«El hombre nunca es sólo un punto en movimiento, obedeciendo leyes, patrones y formas en un tráfico que es más grande y poderoso que él. Esto es más claro en Suecia que en Francia. En su calma, Suecia revela un mundo casi perfecto donde descubrimos que el hombre ya no es necesario».
Así describía el filósofo francés Michel Foucault sus tres decepcionantes años en Uppsala, 1 Suecia, probablemente amargado por haber visto cómo su proyecto de doctorado, que más tarde se convertiría en el clásico Historia de la locura en la época clásica, fue rechazado sin piedad.
Hay muchas maneras de contar la historia de cómo la pandemia de Covid-19 detuvo bruscamente la actividad humana. Lo que sí sabemos es que el mundo se transformó de repente: casi 15 millones de muertes asociadas al virus, 2 una contracción del 2.9% de la economía, una caída estimada del 9.5% del comercio mundial, 3 una reducción del 70% de la capacidad de las aerolíneas internacionales sólo en 2020… y unos efectos a largo plazo sobre el bienestar físico y psicológico de los que aún no hemos salido indemnes.
Igualmente preocupante es que, más de cuatro años después de que la primera oleada se propagara desde Wuhan, China, no parece haber consenso sobre lo que hemos aprendido, los parámetros que debemos valorar y, lo que es más importante, si el mundo reaccionaría de forma diferente si —o más bien cuando— volviera a producirse otro suceso tan fatídico. Sabemos que la respuesta inicial del gobierno chino —contención draconiana, cubrebocas obligatorio y, más tarde, cierre de fronteras— se propagó tan rápidamente como el propio virus. Cuando el Covid-19 llegó al norte de Italia en febrero de 2020 y hasta la prodigiosa invención y rápido despliegue de las vacunas de ARN a principios de 2021, este conjunto de medidas proporcionó una especie de modelo involuntario tanto de cómo respondieron los países de todo el mundo como de cómo se midieron el fracaso y el éxito.
En las ciencias sociales, a menudo son los casos atípicos, los estudios de casos extremos, los que nos ayudan a salir del laberinto y generalizar hipótesis más amplias. El norte de Europa, y Suecia en particular, es una excepción: en la forma en que el país decidió hacer frente a la propagación del virus, en las razones que subyacen a sus decisiones y en la forma en que reaccionó la población. Aparte de cierres específicos, Estocolmo se ha distinguido por mantener una vida social lo más normal posible frente a la propagación del virus. Mientras el resto del mundo se atrincheraba, Suecia dejó abiertas la mayoría de las escuelas, cafés, gimnasios, tiendas y restaurantes, haciendo referencia antes que otros al controvertido concepto de inmunidad de rebaño. Un mundo convulso observó con una mezcla de horror e incredulidad cómo los suecos se enfrentaban con calma a la pandemia y al creciente número de muertos.
Así que no es casualidad que ahora se esté reevaluando la experiencia sueca.
En los últimos meses se han publicado varios informes políticos 4 y periodísticos 5 que alaban el acierto del planteamiento sueco a largo plazo. Señalan que las radicales decisiones de Estocolmo dieron lugar a tasas de mortalidad a largo plazo similares a las de otros países occidentales, aunque ésa era sin duda la principal variable que había justificado los cierres, con un balance final de 2 322 muertes por millón de habitantes, ligeramente superior al de las vecinas Finlandia y Alemania (1 802 y 2 098, respectivamente), pero muy inferior al de Italia o Estados Unidos (3 230 y 3 332, respectivamente). Al mismo tiempo, la experiencia sueca logró la tasa de exceso de mortalidad más baja del mundo —es decir, los pacientes que murieron a causa de Covid en comparación con los que murieron mientras tenían Covid—, mejores resultados en términos de recuperación económica —Suecia experimentó un crecimiento global del 0.4% durante la pandemia, mientras que la Unión se contrajo un 2.1%— y mejores indicadores para la vida social, desde la educación hasta la salud mental, que son menos tangibles pero cruciales y que la pandemia perturbó en casi todas partes.
En plena segunda oleada, ya habíamos reflexionado en estas páginas sobre las particularidades de la experiencia nórdica de la pandemia. La renovada atención prestada al caso sueco me ha impulsado a volver sobre aquellas primeras conclusiones, con el fin de avanzar en nuestra comprensión colectiva. Este estudio es, por tanto, un intento de autopsia de un enfoque poco ortodoxo y de su significado más amplio para nuestros complejos procesos de gestión de crisis. Aunque la retrospectiva de la que ahora disponemos tiene algo de reconfortante, me pareció necesario contextualizar estas decisiones dando voz a quienes las tomaron. Por ello, lo que sigue se basa también en extractos de una entrevista exclusiva con el epidemiólogo Anders Tegnell, artífice de la respuesta sueca al Covid-19. Este insólito relato revela un meticuloso y calculado equilibrio entre radicalismo audaz y continuidad constante, entre feroz independencia y profunda confianza. Mientras el mundo se sumía en la locura pandémica, Suecia allanaba el camino hacia una «civilización pandémica», o al menos una versión de ella.
Estado mínimo, confianza máxima
Hace unos años, The Economist informó sobre la extraña popularidad de Ayn Rand en Suecia. 6 Los suecos encabezaban las búsquedas en Google de la autora de La rebelión de Atlas en países de habla no inglesa, y las librerías registraban un creciente interés por esta controvertida figura. Es difícil no ver la ironía en el hecho de que la parte del mundo que más ha practicado la socialdemocracia sea al mismo tiempo la más atraída por alguien que ha descrito el Estado del bienestar como «la psicología nacional más diabólica jamás descrita».
Esta anécdota oculta una realidad mucho más compleja.
Desde la libertad de expresión hasta las políticas migratorias, la esfera pública nórdica se ha desplazado radicalmente hacia la derecha en los últimos años. Los partidos populistas de derecha han crecido rápidamente en toda la región, y han surgido varios grupos de reflexión libertaria de gran éxito. Si tuviéramos que identificar un punto de inflexión, probablemente sería a mediados de la década de 1990, cuando un joven y ambicioso político danés, Anders Fogh Rasmussen, publicó un panfleto titulado Del Estado social al Estado mínimo. 7 En él predicaba, entre otras cosas, la necesidad de privatizar: «el libre mercado determina el tamaño de las recompensas. Las recompensas del mercado no son ni buenas ni malas, ni justas ni injustas. Son simplemente hechos». Durante su década como primer ministro, de 2001 a 2009, Fogh Rasmussen puso en práctica esta lógica de forma eficaz y a veces brutal. En las dos décadas siguientes, anticipándose a una tendencia ahora visible en la mayoría de las demás democracias occidentales, los partidos de extrema derecha apoyaron o se unieron a coaliciones gubernamentales, desde Noruega hasta Finlandia. Las prioridades y posturas que pertenecían a la franja de lo políticamente correcto se fueron abriendo paso poco a poco en el seno de la corriente centrista.
En este contexto, no es del todo sorprendente que la respuesta sueca haya sido elegida e instrumentalizada por radicales de todo el mundo. La oposición al confinamiento, al uso obligatorio de cubrebocas y, más tarde, a la vacunación se convirtió rápidamente en parte de un arsenal más amplio de rebelión populista contra la gobernanza tecnocrática. Los negacionistas del cambio climático se convirtieron en antivacunas y, en la típica forma de herradura, los libertarios unieron fuerzas con los liberales radicales para oponerse a la securitización e incluso militarización de una emergencia sanitaria. En este caso, todo lo que la clase política occidental había urdido como respuesta a la pandemia parecía en gran medida una réplica del enfoque adoptado por uno de los regímenes autoritarios más brutales del mundo. «Hay mucho de cierto en eso», admite Tegnell secamente al comienzo de nuestra conversación. «Italia fue la primera y, antes de que ocurriera en Italia, todos pensábamos que no era necesario manejar la situación del mismo modo que en China… Pero Italia siguió el planteamiento de China y eso influyó en todos los demás países en términos de cierres y restricciones».
Al observador perspicaz no se le habrá escapado que los medios de comunicación y los organismos políticos que ahora presentan el experimento sueco del Covid-19 como una tierra prometida libertaria son, la mayoría de las veces, organizaciones archiconservadoras, conocidas por difundir el evangelio de la pureza ideológica. La politización de la pandemia ha permitido avanzar en la búsqueda del desmantelamiento del «Estado profundo», un Estado que supuestamente ha defraudado sistemáticamente al pueblo en el camino hacia la servidumbre. En este contexto, resulta útil que incluso un faro de la socialdemocracia como Suecia adopte un enfoque tan radicalmente anclado en la libertad. Cuando se le preguntó al respecto, Tegnell no quiso saber nada: «Ser liberal», dice, refiriéndose al significado europeo del término, «no formaba parte de nuestro pensamiento. La población sueca ha aceptado cambios profundos en su comportamiento y forma de vida. Lo hiza por voluntad propia, sin que nadie la obligara. Conseguimos poner en marcha medidas sin forzar a la gente, sino hablando con ella e intentando que entendiera lo que intentábamos hacer».
Esta interpretación confirma que el enfoque sueco se basaba en una firme creencia en el voluntarismo. Pero, a riesgo de racionalizar en exceso ese enfoque, se trata tanto de que un pueblo ceda voluntariamente su autoridad a un soberano como de la confianza mutua: del pueblo hacia las instituciones, pero también, y esto es crucial, en la otra dirección. «Esta confianza», prosigue Tegnell, «se ha ido construyendo a lo largo de mucho tiempo. La idea básica (…) es que el gobierno y las instituciones existen para hacer algo bueno. No tienen una agenda oculta, no intentan manipular, realmente intentan hacer lo mejor para la población. Ese es su principal objetivo, y por eso hay un alto nivel de confianza en cualquier tipo de información procedente del gobierno y en la seguridad de que esa información es muy probablemente la mejor que recibirá el pueblo sueco».
La confirmación más clara del argumento de Tegnell procede de una encuesta que confirma que el 90% de la población apoyó la gestión sueca de la pandemia, 8 incluidas las medidas menos ortodoxas. También lo confirma el hecho de que apenas hubo protestas populares en los países nórdicos, y que la respuesta del gobierno no se explotó con fines políticos.
La paradoja más impresionante de la experiencia sueca con la pandemia es que los ciudadanos que, como en otros lugares, han mostrado sentimientos cada vez más populistas, no han renunciado por ello a las fuentes y prácticas del buen gobierno. Es cierto que la creciente polarización ha reorientado el discurso político, pero esa polarización no se ha basado en una pérdida de confianza en las instituciones del Estado. Mientras que el contrato social nórdico puede haberse endurecido y transformado para dar cabida a organismos radicales, Suecia presenta un modelo diferente de populismo: mientras que en otras partes del mundo los populistas se enorgullecen de ser “antiestablishment” y “antisistema”, 9 en Suecia se han convertido en parte del sistema, y el sistema se ha adaptado en consecuencia. Es cierto que esta adaptación no ha estado exenta de consecuencias y de giros políticos antes inconcebibles. Pero en el caso de la gestión de la pandemia, la primera idea que hay que disipar decididamente es que la respuesta de Suecia tuvo algo que ver con la política, o incluso con la ideología. El corazón del enfoque sueco está en otra parte, incluso se podría decir que en el extremo opuesto.
La singularidad burocrática sueca
Hace unos años, la sensación literaria de la lista danesa de libros más vendidos fue una investigación periodística titulada Mørkelygten: «la luz que oscurece». 10 El autor, Jesper Tynell, se centraba en «escándalos», que iban desde las prestaciones por desempleo hasta la decisión del gobierno danés de participar en la invasión de Irak liderada por Estados Unidos, para poner de relieve situaciones en las que los organismos estatales habían interpretado selectivamente leyes o datos para servir al amo político del momento. Tynell llamó a esto «el arte de contar hacia atrás»: un político declara públicamente algo y los funcionarios tienen que apresurarse a encontrar pruebas y, a veces, fabricar vínculos que lo respalden. El título del libro hace referencia a los expertos independientes que ponen de relieve lo que era útil para los políticos, mientras ocultan deliberadamente todo el panorama a la opinión pública.
No es exagerado decir que, para nosotros, fuera de los países nórdicos, es difícil entender dónde está exactamente el «escándalo». En la mayoría de los demás países, es habitual que las altas esferas del poder estén pobladas por cargos políticos y leales apparatchiks que cambian con cada administración. Son elegidos por su eficacia a la hora de tergiversar la interpretación de los hechos o, en el mejor de los casos, de traducir la voluntad política en una ejecución despiadada. También nos parece normal que los dirigentes políticos dicten al aparato tecnocrático lo que hay que hacer y cómo. Esta interferencia política en la elaboración de políticas apolíticas y basadas en pruebas no está necesariamente relacionada con el abuso manifiesto de poder o la corrupción. Sin embargo, es indicativa de una distorsión del Estado burocrático weberiano, donde una de las condiciones de la buena gobernanza es precisamente la protección de la autonomía de la función pública frente al poder político.
Tegnell, que era el epidemiólogo oficial de la Agencia Sueca de Salud Pública en el momento en que surgió el Covid-19, no duda de que esta cuestión fue determinante en el curso de acción que siguió. Citémoslo: «La división del trabajo entre las agencias administrativas independientes y el gobierno es bastante singular en Suecia. Las agencias son estrictamente independientes, hasta el punto de que los ministerios tienen prohibido por ley constitucional interactuar con ellas para decirles lo que deben hacer. Eso marca la diferencia. Además, esta independencia no sólo es posible porque esté regulada por ley. Se ha establecido porque la confianza entre el personal político y las agencias se ha forjado a lo largo de muchísimos años. El gobierno siempre puede tomar medidas, cambiar las leyes… hay una invariable: la clase política piensa que esta independencia de la ejecución técnica es una buena forma de gestionar las cosas».
La autonomía tecnocrática se convierte en el verdadero andamiaje de la buena gobernanza, su columna vertebral. El hecho de que se haya implantado plenamente y sus prácticas se hayan rutinizado significa que las instituciones y los ciudadanos suecos estaban preparados. No se perturbaron cuando la pandemia finalmente golpeó, incluso aunque hayan elegido un enfoque rechazado por el resto del mundo. «Podíamos utilizar nuestros procedimientos habituales», continúa Tegnell, «creamos un pequeño grupo de trabajo para estudiar algunas de las cuestiones. Examinaron el tipo de pruebas que tenían y elaboraron recomendaciones basadas en esas pruebas para ayudar durante el desarrollo de la pandemia… Así trabajamos para formular todas las recomendaciones y normativas que se pusieron en marcha».
Aunque esta descripción de los mecanismos de respuesta a la crisis está impregnada de la calma y serenidad que generalmente se atribuye a los suecos, plantea dos objeciones fundamentales.
La primera se refiere a la responsabilidad de los técnicos en relación con los políticos. A este respecto, Tegnell no duda en admitir sus errores: «La decisión de cerrar las residencias de ancianos a los visitantes, por ejemplo, no fue fácil de tomar, y la revocamos con bastante rapidez. Fue un error que causó muchos problemas injustificados… Los residentes sufrieron mucho». Esta admisión toca el meollo de la cuestión de quién ejerce la tutela: la comisión independiente creada para evaluar la respuesta sueca consideró que el planteamiento era «fundamentalmente correcto», aunque criticó al gobierno sueco por haber delegado demasiadas responsabilidades en la agencia de Tegnell. Al otro lado del Báltico, Dinamarca fue testigo del caso más absurdo de mala gestión de una pandemia, cuando el gobierno decidió sumariamente sacrificar a toda una población de visones en la creencia errónea de que eran portadores del virus, asestando un duro golpe a la industria. Tras una larga investigación de una comisión independiente que llegó hasta el primer ministro, la decisión se consideró «extremadamente errónea», 11 aunque quienes la tomaron siguen en el cargo. Estos ejemplos confirman la clásica objeción populista de que el Estado tecnocrático no sólo está fuera de contacto con la realidad, sino que además es intocable.
En segundo lugar, la concepción sueca suscita una inevitable objeción culturalista en las mentes de todos los demás: lo que parece evidente en Escandinavia tiene sus raíces en cientos de años de construcción de un tejido social sólido y una comunidad cívica que, en última instancia, se traduce en un respeto inquebrantable de la política. Así que la verdadera pregunta sería si esto podría reproducirse en otros lugares. «Al decir que no es posible en absoluto, estamos simplificando demasiado las cosas», afirma Tegnell, «creo que es posible establecer este diálogo en la mayoría de los países avanzados. Siempre es posible tomar el camino fácil tratando de imponer las cosas en lugar de intentar el camino más difícil de la comunicación y el entendimiento. Al final, vemos que no es tan sencillo». La objeción no resuelta de si la respuesta sueca puede atribuirse a una especie de excepcionalismo nórdico es en realidad el núcleo de una lección más universal sobre la gobernanza democrática, que este caso ilustra tan bien.
El sonido del silencio
La idea se le ocurrió al legendario Olof Palme a finales de los años sesenta.
Disfrutando de sus vacaciones de verano en la isla de Gotland, a una hora de vuelo de Estocolmo, empezó a improvisar mítines. En el primero, se subió a la parte trasera de un camión y se dirigió a 200 transeúntes. Gracias al carisma del estadista socialdemócrata, el acto cobró impulso. En los años 80, cuando Palme era primer ministro, al mítin asistían todos los líderes políticos y económicos de Suecia. El Almedalsveckan, como llegó a conocerse, se convirtió rápidamente en una cita ineludible: una fiesta de la democracia que reunía a partidos, sindicatos, medios de comunicación y miles de ciudadanos que querían debatir las cuestiones más importantes que configuran su sociedad.
La fiesta estuvo a punto de desaparecer tras el brutal asesinato de Palme en 1986. Pero en la última década, el Almedalsveckan ha batido todos los récords, con una media de 1 800 organizaciones representadas y 3 800 debates de todo tipo organizados a lo largo de la semana. Poco a poco, la mayoría de los demás países nórdicos han creado su propia versión: a principios de verano e idealmente en una isla, lejos de los palacios del poder y los estudios de televisión.
El recuerdo que Tegnell tiene de su gestión de la pandemia está directamente relacionado con este tipo de mentalidad: «Intentamos hablar con la población como adultos», dice, «para ponernos al mismo nivel e intentar que entendieran lo que intentábamos conseguir y cuál podía ser su papel». Esta fórmula tiene una larga historia en la construcción de la identidad nórdica. El teólogo danés Hal Koch la cristalizó: «es la conversación (el diálogo), la comprensión mutua y el respeto mutuo lo que constituye la esencia de la democracia».
Si situáramos este estado de ánimo en el pensamiento político contemporáneo, podría constituir una variante convincente de la reciente moda de la epistocracia: el gobierno de los mejor informados. Filósofos como Jason Brennan 12 han desarrollado el término para contrarrestar las creencias irracionales de los votantes y defender la idea de que debería darse más poder a los ciudadanos políticamente informados: «un 10% menos de democracia», como dijo Garrett Jones, 13 con algo más que una pizca de elitismo. La experiencia nórdica da la vuelta a este supuesto, pues amplía en lugar de estrechar la base, y mostrando cómo la adquisición de conocimientos, la deliberación y la discusión a través del diálogo y la educación permiten a la gobernanza democrática liberal alcanzar sus resultados más maduros.
En términos más generales, el paradigma escandinavo amplía los límites de lo que se ha descrito en estas páginas como «tecnopopulismo». 14
Esta lógica política, puesta de relieve en nuevos partidos como el del presidente francés Emmanuel Macron, canaliza la experiencia en cuestiones técnicas hacia la insurgencia populista. El experimento sueco del Covid va más allá al conciliar estas dos fuerzas que, sin embargo, tiran de la gobernanza democrática en direcciones diametralmente opuestas. Por un lado, ha adoptado una postura intransigente en la protección de la autonomía tecnocrática, hasta el punto de concederle una independencia casi total del poder político. Esta construcción aparentemente orwelliana se ve contrarrestada, por otro lado, por una sociedad libertaria con un alto nivel de confianza, cuyo radicalismo se sustenta en un profundo consenso sobre los fundamentos del contrato social.
Este gran logro nórdico se basa en gran medida en la homogeneidad étnica que, como señaló Milton Friedman, «les permite salirse con la suya haciendo un buen negocio que no podrían haber hecho de otro modo». El resultado es un previsible deslizamiento hacia el conformismo —lo que los nórdicos llaman peyorativamente la «ley de Jante» o Janteloven— 15 e incluso el tribalismo. 16 Y no es casualidad que esta tendencia se vea ahora seriamente cuestionada por la afluencia de inmigrantes, y haya dado lugar a algunas de las políticas migratorias más brutales del mundo. 17
Al final de nuestra entrevista, Tegnell se sintió, al menos en parte, reivindicado en sus decisiones: «Estamos muy satisfechos de que ahora podamos mantener un debate más constructivo sobre cómo enfocar la salud pública, no sólo desde el punto de vista de la reducción de la transmisión de una nueva enfermedad, sino desde una perspectiva global. La apertura no es la misma que durante la pandemia. Y sin embargo, incluso durante este periodo, se alzaron voces en otros países para intentar seguir este camino. Pero en aquel momento, el personal político de estos países probablemente no era tan consciente de este enfoque como lo es hoy.»
En un momento en que el discurso público en otras democracias parece haber degenerado en una cacofonía de proclamas unilaterales y las redes sociales sirven de megáfonos sin filtro en cámaras de eco personalizadas, la persecución de esta aspiración no debería parecernos específicamente nórdica.
Los debates presidenciales de 2024 en Estados Unidos, cuyas reglas de juego preveían la exclusión del público en directo y el silenciamiento de los micrófonos para el candidato que no hablara, son emblemáticos de esta situación. La gestión de la pandemia, empañada como estuvo por la desinformación y las teorías conspirativas más descabelladas, es un ejemplo de la necesidad de redescubrir el valor y el propósito de la conversación informada.
Sin embargo, este remedio sueco no está exento de efectos secundarios. A pesar de su énfasis en el diálogo, no deja de ser irónico que Suecia destaque a menudo exactamente por lo contrario. Tras un viaje a Suecia en los años sesenta, Susan Sontag la caracterizó de forma tan burlona como definitiva: «El silencio es el vicio nacional sueco». Esta fue también la conclusión de la amarga experiencia de Foucault en Uppsala: «Es quizás el mutismo de los suecos, su gran silencio y su costumbre de expresarse sólo sobriamente, en elipsis, lo que me llevó a […] desarrollar esta inagotable cháchara que, creo, sólo puede irritar a un sueco».
Notas al pie
- «Foucault on Sweden: ‘The end of the Human’», The Crag, 1 de febrero de 2015.
- «Global excess deaths associated with COVID-19 (modelled estimates)», World Health Organization, 19 de mayo de 2023.
- Philip Bastian y Steven A. Altman, «Covid-19 Impacts on Globalization», NYU Stern, 9 de septiembre de 2020.
- Johan Norberg, «Sweden during the Pandemic: Pariah or Paragon», Cato Policy Analysis, no. 959, 29 de agosto de 2023.
- Scott W. Atlas y Steve H. Hanke, «Covid Lessons learned, Four Years Later», The Wall Street Journal, 18 de marzo de 2024.
- «Who’s shrugging now», The Economist, 20 de octubre de 2012.
- Anders Fogh Rasmussen, «Fra socialstat til minimalstat: en liberal strategi», Linhardt og Ringhof, 2017.
- Anders Bjökman, Magnus Gisslén, Martin Gullberg y Johnny Ludvigsson, «The Swedish COVID-19 approach : a scientific dialogue on mitigation politicies», National Library of Medicine 11, 20 de julio de 2023.
- Varriale Amedeo, «Institutionalized Populism: The « Strange Case » of the Italian Five Star Movement», ECPS Party Profiles – European Center for Populism Studies (ECPS), 8 de junio de 2021.
- Jesper Tynell, «Mørkelygten», Samfunds Litteratur, 2016.
- Sophie Kevany y Tom Levitt, «Denmark’s Covid mass mink cull had no legal justification, says report», The Guardian, 30 de junio de 2022.
- Jason Brennan, Against Democracy, 26 de septiembre de 2027.
- Garrett Jones, 10 % less democracy, Stanford UP, 2020.
- Christopher J. Bickerton y Carlo Invernizzi Accetti, «Technopopulism: The New Logic of Democratic Politics», Oxford academics, 18 de marzo de 2021.
- Rebecca Thandi Norman, «What is Janteloven», Scandinavia Standard, 25 de febrero de 2024.
- Marlene Wind, The Tribalization of Europe: A Defence of our Liberal Values, John Wiley & Sons, 19 de abril de 2020.
- Ed West, «On Danish Exceptionalism», Wrong Side of History, 8 de junio de 2022.