«Una naturaleza extrañamente prometeica», Oppenheimer tras Hiroshima
Oppenheimer: escritos selectos | Episodio 3
Noviembre de 1945. Hacía sólo unos meses que Little Boy y Fat Man han tocado el suelo japonés -cambiando la faz del mundo-. En la Universidad de Pennsylvania, ante una audiencia de científicos y académicos, Oppenheimer trata de poner en palabras lo que estaba empezando a suceder, esbozando una epistemología, una estrategia y una política para el poder atómico. Este nuevo archivo de nuestra serie de verano debe leerse como un discurso tan serio como vacilante, que nos devuelve a las raíces de la tragedia Oppenheimer.
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- El Grand Continent •
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- LOS ALAMOS LABORATORY
Lo que puede devastarlo todo también podría resolverlo todo -si conseguimos cooperar, entre científicos y entre naciones-. Este era, más o menos, el mensaje que el inventor de la bomba atómica intentaba transmitir el 16 de noviembre de 1945 en Filadelfia, en la Universidad de Pensilvania, ante la Sociedad Filosófica Americana. Y era, de forma imperfecta y embrionaria, un resumen de las cuestiones que le seguirían y atormentarían durante sus años al frente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos.
Un término que Oppenheimer no utilizó -estamos en la prehistoria del pensamiento sobre las implicaciones del átomo- recorre sin embargo su discurso: dual. La naturaleza necesariamente dual del poder del átomo: por un lado, proporcionar energía ilimitada canalizándola a través de reactores; por otro, arriesgarse a devastar el mundo. El tono serio pero dubitativo de esta conferencia, pocos meses después de Hiroshima y Nagasaki, demuestra que el «padre de la bomba atómica» era plenamente consciente de que su invento ya había cambiado la vida humana en la Tierra. Sin embargo, en este discurso, como en otros, adopta el enfoque de estrechar el foco y observar el problema a través del prisma de las implicaciones de este cambio de paradigma para la forma en que se hacen la ciencia y los descubrimientos científicos. En muchos sentidos, esta reflexión puede leerse como un intento de vincular los descubrimientos de Los Álamos -técnicos, señala Oppenheimer, no científicos- a la historia de la ciencia en Occidente. Así se entiende la comparación entre el conocimiento de la energía atómica y el conocimiento del sistema solar.
Sin embargo, a lo largo de su charla a los miembros de la Sociedad Filosófica Americana se percibe cierta ingenuidad sobre el poder del arma («cesarán las guerras»), como si Oppenheimer quisiera convencerse de que su invento tiene algo de bueno. De este modo, el texto entrecruza, incluso entrelaza, lo que podría calificarse displicentemente de reflexión epistemológica sobre la bomba con un llamamiento a la «responsabilidad colectiva» para poner fin a las guerras. Esta ambivalencia, esta incapacidad para tomar una decisión, es una constante en los escritos sobre la bomba que estamos traduciendo y publicando en nuestra serie de verano.
Este archivo es especialmente notable por su fecha. Fue sólo unos meses después de Hiroshima y Nagasaki, y Oppenheimer estaba tratando de sacar algunas lecciones polémicas iniciales. Los bombardeos de agosto habían definido, en su opinión, un «modelo para el uso» de las armas atómicas: «un arma de agresión, sorpresa y terror». Su inventor advierte que, según este modelo, si volvieran a utilizarse, sería por millares o decenas de millares. De ahí la necesidad de hacer imposible la guerra.
Pero el discurso de Oppenheimer puede leerse también, y finalmente, como una respuesta -o la anticipación de una crítica- a quienes acusan a los científicos que contribuyeron al Proyecto Manhattan de haber devaluado de algún modo el progreso científico: «No creo que sea posible trascender la crisis actual en un mundo en el que el trabajo de la ciencia se utilice si se utiliza a sabiendas para fines que los hombres consideran perversos». Sin negarse ni denigrarse a sí mismo, J. Robert Oppenheimer intenta aquí vincular la invención de la bomba a una mejor comprensión del mundo que abrió.
Miembros de la Academia, miembros de la Sociedad Filosófica:
Lo que ustedes desean, por sus buenas razones, oír de mí hoy, lo que las circunstancias, quizás, me han capacitado para discutir con ustedes, sobre la base de la experiencia, es cómo fabricar armas atómicas. Es cierto, como hemos dicho tan a menudo y tan seriamente: en los estudios científicos que tuvimos que llevar a cabo en Los Álamos, en las artes prácticas allí desarrolladas, hubo pocos descubrimientos fundamentales. No hubo una gran nueva percepción de la naturaleza del mundo físico.
Tuvimos muchas sorpresas. Aprendimos muchas cosas sobre los núcleos atómicos y muchas más sobre el comportamiento de la materia en condiciones extremas y desconocidas; no pocos de los trabajos fueron, por su calidad y su estilo, dignos de las mejores tradiciones de la ciencia física.
No sería una historia aburrida. Se está recopilando en un gran manual de 15 volúmenes. Creemos que gran parte de éste será de interés para los científicos, aunque no sean, de profesión, fabricantes de bombas atómicas. Será un placer hablarles un poco de ello. Sería todo un gusto ayudarles a compartir nuestro orgullo por la idoneidad y la solidez de la ciencia física de nuestro patrimonio común que se empleó en esta arma, que demostró su eficacia el verano pasado en el desierto de Nuevo México.
Eso no sería una historia aburrida, pero no es la que puedo contar hoy. Sería demasiado peligroso contarla. Eso es lo que el presidente, en nombre del pueblo de Estados Unidos, nos ha dicho. Eso es lo que muchos de nosotros, si nos viéramos obligados a tomar la decisión, podríamos concluir.
Lo que se nos ha venido encima, la perspicacia, el conocimiento, el poder de la ciencia física, a cuyo cultivo, a cuyo aprendizaje y a cuya enseñanza estamos dedicados, se ha vuelto demasiado peligroso como para hablar de ello, incluso en estos salones. Ésa es la cuestión a la que nos enfrentamos ahora, que va a la raíz de lo que es la ciencia, de su valor. Esa cuestión es a la que, tentativa y parcialmente y con un profundo sentido de su dificultad y de mi propia insuficiencia, debo tratar de referirme hoy.
No es una cuestión familiar para nosotros en estos últimos días. No es una situación familiar. Si parece guardar analogía con la que plantean otras armas, con la necesidad de cierto secretismo, digamos, en la discusión sobre obuses o torpedos, esa analogía nos engañará. Hay algunos accidentes en esta situación, algunas cosas que, a la gran luz de la historia, pueden parecer contingentes.
Las armas atómicas se basan en elementos que se encuentran en la frontera misma de la física. Su desarrollo está, inextricablemente, ligado con el crecimiento de la física, como con toda probabilidad con el de las ciencias biológicas y muchas artes prácticas. En realidad, las armas atómicas fueron fabricadas por científicos; incluso, algunos de ustedes podrían pensar que las crearon científicos normalmente dedicados a la exploración de cosas, más bien, recónditas.
La rapidez de la evolución y la participación activa y esencial de los hombres de ciencia en la misma han contribuido, sin duda, en gran medida, a nuestra toma de conciencia de la crisis a la que nos enfrentamos e, incluso, a nuestro sentido de la responsabilidad en su resolución. No obstante, éstas son cosas contingentes.
Lo que no es contingente es que hemos creado una cosa, un arma terrible, que ha alterado abrupta y profundamente la naturaleza del mundo. Hemos creado algo que, según todos los criterios del mundo en el que crecimos, es maligno. Con ello, con nuestra participación en hacer posible la fabricación de estas cosas, hemos planteado de nuevo la cuestión de si la ciencia es buena para el hombre, de si es bueno aprender sobre el mundo, tratar de comprenderlo, tratar de controlarlo, ayudar a dotar al mundo de los hombres de una mayor comprensión, de un mayor poder.
Puesto que somos científicos, debemos decir un «sí» inalterable a estas preguntas. Es nuestra fe y nuestro compromiso, pocas veces explicitado y, aún menos, cuestionado, que el conocimiento es un bien en sí mismo; el conocimiento y el poder que debe venir con él.
Tal vez, podemos pensar en los primeros tiempos de la ciencia física en la cultura occidental, cuando se sentía como una profunda amenaza para todo el mundo cristiano. Se recordarán los tiempos más recientes del siglo pasado, en los que algunos veían tal amenaza en la nueva comprensión de las relaciones entre el hombre y el resto del mundo viviente. Incluso, se puede recordar la preocupación entre los eruditos, por algunos de los desarrollos fundamentales de la física, por la teoría de la relatividad y, aún más, por las ideas de complementariedad y sus implicaciones de largo alcance en las relaciones del sentido común y del descubrimiento científico; su recordatorio forzado, familiar para la cultura hindú, pero bastante extraño para la de Europa, de las insuficiencias latentes de las concepciones humanas sobre el mundo real que deben describir.
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Uno puede pensar en estas cosas, en especial, en los grandes conflictos del Renacimiento, porque reflejan la verdad de que la ciencia es una parte del mundo de los hombres, de que, a menudo, antes, se inyectaba, en ese mundo, elementos de inestabilidad y cambio, de que, si hay peligro en la situación actual –como creo que lo hay–, podemos voltear al pasado en busca de la seguridad de que nuestra fe en el valor del conocimiento podría prevalecer.
Una bomba atómica no es una nueva concepción, no es un nuevo descubrimiento de la realidad. Es una cosa muy ordinaria en algunos aspectos, que compacta con gran parte de la ciencia que conforma nuestros laboratorios y nuestra industria. Sin embargo, cambiará la vida de los hombres, así como, a lo largo de los siglos, la ha cambiado el conocimiento del sistema solar porque, en un mundo de armas atómicas, las guerras cesarán.
Y eso no es poca cosa. No es pequeña en sí misma, como el mundo sabe hoy, quizás, con más amargura que nunca, pero, quizás, al final, sea aún mayor por las alteraciones, las radicales, aunque lentas, alteraciones en las relaciones entre hombres y entre naciones y culturas que implica.
Sólo puede ayudarnos, creo, reconocer que estas cuestiones son, más bien, cuestiones cruciales. No podemos servirnos a nosotros mismos ni a la causa de la libertad y del crecimiento de la ciencia ni a nuestros semejantes si subestimamos las dificultades o si, por cobardía, oscurecemos el carácter radical del conflicto y sus aspectos.
Durante nuestra vida, quizás las armas atómicas puedan ser un gran o un pequeño problema. No pueden ser más que una gran esperanza. A veces, cuando los hombres hablan de la gran esperanza y de la gran promesa del campo de la energía atómica, no hablan de paz, sino de poder atómico y de radiaciones nucleares.
Ciertamente, son entusiasmos adecuados, entusiasmos que todos debemos compartir. La viabilidad técnica de obtener cantidades prácticamente ilimitadas de energía a partir de reactores nucleares controlados parece muy segura, casi segura. Y la creación de centrales que demuestren las ventajas y limitaciones de dicha energía no parece, desde el punto de vista del esfuerzo técnico, tan lejana.
Hay que voltear a ver la historia para saber que, con el tiempo, estas posibilidades serán valiosas; con el tiempo, desempeñarán un papel importante, aunque no se comprenda del todo en nuestra industria ni en nuestra economía en este momento. Ya escucharon hablar, esta mañana, de algunos de los problemas biológicos y médicos y de los usos de la radiación de tales reactores. Incluso los físicos pueden pensar en algunas cosas instructivas que hacer con los gramos de neutrones que estos reactores ponen a su disposición.
Y todos nosotros, que hemos visto algo del crecimiento de la ciencia, sabemos muy bien que lo que podemos discernir de las posibilidades en estos campos es una parte muy pequeña de lo que aparecerá cuando nos adentremos en ellos realmente.
Sin embargo, me parecería un tanto erróneo dejar que nuestra confianza –y, atención, nuestra confianza totalmente justificada– en el futuro de aplicaciones pacíficas de la física nuclear nos distrajera por completo de la inmediatez y del peligro de las armas atómicas. No sería honesto hacerlo porque ni siquiera una mejor comprensión del mundo físico, ni siquiera los avances más bienvenidos de la terapia deberían hacernos felices de ver cómo estas armas se convierten en la devastación de la Tierra.
Ni siquiera será muy práctico hacerlo. Técnicamente, el funcionamiento de los reactores y la fabricación de armas están estrechamente relacionados. Dondequiera que haya reactores en funcionamiento, existe una fuente potencial, aunque no necesariamente conveniente, de materiales para armas. Dondequiera que se fabriquen materiales para armas, pueden utilizarse para reactores que pueden ser muy adecuados para la investigación para el desarrollo de energía.
Me parece casi inevitable que, en un mundo comprometido con el armamento atómico, la sombra del miedo, del secretismo, de la coacción y de la culpa planee sobre gran parte de la física nuclear, sobre gran parte de la ciencia. Los científicos de este país se han apresurado a identificarlo e intentar escapar de él. No creo que este intento pueda tener mucho éxito en un mundo de armamento atómico.
Hay otra serie de argumentos cuya intención es minimizar el impacto de las armas atómicas y, por lo tanto, retrasar o evitar la inevitabilidad, al final, de los cambios radicales en el mundo que su advenimiento parecería exigir. Hay gente que dice que no son armas tan malas.
Antes de la prueba de Nuevo México, a veces, también lo decíamos cuando anotábamos kilómetros cuadrados y tonelajes equivalentes y cuando veíamos las imágenes de una Europa arrasada. Después de la prueba, ya no lo decimos. Algunos de ustedes habrán visto fotografías de la huelga de Nagasaki, habrán visto las grandes vigas de acero de las fábricas retorcidas y destrozadas. Algunos se habrán dado cuenta de que esas fábricas destrozadas estaban separadas por muchos kilómetros. Algunos de ustedes habrán visto fotografías de las personas que fueron quemadas o les habrán echado un vistazo a los desechos de Hiroshima.
La bomba de Nagasaki habría arrasado diez millas cuadradas o un poco más, si hubiera habido diez millas cuadradas que arrasar. Como se sabe que el proyecto costó dos mil millones de dólares y que sólo lanzamos dos bombas, es fácil pensar que deben ser muy caras, pero, para cualquier empresa seria de armamento atómico y sin ningún elemento de novedad técnica de ningún tipo, limitándose a hacer cosas que ya se han hecho, esa estimación del costo sería elevada a algo así como un factor de mil.
El armamento atómico, incluso con lo que sabemos hoy, puede ser barato. Incluso si usamos lo que sabemos hacer hoy, sin ninguna de las cosas nuevas, el armamento atómico no romperá la espalda de ningún pueblo que quiera armamento atómico.
La pauta del uso de armas atómicas se estableció en Hiroshima. Son armas de agresión, de sorpresa y de terror. Si alguna vez se vuelven a utilizar, puede que sea por miles o, quizás, por decenas de miles. Su método de lanzamiento puede ser diferente y reflejar nuevas posibilidades de interceptación y nuevos esfuerzos para burlarlas. Y la estrategia de su uso puede ser diferente de la que se utilizó contra un enemigo esencialmente derrotado.
No obstante, es un arma para agresores y los elementos de sorpresa y de terror son tan intrínsecos a ella como lo son los núcleos fisionables. Uno de nuestros colegas, un hombre profundamente comprometido con el bienestar y el crecimiento de la ciencia, me aconsejó, no hace mucho, que no le diera demasiada importancia, en palabras públicas, a los terrores de las armas atómicas tal como son y tal como pueden ser.
Sabe, tan bien como cualquiera de nosotros, lo terribles que pueden llegar a ser. Podría, dijo, causar una reacción hostil hacia la ciencia. Podría alejar a la gente de la ciencia. No es un hombre tan viejo y creo que poco le importará a él, o a cualquiera de nosotros, lo que se diga ahora sobre las armas atómicas si antes de morir vivimos para ver una guerra en la que se utilicen.
Creo que no contribuirá a evitar una guerra semejante el que tratemos de restregar las aristas de este nuevo terror que hemos contribuido a traer al mundo. Creo que nos corresponde a nosotros, entre todos los hombres, a nosotros, como científicos, porque es nuestra tradición reconocer y aceptar lo extraño y lo nuevo. Creo que nos corresponde a nosotros aceptar como un hecho este nuevo terror y aceptar, con él, la necesidad de esas transformaciones en el mundo, que harán posible integrar estos desarrollos en la vida humana.
Creo que no podemos, a largo plazo, proteger la ciencia contra esta amenaza para sus espíritus ni contra este reproche a su cuestión, a menos que reconozcamos la amenaza y el reproche y que ayudemos a nuestros semejantes de todas las formas adecuadas para eliminar su causa; su causa es la guerra.
Si vuelvo a hablar con tanta insistencia sobre la magnitud del peligro no sólo para la ciencia, sino para nuestra civilización, es porque veo, en ello, nuestra única gran esperanza como un argumento más contra la guerra, como argumentos que siempre han existido, que han crecido gradualmente con la tecnología moderna.
Como un asunto más que requiere consideración internacional, como todos los demás asuntos que así lo requieren, no es único. Sin embargo, como vasta amenaza para todos los pueblos de la tierra, ésa es la novedad; el terror, su naturaleza extrañamente prometeica, se ha convertido, a los ojos de muchos de nosotros, en una oportunidad única.
Ha resultado muy difícil realizar esos cambios en las relaciones entre naciones y pueblos; esos cambios concurrentes y mutuamente dependientes en la ley, en el espíritu, en las costumbres y en la concepción; todos son esenciales. Ninguno de ellos es absolutamente anterior a los otros que deberían ponerle fin a la guerra. No sólo ha sido difícil, sino que ha resultado imposible. Será difícil en los próximos días, difícil y plagado de desalientos y frustraciones, y será muy lento, pero no será imposible.
Si se reconoce, como creo que debe reconocerse, que éste es, para nosotros, en nuestro tiempo, el problema fundamental de la sociedad humana, no será imposible. Se trata de compromisos de gran envergadura y no quiero minimizar su profundidad, pues implican mantener, por encima de todo lo demás, todo aquello por lo que viviríamos y por lo que moriríamos. Nuestro vínculo común con todos los pueblos del mundo, nuestra responsabilidad común por un mundo sin guerras, nuestra confianza común en que, en un mundo así unido, las cosas que apreciamos, el aprendizaje, la libertad y la humanidad, no se perderán.
Estas palabras pueden parecer visionarias, pero no lo son. Evitar la guerra atómica es algo muy pragmático. Es práctico reconocer la fraternidad de los pueblos del mundo. Es algo práctico reconocer como responsabilidad común, totalmente incapaz de solución unilateral, el peligro común que las armas atómicas constituyen para el mundo. Es reconocer que, sólo mediante la comunidad de responsabilidad, hay esperanza de hacerle frente a ese peligro.
Podría ser eminentemente práctico intentar desarrollar esos acuerdos y ese espíritu de confianza entre los pueblos, necesarios para el control de las armas atómicas. Podría ser práctico considerar esto como una planta piloto para todos esos otros acuerdos internacionales necesarios, sin los cuales no habrá paz.
En estos párrafos, como antes, parece que Oppenheimer intenta esbozar un vínculo entre la conveniencia y la utilidad de buscar una solución común. Por eso traducimos «practical» por «pragmático», que debe entenderse aquí en el sentido común y no como una referencia al pragmatismo filosófico del Club Metafísico de Boston.
Éste es un campo nuevo, menos encadenado que la mayoría con intereses creados o con la vasta inercia de siglos de soberanía puramente nacional. Se trata de un nuevo campo que surge de una ciencia inspirada por los más altos ideales de fraternidad internacional. Parecería un tanto visionario y más que un poco peligroso esperar que los trabajos sobre la energía atómica y las armas atómicas siguieran adelante, como lo han hecho tantas cosas en el pasado, como la construcción de acorazados bajo una autoridad pura y estrechamente nacional, sin la confianza básica entre los pueblos ni la cooperación o la abrogación de que, de alguna manera, estos arsenales atómicos separados y desconfiados contribuirían a la paz del mundo.
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Me parecería visionario en extremo, y nada práctico, esperar que los métodos que, tan tristemente, han fracasado para evitar la guerra en el pasado tengan éxito frente a este peligro mucho más grave. En mi opinión, sería muy peligroso considerar, en estos tiempos de crisis, que una solución radical es menos práctica que una convencional. También, sería muy peligroso y conduciría, con toda seguridad, a trágicos desalientos esperar que una solución radical pueda evolucionar rápidamente o que su evolución esté exenta de los más graves conflictos e incertidumbres.
Los primeros pasos en la puesta en práctica de la internacionalización de la responsabilidad para evitar los peligros de una guerra atómica serán, inevitablemente, muy modestos. No me corresponde a mí, que no tengo experiencia ni conocimientos, hablar de cuáles podrían ser esos pasos.
Sin embargo, esto es exactamente lo que Oppenheimer se propuso hacer a partir del año siguiente en el seno del Comité de Energía Atómica de los Estados Unidos y públicamente, como en el artículo de 1948 en Foreign Affairs que abre esta serie de archivos.
Sin embargo, hay dos cosas que quizás debamos tener en cuenta y que nos gustaría decir como científicos. Uno: no sólo políticamente, sino, también, técnicamente, este campo de la energía atómica es muy nuevo y cambia muy rápidamente. Sería bueno subrayar el carácter provisional y tentativo de cualquier acuerdo que pudiera parecer apropiado en un futuro próximo.
Dos: en el fomento y cultivo del intercambio entre naciones, veríamos no sólo una oportunidad para fortalecer la fraternidad entre científicos de diferentes tierras, sino una valiosa ayuda para establecer la confianza entre naciones en cuanto a sus intereses y actividades en la ciencia, en general, y en los campos relacionados con la energía atómica, en particular.
No lo es, en absoluto, como especie; es, más bien, una forma concreta y constructiva, aunque limitada, de esas relaciones de cooperación entre naciones que deben ser el modelo del futuro. Permítanme repetir que estas observaciones no pretenden, en modo alguno, definir ni agotar ni limitar el contenido de los acuerdos internacionales que puedan ser posibles o apropiados. Se ofrecen como sugerencias que se le ocurren, naturalmente, a un científico que quisiera ser útil. No obstante, dejan intactos los problemas básicos del arte de gobernar, de los que depende todo lo demás.
Habrá habido poco, en estas palabras, que pueda haber sido nuevo para alguien. Desde hace meses, existe, entre los científicos y entre muchos otros, una preocupación, a menudo, muy confusa, tanto por la crítica situación en la que se encuentra la física nuclear como por los peligros más generales de la guerra atómica.
Me parece que estas reacciones entre los científicos, que los han hecho reunirse, hablar, testificar, escribir y discutir sin remisión y que son generales casi hasta el punto de la universalidad, reflejan una conciencia de crisis sin parangón. Es una crisis porque no sólo están en peligro las preferencias y los gustos de los científicos, sino la sustancia de su fe; el reconocimiento general del valor, del valor incondicional del conocimiento, del poder y del progreso científicos.
Cualquiera que sea la motivación individual y la creencia del científico, sin ese reconocimiento, por parte de sus semejantes, del valor de su trabajo, a largo plazo, la ciencia perecerá. No creo que sea posible superar la crisis actual en un mundo en el que se utilizan los trabajos de la ciencia, que se usan, a sabiendas, para fines que los hombres consideran perversos.
En un mundo así, de poco servirá intentar proteger al científico de las restricciones, de los controles, de un secreto impuesto que, con razón, encuentra incompatible con todo lo que ha aprendido a creer y a apreciar. Por lo tanto, me parece necesario explorar un poco el impacto de la llegada de las armas atómicas sobre nuestros semejantes y las vías que podrían estar abiertas para evitar el desastre al que invitan.
Creo que sólo hay un camino y que, en él, reside la esperanza de todo nuestro futuro.