que uno se marcha de una fiesta después de haber hablado con mucha gente; una vez en la escalera, mientras bajamos, se nos ocurre la respuesta que deberíamos haber dado.

Todo el mundo tiene el espíritu de la escalera, pero especialmente los escritores; es una de las razones por las que uno se convierte en escritor. Nunca se dice lo correcto en el momento adecuado, así que lo rumiamos y entonces surge. 

Thomas Mann decía que un escritor era alguien para quien escribir era más difícil que para los demás. Creo que es muy cierto.

Mi propio esprit de l’escalier tiene mucho que pensar y hacer, así que desde el principio de nuestra conversación he estado reflexionando sobre esa idea ingenua y optimista que tuvimos, hace varias décadas, de enviar al espacio una especie de cápsula que contuviera, dirigida a posibles civilizaciones extraterrestres, algo que nos presentara a nosotros, los terrícolas, de una manera atractiva y al mismo tiempo comprensible.

¿Qué poner dentro? Quizás un cuadro, algo un poco binario, por lo tanto más bien Mondrian que la Mona Lisa. Música, más las Variaciones Goldberg que la Sinfonía Patética de Tchaikovsky. ¿Deberíamos entonces incluir las Variaciones Goldberg en forma de interpretación, como la de Glenn Gould, o simplemente la partitura? También podríamos incluir teoremas matemáticos, como los de Fermat o los de Gödel.

En realidad, si hubiéramos querido hacer comprender a los extraterrestres lo que era la experiencia humana, en su forma más extrema, en la fuerza con la que se había afrontado, habría sido bueno enviar el Réquiem de Ajmátova o su extraordinario libro de entrevistas con Lidia Chukovskaya, que es, en mi opinión, una de las cosas más increíbles que se pueden leer.

Sería un ejercicio interesante pensar en qué más se podría incluir en la cápsula.

Este conjunto heterogéneo nos permite comprender mejor el momento de mutación tecnológica que estamos viviendo. Sin embargo, este momento ya ha sido objeto de debate: pensemos, por ejemplo, en el optimismo tecnológico de muchos empresarios de Silicon Valley. ¿No debería nuestro relato incluir también el suyo?

Giuliano da Empoli Crecí en Roma, lo que me da una visión cíclica de la historia. Es inevitable para quienes viven allí: cada mañana, al despertarnos, si aún tenemos fuerzas para levantarnos y salir, nos invade esa visión cíclica de las civilizaciones que se levantan, prosperan y luego comienzan a declinar. 

Me llevó mucho tiempo asimilar la idea de que estamos llegando a una especie de umbral. Quizás sea a lo que nos enfrentamos hoy, y es una perspectiva un poco vertiginosa.

Las personas que nos llevan hacia ese umbral —Trump y los empresarios tecnológicos— convergen hoy de una manera tan explícita y sorprendente que nos empujan en una nueva dirección: cada uno se esfuerza por llevarnos allí como si se tratara de un juego; hay un elemento lúdico en su enfoque, y nos da mucho miedo asimilarlo.

Si los medios de comunicación sólo nos informan de las atrocidades que Trump ha podido decir en alguno de sus discursos, estos también contienen un elemento lúdico; no nos divierte, pero está muy presente.

Del mismo modo, aunque Musk o Demis Hassabis son, en cierto sentido, muy serios —cada uno de ellos tiene una idea diferente, pero muy precisa, del futuro que prevén para nosotros—, también son jugadores. No es casualidad que, al igual que los demás, tengan experiencia en el ámbito de los videojuegos; se podría decir que los videojuegos estructuran de alguna manera el nuevo mundo en el que estamos entrando.

Me molesta encontrarme siempre en la posición de aguafiestas, pidiendo que todo sea tan serio y aburrido como yo; ese es también el papel de Europa y de la gente seria. No creo que esa gente seria pueda imponer su visión hoy. Aunque sigamos haciéndolo para intentar burlar a los jugadores que están al mando, no creo que podamos lograrlo sin seguirles el juego, con una forma de ludismo en nuestras acciones.

Debemos ser conscientes del momento único que estamos viviendo, en el que todas las viejas historias se derrumban y las nuevas aún no han tomado forma.

Benjamín Labatut

¿Es este lado lúdico de sus palabras una de las razones de su éxito? Si no es la principal, ¿cuál es?

La promesa fundamental de personas como Trump y otros —a los que yo llamo depredadores— es realizar una especie de milagro.

En teología, Dios hace milagros que infringen las leyes y las normas normales de funcionamiento del mundo para producir un efecto en la realidad. Técnicamente, eso es lo que proponen estas personas: infringir esas reglas que se habrían escrito para proteger el statu quo, las élites, la corrupción y todo lo que no funciona.

Dado que todo está bloqueado y nadie puede resolver estos problemas, hay que infringir las reglas para producir un efecto en la realidad. Las medidas tomadas contra la inmigración, así como todas esas escenas terribles que vemos todos los días, forman parte de esta lógica.

Si reaccionamos a este discurso diciendo que el milagro es imposible e ilegal, no estamos diciendo nada sensato: la democracia se basa en las normas y el Estado de derecho. Sin embargo, ante el reto al que nos enfrentamos, es una respuesta políticamente débil.

En un contexto europeo, hay una lección que aprender de lo que está sucediendo, en particular de esta ofensiva mediática: el abanico de posibilidades es, en realidad, más amplio de lo que pensábamos.

No se trata de infringir la ley, sino de ser mucho más ambiciosos nosotros mismos.

¿Podemos, sin embargo, jugar con alguien que está decidido a no respetar las reglas? Parece que nos estamos impidiendo a nosotros mismos hacerlo. ¿Debemos primero desenmascarar al tramposo, revelar lo que está haciendo? 

Rick Perlstein George Orwell dijo que lo más difícil del mundo es ver lo que está justo delante de nuestras narices; para ello se necesitan pruebas contundentes.

Hay que empezar por ahí.

Con este fin, creo que es esclarecedor proporcionar testimonios de la existencia de una policía secreta en mi propia ciudad, Chicago, a personas que deben comprender que no hay ningún beneficio en apaciguar a Trump, al igual que fue inútil ceder ante Hitler en los Sudetes: esa retirada condujo a la invasión de Polonia.

A seis kilómetros de mi casa hay una ciudad llamada Evanston, que cuenta con una escuela primaria. El día de Halloween, mientras los niños se disfrazaban y pedían caramelos, la policía secreta invadió el barrio. La gente salió de sus casas y de sus coches y, como en Chicago todos tenemos silbatos, empezaron a silbar y a tocar el claxon para avisar de que la policía estaba allí.

Con su permiso, me gustaría compartir el testimonio de lo que sucedió cuando la policía secreta irrumpió en un bucólico barrio residencial. La testigo, Jennifer Moriarty, es una ama de casa de clase media que vive en Evanston:

«Había gente en bicicleta. Estaban en la calle y hacían sonar sus silbatos. Así que todo el mundo salió de sus coches. Cuando me acerqué con mi teléfono móvil, vi a una joven boca abajo, con agentes encima de ella. Y en cuanto me acerqué, un agente me agarró por el cuello, me empujó y me tiró al suelo. Estaba encima de mí. Entonces llegó un joven.

(Daniel Bist, alcalde de Evanston) – ¿Puedo interrumpirle con algunas preguntas? ¿Por qué hicieron eso?

– Porque yo era una de las personas que estaban haciendo exactamente lo que se suponía que debían hacer. Protestar, alertar a la comunidad, grabar sus acciones y lo que estaban haciendo. Ni siquiera tuve tiempo de pulsar «grabar» cuando me agarraron por el cuello y me tiraron al suelo. 

– ¿Así que le agredieron por atreverse a tener una opinión diferente a la suya? 

– Por supuesto. Exactamente. Por ser miembro de una comunidad que estaba en estado de alerta.

– Lo siento, continúe.

– Primero hicieron subir a la joven al coche. Ella consiguió deslizarse hasta el asiento trasero y abrir la puerta del otro lado, y luego salir con la ayuda de otro miembro maravilloso de la comunidad. Uno de los agentes, al que llamaré «el pelirrojo», que era el más violento de todos, que sacó su arma varias veces y apuntó a la cara de los miembros de la comunidad, y que intentó rociar con gas lacrimógeno a varias personas, corrió y la inmovilizó de nuevo. Me hicieron subir y la volvieron a meter en el coche, en el asiento del copiloto. Y durante todo ese tiempo, siguieron golpeando a ese joven fuera del coche, antes de que pudiéramos alcanzarlo».

Jennifer Moriarty fue detenida; después de rociarla con gas lacrimógeno, la llevaron a una oficina del FBI situada a 25 km de distancia, donde la encadenaron a una barra. Entonces le dijeron que no estaba detenida, sino que estaba bajo custodia de los funcionarios de aduanas.

Después de obligarla a esperar tres horas, la liberaron sin cargos ni documentos.

Los migrantes, que en su mayoría no han cometido ningún delito y se encuentran en el país legalmente, ya sea con una tarjeta de residencia o porque son ciudadanos, son trasladados a un centro llamado Broadview, en las afueras de Chicago.

No teníamos ni idea de lo que ocurría dentro de ese centro: era una caja negra total. El testimonio de Moriarty es el primero que nos permite comprender el interior de la caja negra y cómo funciona esta policía secreta.

Ahora sabemos lo que ocurre dentro del centro del ICE gracias a una decisión judicial.

El centro cuenta con dos salas. Cada una tiene capacidad para unas cincuenta personas, hombres y mujeres, y tiene suelo de hormigón.

Las luces permanecen encendidas las 24 horas del día y sólo hay un aseo en cada sala. Estas salas están diseñadas para que las personas permanezcan en ellas dos horas, pero algunas han permanecido hasta dos semanas. No hay duchas ni jabón. También tenemos pruebas de que se ha golpeado a personas allí. 

Las personas cuyos documentos de identidad y documentos han sido verificados y que se encuentran en situación regular en los Estados Unidos pueden ser liberadas, o bien pueden ser expulsadas a su país de origen, al que no han ido desde hace décadas. Algunas de las personas devueltas a un país hispanohablante ni siquiera hablan español. En el caso de que estas personas tengan antecedentes penales, e incluso si han pagado su deuda con la sociedad, pueden ser devueltas por tiempo indefinido a un país como Uganda.

Un artículo reciente de la revista New Yorker ha documentado estas detenciones; casi todas las personas que menciona han obtenido medidas de protección jurídica que impiden al Gobierno deportarlas a su país de origen.

Estos secuestros secretos llevados a cabo por la policía en Estados Unidos comenzaron en Los Ángeles; se extendieron a Chicago y luego a Charlotte, antes de propagarse esta semana por Carolina del Norte.

Jennifer Moriarty también informa de que, en todos los lugares por los que pasaban los agentes en su camino hacia el centro, eran asaltados por ciudadanos de a pie, lo que les impedía llevar a cabo los secuestros. Los ciudadanos de a pie de Chicago han creado así un ejército no violento que aterroriza a estos agentes armados del Estado.

Esto es lo que está sucediendo ante nuestros ojos.

No puede salir nada bueno si cedemos ante Donald Trump.

Si hay que documentar la violencia del otro, y si nuestro relato debe deshacer el que ya se nos propone, no puede ser una simple contrapropuesta. ¿Qué tenemos que proponer que podamos realmente declarar como nuestro?

Benjamín Labatut Yo vengo de América Latina, donde historias como la que se acaba de contar son, por desgracia, muy comunes.

Todos vemos lo que está pasando; la política está dirigida por personajes de este tipo. A cambio, ¿qué imagen de la humanidad podríamos construir? ¿Qué podríamos enviar?

Hay aspectos de nuestro ser que no pueden enviarse al espacio porque no pueden condensarse en un mensaje: eso es algo maravilloso.

En el corazón del mundo actual hay una pregunta fundamental para la que no tenemos respuesta. Se puede formular de varias maneras; una de ellas es esta: ¿qué puede hacer un ser humano que una máquina no puede hacer? ¿Qué es lo que no se puede traducir en símbolos o palabras? ¿Cuáles son los límites de estos sistemas simbólicos?

Es una pregunta muy difícil sobre la que todos debemos reflexionar: los gigantes tecnológicos no tienen respuesta para ella, y eso que esos límites se superan constantemente.

En las redes sociales, el odio ya no es algo marginal. Se está convirtiendo en una forma dominante y eficaz.

Charlotte Casiraghi

¿Por qué esta pregunta, que parece especulativa, es en realidad política?

Hemos construido nuestras sociedades en torno a las cosas que podemos decir, de las que podemos hablar. Vemos cómo horrores como Trump surgen de los juegos de los que hablamos —los juegos cada vez más violentos a los que jugamos en política—.

Hoy, vemos suceder en Estados Unidos cosas que parecían impensables y que, en otros lugares, parecen simplemente formar parte de la vida cotidiana con la que hemos crecido.

Es importante que reflexionemos sobre esta cuestión, porque nos dirigimos hacia un mundo en el que estas decisiones y esta violencia se apoyan en la tecnología, se implementan mediante la tecnología y se normalizan.

Nuestro clima político se alimenta del pensamiento y los sistemas algorítmicos; no se trata de los tiranos a los que estamos acostumbrados, sino de un nuevo escenario del que debemos ser conscientes.

No tengo mucho que decir a los responsables políticos, pero creo que el trabajo de los escritores es reflexionar sobre estas cuestiones, encontrar la manera de hacer algo imposible y milagroso, que consiste en poner palabras a lo indecible.

Una de estas cuestiones esenciales —a saber, qué es lo que, en la humanidad, no puede instanciarse en un sistema diferente— es algo que debería guiar nuestra existencia cotidiana.

Creo que no es algo que concierna únicamente a los pensadores o a los técnicos; es algo que la humanidad en su conjunto debe tener en cuenta, porque es, en cierto modo, la dirección principal que está tomando nuestro mundo: nos alejamos cada vez más de esa parte de nosotros mismos que sabemos que existe, pero de la que no podemos hablar. 

Esto es algo que intentaban abordar tanto la cápsula que se envió al espacio con su mensaje como los políticos en busca de un milagro que realizar.

Las personas pueden hacer lo imposible porque hacemos lo imposible; lo hemos hecho muchas veces. Sólo tenemos que hacerlo una vez más.

Creemos que es imposible derrocar a ciertas personas; en Chile, pensábamos eso de Pinochet. Sin embargo, esas personas acaban cayendo. No sé cuánto tiempo llevará, pero estoy seguro de que es posible.