Repaso de los episodios anteriores
Estratégicamente, Ucrania debe necesariamente estar a la ofensiva si quiere alcanzar su objetivo de liberación total de su territorio. Rusia, por su parte, puede contentarse –y parece contentarse– con una postura puramente defensiva. La postura estratégica ofensiva de Ucrania requiere una acción contundente sobre el frente y/o la retaguardia enemigos. Los medios ucranianos para actuar directamente sobre la retaguardia política rusa, un campo de acción muy incierto, son muy limitados. La única forma de actuar directa y eficazmente contra el frente ruso en un plazo razonable es organizar grandes operaciones ofensivas que permitan romper el frente o, al menos, empujar la línea hacia el sur en una medida considerable.
El ejército ucraniano tendría que plantar bandera en las principales ciudades –no en los pueblos– y, golpe a golpe, hacer retroceder al enemigo por la fuerza desde los territorios ocupados, o bien provocar una convulsión política interna en Moscú que obligara a Rusia a negociar desde una posición desfavorable antes de que se produjera el desastre –al estilo de la Alemania de 1918–. Al menos, esa es la idea que había detrás de la maniobra.
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Los problemas operacionales de la gran operación
Sin embargo, hay dos problemas operacionales. El primero es que el ejército ucraniano no tiene experiencia en grandes operaciones ofensivas, que son sin duda una de las actividades humanas más complejas de organizar. La actual es sólo la tercera en su historia desde la independencia. La primera, en la provincia de Járkov en septiembre de 2022, fue muy móvil y brillante, pero se llevó a cabo en circunstancias bastante excepcionales. El frente ruso de 2023 –salvo sorpresa al estilo ruso– ya no presenta tales oportunidades.
La segunda operación, más acorde con la guerra posicional, tuvo lugar en torno a la cabeza de puente de Jersón. Allí las cosas fueron mucho más difíciles ante una zona del frente ruso muy bien organizada y comandada, sin duda al final, por el general Mikhail Teplinsky, comandante de las tropas aerotransportadas de asalto y reconocido unánimemente como uno de los mejores oficiales rusos. Su nombre se menciona aquí porque también es uno de los que critican la forma en que el alto mando está conduciendo esta guerra. El método utilizado en Jersón –martillar el frente e interceptar en profundidad (para decirlo claramente: cortar la logística a través del Dniéper)– dio sus frutos, obligando a los rusos a retirarse en buen orden, pero fue costoso en términos humanos.
El pensamiento lineal nos llevó a esperar que los ucranianos harían una vez más «el Jersón» atacando por todas partes a lo largo de la línea mientras golpeaban en profundidad, pero esto sin tener en cuenta las rupturas conceptuales. El 23 de octubre de 1917, el ejército francés atacó a los alemanes en La Malmaison tras disparar 3 millones de proyectiles a lo largo de un frente de 12 kilómetros –el equivalente a varias armas nucleares tácticas y a casi todo lo que los ucranianos han utilizado en dieciséis meses– y, sin embargo, la siguiente gran ofensiva francesa, el 18 de julio de 1918 durante la Segunda Batalla del Marne, se llevó a cabo prácticamente sin preparación artillera. Mientras tanto, nos dimos cuenta de que no podíamos seguir así y se nos ocurrió otra cosa. Esta vez, quizá tras una fase inicial de prueba, el ejército ucraniano renunció al martilleo, que resultaba muy costoso en términos de mano de obra y producía resultados limitados mientras la defensa fuera sólida. Más concretamente, ha decidido secuenciar las cosas: primero neutralizar el sistema de defensa ruso, luego lanzar un asalto cuando se den las condiciones adecuadas, una especie de Desert Storm –un mes de bombardeos en enero-febrero de 1991 del sistema iraquí en profundidad, seguido de un ataque terrestre de 100 horas– pero a escala ucraniana.
Tras la falta de experiencia en grandes operaciones ofensivas, el segundo problema ucraniano es que el apoyo militar occidental ya no está necesariamente adaptado a este tipo de guerra. En los años setenta y ochenta, las fuerzas de la OTAN habían desarrollado todo un arsenal de recursos que les permitía golpear duramente a las tropas del Pacto de Varsovia en todas las profundidades de su sistema, desde la línea de contacto hasta los ejércitos de segundo escalón que cruzaban Polonia. No esperábamos una guerra de posiciones de larga duración –quizá nos equivocamos–.
Desde entonces, vivimos de los restos de los años ochenta. La inmensa mayoría de los equipos que todavía están en servicio en la OTAN se diseñaron en aquella época o a raíz de ella. Incluso el misil SCALP, la pieza estrella del equipamiento del momento, y los cañones Caesar se diseñaron a principios de los noventa, en una época en la que todavía luchábamos en nuestros ejercicios contra un ejército soviético que ya no existía. El problema con estos equipos es que ahora hay muchos menos de los que había entonces, y con aún menos munición. ¿Por qué mantener este costoso equipo cuando la fuerza aérea estadounidense era capaz de hacer todo el trabajo sin mucho riesgo? Con la excepción de Irak en 1991, que cometió el error de invadir Kuwait en un momento en que Estados Unidos y los británicos (no los franceses) podían «enrocar» sus fuerzas de Alemania a Arabia Saudí, las demás operaciones bélicas contra los llamados Estados canallas se llevaron a cabo bajo el paraguas aéreo estadounidense. Eso es cierto. Pero esta vez, en Ucrania, no hay fuerza aérea estadounidense, de hecho hay muy poca fuerza aérea en absoluto, e incluso con 40 F-16, no será una campaña al estilo estadounidense.
Nuevos fines, viejos medios
Así que todo tiene que hacerse a la antigua usanza, y nos encontramos muy perdidos. Afortunadamente para los ucranianos, y a diferencia de los países europeos, Estados Unidos ha mantenido un importante esfuerzo militar desde 2001, y aún conserva importantes recursos en todos los ámbitos, aunque estemos muy lejos de las capacidades de los años ochenta. Así, raspando la superficie, en el verano de 2022 pudimos reunir una coalición de equipos de artillería, la mayoría de los cuales estaban diseñados para enfrentarse a los soviéticos –al mismo tiempo, es algo bueno, porque los rusos también están equipados con material de esa época–, pero con unas existencias de munición que ahora son escasas. Así pues, esta artillería occidental estaba respaldada por la artillería ucraniana ex soviética, que podía disponer de grandes existencias iniciales –pero con enormes cantidades de proyectiles destruidos justo antes de la guerra por el sabotaje ruso–, pero con una capacidad de reposición prácticamente reducida a una fábrica búlgara. En este contexto de escasez general, los estadounidenses siguen siendo vistos como medio ricos, lo que contribuye a mantener su posición de aliado tan indispensable como versátil. ¿A quién más puedes recurrir en un problema grave si tú mismo no has hecho un esfuerzo militar? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo se puede confiar plenamente en una potencia que puede cambiar radicalmente su política exterior cada cuatro años y que, al mismo tiempo, debe defender sus intereses en todo el mundo?
En resumen, la Desert Storm ucraniana es sin duda una buena idea. Más exactamente –como en 1916– es el tipo de idea que empiezas a utilizar cuando empiezas a quedarte sin hombres, pero aún tienes que tener los medios para hacerlo –y ahí es donde radica el problema–. No se trata necesariamente de un problema de lanzadores, ya sean terrestres o aéreos, sino del número de proyectiles. Occidente se está quedando sin proyectiles de 155 mm, y como todavía estamos muy lejos de la «economía de guerra», tenemos que seguir suministrando lo que tenemos, pero también pensar en otra cosa, de ahí los cohetes improvisados como los Trembita ucranianos con un alcance de 400 kilómetros, la opción de las municiones de racimo –indispensables por su eficacia y su número, para alcanzar las baterías de artillería– y los misiles Storm-Shadow/SCALP de largo alcance o, tal vez, los ATACMS para alcanzar los depósitos y las rutas logísticas. Otra opción sería asaltar los enormes depósitos de munición rusos en Transnistria. La buena noticia para los ucranianos es que los rusos se encuentran en una situación muy parecida, con las reservas de proyectiles tan agotadas que tienen que pedir suministros a los norcoreanos, iraníes y bielorrusos, pero también con un considerable desgaste de sus arsenales.
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La batalla del momento
Hay varios indicios claros de que la artillería es la batalla del momento. Entre el 1 de mayo y el 21 de junio, el mando ucraniano afirmó haber destruido 1.000 piezas de artillería rusas. Lo importante no es la cifra –sin duda muy exagerada– sino el hecho de que por primera vez en la guerra los ucranianos afirman haber destruido más artillería que vehículos de combate. Del 8 de mayo al 13 de julio, Oryx informa de que unas 200 piezas de artillería rusas fueron destruidas o dañadas con seguridad, lo que ya es considerable y, lo que es más importante, en dos meses y medio representa una cuarta parte del total de las pérdidas rusas registradas desde el comienzo de la guerra. A esto hay que añadir las declaraciones del general Popov, el recientemente destituido comandante del 58º ejército ruso, que habló claramente de las dificultades rusas en esta batalla. Sin duda, los rusos están sufriendo, y más que los ucranianos, cuya artillería, según Oryx, ha perdido unas cincuenta piezas desde el 8 de mayo, lo que sigue siendo un récord.
Pero, ¿es suficiente para ganar esta batalla, que en sí misma no sería más que el preámbulo esencial de los ataques a gran escala, los famosos «rompe-ladrillos», que tendrían lugar en condiciones mucho mejores? Sin duda, habrá que esperar hasta finales de agosto para hacerse una idea de cómo resultará la gran ofensiva ucraniana y, por tanto, también de cómo resultará la guerra.