Mi carrera en la función pública italiana comenzó con las negociaciones del Tratado de Maastricht 1. Desde entonces, la construcción de Europa ha estado en el centro de todas mis misiones, tanto a nivel nacional —al frente del Tesoro italiano y luego como presidente del Consejo— como a nivel europeo, al frente del Banco Central Europeo.

Sin embargo, hoy, las perspectivas para Europa nunca han sido, que yo recuerde, tan difíciles. Casi todos los principios en los que se basa la Unión están siendo cuestionados.

Habíamos construido nuestra prosperidad sobre la apertura y el multilateralismo, y hoy nos enfrentamos al proteccionismo y a las acciones unilaterales.

Creíamos que la diplomacia podía ser la base de nuestra seguridad, pero hoy asistimos al retorno del poder militar como medio para afirmar los intereses propios.

Habíamos prometido liderar la responsabilidad climática, pero hoy los demás se retiran y nos dejan soportar unos costes cada vez mayores.

El mundo que nos rodea ha cambiado radicalmente. Y Europa tiene dificultades para reaccionar.

Esto plantea una pregunta crucial: ¿por qué no conseguimos cambiar?

A menudo se nos dice que Europa se forja en las crisis. Pero, ¿qué nivel de gravedad debe alcanzar una crisis para que nuestros dirigentes unan finalmente sus fuerzas y encuentren la voluntad política para actuar?

Tras la gran crisis financiera y la crisis de la deuda soberana, el BCE, gracias en particular a su mandato europeo, ha evolucionado hacia una institución más federal; también se ha puesto en marcha la unión bancaria.

Pero desde entonces, nuestros retos se han vuelto cada vez más complejos y ahora requieren una acción conjunta por parte de los Estados miembros.

Afectan a ámbitos como la defensa, la seguridad energética y las tecnologías avanzadas, que requieren una escala continental e inversiones compartidas.

Y en algunos de estos ámbitos, en particular la defensa y la política exterior, se necesita un mayor grado de legitimidad democrática.

Sin embargo, desde hace muchos años, nuestra gobernanza no ha cambiado.

Hoy, nuestra confederación europea simplemente no está en condiciones de responder a estas necesidades.

La escala nacional ya no es suficiente para gestionar eficazmente los enormes retos a los que nos enfrentamos. E incluso si quisiéramos transferir más competencias a Europa, este modelo no nos ofrece la legitimidad democrática para hacerlo.

Lo que nos frena no es una restricción jurídica relacionada con los tratados. 

La restricción más profunda es que, ante este nuevo mundo, no hemos construido un mandato común —aprobado por los ciudadanos— para lo que nosotros, los europeos, realmente queremos hacer juntos.

Por eso, el futuro de Europa debe ser un camino hacia el federalismo.

No se trata de un sueño, sino de una necesidad.

Sin embargo, por muy deseable que sea una verdadera federación, requeriría unas condiciones políticas que hoy no se dan. Y los retos a los que nos enfrentamos son demasiado urgentes como para esperar a que se den.

El único camino posible es el de un nuevo federalismo pragmático.

Un federalismo basado en determinados ámbitos clave, flexible y capaz de proyectarse y actuar al margen de los mecanismos más lentos del proceso de toma de decisiones de la Unión.

Se construiría a partir de «coaliciones de voluntarios» en torno a intereses estratégicos comunes, reconociendo que las diferentes fuerzas de Europa no exigen que todos los países avancen al mismo ritmo.

Imaginemos.

Países con sectores tecnológicos fuertes que acuerdan un régimen común que permite a sus empresas desarrollarse rápidamente.

Naciones con industrias de defensa avanzadas que unen sus esfuerzos en materia de investigación y desarrollo y financian contratos públicos comunes.

Líderes industriales que coinvierten en sectores críticos como los semiconductores o en infraestructuras de red que reducen los costes energéticos.

Este federalismo pragmático permitiría a los que tienen mayores ambiciones actuar con la rapidez, la amplitud y la intensidad de otras potencias mundiales.

Además, podría contribuir a renovar el impulso democrático de la propia Europa.

De hecho, la adhesión exigiría a los gobiernos nacionales obtener apoyo democrático para objetivos comunes específicos, lo que daría lugar a la construcción ascendente de un objetivo común —y no a una imposición descendente—.

Todos los que deseen adherirse podrían hacerlo, mientras que los que tratan de bloquear el progreso ya no podrían frenar a los demás.

En resumen, esto ofrece una visión llena de confianza de Europa, una visión en la que los ciudadanos pueden creer.

Una Europa en la que los jóvenes vean su futuro. Una Europa que se niegue a ser pisoteada. Una Europa que actúe no por miedo al declive, sino por orgullo de lo que aún puede lograr.

Esta es la visión que debemos proponer si queremos que Europa se renueve.

Y estoy convencido de que podemos lograrlo.

Notas al pie
  1. Este texto es el discurso pronunciado por Mario Draghi con motivo de la entrega del Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional, en Oviedo, el 24 de octubre de 2025.