En los tres días siguientes a la elección de Donald Trump, la fortuna de Elon Musk se disparó en 26.500 millones de dólares. Es decir, unos 100.000 dólares por segundo. Luego aumentó en casi otros 125.000 millones de dólares. Eso es 750 veces los 200 millones de dólares que Musk gastó en la campaña de Trump. Con un rendimiento así, no es de extrañar que estuviera encantado con los resultados electorales. Trump le nombró para dirigir un «Departamento de Eficiencia Gubernamental» («DOGE») que busca reducir drásticamente el tamaño del gobierno federal. Según Musk y Vivek Ramaswamy, a quien Trump ha nombrado codirector del departamento, el funcionamiento actual del Gobierno es antidemocrático e impone «enormes costes directos e indirectos a los contribuyentes». El contribuyente que más ahorraría con esta reducción de la regulación es el propio Elon Musk —lo que podría convertirle en el primer «trillonario» del mundo—.
Pero Musk es sólo la punta del iceberg, el más conocido y reconocible de los oligarcas adinerados que apoyaron el regreso de Donald Trump al poder y que ahora se encuentran en plena batalla por cosechar los beneficios financieros de esta operación y ejercer una influencia política sin precedentes. Algunos de ellos, que abrazan una papilla de ideas políticas que contiene elementos de cesarismo, la tecnocracia y el libertarismo radical, no simpatizan con la democracia. En su lugar, quieren llevar la agenda de «destrucción creativa» de Silicon Valley —que también podría resumirse como el deseo de «romperlo todo»— al corazón del Estado federal estadounidense.
La democracia estadounidense se está convirtiendo en una oligarquía
La riqueza extrema tiene efectos extraños y espectaculares. Aísla a sus propietarios del mundo ordinario tras una pantalla impenetrable de guardaespaldas, sirvientes, aduladores, limusinas, helicópteros, yates, jets privados e islas privadas. Esto les da un irresistible sentido de su propia genialidad y virtud. Les hace autoritarios y, a menudo, ávidos de poder. Al final, convierte a los magnates ordinarios en oligarcas.
A pesar de tener más dinero del que podrían gastar en cien vidas, los oligarcas casi siempre quieren más. ProPublica informó de que entre 2014 y 2018, incluso cuando la fortuna de Elon Musk creció en casi 14.000 millones de dólares, pagó una tasa impositiva federal efectiva de sólo el 3,3%, mientras seguía despotricando contra las regulaciones que, según él, le impedían enriquecerse aún más. Su antiguo socio, Peter Thiel, se quejaba de lo mismo y, aprovechando un programa federal diseñado para inversores de clase media, retuvo 5.000 millones de dólares en ganancias de capital totalmente exentas de impuestos.
Los oligarcas quieren ejercer influencia política, y su riqueza se lo permite. En Estados Unidos, desde que el Tribunal Supremo eliminó en 2010 los límites a los gastos de campaña de empresas y grupos externos en su sentencia Citizens United, los donantes ricos han vertido miles de millones de dólares en contribuciones a las campañas y esperan su contrapartida. Hoy, la mayoría de los políticos estadounidenses ya ni siquiera se molestan en afirmar, como hacían antaño, que sus donaciones de campaña compran algo más que «acceso» político —la palabra parece hoy anticuado y débil—. Ahora se asume y está claro que los políticos votan según las instrucciones de los donantes. Pero el dinero también compra los medios de comunicación. El ejemplo más llamativo es la compra de Twitter por parte de Elon Musk, que le permitió, en 2024, bombardear a los 76 millones de usuarios estadounidenses de la plataforma con un torrente de mensajes publicitarios a favor de Trump, así como con contenidos «informativos» muy sesgados a favor del candidato republicano. El uso de la compra de medios de comunicación para promover alianzas impías entre oligarcas y hombres fuertes de la derecha reaccionaria mundial fue pionero en la Hungría de Viktor Orbán, donde empresarios vinculados al partido gobernante Fidesz controlan ahora alrededor del 80% de los medios de comunicación del país y han silenciado —casi por completo— a la oposición. A cambio, el Estado húngaro, principal anunciante del país, dedica el 90% de sus gastos publicitarios a esos mismos empresarios. Donald Trump, admirador de Orbán, bien podría intentar seguir este ejemplo.
Joe Biden advirtió en su discurso de despedida de la semana pasada que una oligarquía estaba «tomando forma» en Estados Unidos. En este punto, como en tantos otros, el Presidente estaba muy por detrás de la realidad. Ya vivimos en la era de los oligarcas.
La palabra se acuñó por primera vez en Rusia, donde los hombres en cuestión —nunca mujeres— hicieron sus fortunas saqueando los vastos recursos naturales de la antigua Unión Soviética. En Occidente, se tardó más en reconocer una verdadera clase de oligarcas. Se han establecido principalmente en la economía digital o en los fondos de inversión, moviendo colosales sumas de dinero con más habilidad que nadie —y llevándose su parte del pastel—. En ambos casos, la magnitud de estas nuevas fortunas, tanto en relación con el conjunto de la economía como con la riqueza de los individuos medios, es inconmensurable con lo que hemos visto en el pasado.
Del mismo modo, la relación entre la oligarquía y la política ha evolucionado de forma diferente en el Este y en el Oeste. En Rusia, en la primera década tras el comunismo, una primera oleada de oligarcas adquirió un poder y una influencia considerables. Pero tras llegar al poder, Vladimir Putin cercenó su independencia: obligó a algunos a exiliarse, encarceló a otros, como Mijaíl Jodorkovski, y doblegó al resto a su voluntad. También ha contribuido a crear una segunda ola de oligarcas que le son ferozmente fieles, algunos de los cuales son amigos suyos de la infancia, como los hermanos Boris y Arkady Rotenberg.
En Estados Unidos, las cosas han sido bastante diferentes. Los hombres a los que la década de 1990 aportó una riqueza sin precedentes —Bill Gates, Steve Jobs, Jeff Bezos y otros— tenían poco interés en cambiar la política estadounidense en profundidad. Bill Gates utilizó parte de su gigantesca fortuna de Microsoft para crear una fundación benéfica, al igual que hizo el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, un poco más tarde. Jobs, cuyo estilo se inspiraba ostensiblemente en el legado de la contracultura estadounidense, desdeñaba en gran medida la política. En cuanto a Bezos, también mantuvo un perfil político bajo durante muchos años. En 2013, compró el Washington Post; cuatro años después, como reacción a la toma de posesión de Trump, el periódico adoptó el lema «Democracy Dies in Darkness» («La democracia muere en la oscuridad»).
De Thiel y Sacks a Elon Musk: cómo los ideólogos de Palo Alto radicalizaron la «PayPal mafia»
No puede decirse lo mismo de un pequeño grupo de hombres, algunos de los cuales se nutrieron de la ideología desde una edad temprana, que en el transcurso de dos décadas consiguieron dar forma a la oligarquía estadounidense en su forma actual —la «PayPal mafia»—.
El término hace referencia a una serie de personas que se conocieron en la empresa de servicios financieros PayPal a finales de la década de 1990, varios años después del inicio de la burbuja de Internet. La propia PayPal, absorbida por eBay en 2002, no permitió a sus fundadores alcanzar el nivel de riqueza necesario para la constitución de una oligarquía.
Elon Musk, el más conocido de todos ellos —también fundó el precursor de PayPal, X.com—, recibió 176 millones de dólares por la compra de eBay, es decir, calderilla para los estándares actuales. El grueso de su colosal fortuna, de 415.000 millones de dólares, procede de las acciones de la empresa de coches eléctricos Tesla, de la que se convirtió en accionista mayoritario en 2004. Thiel, cofundador de PayPal, convirtió una participación inicial de 500.000 dólares en Facebook en más de mil millones de dólares, y ha realizado muchas otras inversiones inteligentes, además de fundar la empresa de análisis de datos Palantir —que toma su nombre del universo de El Señor de los Anillos, una de sus obsesiones—. David Sacks, otro de los fundadores de PayPal, creó el sitio web de genealogía geni.com y ha realizado muchas otras inversiones muy rentables en el sector tecnológico.
Thiel y Sacks fueron los primeros ideólogos del grupo, mucho antes de que Elon Musk decidiera interesarse por la política.
Thiel, un brillante estudiante de filosofía en Stanford a finales de los 80, quedó traumatizado por el fin de la primacía de la «cultura occidental» en su universidad, donde manifestantes liderados por Jesse Jackson coreaban «la cultura occidental debe desaparecer». En 1987 fundó la Stanford Review, una de las publicaciones estudiantiles de las universidades de élite financiadas por fundaciones conservadoras. Como estudiante de Derecho a principios de los 90, Thiel conoció a Sacks, que se convertiría en colaborador de la revista. Ambos publicaron un libro en el que criticaban duramente lo políticamente correcto y el multiculturalismo, titulado The Diversity Myth (El mito de la diversidad), en el que describían el movimiento de concienciación sobre la violación como un pretexto para denigrar a los hombres; más tarde se disculparon por ello. No obstante, sus posturas seguían entendiéndose en gran medida dentro del marco ideológico del conservadurismo de la era Reagan.
Pero a medida que David Sacks fue amasando su fortuna, su evolución política empezó a reflejar la del Partido Republicano en su conjunto. Ahora se define a sí mismo como «populista» y defensor de la clase trabajadora, y ha financiado a muchos candidatos que reflejan este cambio en el partido. En 2024, apoyó a Ron DeSantis antes de aceptar finalmente la hegemonía de Trump. Desde las elecciones, ha elogiado a Trump por «su campaña sustantiva basada en temas como la frontera, la inflación, el crimen y la guerra.» En su nueva Administración, el presidente electo le ha nombrado «zar» de las criptomonedas y la inteligencia artificial.
Del mismo modo, la política de Thiel tomó un giro más extraño y siniestro a medida que crecía en riqueza e influencia.
En 2009, publicó un artículo en Cato Unbound, el órgano de una poderosa fundación libertaria de Washington, que el Grand Continent tradujo y comentó ampliamente en francés en 2019. En él declara, entre otras cosas: «Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles.» Repasando el siglo anterior de la historia de Estados Unidos, afirma que «la década de 1920 fue la última en la historia de Estados Unidos en la que se podía ser verdaderamente optimista sobre la política.» Pero la expansión del Estado del bienestar y el sufragio femenino —sí, el sufragio femenino— habrían asegurado entonces el triunfo de un «demos irreflexivo». En aquel momento, Thiel instaba a los libertarios a abandonar por completo la política y buscar su salvación en la tecnología: a través de Internet y los viajes espaciales. Llega a escribir: «El destino de nuestro mundo puede depender del esfuerzo de una sola persona que construya o propague la máquina de la libertad».
Thiel es un intelectual excéntrico. Mezcla ideas de la ciencia ficción libertaria, Tolkien, René Girard y Leo Strauss. Más recientemente, se ha interesado por el Apocalipsis, preocupado por la llegada de un Anticristo secular. Una reciente columna en el Financial Times, traducida, contextualizada y comentada en estas páginas, da buena idea de su profunda excentricidad. Thiel también ha promovido el trabajo de uno de sus protegidos, el bloguero Curtis Yarvin, figura clave de un movimiento autoproclamado reaccionario llamado Dark Enlightenment (La «Ilustración oscura»). Yarvin afirma que lo que él llama la «catedral» —un vasto conglomerado de grandes medios de comunicación y universidades— ejerce un control totalitario en Estados Unidos a través de su gestión de la opinión pública. Un dictador, o «monarca», sería la única opción para destruirlo.
Aprender el poder: el nuevo alineamiento trumpista de los ultrarricos estadounidenses
En 2016, Thiel decidió que era una irresponsabilidad mantenerse al margen de la política e hizo una importante donación a Donald Trump. El resto de Silicon Valley se quedó de piedra. Pero pronto se desencantó con el caos de la administración Trump y su incapacidad para superar el «régimen senil de centro-izquierda» de Estados Unidos. Desesperaba de que aún surgiera un «gran hombre» para cambiar el mundo. El periodista Barton Gellman escribía en un perfil que dedicó a Thiel en 2022 que la «crítica libertaria al Gobierno estadounidense se ha convertido [en Thiel] en un impulso casi nihilista por derribarlo». Pero, al mismo tiempo, no escatimaba esfuerzos ni recursos en promover la meteórica carrera política de un joven abogado al que había contratado en 2017 para trabajar en su empresa de inversiones: J. D. Vance. Cuando Trump eligió a Vance como su candidato a la vicepresidencia, Thiel volvió a entrar en el juego: a través de Vance, ahora estaba en posición de ejercer una influencia real dentro de la nueva Administración.
Thiel no es el único oligarca que apoya a Trump con ideas profundamente extrañas y antiliberales de esa zona oscura de la cultura donde chocan la ciencia ficción, el libertarismo y el nietzscheanismo vulgar. Luego está Marc Andreessen, multimillonario creador del primer navegador comercial de Internet. El año pasado fue coautor del «Manifiesto tecno-optimista», que profesa una devoción sin límites a la tecnología como solución a todos los problemas de la humanidad e incluye un largo pasaje de El último hombre de Nietzsche. Ataca conceptos como «sostenibilidad» y «responsabilidad social», que asocia con el comunismo, y declara: «Nuestro enemigo es la torre de marfil». También incluye una sección titulada «Convertirnos en superhombres tecnológicos», que incluye las siguientes afirmaciones: «Creemos en la grandeza…. Creemos en la ambición, la agresividad, la persistencia, la implacabilidad —la fuerza—» (la cursiva es nuestra). Se dice que habría expresado un desprecio supremo por los estadounidenses de a pie: «Me alegro de que existan el OxyContin y los videojuegos para mantener a esta gente callada». Como era de esperar, Andreessen se sintió atraído por el candidato hiperagresivo que cree en la fuerza bruta por encima de todo y quiere «hacer América grande de nuevo». Desde la elección de Trump, ha estado asesorando al equipo de transición y, junto con varios lugartenientes de Musk, audicionando a candidatos para altos cargos del Gobierno. Él también está en el corazón del dispositivo.
Otros muchos oligarcas han hecho considerables donaciones a Donald Trump y es probable que le escuchen durante los próximos cuatro años.
Larry Ellison, el multimillonario fundador de Oracle, asistió a las reuniones del equipo de transición.
También Bill Ackman, el multimillonario de los fondos de cobertura que se radicalizó tras las recientes protestas estudiantiles contra Israel, en particular en Harvard, su alma mater —fue él quien ayudó a liderar el movimiento que llevó a la destitución de la presidenta de la universidad, Claudine Gay, a la que acusó de defender a los antisemitas—.
También está Miriam Adelson, la viuda israelí del magnate de los casinos Sheldon Adelson, ferviente partidaria de Netanyahu y de la extrema derecha israelí.
Por su parte, el multimillonario Nelson Peltz, rey de los bonos de alto rendimiento, reunió en febrero en su finca de Florida, valorada en 334 millones de dólares, a una serie de figuras empresariales de tendencia republicana para que apoyaran a Trump —Musk fue el invitado de honor del acto—.
El magnate farmacéutico Patrick Soon-Shiong, propietario de Los Angeles Times, también se alineó con Trump. Al final de la campaña presidencial, impidió que su periódico respaldara a Kamala Harris y, tras las elecciones, prometió nombrar un nuevo consejo editorial que fuera «justo y equilibrado», una frase que, no por casualidad, se hace eco del eslogan original de Fox News.
En cuanto a Jeff Bezos, una de las fortunas de la generación anterior, ha culminado su acercamiento político a Trump. Con enormes contratos federales para sus servicios de datos potencialmente en juego, intervino para bloquear el apoyo previsto del Washington Post a Kamala Harris durante las elecciones. Tras la victoria de Trump, Bezos publicó un mensaje de felicitación en X. Más recientemente, el Post se negó a publicar una viñeta en la que aparecía Bezos haciendo una genuflexión ante Trump, lo que provocó la dimisión del dibujante.
Mark Zuckerberg también aplaudió la elección de Trump, hizo una importante donación al comité de investidura y puso fin a la verificación de hechos en Facebook, permitiendo a los propagandistas de derechas difundir libremente sus mentiras.
La mayoría de estas figuras tienen poco interés en las teorías más descabelladas difundidas por Thiel, Yarvin y Andreessen.
Lo que más les atrae es la agenda libertaria que hay detrás de ellas, que incluye la posible eliminación del impuesto sobre la renta, la supresión total de las regulaciones federales y la promoción de las criptomonedas a expensas del dólar, todo ello con el objetivo último de hacerse aún más ricos. Les molesta que pueda haber alguna diferencia entre un gobierno y una empresa en la que se puede despedir a miles de trabajadores para aumentar el valor de los accionistas. Creen que la ética de Silicon Valley debe aplicarse por igual a los sectores público y privado —les interesa mucho menos hacer que la raza humana sea «multiplanetaria»—.
Elon Musk: la politización y el ascenso del «copresidente»
A diferencia de Thiel y Sacks, Musk no tiene un largo historial como libertario, ni siquiera como conservador. En 2015 afirmaba no tener ningún interés en la política y haber votado principalmente a candidatos presidenciales demócratas. También ha advertido a menudo de los peligros del cambio climático al inventar y desarrollar la marca de coches eléctricos más famosa del mundo, Tesla.
Pero a medida que la fortuna de este hombre extremadamente excéntrico crecía hasta alcanzar proporciones colosales, también lo hacían sus ambiciones mesiánicas.
Musk sueña sobre todo con colonizar el espacio, empezando por Marte, ya que considera que es la única forma de garantizar la supervivencia de la humanidad. En 2001 fundó SpaceX, una empresa que pretende reducir drásticamente el coste del transporte de materiales a la órbita terrestre. Un paso necesario para futuras empresas espaciales. Musk también ha prometido desarrollar una nueva tecnología de excavación de túneles para hacer posible un transporte ferroviario de alta velocidad radicalmente nuevo. También ha fundado una empresa que busca conectar cerebros humanos directamente a Internet. Recientemente se ha convertido en un ferviente natalista, desesperado por las bajas tasas de natalidad de los países desarrollados e insistiendo en la necesidad de que las personas «superinteligentes» se reproduzcan más. Él mismo tiene doce hijos de varias mujeres, tres de los cuales se llaman X Æ A-Xii, Exa Dark Sideræl y Techno Mechanicus.
En el umbral de nuestros años Veinte, tres acontecimientos radicalizaron profundamente a Elon Musk.
El primero fue la pandemia de Covid-19 y los confinamientos que le siguieron. En marzo de 2020, Musk escribió en Twitter que «el pánico al coronavirus es estúpido». Un mes después, calificó de «fascistas» las restricciones impuestas por la rápida propagación del virus. En mayo, anunció que reabriría las líneas de producción de Tesla a pesar de las restricciones. En 2021, presionado por el sindicato United Auto Workers —que había intentado sin éxito sindicalizar a los empleados de Tesla—, el Presidente Biden se negó a invitar a Musk a una reunión en la Casa Blanca sobre vehículos eléctricos. Se enfureció. Y lo que es más importante, ese mismo año, el hijo transgénero de Musk, fruto de su primera esposa, rompió todos los lazos con su padre y cambió oficialmente de nombre. Musk achaca este suceso al «virus del espíritu woke», que describe como «una de las mayores amenazas para la civilización moderna». Cada vez está más convencido de que los grandes medios de comunicación reprimen la libertad de expresión y permiten la propagación de este «virus». Fue esta convicción la que le llevó a comprar Twitter a finales de 2022, rebautizarlo como X en 2023, abrirlo a todo tipo de teorías conspirativas de extrema derecha y utilizarlo para impulsar la campaña de Donald Trump. Al convertirse en un fanático trumpista, asiduo a Mar-a-Lago, cambió de paso sus anteriores opiniones sobre el cambio climático. Durante la transición presidencial, asistió a numerosas reuniones con Trump, e incluso a llamadas con líderes extranjeros.
Medio en broma, ya se describe como copresidente de los Estados Unidos de América el hombre que nunca podrá serlo —Musk no nació en suelo estadounidense—.
Trump y el reinado globalizado de los tecno-césares
Sin embargo, es difícil decir a estas alturas exactamente cuánta influencia ejercerán los oligarcas sobre Donald Trump durante su segundo mandato.
Ganó las elecciones en gran medida gracias a su atractivo para los votantes de clase trabajadora y sin estudios superiores, cuyos intereses a primera vista divergen de los de los más acomodados. ¿Corre Trump el riesgo de perder su apoyo? Sabemos que al Presidente electo le preocupa sobre todo la imagen de sí mismo que proyecta en los medios de comunicación, a través de sus índices de popularidad y el tamaño de las multitudes que reúne. Como hombre de negocios, tiende a medir su éxito en términos bursátiles. En última instancia, puede que preste más atención al Dow Jones y a las encuestas Gallup que a los memes de Elon Musk y a las profecías de Peter Thiel, que retransmitirá el vicepresidente J. D. Vance.
Puede que los republicanos complazcan a los oligarcas por el dinero que donan a sus campañas, pero aún no hay señales de que el tecno-cesarismo tenga un atractivo real para los funcionarios del partido. A pesar de todas las ganancias financieras que espera obtener, es posible que Elon Musk no tenga la paciencia ni la humildad necesarias para jugar a cortesano durante mucho tiempo en el mundo caótico y despiadado de Trump. De hecho, ya ha perdido una batalla importante cuando el presidente electo se negó a nombrar a su favorito, Howard Lutnick, secretario de Estado del Tesoro. Por otro lado, Musk y los demás oligarcas sienten poca simpatía por los últimos movimientos imperialistas de Donald Trump: la anexión de Canadá y Groenlandia. A pesar de los proyectos de Trump de desregulación extrema, el Gobierno federal no es una empresa cuyos empleados puedan ser despedidos y cuyos estatutos puedan ser reescritos a capricho de un CEO —a pesar de Curtis Yarvin—. Después de que prominentes figuras del movimiento MAGA atacaran recientemente a Musk por defender la práctica de conceder visados preferenciales a inmigrantes altamente cualificados, éste dio marcha atrás.
El economista Branko Milanovic ha resumido la ideología de Musk y de los oligarcas que se agrupan en torno a Trump con el término «cesarismo globalizado».
Según él, muchos de ellos no están realmente apegados a ningún Estado-nación en particular y, en cambio, creen en la supremacía de una élite global supranacional —no es de extrañar que muchos sean fervientes partidarios de las criptomonedas e incluso esperen que algún día suplanten al dólar—. Explotan cínicamente el nacionalismo para hacer elegir a sus candidatos preferidos y, por lo demás, sólo buscan mantener dóciles a las clases bajas con pan y circo. Para ellos, una invasión estadounidense de Groenlandia no está en el orden del día.
Sin embargo, elementos de las ideas y propuestas políticas de los oligarcas parecen tener un atractivo sorprendentemente amplio, tanto para las desencantadas y resentidas clases trabajadoras postindustriales, como para los hombres jóvenes descontentos que votaron por Trump en proporciones sorprendentemente grandes.
La idea de atacar «el sistema» y desmantelar gran parte del gobierno federal no parece tan terrible para muchas personas que viven en comunidades devastadas por el fentanilo, incapaces de permitirse una vivienda decente y pagando precios astronómicos por los alimentos. Obtienen su información política principalmente de las redes sociales, los podcasts de alt-right y los canales privados de televisión y radio altamente partidistas como Fox News, y creen que el «sistema» está amañado contra ellos, dominado por demócratas inútiles que se preocupan más por los inmigrantes y los transexuales que por los estadounidenses patrióticos de a pie. Este conjunto de creencias se resume en el anuncio televisivo de más éxito de la campaña de Trump: «Kamala es para they/them, el presidente Trump es para ustedes».
Estas fuentes de noticias omiten singularmente que una interrupción masiva del gobierno federal amenazaría los cupones de alimentos, las prestaciones por discapacidad, la Seguridad Social y Medicare de los que todavía dependen tantos de estos votantes. En 2010, las pancartas de los manifestantes contra la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible decían: «Mantengan sus manos gubernamentales fuera de mi Medicare».
En cuanto al «tecno-optimismo» de los nietzscheanos novatos, ha encontrado seguidores entusiastas entre los jóvenes estadounidenses, a menudo poseedores de criptomonedas, a los que se conoce como «tech bros».
Fans del podcaster Joe Rogan y del «filósofo» online de extrema derecha conocido como «Bronze Age Pervert», glorifican el culturismo, los deportes extremos como la MMA, las dietas «paleolíticas» —incluido el hígado de ternera crudo—, los dudosos suplementos para la salud y el survivalismo. Su cultura es homoerótica, profundamente misógina —animan a las mujeres a quedarse en casa y adoptar un estilo de vida «tradicional»— y está contaminada por todo tipo de teorías conspirativas. Parte de su imaginario se centra en una representación fantástica de la antigua Roma, similar al Ceasar’s Palace de Las Vegas. Una estética que culmina en el uso desordenado de las mayúsculas romanas con el eslogan «RETVRN». Ni que decir tiene que estarían deseando que surgiera un César americano —tendrán que conformarse con Calígula—. Es difícil calibrar la magnitud del fenómeno, pero Joe Rogan, el podcaster más destacado de Estados Unidos en la actualidad, cuenta con 14,5 millones de suscriptores en Spotify.
Incluso si este apoyo popular resulta ser efímero, Musk, Thiel y sus seguidores ya han introducido ideas radicalmente antidemocráticas en los niveles más altos del gobierno estadounidense, algunas de las cuales están completamente en desacuerdo con los fundamentos mismos de la sociedad estadounidense.
El mero hecho de que su ideología haya ganado el comienzo de la credibilidad en los círculos republicanos dominantes —y entre parte del público en general— debería ser motivo de alarma. Una crisis grave, que el estilo de gobierno ignorante y obstinado de Trump hace demasiado probable, podría darles una nueva importancia, hasta el punto de dar el paso. Por el momento, ningún tecno-césar se encuentra cerca de las orillas de un Rubicón americano. Pero dentro de unos años, ¿quién sabe? El dinero lo decide todo —y los oligarcas estadounidenses tienen mucho más de lo que el mismísimo Creso jamás soñó—.