Alain Mabanckou es un escritor y profesor franco-congoleño. En 2006 ganó el Prix Renaudot por su novela Mémoires de porc-épic. También recibió el Gran Premio de Literatura Henri-Gal de la Academia Francesa en 2012. Enseña literatura francófona en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA), ciudad de la que eligió hablarnos en su entrevista Gran Tour. Durante todo el mes de agosto, encontrará aquí los demás episodios de nuestra emblemática serie de verano «Gran Tour».
En las primeras líneas de Rumeurs d’Amériques, usted escribe: «He esperado unos 15 años para dirigir al fin la mirada fuera de mi país de origen, el Congo, o de mi país adoptivo, Francia». ¿Por qué mira a Estados Unidos en general, y a Los Ángeles en particular?
Cuando llegas a un lugar nuevo, a un territorio nuevo, primero tienes que ser capaz de echar raíces en tu experiencia, en tus recuerdos, en tu vida cotidiana, para que cuando te alejes de él, empieces a sentir la su ausencia.
Para poder escribir sobre un territorio, es esencial que la noción de ausencia resuene en mí. Necesito sentir un vacío. Para mí, escribir es una forma de llenar ese vacío. Si escribo mucho, por ejemplo, sobre la ciudad de Pointe-Noire en Congo-Brazzaville, es porque la reencontré en Francia; en cuanto me fui a Estados Unidos, sentí una doble nostalgia: por Congo-Brazzaville y por Francia.
Ahora, como vivo en Estados Unidos desde hace tantos años, cada vez que vengo a Francia tengo la impresión de que también me llama mi hogar estadounidense. Con el tiempo, fue esa sensación la que empezó a crear en mí la necesidad de escribir sobre mi experiencia en Estados Unidos. Muchos editores me decían que tenía que escribir la «gran novela americana» de la década, para impresionar al público. Pero uno sólo puede escribir sobre lo que mejor conoce. Creo que fue el tiempo lo que acabó por orientarme hacia Estados Unidos.
Usted dice que no quiere forzar las cosas, sino esperar a que vengan a usted. Dice que las cosas «se conectan» con su universo creativo. ¿Qué quiere decir con ese verbo? ¿Hay elementos que tienen que adaptarse a su universo creativo o, por el contrario, es su universo creativo el que busca dejarse influir por ese otro espacio que está descubriendo?
La conexión es casi imperceptible. No sientes que esté pasando nada. Tienes el placer de decirte: puedo estar en mi habitación en Estados Unidos, por ejemplo, y no escribir sobre lo que me rodea, sino sobre lo que está lejos, al otro lado. La conexión acaba estableciéndose cuando sientes la llamada de lo que te rodea. Cuanto más te estableces en un lugar, más sientes que muchos elementos van a presentarse y decir que forman parte de tu universo.
Creo que lo que me rodea ha venido a mí. He reaccionado queriendo dar testimonio de ello. La conexión es, en cierto modo, mi búsqueda perpetua entre quién soy, de dónde vengo y dónde vivo. Este trío crea una especie de danza armoniosa.
Al principio, Estados Unidos estaba lejos de mí y no me importaba. Pensaba que quizá nunca escribiría sobre ese país. Me decía que no era mi cultura, que es fundamentalmente congoleño-francesa.
Pero me equivocaba. Si rascas un poco la superficie, empiezas a sentir la diversidad de ese espacio y empiezas a pensar que podrías encontrar a Francia y al Congo dentro de Estados Unidos. Es una especie de trinidad entre haber nacido en el Congo, haber sido adoptado por Francia y trabajar en Estados Unidos. ¿Cómo voy a conectar esos tres puntos? En cierto modo, forman las famosas tres piedras que mantienen unidos a la olla y al fuego que la calienta. Así que esa es la conexión: ¿cómo llega una trinidad a sostener la olla de la imaginación?
Usted escribió L’Europe depuis l’Afrique y ha trabajado mucho sobre el descentramiento de la mirada y los conceptos europeos y franceses vistos desde África, desde los antiguos países colonizados. Ahora que ha añadido esa tercera piedra, ¿cómo se ve Europa desde Los Ángeles y cómo se ve África desde Los Ángeles?
Europa sigue siendo un imán y un sueño para los estadounidenses. Para los estadounidenses, Europa sigue siendo el lugar de la cultura, donde se afirmaron los derechos individuales y la libertad de expresión. Sigue siendo el lugar del pensamiento. Porque los estadounidenses reconocen que los grandes pensadores que les influyen (Bourdieu, Derrida…) proceden de Europa. Francia sigue teniendo prestigio intelectual, el prestigio del buen gusto, el culinario e incluso el de la moda. Todos esos elementos confluyen para que los estadounidenses piensen a menudo en la Europa capitalista —y, por tanto, más bien la Europa Occidental— como el lugar de la expresión más refinada.
¿Cómo se ve África desde Los Ángeles? La respuesta es variada. Los medios de comunicación se han centrado mucho en el lado siniestro del continente africano. Todo lo que se muestra de África es lo que va mal. Como resultado, África sigue siendo percibida como una zona por liberar, una zona que aún no ha alcanzado la democracia. Una zona que ha conservado su lado bárbaro y natural. En consecuencia, África sigue siendo un lugar para hacer excursiones: todavía hay estadounidenses que sueñan con ver elefantes, cebras, etcétera.
Pero África también tiene, para muchos estadounidenses, acentos de madre tierra. Los afroamericanos siguen pensando que su destino es regresar algún día a la tierra de sus antepasados. Por desgracia, existe una cierta mitificación del continente africano entre los afroamericanos, que se contradice con la realidad y las tragedias que ahí se viven a diario.
¿Hay algo que haya leído que le haya ayudado a descubrir California? ¿Puede guiarnos a través de sus lecturas californianas y de su imaginario de la ciudad de Los Ángeles? ¿Cuál es su biblioteca imaginaria de ese lugar?
Me gustan mucho los libros de Charles Bukowski. Nacido en Los Ángeles, tiene un lado un poco carnavalesco e incluso peligroso. También me gustan mucho los libros de James Ellroy, a quien conocí allí.
Pero mi gusto por la literatura estadounidense va mucho más allá de Los Ángeles, porque los grandes autores que me encantan, como James Baldwin o John Steinbeck, no proceden necesariamente de allí… También he leído a los clásicos estadounidenses —Mark Twain, Hemingway— y obras más contemporáneas —Bret Easton Ellis—, pero también a autores provenientes del extranjero, como la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, famosa en particular por su Americanah, o como Helon Habila. Hay mucha literatura africana en Estados Unidos, sobre todo de Nigeria.
Obviamente, los anglófonos tienen la llave de la literatura africana en Estados Unidos. A menudo lamento que no tengamos el mismo auge en la literatura francófona en Estados Unidos. Mientras otros escriben en inglés, nosotros tenemos que pasar por la traducción, lo que también complica la promoción de los libros.
A propósito de clásicos, usted ha escrito que durante mucho tiempo, tras descubrirlo de joven, pensó que William Faulkner era un escritor negro.
Desde luego que sí. Cuando llegué a Michigan, a Ann Arbor, nunca había visto una foto de Faulkner. Sus páginas sobre el Sur y la tormenta eran extraordinarias… Cuando, a principios de la década de 2000, la librería Salman’s Bookshop celebraba el cumpleaños de Faulkner, vi a un hombre blanco. Exclamé: «¡¿El tipo es blanco?!». Antes de esa fecha, durante toda mi juventud, lo había leído como un escritor negro. La construcción dramática, la invención de todos esos lugares del sur de Estados Unidos, su lado a veces oscuro y casi surrealista, incluso trágico… Me decía que sólo podía ser negro. Eso demuestra que el color que uno da a un escrito —y a un escritor— depende de la idea que uno tiene de lo que está leyendo. Aquel día comprendí la universalidad de Faulkner. Un niño africano, un campesino sudamericano o un indio de la casta de los intocables pueden identificarse con las historias de Faulkner.
¿Podría hablarnos de un lugar especialmente querido para usted en Los Ángeles?
Podría mencionar MacArthur Park, en el corazón de Los Ángeles, entre Downtown y Koreatown, en una zona donde la ciudad está establecida desde hace mucho tiempo. En ese parque se mezclan todas las poblaciones. Se ven latinos jugando futbol —futbol europeo—, gente paseando a sus perros, canales artificiales. Cuando uno piensa en la historia de Los Ángeles desde ese sitio, tiene la impresión de que Los Ángeles dio ahí sus primeros pasos, antes de expandirse en una especie de espiral gigantesca.
A menudo me siento allí tranquilamente con mi cuaderno, junto al pequeño túnel que une la calle y el parque, donde todos los vagabundos han pintado en las paredes. Las pintaron con colores espectaculares. Cuando entras en ese túnel, la luz sólo llega desde el fondo, y te conviertes en un personaje de ese paisaje. Cuando pienso en mi escritura en Los Ángeles, pienso en MacArthur Park.
Jean Baudrillard consideraba Los Ángeles la ciudad del hiperrealismo, el culto a los objetos y las imágenes. ¿Cómo ve usted la cultura visual de Los Ángeles?
La ciudad de Los Ángeles en particular y California en general tienen ese poder de crear imágenes. Los Ángeles es la ciudad de los ángeles, que se supone que son visiones en sí mismos. Lo que más me llama la atención es que, físicamente, Los Ángeles no existe. Los Ángeles está hecha de nuestras obsesiones, de nuestra admiración, de lo que proyectemos en ella. Como resultado, todo el mundo tiene una cierta idea, una cierta geografía imaginaria de Los Ángeles.
Quizá sea también por eso que, a pesar de los mundos tan desarrollados del cine y el arte, los barrios han conservado esa presencia de visiones e imágenes. En cuanto entras en el barrio armenio, sientes que estás en un espacio armenio; en cuanto entras en el barrio de Little Ethiopia, los frescos verdes, amarillos y rojos que recuerdan la religión rastafari, los dioses del reggae y su emperador Haile Selassie, te hacen sentir que estás en un espacio etíope.
Los Ángeles es una ciudad de absoluta expresión visual. Vivir aquí te obliga a cuestionar tu imaginario a diario, a reelaborar tu forma de ver las cosas, pero también a prestar atención a lo efímero. Ahí coexisten muchas temporalidades, como espejismos. A veces tengo la impresión de que Los Ángeles es una ciudad mucho más soñada que vivida.
¿Diría que es una ciudad novelesca?
No sería mi ciudad novelesca ideal, pero con el poder de la novela y de la ficción es posible convertir la ciudad más espantosa en icónica. Faulkner creó una ciudad que todo el mundo busca, aunque no exista. Simplemente se parece a ciertos pueblos de la zona donde él vivió. El poder novelístico de una ciudad depende del poder imaginario de la escritura. La ciudad de Pointe-Noire sobre la que escribí se convirtió en objeto de fantasía, aunque sólo sea una pequeña franja de tierra. Las ciudades son novelescas por las novelas que se escriben sobre ellas. Pero Los Ángeles quizá sea más una ciudad de imágenes que de textos.
Usted trabaja con múltiples medios: escritura, música, vídeo… ¿Cómo encajan los diferentes formatos en su obra?
Aprovecho las diferentes oportunidades que nos ofrece la tecnología moderna. Gracias a esos formatos, pensar y hablar no están reservados a los mayores de treinta años. No podemos dar por hecho que los niños de hoy no leen o no pueden entender el mismo grado de complejidad que nosotros: el cambio generacional se basa principalmente en una transformación de formatos y ritmos —velocidad de consumo, velocidad de caducidad, etc.—, por eso he optado por usar esas nuevas tecnologías.
Cuando inviertes en redes de jóvenes como TikTok, es importante ofrecer contenidos que les permitan cuestionarse quiénes son, qué ven y qué oyen. El resultado es siempre extraordinario. Cuando entré por primera vez a TikTok, no quería hablar de literatura, porque habría sido demasiado obvio, y el formato no me parecía adecuado. Así que decidí hablar de un baile que conozco bien, la rumba congoleña. En poco tiempo, vi cómo se disparaba el número de reacciones, 200 o 300 mil personas siguiendo lo que hacía, televisiones que lo retransmitían en Congo-Brazzaville… Ese es también el ritmo de las redes, con su increíble potencial de expansión.
Mi objetivo es llegar a los jóvenes para perpetuar el gusto por la lectura. Al presentar un contenido a una generación mucho más joven que la mía, corría el riesgo de que funcionara, o de que lo odiaran. Cuando los jóvenes ven a un hombre serio, un adulto, hablando de literatura, que aparece en TikTok, despierta su curiosidad. Espero que esto despierte en algunos de ellos la curiosidad de ampliar sus descubrimientos.
Andy Warhol dijo que cada quien tiene un Estados Unidos propio. ¿Cómo es el suyo?
El mío cambia con el tiempo.
Al principio, Estados Unidos era simplemente una tierra de paso para mí. Yo era un residente de paso. Cuando te quedas más de una década, la tierra de paso se convierte prácticamente en una tierra de inmovilidad. Cuando pasas allí dos décadas, has vivido ahí durante una generación, has visto varios presidentes, has visto nacer y morir estrellas, formas parte de la cultura, lo aprendes todo.
Así que mi Estados Unidos sería el que yo eligiera. Es más popular y diverso. Por eso decidí vivir en Koreatown, donde puedo encontrar restaurantes tailandeses, coreanos, chinos… Al mismo tiempo, Koreatown está en el cruce de La Brea, los etíopes, los negros estadounidenses y, al otro lado, los barrios burgueses donde están los embajadores africanos y europeos. Me puse en el centro de ese crisol porque quería no sólo vivir en Estados Unidos, sino sobre todo conocer a la gente, más que el discurso oficial que vende Estados Unidos como la nación más bella del mundo.
Lo que conforma mi Estados Unidos son las personas que conozco. Mi Estados Unidos ha surgido a través de la gente, de los encuentros. Lo que conforma a Estados Unidos son los seres vivos, incluidos los perros. Cuando hablas con estadounidenses te das cuenta de lo grande que es ese país. El discurso político nunca me ha hecho amar a Estados Unidos. Lo que realmente cuenta para mí son los encuentros que he tenido, algunos de los cuales se relatan en Rumeurs d’Amérique. Recuerdo un bar en el que vi a una coreana enseñándole coreano a un estadounidense. Para mí, eso es Estados Unidos.
Aunque oculte lo político bajo el entretenimiento, el sur de California ofrece una especie de destilación de las profundas dinámicas geopolíticas del mundo contemporáneo: el cambio climático (incendios, recursos hídricos, etc.), los problemas migratorios (con la frontera más famosa del mundo entre San Diego y Tijuana) y la revolución tecnológica y digital. ¿Cómo ve esta encrucijada de problemas globales desde la perspectiva californiana?
Para mí, el sur de California es un laboratorio. Mi compañera, que es mexicana, se ocupa con su organización del destino de los refugiados que quieren volver a Estados Unidos a través de Tijuana. Visitamos a menudo esa frontera. Ahí me doy cuenta de que el sur de California contiene tanto lo mejor como lo peor.
En Rodeo Drive, la burguesía convive con la miseria social y un odio creciente hacia las poblaciones asiáticas… Es extraño, pero quizá el sur de California ofrezca, en una especie de condensación, el repertorio de enemigos de toda la sociedad estadounidense.
Es curioso e incluso extraño que todo esto se ilustre en el estado más rico de Estados Unidos, California. Todo eso cohabita también con cambios políticos: hemos tenido un gobernador como Arnold Schwarzenegger —también inmigrante— o la actual alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, que es una negra estadounidense que quiere combatir el problema de los sin techo, crucial en Los Ángeles. Hoy en día, no puedes cruzar más de cuatro calles sin ver una tienda de campaña, gente sin casa, sin asistencia mínima, en la desesperación total.
El pueblo estadounidense no es suficientemente consciente de esos problemas. Pero probablemente también por eso elegí California: para estar en el centro de todo y ver cómo, en general, se pueden vivir todas las desgracias del mundo en un solo territorio.
Usted eligió California. ¿Tenía ya una idea preconcebida sobre el lugar o salió a descubrir lo desconocido, sin ideas preconcebidas?
Michigan fue el primer lugar donde me establecí en Estados Unidos. Allí empecé a ser profesor. Por supuesto, soñaba con estar al sol, en el Oeste. Tenía California en la mira. Al final, fueron los acontecimientos los que me llamaron a ir allí.
En cuanto llegué, me enamoré del lugar. Al principio vivía en Santa Mónica. Estaba en medio de la pequeña burguesía estadounidense formada por actores de Hollywood que no querían vivir en Beverly Hills para escapar de los paparazzi, así que se habían instalado en Santa Mónica. El océano Pacífico está justo al lado, y es espléndido. Es una zona limpia y pulida. El Third Street Promenade, al otro lado, tiene también su esplendor.
Pero lo que faltaba era la población. Me sentía a gusto cuando estaba en el corazón de Los Ángeles, no en Santa Mónica. Por eso decidí mudarme a Los Ángeles y dejar Santa Mónica.
¿Qué tendencias o direcciones subyacentes cree usted que esté tomando el mundo académico que observa como profesor en la UCLA? ¿Cómo ha evolucionado el renacimiento crítico de hace veinte o treinta años (con la aparición de los estudios culturales, poscoloniales y de género)?
Estos nuevos campos de nuestras disciplinas están evolucionando, simplemente porque cada vez se investiga más. Todas las disciplinas dedicadas al estudio de la sociedad estadounidense evolucionan a medida que cambia la propia sociedad. Por ejemplo, hay una gran diferencia entre lo que se estudiaba en el campo de los estudios postcoloniales hace diez años y lo que se estudia hoy. La literatura se ha abierto, la fertilización cruzada está en todas partes y estamos descubriendo otras literaturas de otros lugares: Pakistán, Afganistán, etc.
La única crítica que tengo de esa evolución es que está compartimentada, que cada uno se queda en su rinconcito. En mi opinión, la elección de un ángulo no debe hacerse en oposición a los demás. Se trata de mostrar cómo nuestra sociedad ha evolucionado para sacudirse las categorías preconcebidas, en lugar de construir otras nuevas, con su propia rigidez.
Estos avances en el pensamiento nos han permitido dar a los individuos la libertad de definir su propia identidad, refutar la que se les ha endilgado durante siglos y considerar que son individuos que se definen a sí mismos a través de los encuentros que tienen.
¿Qué postura adopta ante el concepto de apropiación cultural, que a menudo se esgrime contra las personas que se acercan a ámbitos culturales de los que no proceden?
A petición de Charles Dantzig, estoy escribiendo un libro sobre la apropiación cultural para Grasset, que se llamará 8 leçons sur l’appropriation culturelle y abarcará ocho ámbitos diferentes (música, cocina, moda, literatura, etc.). La palabra “apropiación” implica que uno se convierte en propietario de algo, en este caso, de la cultura. Por lo tanto, según la definición jurídica, el propietario como tal tiene derecho a disfrutar de la cosa, a disponer de ella como le plazca y a abusar de ella como le plazca.
Hay personas de buena fe que llevan rastas porque les fascina la religión rastafari. El peligro de la apropiación cultural es cuando esos códigos se utilizan para ganar capital a costa de las personas depositarias de esas culturas. En ese sentido, la persona con rastas no se está apropiando, sino simplemente tomando prestada la cultura. En cambio, cuando el préstamo se hace por razones económicas o capitalistas, se trata realmente de una apropiación cultural, porque el préstamo se utilizará para fabricar un producto. Se trata de autoproclamarse creador del producto.
De estos tres lugares en los que se apoya la «olla de la imaginación» que ha mencionado, ¿hay alguno en el que prefiera escribir, en el que escriba mejor?
Al final todo se equilibra. Como salí del Congo a los 20 años, hace 37, he vivido más fuera de mi país de origen que dentro de él. El equilibrio es tal que, incluso cuando voy al Congo, quiero volver a Estados Unidos. Por supuesto, es porque me establecí allí, pero también porque los congoleños me llamarán extranjero. Nunca serán naturales conmigo. Uno se siente en casa donde está en paz, donde por fin está consigo mismo.
Sigo teniendo esta pasión por el Congo, Francia y Estados Unidos. La olla se ha equilibrado un poco a medida que he ido avanzando.