Al término de la decimoquinta cumbre de los BRICS, celebrada del 22 al 24 de agosto, en Sudáfrica, los cinco principales países emergentes anunciaron que habían acordado una lista de seis países a los que les ofrecerían su adhesión: Arabia Saudita, Argentina, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Irán y Etiopía.
Este último país es una sorpresa, sobre todo, si se compara con otros países que han declarado su candidatura y deja ver los criterios adoptados por el grupo y la visión geoestratégica en juego.
Un país emergente pobre
Fundada a raíz de la crisis financiera mundial, a partir de un acrónimo acuñado por el departamento de investigación económica de Goldman Sachs, la nueva alianza (entonces conocida como BRIC) reunía, inicialmente, a cuatro Estados con características similares: gigantes demográficos con vastos territorios (miembros del top 5 en términos de superficie), situados entre las 10 primeras economías del mundo (a pesar de un nivel de desarrollo intermedio) y que habían formado una zona de influencia regional.
Aunque, esta vez, se ha optado por incluir países menos poblados, pero más desarrollados, y, en el caso de Arabia Saudita y los Emiratos, reconocidos donantes de desarrollo, Etiopía es, en muchos sentidos, una excepción.
Aunque Etiopía es el segundo país más poblado de África, sigue siendo un país pobre (PIB per capita de 1150 dólares) y atrasado en términos de desarrollo, por ejemplo, en cuanto al índice de alfabetización, que apenas supera el 50 %, según el CIA Factbook 2022. En consecuencia, tras una guerra civil en la región de Tigray –que, según Josep Borrell, se cobró entre 600000 y 800000 vidas–, en un contexto de seguridad que sigue deteriorándose y en un contexto en el que las inversiones extranjeras han alcanzado un mínimo histórico, la propia calificación de «país en desarrollo» parece cuestionable. A título de ejemplo, una participación en el capital del banco de desarrollo de los BRICS a un nivel comparable al de los países fundadores (una suscripción de 10000 millones de dólares), que podría ofrecerse para los nuevos participantes, parece totalmente fuera del alcance de un Estado cuyo presupuesto anual se acerca a los 15000 millones de dólares.
Esta elección, que parece tan sorprendente como que otros países africanos como Argelia y Nigeria –más acordes con las características de los BRICS– habían presentado su candidatura, suena como una señal enviada para los países menos desarrollados. Estos últimos acogerán con satisfacción la presencia, en el seno de los BRICS, de este país de demografía dinámica (4.3 hijos por mujer), que se enfrenta a los mismos retos que ellos y que aspira, a pesar de todo, a hacerse oír con fuerza en la escena internacional, como lo demuestra la notable intervención del primer ministro Abiy Ahmed en el Foro para un Nuevo Pacto Financiero de París.
El espíritu de Addis Abeba
Aparte de este efecto de señal, la elección de Etiopía marca, sobre todo, la primacía de las consideraciones geopolíticas y simbólicas en la selección que realizaron los BRICS.
De hecho, el grupo inicial, ampliado, en 2011, para incluir a Sudáfrica, garantizaba la representatividad geográfica esencial para la ambición de un orden económico mundial alternativo. Parecía que sólo faltaban Oriente Próximo y Medio Oriente, que carecían de un líder indiscutible y que seguían, en gran medida, en el seno de Estados Unidos en aquel momento. La inclusión de Arabia Saudita, Irán y Egipto lo remedia bastante, al igual que la de Etiopía, la esclusa africana del Mar Rojo y el Canal de Suez.
Etiopía, aunque privada de acceso al mar desde la secesión de Eritrea, en 1993, aún es el líder de facto del Cuerno de África y de su organización subregional, la Autoridad Intergubernamental para el Desarrollo (IGAD), así como el proveedor de estabilidad en una región en crisis, desestabilizada por los conflictos de Somalia, Sudán, Sudán del Sur y Eritrea. El plan de crear una armada nacional es un claro indicio de esta ambición de hegemonía regional y control por delegación del estrecho de Bâb-el-Mandeb, punto estratégico para el transporte marítimo mundial.
Además, Etiopía ocupa un lugar simbólico importante en el corazón de los africanos. Como sede de la Unión Africana, este país, heredero de un imperio de 2000 años de historia, ha desempeñado un papel singular en la afirmación de la independencia y la unidad africanas, desde la batalla de Adoua, en 1896, hasta la cumbre fundacional de la OUA, en 1963, en Addis Abeba, pasando por el discurso de Haile Selassie ante la Sociedad de Naciones, el 30 de junio de 1936.
Por último, Etiopía es el símbolo de un modelo de gobernanza dirigista y, en gran medida, autárquico que los BRICS han tratado de promover. Con una fuerte tradición estatista reforzada por el experimento colectivista bajo el régimen de Mengitsu, entre 1977 y 1991, este país reivindica una vía singular y autónoma para su desarrollo económico. En este sentido, esta adhesión es, también, una apuesta por las oportunidades de futuro que podría ofrecer esta economía, que, en la década del 2000, en parte, gracias a esta singularidad, fue una de las historias de éxito del continente africano.
Los BRICS: esbozo de una asociación desigual
Detrás de los símbolos, esta elección también dice mucho sobre la visión de asociación propuesta por los BRICS. Etiopía es, ante todo, el ejemplo ideal-típico de un país en crisis económica estructural, con una carga de deuda insostenible (al igual que Argentina) y con una ruptura con los principios de gobernanza y el marco multilateral promovidos por Occidente.
En primer lugar, con respecto a su gobernanza, el primer ministro Abiy Ahmed, tras suscitar grandes esperanzas de democratización cuando llegó al poder, en 2018 (y tras ganar un Premio Nobel de la Paz en 2019), ha iniciado, en los últimos dos años, un giro antiliberal y orientado hacia la seguridad. Reconociendo el fracaso del modelo etnofederalista, ahora, defiende la unidad nacional desplegando un estilo centralizado de gobernanza estructurado en torno al ultradominante Partido de la Prosperidad. Se trata de una importante victoria política para Abiy Ahmed, que ha acogido una retórica nacionalista que celebra la grandeza de Etiopía y que está al servicio de una ambición de poder.
En segundo lugar, desde el punto de vista económico, aunque Etiopía vuelve a ser cortejada por las instituciones de Bretton Woods, ya se volcó, decididamente, hacia otros socios (principalmente, China). El nuevo director del Banco Mundial ya hizo su primera visita oficial al país y el FMI, tras concederle a Etiopía un programa de financiamiento récord en 2019 (2900 millones de dólares, es decir, el 700 % de su cuota), ha iniciado nuevas negociaciones. Sin embargo, estas iniciativas palidecen en comparación con la atracción de los IDE de China, de los que Etiopía, como parte interesada en la Iniciativa de las Nuevas Rutas de la Seda, es el principal destino en África Oriental.
Esta inclinación hacia China se ve reforzada por la crisis diplomática latente con Estados Unidos, que ya lleva tres años. Este último ha sido acusado de apoyar la rebelión tigrayana y de ser excesivamente crítico con los crímenes de guerra cometidos durante el conflicto, que Anthony Blinken calificó, el pasado marzo, de «calculados y deliberados» (declaraciones consideradas «partidistas» por el gobierno etíope). A cambio, la diplomacia americana ve con malos ojos la alianza de Etiopía con su vecina Eritrea, Estado paria para Washington, así como el reciente fortalecimiento de las relaciones ruso-etíopes, ilustrado por la presencia de Abiy en el Foro Rusia-África del pasado mes de julio. La suspensión, en junio, de las actividades de distribución de alimentos de USAID, en medio de acusaciones de malversación de la ayuda, es el último acto de este enfriamiento de las relaciones bilaterales.
No obstante, mientras que China se afirma como principal socio alternativo y las empresas chinas de construcción y textiles se instalan en Addis Abeba, el líder de facto de los BRICS sigue siendo un aliado intratable. Con casi el 80 % de la deuda bilateral en su poder, China, que ha defendido una asociación para el desarrollo en la que todos salgan ganando, es señalada, regularmente, como el principal factor que bloquea una reestructuración ordenada de la deuda externa de Etiopía, iniciada, en 2020, por el Club de París.
Así pues, tanto sus virtudes como sus defectos son a lo que Etiopía le debe su admisión en los BRICS, aceptada por una Sudáfrica que se ahorra la presencia de un rival continental como Argelia o de una economía que la supera en términos de PIB, como Nigeria.
Más ampliamente, esta elección revela la visión geoestratégica de los BRICS. En la gran hermandad del Sur global que pretende sustituir el «imperialismo occidental», sigue habiendo hermanos mayores y hermanos menores. Etiopía es uno de ellos y el nuevo orden multipolar prometido no consagrará a Addis del mismo modo que a Delhi o Pekín.