Tras la Acrópolis de Andrea Marcolongo, Los Ángeles de Alain Mabanckou, la Provenza de Carlo Rovelli, Beirut de Joana Hadjithomas y Khalil Joreige y la Casa Malaparte de Pierre de Gasquet, este nuevo episodio de nuestra serie de verano «Gran Tour» nos lleva a la Sicilia de los escritores y los secretos de infancia.

Nació en Francia, en Burdeos, pero vivió su infancia, principalmente, en Sicilia. ¿Cómo se unieron estas dos facetas de su trayectoria personal?

Crecí dividido entre un padre siciliano y una madre de Burdeos 1. Así que mis lazos con Sicilia son muy especiales, y, a veces, dolorosos, en el sentido de que crecí allí en una situación histórica y geográfica que no sentía del todo mía. Siempre estaba ese tira y afloja entre dos situaciones: la realidad de los pueblos sicilianos, por parte de mi padre, y el posible espejismo de Burdeos, ciudad por excelencia, por parte de mi madre. Esta dicotomía es, probablemente, la razón tácita e insidiosa por la que me hice traductor, por así decirlo, para no cesar nunca en este diálogo entre dos polos, paterno y materno, que, a menudo, parecían irreconciliables. A lo largo de mi infancia, volvíamos a Francia en tren con regularidad: era un largo viaje de treinta y seis horas que nos llevaba por toda Italia hasta Ventimiglia y, luego, por gran parte de Francia, de Ventimiglia a Burdeos. Cuando el tren salía de Siracusa, recuerdo que había un momento, entre esta ciudad y Augusta, en el que se veía un entrante de mar de una belleza mágica, increíble, casi un espejismo. Más tarde, descubrí que ese paisaje, que, de niño, admiraba con tanta ternura y emoción, era el escenario de El profesor y la sirena, de Tomasi di Lampedusa, una historia llena de fuego y agua. Y, más tarde, redescubrí la misma emoción que me había producido este paisaje al leer el texto. 

Cuando el tren salía de Siracusa, recuerdo que había un momento, entre esta ciudad y Augusta, en el que se veía un entrante de mar de una belleza mágica, increíble, casi un espejismo.

JEAN-PAUL MANGANARO

De hecho, de niño, no permanecí mucho tiempo en situaciones estables: a partir de los trece años, viajé para estudiar en entornos e instituciones más complejos que los que me ofrecían donde estaba. Tuve la suerte de crecer rodeado de situaciones históricas y culturales muy singulares que me sorprendieron y fascinaron desde que las vi y viví. Hablo de una ciudad extraordinaria como Noto, donde el barroco mejor consolidado de Sicilia te acompaña de un extremo a otro de la ciudad revelando una organización urbana que no encuentras en otros ejemplos del barroco siciliano. Sin embargo, sobre todo, me acuerdo de Siracusa, con todo lo que queda de la Magna Grecia en esta ciudad de casi tres mil años de historia y monumentos que sólo se pueden encontrar allí: el castillo de Euriale, la fortaleza construida por Dionisio el Viejo, con un minúsculo museo que exhibe la armadura de un hoplita pequeño, a mi parecer, la catedral que fue reclamada por el arte románico y, luego, barroco, pero que conserva casi entero el templo dedicado a Atenea, el teatro y algunas maravillas más. Además, había una gran variedad de paisajes que Sicilia ofrecía para mis sentidos: los almendros en flor como la nieve en enero o los increíbles aromas de mayo en los caminos rurales en las noches de luna llena. Luego, estaban mi padre, que plantaba jazmines para hacer esencias, y los millones de flores que se abrían todas al mismo tiempo, a las 19 h 45, lo que provocaba un escalofrío en el aire, un crujido acústico que aún recuerdo…

Además, había una gran variedad de paisajes que Sicilia ofrecía para mis sentidos: los almendros en flor como la nieve en enero o los increíbles aromas de mayo en los caminos rurales en las noches de luna llena.

JEAN-PAUL MANGANARO
Izquierda: Enzo Sellerio, Cefalù, 1958 © Galleria Valeria Bella Derecha: Enzo Sellerio, Randazzo, 1963 © Galleria Valeria Bella

¿Cómo era la Sicilia de posguerra en la que creció?

No recuerdo cómo era; es muy vago; ya no está. Sólo puedo contar lo que mi madre contaba al respecto: en los años cuarenta, los rebaños de cabras desfilaban por el Corso, iban de un campo a otro y dejaban su rastro. Recuerdo vagamente a una de mis tías, cuando me llevaba en bicicleta a buscar leche con los pastores. Es obvio que Sicilia era pobre, pero, en los años cuarenta, aún no se veían las masas de inmigrantes que abandonaban sus hogares y sus tierras; eso ocurrió en los cincuenta y a principios de los sesenta. Fueron años de gran pobreza, pero, también, de grandes cambios, con la introducción gradual del consumismo. Mi familia fue de las primeras del pueblo en tener televisor y refrigerador y recuerdo que, de niño, me mandaban a comprar bloques y trozos de hielo hasta 1953-54. No obstante, aún había toda una pequeña población que dependía de una mentalidad y de un régimen casi feudales. Los pobres eran pobres de verdad, como los describió Giovanni Verga a finales del siglo pasado y, más tarde, el cine neorrealista: cuando Visconti dirigió La tierra tiembla, en 1948, se inspiró en la Malavoglia de Verga. Lo que se ha llamado el «milagro italiano» alteró la textura y el desarrollo de la época y todos los matices de estas transformaciones pueden encontrarse, sobre todo, en algunos de los libros de Leonardo Sciascia: pienso en Las parroquias de Regalpetra, El día de la lechuza o El mar color vino.

Mi familia fue de las primeras del pueblo en tener televisor y refrigerador y recuerdo que, de niño, me mandaban a comprar bloques y trozos de hielo hasta 1953-54.

JEAN-PAUL MANGANARO

¿Así que la Sicilia de su infancia era la isla pobre y populosa que Enzo Sellerio plasmó en sus fotografías unos años más tarde?

Es cierto que Sicilia se ha fotografiado mucho, igual que Nápoles y Calabria, sobre todo, mostrando las lágrimas, el desamor, el luto y a la mafia (porque eran regiones donde la actividad de la mafia era muy fuerte y donde se veía casi como folclore). Todo empezó a finales de los cincuenta y a principios de los sesenta, aunque los reportajes de Enzo Sellerio se escribieron más tarde. Unos diez años antes, la fotografía de protesta había empezado a aparecer y a agitarse tanto en periódicos como en exposiciones de fotógrafos, junto a fotografías de viviendas, casas, gestos que narraban la pobreza. Acabó produciendo muchos clichés: el muerto o los muertos torpemente cubiertos con un sudario, unas pocas manchas de sangre, curiosos alrededor, por lo general, sin policías. Por supuesto, hubo momentos clave que se hicieron muy famosos, sobre todo, en los círculos políticos sicilianos o en los de documentación histórica, como el episodio de Portella della Ginestra evocado en la película de Francesco Rosi Il bandito Giuliano. El cliché de esta Sicilia sacudida por el dolor trascendió el espacio y el tiempo, la época, y se mostró una y otra vez. Ésta fue una de las primeras reflexiones de Federico Fellini cuando, a principios de los años cincuenta, empezó a pensar sobre los problemas y las posibilidades del cine en Italia.

El cliché de esta Sicilia sacudida por el dolor trascendió el espacio y el tiempo, la época, y se mostró una y otra vez.

JEAN-PAUL MANGANARO
Enzo Sellerio, Palermo. Bambini in costume da cowboy…, 1959 © Galleria Valeria Bella

¿Es infundada esta imagen trágica de Sicilia?

No se puede negar que existe una dimensión trágica y un cierto gusto por lo trágico en Sicilia, que es, sin duda, uno de los pocos lugares donde se celebra el Día de los Muertos. También, está ligada con la fascinación por la exuberancia del Barroco, profundamente arraigada en la mentalidad y la cultura sicilianas. En el conjunto de Italia, el espíritu siciliano es todo lo contrario de la espiritualidad y sensualidad del arte toscano. En su truculencia, en la plasmación de su feroz feudalismo, la historia siciliana se asemeja, en última instancia, a la de la Rusia zarista mucho más que a la de Italia.

En su truculencia, en la plasmación de su feroz feudalismo, la historia siciliana se asemeja, en última instancia, a la de la Rusia zarista mucho más que a la de Italia.

JEAN-PAUL MANGANARO

¿Recuerda las circunstancias en las que leyó, por primera vez, El gatopardo?

Fue, un poco, por casualidad, durante uno de esos largos viajes entre Sicilia y Burdeos que mencionó antes. Tendría yo catorce o quince años y el libro acababa de salir. Leía de pie en el pasillo del tren. Era demasiado joven y había muchas cosas que no entendía, pero recuerdo haber apreciado el trabajo del novelista y haberme impresionado por su particular fraseo de reflexiones muy largas, como suspiros profundos. Sin embargo, tuve que esperar a ser mayor para apreciar, realmente, el libro y comprender que, antes de ser una historia basada en algo común a una sociedad o a un grupo social, es, ante todo, la historia de un hombre que toma plena conciencia de que envejece y de que va a morir. Esto no lo trastorna, pero sí le afecta durante el periodo relativamente largo que le queda de vida, como si tuviera que someterse a un análisis no de su conciencia personal, sino del sistema feudal que ha representado y del que está perdiendo todas las ventajas. Además, Tomasi di Lampedusa no lo convierte en un verdadero siciliano al atribuirle una ascendencia fuertemente mezclada con la germánica. 

En esto, consiste la mayor parte del tejido narrativo de El gatopardo: la confrontación definitiva del príncipe con lo que ha constituido su vida. La toma de conciencia de que no es inmortal, sino de que se encuentra en una eternidad que sólo le pertenece a él. La prueba: habla con las estrellas, no habla con los humanos, juega con su sobrino Tancredi, con sus hijos, con su perro Bendicò, molesta a su mujer, puede perder los estribos, puede perder su calma olímpica, pero permanece, fundamentalmente, distante. La constitución de un mundo subalterno pululante está muy marcada en la novela, pero el príncipe sólo tiene una relación casi paternalista con toda la gente que lo rodea y sólo habla con el organista don Ciccio Tumeo: parece distante del pueblo, sin duda, porque todavía no hay pueblo, pero tiene algunos afectos por el pueblo y por la gente que lo rodea y que se convertirá en ese pueblo. Y este deseo de convertirse en pueblo se desarrolla al mismo tiempo que se da cuenta de que los poderes de su clase social están menguando. Por otra parte, está muy unido a las estrellas, a Venus, por ejemplo, a la que ama entrañablemente; al final de cada capítulo, está esta relación con el cielo estrellado, con las estrellas a las que les confía sus penas, sus secretos y su admiración amorosa.

En El gatopardo de Tomasi di Lampedusa, el príncipe se da cuenta de que no es inmortal, sino que está en una eternidad que sólo le pertenece a él.

JEAN-PAUL MANGANARO
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor del Gatopardo.

¿Cómo se compara El gatopardo con los otros grandes clásicos de la literatura siciliana de Verga o, más cerca, de Sciascia?

La recepción de El gatopardo tuvo un comienzo difícil y complicado. Al principio, se le negó la publicación –un siciliano, Elio Vittorini, fue quien se negó a publicarlo con Einaudi– y el manuscrito acabó llegando a Feltrinelli gracias a la intervención de Giorgio Bassani, que ya había hecho publicar Doctor Zhivago, de Boris Pasternak, en la misma editorial. El libro se publicó tras la muerte de Tomasi di Lampedusa. Al principio, se consideró un libro extraño, inclasificable política e históricamente y fue rechazado por toda la intelectualidad de izquierda. La supuesta extrañeza de El gatopardo se debe al hecho de que se le reprochaba no tratar del pueblo –lo que dista mucho de ser cierto– y no estar escrito en un estilo realista, sino entregarse al nihilismo egotista de un príncipe: basta con leer lo que Tomasi di Lampedusa escribió sobre D.H. Laurence para comprender las líneas políticas y sociales de El gatopardo. En una época en la que Georges Lucaks ocupaba todo el espacio en torno a la teoría de la novela, éramos incapaces de captar la potencia de esta escritura. Gran admirador de Stendhal, Tomasi di Lampedusa bautizó al príncipe con el nombre de Fabrizio y construyó una estructura antiheroica para su «héroe», rodeado de una serie de personajes menores que aspiraban a una forma de heroísmo. El resultado, si nos fijamos en la historia literaria italiana entre los siglos XIX y XX, es haber llenado un vacío porque, a ese periodo, le faltaba la gran novela histórico-romántica que ni Alessandro Manzoni (Los novios) ni Ippolito Nievo (Confesiones de un italiano) lograron escribir. No sé si el autor estaba consciente de esta cualidad intrínseca de su obra, pero creo que tiene un efecto subterráneo en la conciencia «histórica» de los lectores, que se enfrentan a una novela que no escatima en decir la verdad. Éste es el sentido de las conversaciones con el organista Tumeo o del largo diálogo con el escribano piamontés Aimone Chevalley, que intenta convencer al príncipe de que se comprometa como senador con los planes del nuevo Estado: Don Fabrizio se niega y sugiere el nombre de don Calogero Sedara para el cargo. 

La supuesta extrañeza de El gatopardo se debe al hecho de que se le reprochaba no tratar del pueblo –lo que dista mucho de ser cierto– y no estar escrito en un estilo realista, sino entregarse al nihilismo egotista de un príncipe.

JEAN-PAUL MANGANARO

Todo está bien construido y se parece más al arte de la novela stendhaliana que a la tradición verista que estableció la obra de Verga y que, más tarde, desembocaría en las representaciones del neorrealismo: ya mencioné a Visconti, pero no podemos olvidar la fuerza de Roberto Rossellini y su Stromboli. Tomasi di Lampedusa está muy lejos de esta búsqueda, aunque el capítulo sobre la visita del padre Pirrone a su familia –la quinta parte de la novela– está más cerca de un intento neorrealista que el resto de la obra; la misma situación artística se encuentra en la novela incompleta La joie et la loi y hay que decir que el resultado es bastante decepcionante. La pureza de la evocación histórica, muy fuerte en El gatopardo, impide, de algún modo, un acercamiento al presente inmediato y a las contingencias que afectan a los distintos personajes. Pienso, en particular, en Luigi Pirandello –cuya estructura espiritual es siciliana– y, sobre todo, en sus Noticias para un año, donde el sentimiento y los impulsos de sicilianidad son muy fuertes y se profundizan a lo largo de El gatopardo. Algo así de potente protagoniza las novelas de Leonardo Sciascia, pero, también, aquí, sería difícil atribuir fuertes vínculos con la obra de Lampedusa; Sciascia es, sobre todo, un gran admirador de Pirandello y podemos ver, entre ambos, algunas complicidades involuntarias debidas, sin duda, a la pertenencia al territorio siciliano. Quizás, Vincenzo Consolo es, artísticamente, el más cercano a Lampedusa.

Leonardo Sciascia

Anteriormente, habló de la dimensión marítima que impregna casi todo en El profesor y la sirena. En cambio, en El gatopardo, Lampedusa es una Sicilia mucho más terrenal. El mar está lejos y parece reducido a un polo amenazador por el que llegan los garibaldinos y el cambio.

Verga era los pescadores; Tomasi di Lampedusa era los cazadores, el agua y la tierra. El elemento terroso, incluso, diría polvoriento, de Sicilia está, obsesivamente, presente en El gatopardo. Basta con releer la historia del polvoriento viaje en carruaje a Donnafugata en el segundo capítulo para convencerse. En sus diálogos con don Ciccio Tumeo o Chevalley, el príncipe evoca la Sicilia abrasadora, atormentada por un sol implacable que impide trabajar, que forjó este temperamento y este carácter que se deleita en la ataraxia y en el pesimismo, en este pueblo y en esta cultura que creen en la inmutabilidad de los destinos. Lampedusa lo capta cuando habla del abuelo místico y del abuelo erotómano, como si ambos estuvieran idénticamente sometidos a las amenazas del calor de la isla, a un infierno, ¡con la íntima convicción de que nada ha cambiado en los hechos ni en los acontecimientos inmutables desde la época en la que «un rústico Platón» pisó esta tierra! También, puede llover mucho y tiene razón: en El gatopardo, sólo vemos agua en los pozos para ocultar los cadáveres o desde lo alto de las terrazas para que los ingleses que ocupan Palermo puedan vigilar los barcos enemigos. 

El estatus del agua cambia por completo cuando el príncipe muere frente al mar, en un hotel llamado «Trinacria», uno de los nombres de Sicilia, engullido por lo que se denomina el «choque» del agua. Esta escena recuerda la muerte del profesor que debe saltar al mar desde una barca para reunirse con la sirena. En ambos casos, se evoca el agua como el elemento que desencadena las cataratas y que engulle al príncipe y al profesor. El príncipe no se da el chapuzón fatal, pero la imagen de un diluvio que lo engulle está en consonancia con el agua del delirio amoroso final y contrasta con el agua plácida, tranquila, casi lacustre, que constituye el escenario de la tensión erótica y pasional entre el profesor y la diosa animal, que es la sirena.

El príncipe de Salina presenta Sicilia como una tierra inmóvil e inmutable, sobre la que la historia se desliza sin apenas cambiar en nada. La llegada de los piamonteses se presenta como una espuma superficial y pasajera y no como una ola capaz de arrasar todo a su paso. ¿Alguna vez se italianizó, realmente, Sicilia?

Incluso hoy, desde un punto de vista histórico, la italianización de Sicilia es un acontecimiento demasiado reciente; ¡apenas tiene ciento sesenta y dos años! A diferencia de los garibaldinos, cuya victoria no benefició a nadie, los piamonteses no representaron la ola que arrasaba todo ante ellos, sino que decepcionaron profundamente a la burguesía local, tanto napolitana como palermitana, que quería recuperar un poder político más liberado e independiente. Conviene recordar que, antes de la llegada de Garibaldi, Sicilia había sido escenario de revueltas populares muy fuertes en 1848. La anexión del reino de las Dos Sicilias, primero, al reino de Cerdeña y, después, al reino de Italia, acabó por ser percibida y vivida como la enésima invasión extranjera de los territorios sicilianos: ya llevaba como tres mil años y los métodos utilizados eran los de verdaderas colonizaciones –con la posible excepción de las dominaciones árabe y normanda, que pudieron desarrollar situaciones históricas más próximas a las agrupaciones étnicas y sociales. 

Incluso hoy, desde un punto de vista histórico, la italianización de Sicilia es un acontecimiento demasiado reciente; ¡apenas tiene ciento sesenta y dos años!

JEAN-PAUL MANGANARO

Consciente o inconscientemente, los italianos eran vistos como los últimos colonizadores de los que había que desconfiar y defenderse. La empresa de Garibaldi fue, ciertamente, fascinante y admirable en su elemento de acontecimiento: el príncipe tuvo la sensibilidad y la intuición de adherirse, espiritualmente, a esta empresa de liberación, contrariamente a los temores expresados por toda su clase social. No obstante, no aborda, realmente, el problema histórico del sistema feudal que le impide a la isla hacer sus revoluciones y la suya acaba por no ser más que una posición de artista: la narración de El gatopardo también contiene y relata una viva nostalgia de un mundo que desaparece. Y esta «desaparición» es el alma apasionante de la novela. 

Enzo Sellerio, Palermo. Via Giovanni Verga dalla cupola del Carmine, 1952 © Galleria Valeria Bella

También, es cierto que el siciliano tiene una propensión, una afición a la ataraxia: forma parte de su condición cultural presocrática. Cuando Gorgias de Leontinoi formuló sus teorías sobre el ser y el no ser, ya se percibía la fuerza de este nihilismo en acción. Así que Sicilia ha tenido una relación difícil con Italia durante mucho tiempo. Es más, hace tiempo que la mafia ha logrado colonizar un buen número de situaciones económicas y políticas en Italia y corromper todas las instancias históricas que ofrecían poca resistencia. El carácter y la «mentalidad» de don Calogero Sedara en El gatopardo es, sin duda, uno de los ejemplos más fundamentales de esta complicada duplicidad.

También, es cierto que el siciliano tiene una propensión, una afición a la ataraxia: forma parte de su condición cultural presocrática.

JEAN-PAUL MANGANARO

¿La religión ofrece un buen ejemplo de esta inmutabilidad siciliana?

En las familias nobles, siempre había un sacerdote encargado de la educación religiosa de los hijos y de otras funciones casi paternas. El padre Pirrone desempeña este papel en El gatopardo, aunque, a veces, acompañe al príncipe en sus escapadas. Una vez más, se trata de un aspecto muy particular de Sicilia y de los sicilianos: no se trata de «religión» en el sentido estricto de la palabra, sino de la expresión de una religiosidad pagana e idólatra alimentada por una multiplicidad de santos patronos de las ciudades, grandes y pequeñas, y de una estatuaria eclesiástica vasta, y, a veces, compleja, que ennoblece tanto los altares como la representación y el arte religioso. Por la propia naturaleza de sus representaciones, puede decirse que los santos son infinitamente más importantes que Dios, que resulta ser una entidad abstracta que escapa a la captación visual y mental de los sicilianos; como mucho, pueden concebir a Jesús, al que honran mucho en Pascua, tras la crucifixión y la resurrección, pero Dios es, realmente, una abstracción difícil de conocer. Los santos son más humanos, más accesibles y hay muchas fiestas religiosas que aún son muy populares. Sciascia le dedicó un finísimo estudio a este tema, que dista mucho de ser «menor» en Sicilia. El gatopardo no es una excepción a la regla y abre su relato con la función del rosario, junto con la descripción de las divinidades olímpicas en una secuencia muy humorística.

Por muy inmutable que sea, Sicilia no es única ni homogénea, como demuestran los dos polos de Palermo y Donnafugata en El gatopardo.

Sicilia es, fundamentalmente, plural, pero secreta. Es el receptáculo de tantas influencias: fenicia, griega, cartaginesa, romana, árabe, normanda, francesa, española e italiana. Sobre todo, en Sicilia, hay un desgarro fundamental, histórica e, incluso, prehistórica, bien expresada en la obra Vicerè, de Federico de Roberto. Los pueblos que originalmente habitaban la isla eran, básicamente, dos: los sicanes en, la parte de Palermo, y los sículos, en la parte de Catania y Siracusa. Nunca hubo acuerdo entre ellos, sólo luchas por la posesión. Siguiendo los pasos de los fenicios, los sículos acabaron por ser aliados de Cartago y de los sículos de Roma. Esta dualidad, en otras formas, sigue existiendo hoy en día: la parte palermitana de la isla, de ascendencia siciliana, inventó y alimentó la mafia, mientras que la otra parte era, hasta hace unos treinta años, mucho más sabia y tranquila. Los poetas de la parte siciliana no son como los de la parte siciliana. Teócrito era siciliano; Lampedusa, de la parte siciliana, era palermitano, pero era príncipe, así que estaba por encima de eso. Evocó usted Donnafugata y Palermo: creo que son los extremos de un mismo universo, pero algo acaba por unirlos secretamente y las personas del príncipe y del autor son las que consiguen unir estas formas dispares. Palermo es el exceso de la ciudad que aspira a ser «mundana», una especie de forma de realidad; Donnafugata es la búsqueda de una tranquilidad que, poco a poco, se hace imposible o difícil, como de ensueño: sólo las estrellas inmutables pueden hacer posible la contemplación. En medio de estas dos tensiones, equilibrado, está el príncipe.

Sicilia es, fundamentalmente, plural, pero secreta.

JEAN-PAUL MANGANARO

Hoy en día, el libro de Lampedusa está, indisolublemente, unido, en nuestro imaginario, a la adaptación cinematográfica de Luchino Visconti.

Soy felliniano, no viscontiano, pero hay que decir que esta película contribuyó mucho a la fama de la novela. Sin embargo, me parece que no cuenta la misma historia que el libro. La historia escrita por Lampedusa es la de este sesentón particular que toma conciencia de su mortalidad y que reflexiona, durante toda la novela, sobre su condición humana. Esta reflexión lo lleva a analizar acontecimientos personales junto con los de su clase social y los de los individuos que lo han acompañado a lo largo de su vida: hay algo de gesto democrático por parte de un príncipe de finales del siglo XIX. No sólo pensaba en su propio fin, sino, también, en el fin del mundo en el que había vivido, en el fin de una época. En la película, el centro de atención cambia por completo: ya no es el príncipe, sino la joven pareja lo que es importante y lo que se hace valer. La grandeza y la perfección de Burt Lancaster salvan el día y la película no pertenece al príncipe, sino a esta pareja que está en proceso de establecerse como ya burgueses y a quienes sólo les importan la fama y la riqueza.

Enzo Sellerio, Sperlinga , 1967 © Galleria Valeria Bella

¿Qué otros libros, además de El gatopardo, recomendaría leer para conocer Sicilia?

Hay que leer Las parroquias de Regalpetra, de Leonardo Sciascia: es una minuciosa descripción del tejido social y de las ambigüedades de la Sicilia de finales de los años cuarenta. También, hay que leer El día de la lechuza, en la que inventa una nueva tensión de la novela policíaca cuyo modelo sería Dostoievski y, en general, todas sus novelas. Y las magníficas Noticias para un año de Pirandello, que transmiten la pluralidad de motivos que componen el alma profunda de Sicilia, su voluptuosidad, su magia y su crueldad, muy diferentes de sus obras teatrales. Y, por supuesto, leer a Verga con la Malavoglia y el Mastro don Gesualdo. Y, por último, hay que dejarse llevar por el fuerte impulso poético de Vincenzo Consolo en algunas de sus obras: La sonrisa del marinero desconocido, Las piedras de Pantalica y, sobre todo, Lunaria y Retablo.

Por último, ¿podría hablarnos de algún lugar de Sicilia que le resulte particularmente especial?

No es un lugar, sino un estilo, una modalidad: el Barroco. Varios lugares de Palermo están impregnados de eso y el suntuoso esplendor de la catedral normanda de Monreale, aunque no es, precisamente, barroco, forma parte de él. Donde mejor se capta es Noto, donde su unidad roza la perfección de detalle y de conjunto. Por último, me gusta mucho la catedral de Siracusa, con su fachada barroca insertada o inscrita, literalmente, en un antiguo templo dórico. Es un bello y conmovedor resumen de la historia siciliana. En la escandalosa majestuosidad de un sol feroz y devorador, esta iglesia ofrece una paz hecha de sombras y frescura que se convierte en una tranquilidad inmediatamente feliz.

Notas al pie
  1. Jean-Paul Manganaro es profesor emérito de literatura italiana contemporánea en la Universidad de Lille III. Ensayista, publicó para Éditions Dramaturgie el volumen colectivo Carmelo Bene (1977) y Douze mois à Naples, Rêves d’un masque (1983). Para Éditions du Seuil, publicó Le Baroque et l’Ingénieur. Entre sus traducciones en francés figura Le Guépard de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada por Seuil en 2007.
Créditos
Fotografías de Enzo Sellerio: https://www.valeriabella.com