DRAMATIS PERSONAE

  • Peter Thiel (1967), el inconformista original;
  • Elon Musk (1971), el «superhombre»;
  • Marc Andreessen (1971), el futurista;
  • Palmer Luckey (1992), el cosplayer;

pero también

  • J. D. Vance (1984), el vicepresidente de Estados Unidos de América.

De los Apalaches a las playas de Corea del Norte: la profecía de Peter Thiel

Estamos en Cleveland, Ohio, el 21 de julio de 2016. Es el último día de la convención republicana. Justo antes de Ivanka y Donald Trump, Peter Thiel sube al escenario. Se presenta: «Yo creo empresas y apoyo a gente que construye cosas nuevas, desde redes sociales a naves espaciales. No soy político. Pero tampoco lo es Donald Trump. Es un constructor, y es hora de reconstruir Estados Unidos».

En un discurso de apenas unos minutos, Thiel tocó muchos otros temas. Dice que un homosexual como él no puede soportar un Estados Unidos distraído por las guerras culturales; que en lugar de pensar en derrotar a la Unión Soviética, como durante la Guerra Fría, ahora estamos debatiendo quién debe usar cada retrete; que en lugar de construir el nuevo Proyecto Manhattan, los sistemas de seguridad de las centrales nucleares siguen en disquetes; que en lugar de ir a Marte, invadimos Medio Oriente y «en lugar de hacer algo grande, hemos hecho algo de mierda». Este recurso retórico es la marca de fábrica del inversor de origen alemán. Tras estudiar en Stanford, hizo fortuna con PayPal a principios del siglo XXI y se hizo famoso como primer inversor externo en Facebook —incluso aparece en la película de David Fincher La red social— y cofundador de una empresa de software de defensa y seguridad, Palantir, que atrajo capital riesgo de la CIA y despertó todo tipo de fantasías conspirativas, para regocijo de Thiel, a quien le encanta presentarse como un villano cinematográfico. La «marca Thiel» encontró su fórmula de marketing definitiva en otra frase cuyo trasfondo es difícil de leer: «Nos prometieron coches voladores, en lugar de eso tenemos 140 caracteres».

Con un marcado gusto por la provocación, domina un campo léxico e ideológico en el corazón de la atribulada identidad del inversor californiano: el inconformismo; contrarianism, en inlgés.

En círculos conservadores, desliza una cita de René Girard —su antiguo profesor— e invierte en DeepMind tras un diálogo con Demis Hassabis sobre ajedrez; empieza a financiar perfiles jóvenes y prometedores si aceptan abandonar la universidad; sobre todo, no deja de preguntarse, en tono profético, adónde ha ido a parar el futuro. Thiel gana dinero con los datos y el software, pero difunde por doquier la idea de que el software no basta, de que la innovación no se consigue sólo con líneas de código, de que Estados Unidos ya no sabe «construir». Y Thiel está cada vez más cerca de Trump.

Casi al mismo tiempo, una de sus muchas empresas, cuyo nombre proviene del universo de El Señor de los Anillos de Tolkien, contrató a un joven de Ohio. Al igual que Thiel, estudió Derecho en una prestigiosa universidad. Acaba de escribir un libro que será un éxito arrollador. Se llama James David Vance y ahora es vicepresidente de Estados Unidos.

Construir es el verbo que marca la nueva tierra prometida dibujada por el dinero y los sueños de Thiel. ¿Pero construir qué? Carreteras, para recuperar el desierto. Ferrocarriles. Presas. El Pentágono. Construir ciudades enteras en cuestión de semanas, como hizo el ejército bajo Leslie Groves en Los Álamos, que la mayoría de los estadounidenses conocerían unos años más tarde gracias a Christopher Nolan y la película Oppenheimer. Construir lo que sea, incluso aquello que nos llevará más allá de esta tierra exigua, a nuevos planetas donde podamos —donde debamos— volver a construir. Construir para avanzar la frontera.

Así que Thiel, con su gusto por la provocación, eligió al constructor perfecto, el que tiene el don de hacer enojar a todo el mundo: Donald Trump. Lo financió y apoyó, regodeándose en el escándalo absoluto que su gesto provocó en Silicon Valley. Como el inversor que es, Thiel hizo una apuesta. Y ganó.

En un video de tres horas entre el podcaster Joe Rogan y Donald Trump que ha sido visto decenas de millones de veces, hay un momento increíble. Trump empieza hablando de su relación con el dictador norcoreano Kim Jong-un: «Tienes unas playas preciosas», le dice. Añade que en lugar de construir misiles, deberían construir departamentos en las costas norcoreanas. Trump le dijo que podrían construirlos juntos, porque él es constructor.

Construir como un superhombre: en las forjas tejanas de Elon Musk

Cuando Thiel habla de gente que envía naves espaciales al espacio, se refiere a Elon Musk. Comparte con él la experiencia del éxito de PayPal, que dio lugar a la famosa expresión «mafia de PayPal»: un círculo de personas influyentes que se convierten en mentores de otros inversores y empresarios, comparten proyectos e ideologías y, sobre todo, ganan dinero, mucho dinero. Entre ellos, David Sacks, coautor de El mito de la diversidad con Thiel en 1995 y que celebra el trigésimo aniversario de la publicación siendo nombrado «zar de las criptomonedas y la inteligencia artificial» de la nueva administración Trump.

Sabemos qué hizo Musk con el dinero que ganó con el éxito de PayPal.

Lo invirtió en dos empresas a principios de siglo: SpaceX y Tesla. Es bastante lógico: para hacer de la humanidad una especie multiplanetaria, necesitaremos energía y tendremos que cambiar nuestra forma de movernos. Musk comparte con Thiel el gusto por la provocación. Pero a diferencia de Thiel, que es consciente de pertenecer a un mundo de datos y software, Musk sabe lo que es el Estados Unidos industrial.

En 2011, bajo el gobierno de Obama, el transbordador espacial estadounidense voló en su última misión, apenas unos meses después de las burlas de Obama contra Trump en la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca, cuando el magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad decidió entrar en política. El transbordador espacial que simbolizaba la fuerza de Estados Unidos está ahora en un museo. Para llevar astronautas estadounidenses a la Estación Espacial Internacional, la NASA tendrá ahora que pasar —y pagar caro— por la agencia espacial rusa. Seguimos bajo el mandato de Obama.

La historia contemporánea de Estados Unidos es también la de los lugares, fuera de las carreteras de Silicon Valley, donde las empresas de Musk han recuperado una capacidad productiva capaz de afectar al equilibrio de poder internacional. Tesla, por supuesto, pero también y sobre todo SpaceX, particularmente en Texas.

Unas semanas antes de la reelección de Trump, Gwynne Shotwell, presidenta y directora de operaciones de SpaceX, declaró ante la Cámara de Representantes de Texas. Es una de las líderes femeninas más importantes del mundo: si no trabajara para Musk, probablemente sería celebrada en las portadas de las revistas cada semana como un modelo de liderazgo femenino. En su testimonio, Shotwell transmite tres mensajes clave. En primer lugar, afirma que la capacidad de producción de SpaceX es ahora un factor de seguridad nacional para Estados Unidos, una garantía de que superará a China. En segundo lugar, señala que la planta de Bastrop operada por SpaceX es el principal centro de producción de PCB de Estados Unidos y que su productividad puede rivalizar con la del Sudeste Asiático. En tercer lugar, Shotwell señala que la empresa no ha encontrado ningún problema reglamentario en Texas, a diferencia de las dificultades encontradas a nivel federal, y alaba el trabajo realizado con la Comisión de Calidad Medioambiental de Texas. En sus palabras: «A nivel federal, podemos construir un cohete y tenerlo listo para el lanzamiento más rápido de lo que podemos conseguir la aprobación burocrática para el lanzamiento», es una frase clave para entender la era de los constructores.

Pero seguir las ramificaciones de Musk dentro de Estados Unidos es ir mucho más lejos todavía. Es seguirlo hasta la construcción de la matriz, esa capital de la historia de la inteligencia artificial que es Oneida, un pueblo de un puñado de habitantes en el condado de Clay, en Kentucky (donde Trump ganó con alrededor del 90% en 2024) pero sobre todo donde, hace más de cincuenta años, Jensen Huang inició su sueño americano que condujo a la fundación de NVIDIA, la empresa más importante de la era de la inteligencia artificial, al menos antes del asunto DeepSeek.

Hace poco, Jensen Huang habló del centro de datos Colossus. Esta iniciativa es obra de Musk y su empresa xAI, con la que el fundador de SpaceX y Tesla prosigue su carrera contra OpenAI, la empresa que él mismo concibió probablemente en 2015, como recuerdo en mi libro Gepolitica dell’Intelligenza artificiale. En Memphis, Tennessee, Elon Musk coordinó el trabajo de un equipo de obreros, ingenieros y técnicos para construir un clúster de entrenamiento de inteligencia artificial llamado Colossus, con sistemas NVIDIA —ya inevitables— y un considerable consumo de agua y energía, igualmente inevitable en este tipo de proyectos. En un momento en que cientos, si no miles, de centros de datos surgen por todo Estados Unidos, el creador de NVIDIA reconoció que la empresa de Musk tiene algo único que la diferencia de todas las demás: la capacidad de llevar a cabo fabricación a gran escala. Lo que otros sólo pueden hacer en varios meses, Musk lo hace mucho más rápido. Colossus tardó 19 días en construirse. Para Jensen, lo que ocurrió fue «sobrehumano». Musk es un superhéroe estadounidense. El superhéroe constructor.

Comerse el mundo: el arsenal democrático de Marc Andreessen y Palmer Lucky

Nacido en Iowa en 1971 y criado en Wisconsin, Marc Andreessen creó Mosaic, el primer navegador web gráfico, y luego Netscape, el navegador de más éxito de los años noventa, vendido en 1999 por más de 4 mil millones de dólares. En la década de 2000, el informático Andreessen se convirtió en inversor. Su fondo, Andreessen Horowitz, ha respaldado a empresas como Facebook, Github, Instagram y Skype. Andreessen se parece a Thiel (y lo conoce bien) porque combina su actividad principal —la inversión— con la producción de escritos o conceptos que intentan explicar lo que hace dándoles una dimensión intelectual.

Dos fórmulas ilustran la evolución de Andreessen dentro del «grupo de constructores». La primera data de 2011: «el software se está comiendo al mundo». La segunda es de 2020: «es hora de construir». Hoy, «It’s time to build» es el lema de su cuenta en X, donde a veces comenta las actividades del Grand Continent con observaciones especialmente pertinentes («It’s true, everything does sound better in French !») o publica sketches con improbables diatribas rigurosamente escritas en mayúsculas: ” ¡VIVA LA FILOSOFÍA FRANCESA! ¡VIVA LA REPÚBLICA! Y ¡MUERTE AL TECNO-CESARISMO!

En la primera, Andresseen afirma que las industrias tradicionales se verán penetradas por programas informáticos cada vez más potentes: menores barreras de entrada para las pequeñas empresas, digitalización omnipresente.

La segunda complementa a la primera, entre otras cosas por el impacto de la pandemia. Por supuesto, el software crea un enorme valor y es una parte esencial de los propios procesos de producción, pero llega un punto inevitable en el que nos damos cuenta de que no es autosuficiente: para funcionar, tiene que ser alimentado. Los propietarios y «creadores de contenidos» de OnlyFans ganan mucho dinero, pero al fin y al cabo, ¿qué nos importa? ¿En qué cambia la dinámica del mundo? Si estamos obsesionados con ganar dinero en OnlyFans, puede que seamos ricos, pero estamos muertos. Y, en nuestra vida en OnlyFans, dependemos de China y Taiwán de todos modos; dicho de otro modo: ni siquiera tenemos autonomía estratégica para pagar el metraje.

Andreessen escribe:

Nuestra nación y nuestra civilización se construyeron sobre la producción, sobre la construcción. Nuestros padres y madres construyeron carreteras y trenes, granjas y fábricas, y después la computadora, el microchip, el smartphone e incontables miles de otras cosas que ahora damos por sentadas y que están a nuestro alrededor, definiendo nuestras vidas y garantizando nuestro bienestar. Sólo hay una manera de honrar su legado y crear el futuro que queremos para nuestros hijos y nietos: construir.

Construir es la clave para tener futuro. En otras palabras, convertirse literalmente en futuristas, intérpretes de la nueva era de las máquinas. El propio Andreessen se declaró futurista, citando a Marinetti en su Manifiesto del Tecno-Optimismo. De Trump, a quien dio su apoyo en 2024 y a cuyo primer círculo pertenece ahora, el mundo de Andreessen, que se define como el de las «little tech», quiere una drástica reducción de impuestos pero sobre todo de regulaciones, en particular restricciones al desarrollo de la inteligencia artificial, en la que ve la excesiva influencia de actores establecidos como OpenAI, Anthropic y las empresas «big tech» que las controlan.

Pero si Estados Unidos ya no construye, cuando el alma de Estados Unidos es construir, ¿quién construye en el mundo? ¿Dónde están las fábricas que están surgiendo? ¿Dónde están las ciudades que se construyen una tras otra, para poblarse o para quedarse vacías? ¿Dónde se mueve la nueva geografía del acero? ¿Dónde se instalan las estaciones de comunicación? ¿De dónde proceden los miles de kilómetros de vías férreas y los nuevos aeropuertos? ¿Dónde se ensamblan los «incontables miles de cosas que ahora damos por sentadas»?

Para Andreessen y otros, la respuesta es sencilla: China.

La naciente ideología de los constructores, alimentada por la paralización de Estados Unidos, está llamada a fortalecerse con el consenso emergente sobre el conflicto con China, también citado por Anthropic y OpenAI en su intento de reciclarse en la era trumpiana con una pizca de seguridad nacional: como el negro o el rosa de Barbie, ahora va con casi todo. Los mercados siguen siendo el principal motor de creación de riqueza y prosperidad, pero cada vez están más constreñidos por la extensión de la seguridad nacional, según la lógica del capitalismo político que infecta cada vez más sectores, empezando por la industria fundamental del mundo digital, la de los semiconductores basados en el efecto de escala. La ideología de la seguridad nacional en la era de los conflictos se apoya en la misma tesis que la de Palantir, la empresa cofundada por Peter Thiel, pero del lado del hardware y no del software: como el mundo no está en paz, como los dispositivos de seguridad están amenazados, entonces deben abandonar sus viejas prácticas, sus viejos proveedores, su antigua forma de gestionar el mantenimiento, y abrazar la modernización tecnológica. Necesitamos un nuevo matrimonio entre el Pentágono y Silicon Valley. Y este matrimonio no sólo tiene que ver con los programas informáticos (software), sino también con la infraestructura (hardware).

En 2011, cuando aún nos reíamos ingenuamente de las bromas de Obama sobre la posibilidad de una presidencia de Trump, Palmer Luckey aún no había cumplido 19 años.

Este joven californiano contactó a Mark Bolas, un conferencista que llevaba unos 25 años trabajando en realidad virtual, para colaborar con él. Bolas trabajaba entonces en el Mixed Reality Lab, patrocinado por el Pentágono para ayudar a los veteranos a superar el estrés postraumático. Le sorprendió ver lo mucho que este joven sabía sobre su trabajo, a pesar de una cultura alimentada únicamente por las discusiones en foros en línea y el interés por desmontar y volver a montar estos productos. Mientras los adultos se trasladan al nuevo escenario estadounidense para instalarse en un grupo de constructores, Luckey desmonta gafas viejas en una furgoneta. En su épico viaje, convence a su amigo de toda la vida de que no vaya a la universidad porque necesitan construir prototipos juntos. En 2012, las gafas de Luckey llamaron la atención de John Carmack, una especie de semidiós de los videojuegos que creó Wolfenstein, Doom y Quake en la década de 1990. Carmack dejó su empresa de videojuegos para trabajar con Luckey en Oculus, una compañía de realidad virtual que fue financiada con fondos de Andreessen y Thiel, y luego vendida a Facebook en 2014 para preparar el ambicioso plan de metaverso de Mark Zuckerberg. Luckey se hizo rico pero siguió vistiendo camisas hawaianas y chanclas, hasta su caída temporal, provocada por su financiación en 2016 de un grupo de memes online pro-Trump y anti-Clinton. En 2017, fue despedido de Facebook. Pasado un tiempo, reapareció en Japón como cosplayer, esos fanáticos del manga que se disfrazan como los personajes. Luckey es un apasionado de todas las derivadas de las contraculturas populares japonesas que dieron forma a una generación, incluido el cosplaying. Con sus extravagantes camisas y chanclas, que se pone deliberadamente en ocasiones oficiales para ser el personaje que todo el mundo espera que sea, Luckey es sin duda un cosplayer. Todo cosplayer sabe que lo es y quiere divertirse. Pero Luckey también quiere hacer otras cosas.

Tras su fracaso con Facebook, reapareció en 2017 con una nueva empresa: Anduril. El nombre está tomado, como siempre, de El Señor de los Anillos: es el nombre de la espada de Aragorn. La razón de ser de Anduril es similar a la de Palantir: modernizar los sistemas de defensa estadounidenses, pero en su caso, el material. Luckey quiere construir. Cuando tenía 16 años, quería construir gafas de realidad virtual. Hoy quiere construir sistemas de armamento para los «superhéroes» de Estados Unidos: los soldados. Luckey, que es republicano y partidario de Trump, aprovecha la era de la guerra expandida para confirmar su visión, expuesta con la misma despreocupación con la que habla de extraterrestres en el podcast de Logan Paul o de la alianza AUKUS con dignatarios del Pentágono: la paz depende de la disuasión, que solo puede garantizarse mediante la capacidad de producción. Con chanclas y camisas hawaianas, Luckey cita La gran ilusión, de Norman Angell, ataca a las empresas militares tradicionales estadounidenses y propone la construcción de un nuevo «arsenal de la democracia». Entre memes y ocurrencias, fosforece sobre Roosevelt. La imaginería patriótica y los gráficos llamativos se combinan con las etapas concretas de la producción. Justo antes de la toma de posesión de Trump, el 16 de enero se anunció la ubicación de la planta de fabricación avanzada Arsenal-1: Columbus, Ohio.

No era casualidad que Anduril quisiera crear 4 mil empleos directos en uno de los estados más emblemáticos en el debate sobre la fabricación y el desamparo social en Estados Unidos. A partir de ahora, las Fuerzas Aéreas estadounidenses volarán en chanclas y camisas hawaianas.

El mismo paisaje cultural dibuja el fondo de Andreessen, que lanza en 2023 la iniciativa American Dynamism, supervisada por la socia general Katherine Boyle para invertir en «empresas que apoyen el interés nacional: aeroespacial, defensa, seguridad pública, educación, construcción, cadena de suministro, operaciones industriales y fabricación». La subsecretaria de Defensa, Kathleen Hicks, asistió a American Dynamism en Washington para declarar que «la historia y el destino» del Pentágono y la comunidad tecnológica están entrelazados.

Esta historia —que despega de Palo Alto y aterriza en el Pentágono— es una de las más importantes que hay que entender para comprender la transformación radical que se está produciendo en Estados Unidos.

El factor chino y la farsa europea

Un espectro recorre al Estados Unidos de los constructores: China.

En los numerosos discursos sobre política exterior pronunciados por J. D. Vance, vicepresidente electo de Estados Unidos, siempre hay un pasaje en el que la crítica a la posición estadounidense frente al mundo va acompañada del reconocimiento de la capacidad de «construir» de China, de la imagen china de la construcción como factor diplomático.

Aunque el ascenso de los constructores también está determinado por la guerra de los capitalismos políticos y la competencia con China en un juego de suma cero (construir en Estados Unidos para no depender de China), quien no suscribe plenamente esta dinámica es el «superhombre» de la historia: Elon Musk. El fundador de SpaceX y Tesla ha elogiado a menudo las capacidades chinas, en términos de cadena de suministro, organización y mano de obra. Incluso se arrepintió públicamente de burlarse de los coches de BYD después de que el rival chino demostrara su valía. Su fábrica de Shanghai es un proyecto decisivo para la estructura de producción de Tesla. Mantiene frecuentes contactos con el Partido Comunista Chino. Ha sido recibido con todos los honores por el actual primer ministro. Y es probablemente de China de donde procede el rumor de que Musk es el comprador de TikTok, un puente hacia Trump.

El probable objetivo de Musk es promover un megadeal entre Trump y Xi Jinping, para que llegue por fin la gran paz capitalista. Una meta lejana, pero en la que Musk intuye un horizonte de gloria. Una gloria sobrehumana.

¿Qué papel juega Europa en la ideología de los constructores? Podríamos responder en tres palabras: ser una farsa.

Quizá esto aún no nos haya quedado suficientemente claro, por lo que vale la pena repetirlo con la mayor rotundidad posible. Somos el meme que aparece en el tapón de la botella junto a Jensen Huang, somos la cara de Thierry Breton utilizada por los tech bros —y regularmente por Marc Andreessen— para comentar todos los éxitos de la economía estadounidense frente al motor estancado de Europa. Los constructores son fervientes adoradores de un Estados Unidos «aceleracionista», un Estados Unidos que avanza sin verse frenado por regulaciones de ningún tipo, un Estados Unidos que se deshace de autorizaciones innecesarias. En la visión aceleracionista, que ahora se repite en Estados Unidos de forma casi unánime en todo el espectro político y económico, la Unión Europea es el ejemplo perfecto de lo que se acaba teniendo si no se sabe construir y si se persigue la absurda idea del poder a través de las normas. Este punto de vista se confirma en el informe Draghi, en particular en las secciones sobre el poder regulador, que son elogiadas desde la perspectiva aceleracionista. ¿Qué hemos estado haciendo todos estos años, mientras Palmer Luckey jugueteaba en su garaje para lanzar la construcción de un nuevo arsenal democrático global? Es cierto que en 1984 nació ASML, el mismo año que J. D. Vance. Pero, ¿qué ha pasado después? ¿Qué hemos hecho este siglo? Por supuesto, hemos pronunciado algunos discursos sobre el futuro de Europa, luego algunos seminarios sobre el futuro de Europa, luego algunas otras conferencias sobre el futuro de Europa. Pero la pregunta es: ¿qué hemos construido? Cuanto más hablamos sin actuar, más débiles somos. Y los constructores, a través de la fuerza de su innovación, nos están sirviendo de espejo.

Un flashback

A finales de 2016, Peter Thiel reúne en la Torre Trump a los principales líderes tecnológicos estadounidenses. Estrecha la mano de Trump.

Dirige una velada en la que los principales líderes saludan a Trump, hablan de la competitividad de Estados Unidos frente a China y de la importancia de invertir en su país.

Thiel no entra en la administración en ningún papel formal o informal. Está concentrado en la cotización de Palantir, de la que depende gran parte de su fortuna. Intenta facilitar las relaciones entre Trump y Zuckerberg, pero ambos, en ese momento, no se llevan bien. En un momento dado, Thiel se interesó por reformar la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) porque quería acelerar el desarrollo de fármacos eliminando las normas innecesarias y las trabas burocráticas que siguen frenando el irrefrenable poder innovador de Estados Unidos.

A fin de cuentas, está claro que Thiel está un poco aburrido de estos juegos gubernamentales que frenan su deseo de provocar y poner las cosas en marcha. De la reunión no salió nada decisivo.

Pero la premisa nos recuerda algo: el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) de Elon Musk, con el que quiere cambiar radicalmente la burocracia federal, recortar el gasto en 2 billones de dólares, permitir que SpaceX trabaje sin problemas, como en Texas, y que otras empresas crezcan libremente.

La historia de Musk no repite la de Thiel. La influencia de Musk es aún mayor hoy en día. Sin embargo, las dos historias podrían rimar. El constructor sobrehumano, Musk, es también una personalidad tan voluminosa que en el futuro podría tener algunas dificultades personales con el propio Trump, quien, cuando dice «ha nacido una estrella» a Musk en el escenario durante su discurso de victoria y luego habla durante varios minutos de los logros espaciales de Musk, también se burla de él un poco cariñosamente. Mientras tanto, el vicepresidente electo J. D. Vance, que lo sabe todo sobre estos mundos pero que al mismo tiempo ya comenzó su experiencia en el «pantano» de Washington, se ve aparentemente eclipsado por la omnipresencia de Musk, el «verdadero vicepresidente», por citar la única cosa memorable que Tim Walz dijo durante la campaña electoral. Pero Vance tiene tiempo. Puede esperar junto a los constructores, e incluso a su sombra.