Para superar una animosidad helada, insostenible tanto para Roma como para París y para toda Europa, es el momento adecuado para sentar las bases de un acuerdo global entre Italia y Francia. De hecho, se ha vuelto difícil ocultar una desconfianza mutua cada vez más evidente. Igual de evidente es la distancia política de las respuestas dadas tanto a la reelección de Donald Trump como a los grandes interrogantes que se abren sobre el futuro de la Unión Europea.
La reciente condena de Marine Le Pen ha ahondado en una nueva brecha entre el Elíseo y el Gobierno italiano.
El vicepresidente del Consejo, Matteo Salvini, aliado histórico de la fundadora del Rassemblement national, calificó el veredicto de «acto de guerra por parte de Bruselas», poniendo en duda los fundamentos del Estado de derecho en Francia. Giorgia Meloni se mostró más prudente al declarar que «los que aman la democracia no pueden alegrarse». Por un lado, Emmanuel Macron; por el otro, una derecha italiana que mantiene una relación de proximidad política con Marine Le Pen.
Al mismo tiempo, Donald Trump ha restablecido una lógica de poder en las relaciones internacionales, que, según él, se basan en un enfoque asimétrico y unilateral. Aunque una disociación entre Estados Unidos y Europa no parece realmente factible a corto plazo, el anuncio y posterior suspensión de los aranceles y la voluntad de la administración estadounidense de desvincularse de la defensa del continente obligan a la Unión Europea a tomar decisiones.
Ahora bien, estos avances en materia de integración requieren una nueva relación entre dos grandes países fundadores: Italia y Francia se enfrentan a una responsabilidad histórica.
Este nuevo rumbo podría pasar por un acuerdo inspirado en las «convergencias paralelas» trazadas por Aldo Moro en Italia a principios de los años 60 —quizás pasando por un lenguaje menos críptico y más actual—.
Se trataría de un escenario en el que fuerzas diferentes —tan distantes que parecen destinadas a no poder encontrarse nunca— se ponen de acuerdo en un propósito común, en algunos puntos claros a seguir juntos, sin confundir sus identidades. En definitiva, un nuevo juego en el que la derrota de uno ya no representa la victoria del otro, porque simplemente redunda en el interés nacional de ambos países —unidos por el vínculo europeo— avanzar en una dirección común.
Italia y Francia se enfrentan a una responsabilidad histórica.
MARIO DE PIZZO
Relaciones peligrosas
Porque si bien las ocasiones perdidas son incontables, las oportunidades siguen siendo igualmente numerosas, al igual que la lista de puntos fuertes de la relación entre Roma y París que convendría explotar.
Quedan muchas cuestiones pendientes que no encuentran una solución. Desde las finanzas —con la empresa conjunta entre las gestoras de activos Generali y Natixis— hasta la defensa; desde la electricidad hasta la energía nuclear civil; desde Libia hasta el Mediterráneo ampliado; desde la industria hasta la competitividad, desde Ucrania hasta Mercosur: en todos estos temas, si se logra llevar el análisis más allá de las apariencias, el interés nacional de cada país sugiere trabajar en el sentido de un acuerdo global con el otro.
A la espera del primer viaje oficial de Friedrich Merz a París como canciller, que reactivará la dinámica franco-alemana, Italia y Francia pueden reconstruir una relación virtuosa, que se suma al dinamismo de Polonia y al papel de primer orden que ha recuperado el Reino Unido para reactivar la Unión y el continente europeo.
Ahora bien, resulta que el instrumento para lograr esta convergencia ya existe: se trata del Tratado del Quirinal, firmado en 2021.
En este tema, tampoco hay duda de que el acuerdo para una cooperación reforzada entre Italia y Francia atraviesa una fase de crisis política: no se celebran consejos de ministros conjuntos, ni tampoco hay noticias de cumbres intergubernamentales.
Pero la colaboración entre los ministros y entre los grupos de trabajo es sólida. Mantienen un diálogo constante que ambas partes consideran fructífero, especialmente en los ámbitos de la defensa, la energía y la industria.
El instrumento para lograr la convergencia ya existe: se trata del Tratado del Quirinal.
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Sin embargo, da la impresión de que todo esto se está desarrollando casi en secreto, como si se tratara de una especie de relación peligrosa, una relación inconfesable en la que sería inapropiado mostrarse demasiado en público debido a las explícitas divergencias políticas entre Emmanuel Macron y Giorgia Meloni.
Pero si se mira más de cerca, Roma y París están en realidad más divididas sobre las perspectivas que sobre el momento presente, porque sus intereses comunes son evidentes e ineludibles en todas las grandes cuestiones de política exterior y económica.
Así, en la respuesta a los aranceles estadounidenses, la ruptura entre Meloni y Macron es palpable, pero la necesidad de colaborar lo es aún más. En cuanto a los aranceles, la presidenta del Consejo italiano rechazó de inmediato una estrategia de represalia europea, invitando a evitar la histeria y apostando siempre por la afinidad ideológica como factor de diálogo con Donald Trump. Por su parte, aunque cultiva una visión del mundo opuesta a la de Trump, Emmanuel Macron siempre ha mantenido estrechos vínculos con el presidente estadounidense, que ha visitado Francia en numerosas ocasiones desde su primer mandato. Cabe señalar que su primera salida a Europa como presidente electo de Estados Unidos tuvo lugar en París, con motivo de la reapertura de la catedral de Notre-Dame en diciembre. Tampoco hay que olvidar que la lógica de la potencia recuperada sitúa a un país dotado como Francia en un nivel de diálogo privilegiado con el anfitrión de la Casa Blanca.
A diferencia de Meloni, Macron se ha comprometido a adoptar una línea muy firme de represalias contra los aranceles estadounidenses.
La Comisión Europea ha actuado con lentitud y ha intentado con dificultad reunir todas las piezas del expediente antes del golpe de efecto anunciado por el presidente estadounidense en su red Truth Social: la pausa de noventa días en los aranceles para todos los países excepto China y la apertura de una negociación decidida por Trump el 9 de abril abren una nueva fase.
No hace falta decir que, en esta secuencia, Europa será tanto más fuerte cuanto más sepa permanecer unida. Las exportaciones a Estados Unidos representan el 3% del PIB de la Unión y el de Italia, y el 1,9% del PIB de Francia. Mientras Trump quiere llevar a todo el mundo por la fuerza a su terreno de juego preferido —la negociación—, está claro que la Unión tendrá más cartas que jugar si permanece unida.
En las horas previas a la suspensión de los aranceles aduaneros —aunque para muchos productos siguen vigentes aranceles recíprocos del 10%—, la noticia del viaje de Giorgia Meloni a Washington generó mucha controversia. El ministro francés de Asuntos Europeos, Benjamin Haddad, declaró: «Es de nuestro interés colectivo tener una respuesta unida y firme en lugar de divisiones». Su homólogo italiano, Tommaso Foti, replicó pidiendo «respeto mutuo». La portavoz del Gobierno francés, Sophie Primas, echó agua al fuego al asegurar que no tenía «ninguna preocupación sobre la visita de Giorgia Meloni a Estados Unidos».
Realinear los horizontes: una serie de cuestiones clave
Si hay desconfianza, surgen puntos de contacto, especialmente cuando las dos capitales se dirigen a Bruselas. Por ejemplo, sobre la reforma del Pacto Verde, pero también sobre la necesidad de revisar sus restricciones para facilitar la competitividad.
Si Italia tiene una posición más radical sobre estos temas, de París se desprende una voluntad de diálogo a favor de una simplificación asumida en favor de las empresas, empezando por el sector del automóvil. Stellantis y la industria automovilística francesa e italiana necesitan protección frente a una posible disrupción china. La sobreproducción de Pekín —excluida de facto del mercado estadounidense con los nuevos aranceles prohibitivos vigentes— podría desbordarse en Europa con coches baratos, lo que podría dejar fuera de juego a los fabricantes europeos.
La búsqueda de mercados alternativos a los de Estados Unidos es, por tanto, otro factor común. París y Roma comparten cierta reticencia hacia el acuerdo comercial UE-Mercosur y han conseguido, a finales de 2024, dejarlo en suspenso. Al margen del G20 de Río de Janeiro, el pasado mes de octubre, Macron felicitó a Meloni por ello, destacando una consonancia inesperada. Ahora que el acuerdo de libre comercio con Sudamérica vuelve a estar en boga como respuesta a los aranceles de Trump, Meloni y Macron podrían volver a ejercer su influencia para modificar sus términos: con una nueva definición del acuerdo que responda a sus demandas de mayores garantías para las empresas, especialmente en el sector agrícola.
Cuando se trata de explorar nuevos mercados, India es un destino codiciado y difícil, pero puede representar otro vínculo en los intereses entre los dos países. A principios de año, Macron invitó a Modi a coorganizar la cumbre internacional sobre inteligencia artificial en París. En esa ocasión, el vicepresidente estadounidense J. D. Vance ya había anticipado el cambio de clima con Europa, antes de desafiarla abiertamente, unas horas más tarde, con su ya famosa intervención en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Por su parte, Giorgia Meloni se reunió con el presidente indio Narendra Modi en cinco ocasiones en dos años y medio, erigiendo a Nueva Delhi en un pilar de su política exterior. De hecho, ambos gobiernos comenzaron inmediatamente a reforzar su asociación estratégica, anunciando un plan que, de aquí a 2029, abarcará el comercio y las inversiones, la investigación, la energía y el espacio.
También se están definiendo objetivos comunes en materia de política de defensa y seguridad europea. La ayuda a Ucrania es una prioridad tanto para Roma como para París desde 2022, sellada por el viaje en tren a Kiev de Mario Draghi, Emmanuel Macron y Olaf Scholz. Nada más asumir el cargo en el Palazzo Chigi, Giorgia Meloni actuó con continuidad, sin vacilar, atrayendo en varias ocasiones las felicitaciones del expresidente estadounidense Joe Biden. El apoyo a Ucrania sobre el terreno también ha sido posible gracias al sistema europeo de defensa aérea Samp-T, desarrollado por el consorcio italo-francés Eurosam, pilar de la industria europea de defensa y fruto de una activa colaboración entre nuestros dos países, capaz de rivalizar incluso con los sistemas Patriots estadounidenses. No es casualidad que los dos ministros Sébastien Lecornu y Guido Crosetto califiquen de excelente su relación y que mantengan frecuentes contactos. Los ministros Adolfo Urso, Eric Lombard y Marc Ferracci también han reafirmado en varias ocasiones la necesidad de que Italia y Francia creen campeones europeos de la industria de defensa y aeroespacial.
Están surgiendo puntos de contacto, sobre todo cuando las dos capitales se dirigen a Bruselas.
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Otro asunto clave es el de Iris 2, la constelación de 290 satélites europeos en diferentes niveles orbitales, que debería competir con el gigante SpaceX de Elon Musk para garantizar la conectividad y los servicios. Una aceleración de su realización beneficiaría a ambos países, no sólo porque el proyecto implica a la empresa conjunta franco-italiana Thales Alenia Space, sino también porque se trata de una infraestructura estratégica, capaz de garantizar la soberanía digital de toda la Unión.
Para el desarrollo de este sector, otra convergencia viene dada por el interés de las dos capitales en el tema de la deuda común. Dado que Roma y París no tienen la misma capacidad presupuestaria que Berlín, los eurobonos —también sugeridos por Mario Draghi— serían el mejor instrumento para no afectar a las partidas presupuestarias destinadas al crecimiento y a la protección social.
Sin embargo, las discrepancias sobre el futuro de Ucrania son innegables. La presidenta del Consejo italiano no ha aceptado bien la iniciativa franco-británica a favor de una «fuerza de reaseguro» para Kiev y ha preguntado al presidente francés por qué se siente autorizado a representar a la Unión Europea en su primera visita a Washington, tras la toma de posesión de la presidencia de Trump. Sea como fuere, tras una reticencia inicial, Meloni participó en las cumbres de la «coalición de voluntarios», representando con determinación la no disponibilidad para el envío de tropas italianas sin la participación de la ONU y los Estados Unidos. En cualquier caso, a falta de un alto el fuego entre el agresor ruso y el agredido ucraniano, que tarda en llegar, el escenario preparado por la coalición de voluntarios parece, por desgracia, lejano.
Una urgencia geopolítica
Pero más allá de los temas estrictamente europeos, las razones para el diálogo también se multiplican en el Mediterráneo.
Durante años, Libia ha sido considerada el símbolo de las divergencias de intereses entre Roma y París frente a problemas comunes: inestabilidad, migraciones, riesgo terrorista. Sin embargo, la incomunicación entre Francia e Italia sobre Trípoli ha dado paso al activismo de Rusia y Turquía, que tienen intereses divergentes de los europeos y obligan a las dos capitales a un diálogo constructivo que, según fuentes francesas, ya habría comenzado discretamente.
Porque la estabilidad es un bien común, desde el Sahel —donde Italia, a diferencia de Francia, ha mantenido una presencia estratégica— hasta Siria, pasando por Irán. De ahí la necesidad de hablar y colaborar.
En la franja del Sahel, por ejemplo, los regímenes militares de Mali, Burkina Faso y Níger han obligado en los últimos años a las tropas francesas que participan en operaciones antiterroristas a retirarse. Francia ha cerrado sus bases, mientras que en Níger, la misión bilateral italiana MISIN representa la única iniciativa militar occidental activa en la zona. Sin embargo, esta región también es clave para las materias primas. En este sentido, Italia ha promovido el Plan Mattei, una plataforma de cooperación estratégica para el desarrollo de los países africanos, que aspira a convertirse en un centro de referencia para toda la Unión Europea.
Pero las relaciones con los países africanos también son esenciales para controlar los flujos migratorios, otro tema delicado y a menudo fuente de conflictos diplomáticos entre Italia y Francia.
En junio de 2023, el entonces ministro del Interior francés, Gérald Darmanin —hoy ministro de Justicia—, había declarado que Giorgia Meloni era «incapaz de gestionar a los migrantes». El ministro de Asuntos Exteriores, Antonio Tajani, había reaccionado a estas declaraciones cancelando una visita ya programada a París y polemizando sobre las modalidades de patrullaje de la Gendarmería en la frontera franco-italiana. Aunque esta crisis pudo superarse posteriormente, muestra hasta qué punto los eslóganes y las frases cortas son perjudiciales y cómo, por el contrario, la defensa de los intereses sugiere más pragmatismo.
El interés de una relación constructiva también se desprende de los expedientes puramente económicos, empezando por la energía. París es el principal proveedor de electricidad de Italia y Francia está interesada en el desarrollo de la nueva generación de centrales nucleares en Italia, que se ha convertido en una prioridad para diversificar el mix energético y reducir los costes para las empresas y los hogares. Las empresas italianas y francesas, por su parte, ya se benefician de una sólida colaboración en el ámbito nuclear en el extranjero.
En 2023, Francia también fue el primer país en cuanto a inversión en Italia, con más de 100.000 millones de euros. Las exportaciones italianas a Francia representan 63.000 millones, y las de Francia a Italia, 45.000 millones. De 2019 a 2023, las adquisiciones francesas en Italia fueron 289, por un valor de 20.000 millones. Aunque las inversiones italianas en Francia también están aumentando, Italia ha lamentado a menudo, con razón, la falta de reciprocidad, especialmente en lo que respecta a la posibilidad de adquirir empresas «gemelas», es decir, empresas que pertenecen al mismo grupo. Sin embargo, según una encuesta de Ipsos, el 99% de las empresas italianas y francesas que operan en ambos países desean una mayor colaboración.
Un casus pacis en el corazón de las finanzas europeas
Sin embargo, cuando surgen oportunidades de integración entre empresas, el primer sentimiento que anima a los dos gobiernos sigue siendo el de la sospecha y el cierre. Hace unos años, por falta de visión de futuro, la parte francesa hizo fracasar la adquisición de Chantiers de l’Atlantique por parte de Fincantieri, cuando podría haber creado un líder europeo en el sector de la construcción naval.
Hoy, otra operación transfronteriza —esta vez de fusión y no de adquisición— corre el riesgo de esfumarse. La empresa conjunta entre Generali Investments Holding —la histórica sociedad de gestión de activos de Trieste— y Natixis, del grupo francés BPCE. Esta fusión tiene como objetivo crear una sociedad de inversión que sea líder europeo en gestión de activos, y que esté participada a partes iguales por ambos grupos.
Esta empresa podría convertirse en el noveno gestor de patrimonio del mundo con 1,9 billones de activos. En un sector dominado por los gigantes estadounidenses (los cuatro principales actores del sector son estadounidenses), esta consolidación es necesaria y está en marcha en toda Europa entre los gigantes de los seguros y los gestores. Este proceso había sido sugerido por el informe Draghi sobre competitividad, en particular para canalizar el ahorro privado hacia la economía real. Las discusiones iniciadas y luego interrumpidas entre el gigante alemán de seguros Allianz y el gestor francés Amundi también revelan que este movimiento está en curso, pero en un contexto difícil.
Natixis y Generali han optado por la vía de una empresa conjunta para compartir a partes iguales la gestión de la nueva sociedad, que tendrá su sede en los Países Bajos, en señal de neutralidad.
El riesgo bancario italiano se está convirtiendo inevitablemente en un poco francés, en un sector en el que, por otra parte, se fomentan con razón las integraciones transfronterizas para crear campeones europeos.
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Generali es el principal inversor en títulos de deuda pública italiana. De ahí las dudas sobre el acuerdo, expresadas en Italia tanto por el gobierno como por la oposición. A estas, Generali responde recordando que los ahorros de los seguros siguen estando protegidos y que es la ley —incluso antes del contrato de empresa conjunta— la que especifica cómo y dónde debe utilizarlos el gestor de activos. El grupo también recordó que «en lo que respecta a los BTP (títulos de deuda pública) del grupo Generali, desde un punto de vista fiscal, no habría ninguna transferencia de valor fuera de Italia y, por lo tanto, no habría una reducción de los impuestos pagados en Italia. Incluso es plausible que aumente la carga fiscal a favor de nuestro país».
Por parte italiana, la percepción de la empresa conjunta con Natixis está claramente influenciada por un prejuicio de desconfianza hacia París.
Sin embargo, este sesgo impide reconocer las garantías existentes y futuras para la deuda pública italiana, así como los beneficios de la operación para el sistema económico. Por parte de Generali, está claro que nadie tiene la intención de seguir adelante sin el consentimiento del gobierno, que siempre dispone del instrumento del golden power para proteger el interés nacional. «No habrá enfrentamiento con el ejecutivo», declaró recientemente el director general de Generali, Philippe Donnet.
Este asunto sigue siendo el telón de fondo de la batalla por el control del propio grupo, que tendrá lugar el 24 de abril, durante la asamblea para la renovación de los directivos de la empresa.
El grupo Caltagirone y el fondo Delfin —accionistas privados que se oponen al acuerdo— buscan la victoria. Su principal accionista, Mediobanca, por el contrario, es favorable y apoya a la actual dirección. Pero el banco de negocios también es objeto de una oferta pública de fusión por parte de Monte dei Paschi di Siena, propiedad del Tesoro, del que el grupo Caltagirone posee el 9,9%. Unicredit, que posee algo más del 5% de las acciones de Generali, también participará en la asamblea. El grupo dirigido por Andrea Orcel, a su vez, ha presentado una OPA para hacerse con el control del Banco Popolare di Milano, cuyo capital también está en manos del francés Crédit Agricole, que recientemente ha recibido luz verde del BCE para aumentar su participación hasta el 19,9%.
Por lo tanto, es bastante evidente cómo el riesgo bancario italiano se está volviendo inevitablemente también un poco francés, en un sector, por cierto, en el que se fomentan con razón las integraciones transfronterizas para la creación de campeones europeos. El aumento de la presión sobre los títulos bancarios de la Unión tras el anuncio de los aranceles también es prueba de ello. En mayo del año pasado, en una entrevista con Bloomberg, Emmanuel Macron se había declarado incluso favorable a una fusión entre Société Générale y el gigante español Banco Santander, un proceso que, en realidad, aún no se ha iniciado.
Un esfuerzo más: por un compromiso histórico basado en convergencias paralelas
Todos estos grandes temas —desde la defensa hasta el crédito— requieren un esfuerzo político asumido. La cuestión es creer realmente en la Unión Europea, en su futuro cada vez más integrado. No puede haber vacilaciones sobre este tema por razones de conveniencia electoral: lo que se necesita es un claro compromiso político capaz de invertir en un proyecto a largo plazo. Nunca como en las últimas semanas hemos podido comprobar hasta qué punto era cierta la famosa frase de François Mitterrand: «el nacionalismo es la guerra» —híbrida, podríamos añadir, para estar completamente al día—.
Para conjurar esta perspectiva, para hacer de Europa una aspiración creíble, ahora se necesita un diálogo maduro entre Roma y París, que recupere el espíritu y la visión de los fundadores de Europa.
Ha llegado el momento de que Italia y Francia aprovechen sus «convergencias paralelas», en referencia a la invención política que dio origen al tercer gobierno de Fanfani en 1960. Un gobierno demócrata-cristiano que había obtenido el voto de confianza —paralelo— de los monárquicos y las fuerzas laicas de izquierda, incluidos los socialistas. Sólo los extremos, el Partido Comunista y el Movimiento Social Italiano, no habían votado a favor de la confianza. Esta fórmula, ideada por Aldo Moro, permitió a Italia salir de un peligroso estancamiento político, con la ambición de un acuerdo entre diferentes actores para llevar a cabo un proceso de reformas. Se trataba de una paradoja, una solución inesperada, evocada cada vez que Italia se encontraba en un punto muerto y que sólo un acuerdo extraordinario entre fuerzas distantes pero responsables permitía volver a encarrilarla.
Como diría Hamlet, «el tiempo está fuera de quicio». Pero una época desordenada exige nuevas respuestas.
Los Estados no pueden proporcionarlas por sí solos. Por eso, ahora corresponde a Italia y Francia definir su propio modelo de convergencias paralelas. Ahí radica la misión de sus dirigentes, que deben dejar de lado sus intereses y aspirar a una visión de Estado.
Ha llegado el momento de que Italia y Francia aprovechen sus «convergencias paralelas».
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Además, los desafíos internos son similares en ambos países: envejecimiento de la población, colapso demográfico, mantenimiento del Estado del bienestar, sostenibilidad social e integración de los inmigrantes.
Francia e Italia son también dos superpotencias culturales, faros de un poder blando cada vez más amenazado por el regreso del poder duro, y tienen la misión de defender su capacidad de atracción.
También existe otra herramienta para confrontarse y fortalecerse: la coordinación en foros multilaterales como el G7, el G20 y la OTAN. Frente a todos estos riesgos y oportunidades, Roma y París ya no pueden permitirse ignorarse y obstaculizarse mutuamente. En cambio, las dos capitales pueden apostar por la fuerza de sus valores comunes: la democracia y la libertad —para relanzar su futuro y el de Europa—.