Esta publicación será el tema central de nuestro debate del martes por la noche en la Escuela Normal Superior de París. Inscripción obligatoria aquí
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De Robert F. Kennedy Jr. a Curtis Yarvin: la cruzada conspirativa de la América de Trump contra la salud pública
El pasado mes de enero, Donald Trump anunció la retirada de Estados Unidos de los mecanismos multilaterales de salud a nivel mundial, acusando a estos programas, según su interpretación, de promover valores de diversidad e inclusión que considera contrarios a los principios de libertad fundamental.
Entre estos mecanismos, los fondos destinados a la lucha contra el VIH se han visto especialmente afectados.
El 10 de marzo, el secretario de Estado Marco Rubio confirmó la supresión del 83% de los programas de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), con la intención de mantener solo los proyectos que puedan hacer «a Estados Unidos más seguro, más fuerte y más próspero», en consonancia con el lema trumpista «America first». ONUSIDA estima que estos recortes podrían provocar la muerte de 6,3 millones de personas de aquí a 2030.
Este no es el único golpe asestado por la política de Trump a la salud pública. El nombramiento de Robert F. Kennedy, Jr. como secretario de Salud y Servicios Sociales —al frente, en particular, de los Centers for Disease Control and Prevention— suscita gran inquietud. El nuevo secretario de Estado de Salud es conocido por sus controvertidas posturas sobre el VIH (el sida no estaría causado únicamente por el VIH), la vacunación (que serviría para implantar chips electrónicos), la crisis de Covid-19 (que afectaría de forma diferente a las personas en función de su origen geográfico) o las personas trans. Además, es el fundador de la plataforma Children’s Health Defense, que trabaja activamente para desacreditar la vacunación infantil.
Otra figura central de la maquinaria trumpista preocupa a los especialistas en salud pública: Curtis Yarvin, influyente ideólogo de Silicon Valley. «La verdadera historia del Covid es fascinante», afirma en una amplia entrevista publicada en estas páginas. Según él, la responsabilidad de la pandemia recae en científicos estadounidenses acusados de haber mutado deliberadamente el virus para que sus investigaciones resultaran más atractivas y así obtener financiación. Su argumentación se basa en un profundo cuestionamiento de la capacidad de la ciencia para autorregularse, una crítica que, en su opinión, justifica los recortes presupuestarios masivos y la puesta en cintura de ciertos ámbitos de investigación impuestos por el Gobierno.
Yarvin va aún más lejos: «Después del Covid, el mundo necesitaba a alguien capaz de decir ‘no’ a los virólogos…», afirma, sugiriendo que la población estadounidense habría tomado conciencia de la necesidad de un poder fuerte, incluso monárquico.
[Lea nuestra extensa entrevista con Curtis Yarvin: partes 1, 2 y 3]
Desde Silicon Valley hasta la Casa Blanca, se ha difundido la idea de que la supuesta «gran conspiración» en torno a la pandemia de Covid podría legitimar un derrocamiento de los principios democráticos.
Desde la crisis de Covid-19, las teorías conspirativas están ganando cada vez más adeptos. No son sólo manifestaciones de una visión antisistema, sino que ahora alimentan un verdadero proyecto político con fines autoritarios. Las decisiones de Donald Trump, que ignoran abiertamente las advertencias de la comunidad científica y los consensos establecidos, se inscriben en esta dinámica. Al erosionar la legitimidad del conocimiento científico y atacar su propia producción, contribuyen a una profunda crisis de confianza hacia los científicos, con consecuencias tangibles para la salud pública, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Más aún, debilitan los propios cimientos de la democracia al alimentar la desconfianza hacia las instituciones científicas, promover los «hechos alternativos» y, en última instancia, socavar la posibilidad de un debate público basado en verdades compartidas.
En Francia, algunas instituciones desempeñan un papel clave a la hora de establecer un vínculo entre la ciencia, la democracia y la toma de decisiones en materia de salud pública.
La Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida (CCFV) en Francia es un ejemplo ilustrativo. Este dispositivo, que combina la experiencia científica y la democracia participativa, ha permitido elaborar propuestas informadas sobre el final de la vida, una cuestión de bioética especialmente controvertida. Pero para que este tipo de enfoque refuerce de forma duradera la legitimidad de las políticas sanitarias y la confianza de la población en las instituciones, es necesario que las recomendaciones resultantes de estas consultas se tengan realmente en cuenta. En este sentido, la experiencia de la CCFV invita a replantearse cómo se puede afianzar de forma duradera el diálogo entre la ciencia, la democracia participativa y la acción pública.
Desde la crisis de Covid-19, las teorías conspirativas están ganando terreno. Ahora alimentan un auténtico proyecto político de carácter autoritario.
JEAN-FRANÇOIS DELFRAISSY Y CLAIRE THOURY
La articulación entre ciencia y democracia en materia de salud pública en Francia: estudios de caso
Desde hace unos treinta años, y con la aparición de una política de democracia en materia de salud, Francia se ha dotado de varias instituciones destinadas a servir de enlace entre los responsables políticos y la población en materia de salud pública.
Órganos como el Consejo Consultivo Nacional de Ética (CCNE), los Espacios de Reflexión Ética Regional (ERER) o el Consejo Económico, Social y Medioambiental (CESE) tienen como misión preservar un diálogo de confianza entre los responsables políticos, los científicos y los ciudadanos.
A través de estas instituciones, se han diseñado mecanismos como los Estados Generales de la Bioética o las Convenciones Ciudadanas, que permiten a los ciudadanos y ciudadanas apropiarse de los conocimientos científicos, deliberar colectivamente y formular recomendaciones con el objetivo de influir en las políticas públicas. Estas experiencias reflejan la voluntad de reforzar la legitimidad de las decisiones públicas, integrando en mayor medida la ciencia en el debate democrático. Gracias a su experiencia en la materia, Francia es considerada en el extranjero como pionera en materia de democracia participativa.
La bioética es uno de los primeros campos en integrar los procesos de democracia participativa. Desde la primera ley de bioética, en 1994, cada revisión legislativa va acompañada de una reflexión nacional a través de los Estados Generales de la Bioética (EGB), un proceso destinado a reflexionar sobre el uso de los avances científicos y tecnológicos en medicina. Estas leyes de bioética tienen por objeto definir un marco normativo para el desarrollo y el uso de nuevas técnicas que, al ampliar los límites de la intervención humana sobre los seres vivos, plantean cuestiones éticas fundamentales. De este modo, invitan a la sociedad, en el marco de los EGB, a una reflexión colectiva sobre lo que considera aceptable, deseable o, por el contrario, moralmente inconcebible.
El ámbito de la bioética se ha ampliado considerablemente con las innovaciones científicas y los cambios sociales.
Ya no se limita a la procreación o al final de la vida, sino que abarca ahora cuestiones como la gestión de los datos sanitarios, la inteligencia artificial o los vínculos entre la salud humana y el medio ambiente. Ante estos temas cruciales, se invita a los ciudadanos a que se apropien de estas cuestiones y orienten las decisiones colectivas que se derivan de ellas. Esto supone renovar, cada vez que se modifica la ley, las modalidades de la deliberación democrática en función de los retos contemporáneos.
Precisamente, la función del CCNE es informar y acompañar a los ciudadanos en estas reflexiones desde su creación.
Por ello, el CCNE ocupa una posición clave entre la sociedad y la comunidad científica, en particular la médica, difundiendo, por un lado, las cuestiones que plantean los avances científicos al público en general y, por otro, transmitiendo las preocupaciones de los ciudadanos a los órganos decisorios. De este modo, desempeña una doble función: 1) visibilizar los dilemas éticos a los que se enfrentan los investigadores, a veces aislados ante las implicaciones de su trabajo, y 2) recabar las reflexiones de la sociedad civil e incluirlas en la agenda política. En esta perspectiva, el CCNE pide audiciones regularmente a representantes de asociaciones y vela por que los debates públicos ocupen un lugar central en su trabajo.
El ámbito de la bioética se ha ampliado considerablemente con las innovaciones científicas y los cambios sociales.
JEAN-FRANÇOIS DELFRAISSY Y CLAIRE THOURY
En estrecha colaboración con los Espacios Regionales de Reflexión Ética (ERER), el CCNE organiza, antes de cada revisión de la ley de bioética, los Estados Generales de la Bioética (EGB). Los EGB de 2018 fueron emblemáticos en este sentido, ya que permitieron debatir cuestiones delicadas relacionadas con el final de la vida y la ayuda médica para morir. Gracias a la red territorial de los ERER y a la movilización en línea, se organizaron cerca de 500 debates en 132 ciudades francesas, que reunieron a unos 45.000 ciudadanos.
El CCNE se basó en estos trabajos para redactar su dictamen n.º 139, publicado en 2022: «Cuestiones éticas relativas a las situaciones al final de la vida: autonomía y solidaridad». Este dictamen pone de relieve las limitaciones de la legislación actual en materia de acompañamiento al final de la vida, identificando situaciones clínicas que hoy en día quedan al margen de la ley.
En la actualidad, la ley vigente garantiza a los pacientes el acceso a los cuidados paliativos, la posibilidad de redactar directivas anticipadas y la designación de una persona de confianza para que las aplique. También permite, en determinados casos, el recurso a la sedación profunda y continua hasta el fallecimiento, en particular en presencia de sufrimientos refractarios debidos a una enfermedad incurable. Por último, prohíbe el encabritamiento terapéutico, rechazando el mantenimiento artificial de la vida cuando la muerte es inevitable. Para el CCNE, este marco legal no responde a las situaciones de los pacientes con patologías incurables que provocan un gran sufrimiento, pero cuyo pronóstico no es grave a corto plazo, es decir, cuya esperanza de vida restante se sitúa entre varias semanas y varios meses. Estas personas se encuentran en una zona gris jurídica y médica, en la encrucijada entre el sufrimiento prolongado y la negativa a anticipar la muerte con ayuda médica.
Ante estas situaciones complejas, y en un contexto de intenso debate público, la cuestión de la ayuda médica para morir ha vuelto a ocupar un lugar central en las reflexiones. Con el fin de prolongar la dinámica participativa iniciada por las EGB de 2018, y a la luz del dictamen del CCNE, el presidente Emmanuel Macron anunció en 2022 la creación de una Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida (CCFV) bajo los auspicios del Consejo Económico, Social y Medioambiental (CESE).
Esta iniciativa demuestra el potencial de la democracia participativa para informar la decisión pública sobre temas éticos delicados.
La democracia en materia de salud en acción: la fuerza del modelo de la Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida
Pionera en la materia, Francia ha inscrito la democracia en materia de salud en el Código de Salud Pública.
Este reconoce a los pacientes el derecho a participar en las decisiones médicas que les afectan, pero también a estar representados e influir en la orientación de las políticas sanitarias. Pueden asociarse libremente, participar en órganos de decisión o contribuir a la investigación participativa. La democracia en materia de salud consiste también en reconocer los conocimientos que los enfermos desarrollan sobre su cuerpo, su enfermedad y su tratamiento, o todo lo que constituye el «vivir con» la enfermedad. Estos conocimientos, ya sean empíricos, situados o profanos, deben tenerse en cuenta en la elaboración de las políticas sanitarias.
La democracia en materia de salud se materializa así a varios niveles y permite establecer vínculos entre los conocimientos científicos, las expectativas de los ciudadanos y las decisiones políticas. Al garantizar esta mediación, desempeña un papel fundamental en la búsqueda o la preservación de la confianza entre los ciudadanos y las instituciones. De este modo, se supone que limita el riesgo de que se adopten decisiones gubernamentales que rompan el consenso científico o social. También contribuye a mantener en la agenda temas que pueden ser ignorados por las autoridades, pero que afectan directamente a la sociedad. Este es el caso, en particular, de los Estados Unidos, donde cuestiones delicadas, como los derechos de los niños intersexuales o el acceso a la procreación para las parejas homosexuales, han sido menospreciadas desde el regreso al poder de Donald Trump.
Ante la evolución de las expectativas de los ciudadanos en materia de salud pública y democracia, la Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida (CCFV), reunida entre diciembre de 2022 y abril de 2023 bajo los auspicios del Consejo Económico, Social y Medioambiental (CESE), representa un avance significativo. 184 ciudadanos, seleccionados al azar según criterios de representatividad, se reunieron en el CESE para debatir sobre el final de la vida. Durante nueve fines de semana, compararon sus experiencias, sus creencias y los conocimientos de médicos, juristas, filósofos, responsables de asociaciones y representantes religiosos.
A diferencia de una simple encuesta, la Convención sobre el final de la vida ofreció un espacio en el que las opiniones pudieron evolucionar a lo largo de los intercambios, los puntos de vista contradictorios y los momentos de reflexión colectiva.
JEAN-FRANÇOIS DELFRAISSY Y CLAIRE THOURY
En varios aspectos, se llegó a un consenso sólido a lo largo de los debates.
El refuerzo de los cuidados paliativos, la mejora del acceso a la hospitalización a domicilio y la necesidad de formar mejor al personal sanitario en el acompañamiento al final de la vida fueron objeto de un amplio acuerdo. Estas recomendaciones no son principios abstractos, sino que responden a carencias concretas identificadas por los participantes a través de su experiencia directa o la de sus familiares. Otros temas más delicados suscitaron tensiones durante los debates, en particular la cuestión de la ayuda activa para morir. ¿Debe legalizarse? Y, en caso afirmativo, ¿en qué forma? Los ciudadanos no buscaron el consenso a toda costa: optaron por cartografiar las posiciones existentes, diferenciar los casos —menores, mayores, enfermedades incurables— y obtener mayorías sin ocultar las divergencias. Esta voluntad de visibilizar los desacuerdos, en lugar de neutralizarlos, es una aportación valiosa en una democracia que se enfrenta a importantes dilemas éticos.
El método de la CCFV se distingue de los enfoques políticos tradicionales: aquí son los ciudadanos elegidos al azar los que realmente han dado forma a los debates. Han expresado sus necesidades, han solicitado masterclass y han confrontado sus representaciones. A diferencia de una simple encuesta, la CCFV ha ofrecido un espacio en el que las opiniones han podido evolucionar a lo largo de los intercambios, los puntos de vista contradictorios y los momentos de reflexión colectiva. Este proceso ha estado marcado por votaciones intermedias que han permitido documentar la evolución de las posiciones individuales y colectivas.
Las convenciones ciudadanas son, por tanto, una herramienta valiosa para la democracia representativa: permiten alcanzar compromisos informados sobre temas complejos, en los que los responsables políticos a veces tienen dificultades para ponerse de acuerdo. Las propuestas de la CCFV se presentaron al presidente de la República en abril de 2023, con el objetivo de alimentar un proyecto de ley anunciado para el otoño. Si bien las tensiones políticas (moción de censura, disolución) han retrasado la agenda legislativa correspondiente, se espera una votación parlamentaria para mayo de 2025. Este calendario pone de manifiesto las fragilidades institucionales, pero también la capacidad de los mecanismos participativos para inscribirse en los tiempos largos de la decisión pública.
Los Estados Generales de la Bioética y la Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida, que movilizan estructuras como el CCNE, el CESE o los ERER, constituyen mecanismos ejemplares a escala internacional. Son testimonio de la voluntad política de desarrollar la democracia en materia de salud y de integrarla en los procesos de democracia participativa.
Aunque Francia cuenta con instituciones y herramientas democráticas maduras en materia de salud pública, la facilidad con la que la nueva administración Trump ha destruido las instituciones que garantizan el vínculo entre la decisión política, la investigación científica y la democracia debe hacernos redoblar nuestra vigilancia ante la fragilidad de nuestras propias instituciones.
Frente a los gobiernos autoritarios, defender una democracia con múltiples voces: por una cultura política de la complejidad
Nuestro modelo de democracia en materia de salud se basa en un conjunto de instituciones y herramientas que han demostrado su eficacia, pero que siguen siendo frágiles.
Con demasiada frecuencia, los trabajos resultantes de las consultas ciudadanas tienen dificultades para influir o pesar en las políticas públicas.
Iniciativas como las Convenciones Ciudadanas o los Estados Generales de la Bioética son innovadoras y aclamadas por los participantes. Pero también pueden generar frustración y desánimo si las propuestas no se traducen en acciones públicas concretas.
En su obra Pour en finir avec la démocratie participative (Acabar con la democracia participativa), Manon Loisel y Nicolas Rio documentan bien estas tensiones: además de los riesgos de domesticación o instrumentalización de las movilizaciones —cuando la organización de consultas sirve para sofocar las protestas—, la escasa aceptación, o incluso el abandono, de recomendaciones importantes por parte de los responsables políticos plantea interrogantes. Este fue el caso de la Convención Ciudadana por el Clima (CCC), de cuyas 149 propuestas solo se retomó inmediatamente el 10%, o del Gran Debate Nacional, cuyas repercusiones concretas fueron limitadas.
Muchas otras, como la propuesta de incluir la protección del clima en la Constitución, fueron abandonadas o vaciadas de su ambición inicial. Sin embargo, algunas ideas han resurgido, a veces de forma discreta, en otros ámbitos. Algunas propuestas de la CCC, como el título de transporte único o las medidas a favor de la transición ecológica, han sido retomadas por las autoridades locales o en las reflexiones europeas en torno al Pacto Verde. Estos efectos indirectos muestran que los procesos de democracia participativa producen recursos concretos que pueden alimentar la decisión pública a diferentes niveles —local, nacional, europeo— aunque aún tardan demasiado en calar en las políticas públicas.
Esta dispersión dice mucho de la naturaleza misma de la democracia. A diferencia de una representación autoritaria del poder, que impone sin preocuparse por los ciudadanos, que son sin embargo la base de la nación, la democracia pone en juego contrapoderes, espacios de debate y construcción colectiva. Se basa en un cuerpo social vivo, un Estado de derecho, lugares de expresión e influencia, donde los ciudadanos no son simplemente consultados, sino coproductores de las orientaciones futuras. Supone una cultura del disenso y el ajuste, capaz de asumir la complejidad de la realidad.
Las iniciativas de democracia participativa generan recursos concretos que pueden influir en la toma de decisiones públicas a diferentes niveles.
JEAN-FRANÇOIS DELFRAISSY Y CLAIRE THOURY
En este sentido, Francia se distingue —al menos hasta la fecha— de contextos políticos ultraautoritarios, como los Estados Unidos de Trump, donde se humilla a los actores de la administración pública, se desacredita a los científicos y se descartan los procesos de deliberación colectiva en favor de decisiones brutales y unilaterales. Ante esta verticalización del poder, es esencial recordar que una democracia participativa en materia de salud, que respete los principios fundamentales de la ética, no es una herramienta para justificar decisiones políticas ya tomadas, sino un espacio de deliberación en el que las decisiones se construyen respetando el pluralismo de ideas y la búsqueda del interés común.
Los ejemplos de los Estados Generales de la Bioética y de la Convención Ciudadana sobre el Final de la Vida ilustran esta ambición: alimentar la decisión política con enfoques colectivos y estructurados, que se toman el tiempo necesario. Respaldadas por instituciones como el CCNE, el CESE o los ERER, estas experiencias demuestran que es posible articular y poner en diálogo diferentes conocimientos —científicos, ciudadanos, institucionales— para deliberar sobre la gobernanza de cuestiones delicadas.
Construir la decisión entre varios, con rodeos, plazos variables, compromisos y tensiones asumidas: esto es sin duda lo que distingue un régimen democrático del ejercicio solitario del poder.
Es esta cultura política de la complejidad la que debemos seguir defendiendo y manteniendo viva, siendo conscientes de la fragilidad de estos sistemas ante los trastornos políticos y geopolíticos.