¿Otra Guerra Fría? conversación con Pierre Grosser
"El problema del duelo sino-estadounidense es que los dos protagonistas no disponen de las herramientas de gestión de crisis que surgieron entre estadounidenses y soviéticos a partir de 1962." Con motivo de la publicación de su último libro, hablamos con el historiador francés Pierre Grosser.
En su último libro, reflexiona como historiador sobre la naturaleza de las relaciones actuales entre China y Estados Unidos, que algunos observadores ven como una nueva Guerra Fría. Para evaluar la pertinencia de tal comparación, primero tenemos que ponernos de acuerdo sobre lo que fue la Guerra Fría. ¿Qué dice hoy la historiografía sobre ella?
Todavía no existe una definición consensuada, y cada definición tiene su propia cronología. Con el fin de la Guerra Fría, tuvimos la impresión de que terminaba la era de la revolución bolchevique y, por tanto, de la protesta revolucionaria iniciada en 1917. Hoy en Rusia, como en el pasado en la Unión Soviética, la Guerra Fría comienza en 1917, caracterizada como un conflicto de dimensión ideológica. Sin embargo, a partir de los años setenta, el acercamiento entre la China comunista y Estados Unidos y las guerras entre países comunistas en Asia disminuyeron esa dimensión ideológica, que acabó desapareciendo al mismo tiempo que la Unión Soviética.
La otra definición principal gira en torno a la rivalidad entre dos superpotencias, que conduce a la bipolarización, aunque es discutible que en 1945 Estados Unidos no fuera la potencia hegemónica y la Unión Soviética un mero aspirante a esa hegemonía. La rivalidad entre las dos grandes potencias también se desencadenó por el «vacío de poder» creado por la Segunda Guerra Mundial (Europa y Asia) y por el fin de los imperios coloniales (Asia y África). La bipolaridad empezó a debilitarse en los años setenta. En los años ochenta, se tuvo la impresión de un repunte estadounidense y, por el contrario, de una crisis de la Unión Soviética. El equilibrio de poder desapareció a finales de los ochenta, con el colapso de la Unión Soviética.
La tercera definición, que parece igual de importante y que a veces se olvida, es que también hubo una protesta del Sur contra la dominación del Norte, apoyada en gran medida por la Unión Soviética. Muchas revoluciones del Tercer Mundo desafían la dominación occidental, e incluso el capitalismo asociado a ella. Esta es una dimensión en la que el discurso de la China maoísta es importante.
Desde hace algunos años nos preguntamos sobre la posible entrada a un periodo de posguerra fría, que podría ser también una forma de prolongación de la Guerra Fría tras una especie de pausa de treinta años. China acusa a Estados Unidos de conservar una «mentalidad de Guerra Fría» y alianzas de Guerra Fría. Durante mucho tiempo, también ha sido sospechoso de querer acabar con el poder ruso, después de haber acabado con la URSS. Los desafíos a la hegemonía estadounidense y a la democracia liberal vuelven a ser vigorosos, con un vocabulario y unas referencias que recuerdan a los años sesenta y setenta, aunque sin los faros revolucionarios de China, Vietnam, Cuba o Corea del Norte. Desde los años noventa, los estadounidenses y Occidente en general, tras haber triunfado, pensaron que la lucha había terminado y esperaban transformaciones en Rusia y China hacia formas de democracia de mercado. Hoy vuelve a haber este tipo de lucha, pero también un resurgimiento de la rivalidad entre las grandes potencias. Esto nos remite a las dimensiones ideológicas y geopolíticas de la Guerra Fría.
La Guerra Fría fue ante todo un enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética, aunque implicó al mundo entero. Para considerar su posible resurgimiento a raíz del auge de China, es importante volver la vista atrás y ver el lugar que ocupó China en ese juego a dos bandas. La cuestión resulta aún más compleja porque, por así decirlo, ha navegado entre los dos campos.
Incluso tenemos que remontarnos más atrás en el tiempo, en la medida en que China ha sido un campo de acción revolucionaria para la Unión Soviética desde la década de 1920. Las primeras grandes campañas de la Comintern tuvieron como objetivo China desde 1925. En aquella época ya estaba en juego una Guerra Fría «ideológica» y «del Sur». En Asia, la Unión Soviética se encontraba prácticamente en estado de guerra con Japón en los años treinta, y luego, junto con Estados Unidos, salió victoriosa sobre Japón en 1945. Como en Europa, Estados Unidos enfrentó al antiguo vencido con el antiguo aliado, en este caso la Unión Soviética. Con demasiada frecuencia se olvida que las rivalidades históricas entre Rusia y Japón son consecuencia directa de la Guerra Fría. Los soviéticos y los chinos temían que Estados Unidos jugara la carta japonesa contra ellos.
El gran momento fue la transición de China al comunismo en 1949 e inmediatamente después, en febrero de 1950, la alianza sino-soviética; y finalmente, el ataque a Corea del Sur por parte de Corea del Norte en junio. Tal secuencia fue un momento muy particular en la historia de la Guerra Fría, cuando Asia contaba casi más que Europa y los estadounidenses sentían que se enfrentaban a un gigantesco bloque hostil en Asia. Además, ese bloque estaba en movimiento, mientras que, en Europa, a partir de 1955, el mapa permaneció estático. La teoría del dominó, ya fuera estadounidense, francesa o australiana, se basaba en el recuerdo de la conquista relámpago por Japón de todo el sudeste asiático diez años antes.
En Asia, la Unión Soviética delegó la difusión de la revolución en China, animándola, por ejemplo, a intervenir en la guerra de Corea. Estados Unidos, que nunca había combatido directamente contra los soviéticos, luchó contra las fuerzas chinas en Corea. Ese momento permanece en la memoria de Estados Unidos, pero aún más en China, instrumentalizado por el Partido.
Los años sesenta cambiaron la situación con la ruptura sino-soviética: los chinos tenían ahora dos enemigos, Estados Unidos y la Unión Soviética. La bipolaridad quedaba en entredicho. Por otra parte, China se estaba convirtiendo en un importante líder del Tercer Mundo, mucho más revolucionario que la URSS. Esto preocupaba no sólo a Estados Unidos sino también, e incluso más, a la Unión Soviética, que se encontraba con una competencia a su izquierda. Durante la década de 1970, China y Estados Unidos se convirtieron prácticamente en aliados. China era incluso más antisoviética que los estadounidenses. Criticó la détente, que permitía a la URSS concentrarse en su frente oriental y cercar a China apoyándose en India y Vietnam. Presionó a Washington para que adoptara una postura dura. Finalmente, en la década de 1980, a medida que Estados Unidos se iba fortaleciendo, China y la Unión Soviética iniciaron un proceso de normalización bastante lento, que culminó con la visita de Gorbachov a Pekín en 1989, justo antes de la represión en la plaza de Tiananmen (y en todo el país).
Recordemos tres momentos importantes en la historia de las relaciones contemporáneas de China con el mundo, y en particular con Estados Unidos. El primero sería 1945: China se convirtió en miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. Se trata de un privilegio que sólo comparte con otros cuatro países. Junto con Francia, es el país cuya presencia resulta más sorprendente. ¿Cómo llegó China a esa situación?
La pertenencia permanente al Consejo de Seguridad es mucho menos sorprendente para China que para Francia. Fue obra de Roosevelt, que tenía vínculos familiares con China y que consideraba que dicho país había sido víctima de Japón y había sido uno de los grandes vencedores. La Segunda Guerra Mundial se ha convertido en una parte esencial de la memoria oficial de China precisamente porque otorgó al país un estatus considerable, jurídicamente hablando al menos. China fue la primera víctima de las potencias fascistas expansionistas y, por tanto, el primer país que firmó la Carta de las Naciones Unidas. Participó en la victoria a un precio considerable, con 17 millones de muertos, lo que permitió a la Unión Soviética concentrarse en Europa y a Estados Unidos tener parte de las tropas japonesas concentradas en China y no en el Pacífico. Por lo tanto, era totalmente legítimo que Japón estuviera representado en el Consejo de Seguridad. Todo eso se acordó en la conferencia de El Cairo en octubre de 1943, con la presencia de Chiang Kai-shek junto a Churchill y Roosevelt, justo antes de la primera gran reunión entre los tres grandes en Teherán en noviembre de 1943. Los británicos no estaban a favor, ni tampoco los soviéticos, que no estaban en guerra con Japón y sentían un gran desprecio por China, pero Roosevelt impuso la presencia china con la idea de tener algo más que potencias «blancas» en el Consejo de Seguridad. Estados Unidos estaba dispuesto a ayudar a China a recuperarse. En Bretton Woods, China tenía una cuota mayor en el FMI que Francia. En resumen, no fue el Partido Comunista el que aseguró el estatus de China como gran potencia, sino Chiang Kai-shek.
Un segundo momento importante fue cuando, en 1971, la República Popular China recuperó su puesto como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, en detrimento de la República de China (Taiwán).
La China comunista siempre había considerado a Taiwán, donde Chiang Kai-shek se había refugiado en 1949, como una provincia rebelde. Al comienzo de la guerra de Corea, Estados Unidos, al apoyar al régimen de Chiang Kai-shek, disuadió de una invasión similar a la llevada a cabo por China en el Tíbet, con el argumento de recuperar los márgenes que antes habían mordisqueado las potencias imperialistas. Taiwán había sido colonia japonesa de 1895 a 1945, por lo que parecía legítimo que Japón devolviera Taiwán a China. Pero el problema era (y sigue siendo) saber a qué China… Los comunistas retomaron la retórica y los objetivos territoriales de los nacionalistas para recuperar la Gran China de los Qing.
La guerra de Corea impidió además el ingreso en la ONU de la República de China, que pronto sería acusada de agresora. La batalla por el puesto de China fue larga. Al principio, las votaciones estuvieron dominadas por Occidente y por los países latinoamericanos vinculados a Estados Unidos, lo que impidió que la China comunista ingresara a la ONU. Sabemos que, si hubo una operación conjunta dirigida por Estados Unidos en el momento de la guerra de Corea tras la invasión de Corea del Sur por Corea del Norte, fue porque la Unión Soviética boicoteaba el Consejo de Seguridad para que la China comunista recuperara el famoso puesto permanente. En los años sesenta, los estadounidenses imaginaron un sistema de dos Chinas representadas en las Naciones Unidas. Como el equilibrio en el seno de la Organización cambió radicalmente con la llegada de los países descolonizados, que tendían a favorecer las posiciones chinas, la RPC fue admitida, lo que provocó la salida de la República de China. Pekín sigue intentando reducir su cartera de reconocimientos y mantenerla fuera de las organizaciones internacionales.
Otra etapa importante de la historia fue el acercamiento sino-estadounidense de 1970-1980. ¿Cómo explica ese acercamiento, que a primera vista parecía antinatural y sorprendente en el contexto de la Guerra Fría?
Es un episodio que en parte forma parte del mito de Kissinger y que, por tanto, debe tratarse con mucha cautela. A menudo se presenta como un golpe de genio que cambió el equilibrio de la Guerra Fría. En realidad, desde finales de los años setenta y principios de los ochenta, todas las grandes potencias estaban de hecho unidas contra la Unión Soviética, lo que provocó su sobreexpansión imperial y el aumento de su militarismo. Estados Unidos, Europa Occidental, un Japón en rápido crecimiento y China con su masa demográfica: todas esas potencias eran hostiles a la Unión Soviética. Pero hay que recordar que el objetivo de Kissinger en plena guerra de Vietnam era ante todo utilizar a Pekín como medio de distensión con la Unión Soviética para intentar presionar a Hanoi y salir del atolladero. Hasta finales de los años sesenta, China no quería negociaciones entre los norvietnamitas, a los que estaba empujando a la guerra, y los estadounidenses.
Por otro lado, existía la idea de tener una especie de estructura de paz jugando tanto con la Unión Soviética como con China: lo que se estableció fue un juego con varios bandos. Sólo fue posible porque los chinos decidieron hacerlo. La decisión de Mao de considerar que la Unión Soviética era el enemigo número uno, con la que había una pequeña guerra que podría haber degenerado en 1969, fue lo que realmente dio un vuelco a la situación. Pero el cambio fue en realidad bastante lento, ya que la normalización y el virtual alineamiento diplomático entre Washington y Pekín no se produjo sino hasta 1978-1979, sobre todo con el viaje de Deng Xiaoping a Estados Unidos en enero de 1979, algo que Mao nunca habría hecho. A partir de entonces, por primera vez, los estadounidenses pudieron utilizar conjuntamente a Japón y China para equilibrar a la Unión Soviética y concentrarse en otras regiones, aunque seguían teniendo una fuerte presencia en Asia, entre otras cosas porque la Unión Soviética empezaba a tener allí una flota extremadamente poderosa. El «castigo» de China a Vietnam pareció, en última instancia, una forma de que los chinos demostraran a Estados Unidos que estaban cumpliendo su papel de contención de la alianza soviético-vietnamita en Asia.
El cuarto y último acontecimiento importante en la relación fue la represión de Tiananmen en 1989, justo cuando la Guerra Fría tocaba a su fin. Estados Unidos reaccionó de forma muy moderada. ¿Cómo afectó esa secuencia de acontecimientos a las relaciones sino-estadounidenses?
Bush padre y su entorno pertenecían a la generación de Kissinger. Habían participado en el acercamiento a China y lo consideraban su gran obra. Hay que recordar que, en la primavera de 1989, la Guerra Fría no había terminado del todo y el poder soviético seguía siendo extremadamente grande. A pesar de todo, era esencial mantener a China como aliada, no empujarla a los brazos de la Unión Soviética. Más aún en un momento en que las tensiones entre Estados Unidos y Japón, que se había convertido en un verdadero desafío económico, eran muy fuertes. Bush también creía que la historia se movía en la dirección de la democracia de mercado; tan pronto como hubiera una clase media en China, como en Corea del Sur y Taiwán, que estaban en proceso de democratización, el país también experimentaría una transformación política.
Cuando se produjo la masacre de Tiananmen, Estados Unidos, y el Congreso en particular, acababan de empezar a interesarse por la cuestión de los derechos humanos en China. A principios de la década de 1990, especialmente en el bando demócrata, se hacía hincapié en las «3 T», que eran los escollos en la relación: Tiananmen, Tíbet y Taiwán. Durante las elecciones presidenciales de 1992, Clinton declaró que era escandaloso seguir hablando con los «carniceros» de Pekín. Durante unos años, Estados Unidos se preocupó por la cuestión de los derechos humanos en sus relaciones con China. Sin embargo, a partir de 1996, con una mayoría republicana en el Congreso y bajo la presión de la comunidad empresarial, esa cuestión se barrió debajo de la alfombra, lo que permitió a China ingresar en la OMC en 2001.
Aparte de una posible vuelta a la Guerra Fría, la configuración geopolítica actual se compara a veces con el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, o incluso con los años treinta. ¿Cree que esas comparaciones sean pertinentes?
La primera comparación que ha surgido con frecuencia desde principios de los años noventa es la famosa trampa de Tucídides, es decir, la idea de comparar el ascenso de China a principios del siglo XXI con el ascenso de Alemania a principios del siglo XX, con el resultado de que se cuestiona la dominación británica en el pasado y la dominación estadounidense en la actualidad. Aunque la idea de que la Primera Guerra Mundial haya estado vinculada al ascenso de Alemania, y más aún a la rivalidad anglo-alemana, es discutible e incluso criticable, lo cierto es que el paralelismo está hoy en la mente de todos, tanto en Estados Unidos como en China. China imagina que podría producirse una transición pacífica entre ella y Estados Unidos, similar a la que tuvo lugar un siglo antes entre el Reino Unido y Estados Unidos. Graham Allison sostiene que conocer ese precedente puede evitar que nos veamos arrastrados a un conflicto catastrófico.
La segunda comparación que se hace a menudo, inspirada en el best seller de Christopher Clark, Sonámbulos, es la idea de que, aunque la gente sea bastante pacífica, existan interdependencias económicas entre los Estados y nadie desee realmente la guerra, ésta puede sin embargo producirse porque los dirigentes tomen malas decisiones. La idea es que nuestros dirigentes podrían llevarnos a la guerra por un error de cálculo, por tomar las decisiones equivocadas durante una crisis, en el estrecho de Taiwán, por ejemplo. Podemos imaginarnos el equivalente de Sarajevo, en Taiwán o Ucrania, provocando una escalada entre estadounidenses y chinos.
Personalmente, creo que debemos preguntarnos si disponemos o no de los medios para evitar ese tipo de escalada hoy, en una configuración muy diferente de la de finales del siglo XIX. Hay que tener en cuenta la interdependencia económica, pero sobre todo opiniones y sociedades muy diferentes de las de 1914. El gasto militar no es tan elevado como entonces y el nacionalismo xenófobo está menos exacerbado. En general, la actitud de la gente ante la guerra era muy diferente, aunque sólo fuera porque ahora se tienen menos hijos y, por tanto, se está menos dispuesto a verlos sacrificados.
Por último, en los años treinta, el hecho de que China y Rusia mordisquearan a sus vecinos en nombre de la unificación de los pueblos chino y ruso se compara a veces con la actitud de la Alemania nazi, y más aún con la de Japón, que intentaba crear una esfera prácticamente reservada para sí y expulsar de ella a Estados Unidos. Hoy, los estadounidenses se sienten como si estuvieran reviviendo aquella experiencia y temen que su capacidad militar se vea afectada como en Pearl Harbor, lo que les impediría acudir al rescate de Filipinas, Taiwán, Japón, etcétera. Además, la analogía se hace también con la idea de que las sanciones estadounidenses de hoy, como las sanciones contra Japón de ayer, conducirían inevitablemente a la guerra, tesis que me parece totalmente excesiva porque pasa por alto el papel central del imperialismo japonés en el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Entonces, ¿sería más pertinente una comparación con la Guerra Fría?
En cuanto a la comparación con la Guerra Fría, a veces se establece un paralelismo entre Biden y Truman, hombres que vieron la amenaza y consiguieron crear coaliciones para hacerle frente. La diferencia es que China no sale de una guerra del mismo modo que la Unión Soviética. Ni es la vencedora, ni se encuentra en una posición de dominio sobre una vasta zona euroasiática. Otra diferencia importante es que Estados Unidos ya no tiene el poder que tenía en 1945, cuando existía una verdadera asimetría. Hoy en día, los estadounidenses no dominan indiscutiblemente el mundo y ya no pueden ser los arquitectos del orden mundial como lo fueron en 1945, especialmente desde el punto de vista económico.
En cuanto a las comparaciones con la Guerra Fría, hoy se plantea la cuestión de la analogía entre la situación actual y el punto de inflexión de 1947-1948, cuando los estadounidenses decidieron tener alianzas en tiempos de paz, basándose en el principio de que la seguridad de Estados Unidos dependía de su presencia en el mundo. Eso se aceleró con la Guerra de Corea, y luego continuó sin cesar, con un gasto militar que sigue siendo alto y un compromiso intenso en todo el mundo. Sin embargo, desde Trump y los fracasos en Medio Oriente, parte de la opinión pública estadounidense se ha inclinado por la retirada. En cierto modo, por tanto, volvemos ahora a los grandes debates de finales de la década de 1940, pero no es seguro que debates similares conduzcan a resultados idénticos, es decir, a un involucramiento global de Estados Unidos. Algunos estrategas estadounidenses, por ejemplo, consideran que las intervenciones en el extranjero son un despilfarro, sobre todo porque no han tenido el éxito esperado, ya sea en Vietnam, Irak o Afganistán. En la izquierda, esos compromisos se consideran imperialistas, mientras que la prioridad debería ser transformar la sociedad estadounidense y dar prioridad a la inversión interna y a la transición ecológica. Una derecha nacionalista está convencida de que Estados Unidos está siendo explotado por sus aliados y de que la globalización sólo favorece a una élite globalista.
Siguiendo con las comparaciones, ¿cree que podamos establecer una comparación entre lo que Taiwán representa hoy entre China y Estados Unidos y lo que Cuba representó entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría?
Los estadounidenses tienen una relación muy afectiva con Cuba, al igual que muchos chinos con Taiwán. Desde 1898, cuando derrotaron a los españoles y se plantearon la anexión de Cuba, los estadounidenses han mantenido un estrecho vínculo con la isla. Para ellos, 1959 fue por tanto una experiencia traumática, sobre todo porque el régimen castrista pronto formó alianzas con potencias hostiles.
Taiwán es un caso diferente, aunque sólo sea porque no es un Estado independiente reconocido internacionalmente. Sobre todo, durante parte de la historia china Taiwán ha formado parte del horizonte cartográfico nacional, aunque sepamos que en realidad Mao no tenía un interés considerable en la isla. En términos simbólicos para el gobierno chino actual, Taiwán es esencial para poner fin al «siglo de humillaciones» y lograr finalmente la «unificación» de China, mientras que, en términos estratégicos, la isla constituye un candado que una potencia hostil puede utilizar. En la actualidad, los chinos desarrollan un discurso que recuerda a la Doctrina Monroe, cuestionando la legitimidad de la presencia estadounidense en la región y reivindicando el derecho a una zona de influencia reservada.
La comparación entre Cuba y Taiwán debe matizarse, sin embargo, recordando que los estadounidenses apoyaron regímenes autoritarios en la isla caribeña, mientras que hoy Taiwán es un símbolo de democracia. Pero es aquí donde encontramos una comparación pertinente: si los soviéticos decidieron apoyar a Cuba, fue en parte porque veían en ella una bonita revolución socialista, tenían la impresión de que era el equivalente de 1917, un régimen socialista casi puro.
Otra comparación histórica que se ha hecho frecuente, sobre todo a raíz de la crisis ucraniana, es la de una vuelta al no alineamiento por parte de ciertos países del Sur.
Hoy se tiende a idealizar el no alineamiento y a mezclarlo todo, creyendo que Bandung y el movimiento afroasiático dieron lugar al no alineamiento, cuando, sobre todo en los años sesenta, se trataba de dos movimientos opuestos. China estaba a la cabeza del movimiento afroasiático, un movimiento muy revolucionario y, por decirlo sin rodeos, antiblanco y antisoviético. El no alineamiento, liderado por India, era mucho más moderado. Pero India y China se odiaban tras la guerra de 1962.
Además, la lógica del no alineamiento era muy diferente de un país a otro. Se trataba de países con visiones e historias diferentes. Nasser y Nehru, por ejemplo, no tenían la misma visión del no alineamiento porque sus intereses no eran los mismos. Sobre todo, en los años setenta, India empezó a alinearse con la Unión Soviética, con la que Cuba ya estaba plenamente alineada. La celebración de una conferencia de no alineados en La Habana en 1979 fue, por tanto, algo incongruente. Dentro del propio movimiento, las rivalidades eran fuertes y a veces desembocaban en guerras entre los países miembros: basta pensar en las relaciones entre Vietnam y Camboya, Marruecos y Argelia o Irak e Irán.
Hoy, lo que encontramos en el no alineamiento es la idea de que lo más importante para los países del Sur es el desarrollo económico y que, por lo tanto, no deben malgastar dinero y energía en guerras que no les incumben y de las que no tienen nada que ganar. Existe la idea de que no deben entrar al juego de las grandes potencias que ya los han arrastrado a sus guerras en el pasado. Pero también existe la idea de que es posible navegar entre los dos campos y cosechar los beneficios económicos y financieros.
La Guerra Fría fue un punto de inflexión en la historia mundial en la medida en que, por primera vez en mucho tiempo, Europa se convirtió en un terreno y una apuesta en la confrontación mundial, en lugar de ser un actor predominante en ella. ¿Sigue siendo el caso hoy en día en la lucha sino-estadounidense que se está poniendo en marcha?
Europa no tiene el peso que tuvo en el pasado y, por tanto, se está convirtiendo en algo secundario: para los estadounidenses, Asia es ahora más importante. Europa tenía sueños de grandeza a finales de los años noventa, pensando que podría transformar el mundo con su poder normativo y civil, en contraste con el uso de la fuerza armada por parte de los estadounidenses, que se consideraba inmoderado y contraproducente. Hoy, los europeos han dado marcha atrás en esa pretensión y dicen lo contrario, comparándose con una China dormida y en plena decadencia frente a las potencias depredadoras de finales del siglo XIX. Tras soñar con ser la gran organizadora del mundo, Europa se ve ahora como una ciudadela asediada. Esto recuerda al periodo de distensión y ostpolitik, la política de tender la mano al Este, que fue muy criticada en los años ochenta. Se temía que apoyáramos un régimen autoritario y nos hiciéramos dependientes de la URSS. La ostpolitik fue comparada con el apaciguamiento y desacreditada. A finales de los años ochenta, sin embargo, quedó claro que esa política había sido eficaz, anclando las sociedades soviéticas a Occidente. La política de mano tendida se rehabilitó entonces, lo que explica que, tras la Guerra Fría, los dirigentes alemanes la aplicaran con respecto a Rusia, en la creencia de que siempre mantendrían un firme control de las relaciones. Hoy escuchamos las mismas críticas a la estrategia de mano tendida que a la ostpolitik de los años setenta: que nos habíamos dejado embaucar por los rusos y los chinos, que nos habíamos vuelto dependientes de ellos, que habíamos apoyado regímenes contrarios a nuestros valores. Sobre todo frente a una China mucho más poderosa, atractiva y económicamente indispensable que la URSS.
Frente a esa política de apertura, los estadounidenses, en particular durante la era de Reagan, con su política de sanciones, han intentado alinear a Europa con su posición de firmeza frente a la Unión Soviética. Algunos en Europa se preocuparon y los acusaron de belicismo y cinismo: cuando ayer nos impedían comerciar con la Unión Soviética y hoy con China, en realidad lo hacen en su propio interés. Estarían alineando nuestros intereses económicos con los suyos y serían así dobles ganadores, mientras que nosotros seríamos dobles perdedores. Ese es el tipo de cuestiones a las que se enfrenta hoy Europa, que se siente entre la espada y la pared. Necesita absolutamente a Estados Unidos, a través de la OTAN, para responder al desafío ruso en Ucrania, pero el alineamiento también plantea problemas: nos hemos vuelto dependientes energéticamente de Estados Unidos al cortar lazos con Rusia, y corremos el riesgo de hacer lo mismo con los microprocesadores al alejarnos de los proveedores chinos. Es el clásico dilema de las alianzas -y de las alianzas con Estados Unidos en particular-, que oscilan entre el miedo a ser abandonados y el miedo a ser arrastrados contra nuestra voluntad. Queremos la torta y la limonada: comercio con China y garantías estadounidenses. Y pretendemos frenar a los frenadores -los estadounidenses contra China- para evitar que hagan cualquier estupidez.
Además, la otra cuestión en la mente de los europeos es si el compromiso de Estados Unidos con la OTAN y su dura oposición a China durarán. Existe el temor de que un nuevo Trump decida mañana hacer un «trato» con los rusos y los chinos en detrimento de los europeos. En Asia, se hacen la misma pregunta los japoneses y los taiwaneses. Existe el temor a un nuevo Yalta. Queremos que Washington y Pekín hablen, como hicieron ayer Washington y Moscú, para reducir el riesgo de confrontación, pero no en detrimento nuestro.
En tal contexto incierto, Francia pretende jugar en la gran liga afirmándose como actor principal en la región Indo-Pacífica, donde aspira a ser una «potencia de equilibrio» que frustre la espiral bélica entre Estados Unidos y China. Pero, ¿dispone de los medios necesarios para responder a sus ambiciones?
Hoy como ayer, Francia no puede ser una gran potencia y justificar su puesto permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cada vez más disputado, sin estar presente en Asia, dada la importancia económica de la región para sus actores (India, Indonesia, Japón). Además, dado que allí puede estallar una guerra, es mejor participar en los debates que estar al margen y sujeto a las acciones de los demás. En el Indo-Pacífico también hay preocupación por la seguridad marítima, la gestión de los océanos y los bienes públicos mundiales en general, donde Francia puede desempeñar un papel asumiendo cuestiones mundiales «de nicho».
Sin embargo, la cuestión fundamental sigue siendo cuántos buques puede desplegar en la región para ser creíble. Nuestros recursos son relativamente limitados, sobre todo teniendo en cuenta que la guerra de Ucrania nos obliga a hacer equilibrios entre tierra y mar que podrían ser desfavorables para este último. La idea de Francia es implicarse en Asia sin avanzar hacia una OTAN asiática, y la asociación desarrollada con Australia debía ilustrar ese enfoque menos «provocador» ante Pekín. Nuestra estrategia hacia India es similar. También es, por supuesto, una forma de mantener en funcionamiento nuestra industria armamentística, que necesita las exportaciones para funcionar y mantenerse al nivel, ya que el ejército francés por sí solo no dispone de los recursos necesarios para hacer pedidos a escala suficiente.
La idea de potencia equilibradora no debe entenderse en el sentido de que Francia pueda ser la gran potencia que equilibre el sistema internacional, sino más bien en el sentido de que ponga aceite en el motor para evitar que la cooperación internacional se estanque. Se trata de fomentar la mediación y el diálogo en lugar de la confrontación. Esta ha sido la aceptación tradicional de la noción de equilibrio desde el siglo XVIII, no de forma mecánica -la visión estadounidense- sino diplomática, como una labor permanente y paciente de la diplomacia, de forma más bien conservadora.
¿Cuáles son las razones que deberían alertarnos, o incluso preocuparnos, sobre la posibilidad de un enfrentamiento armado entre Estados Unidos y China, y cuáles son las razones que pueden tranquilizarnos?
Lo más preocupante es que no podemos descartar totalmente una crisis de gran envergadura por una cuestión simbólica, una línea roja, como Taiwán, que provocaría una escalada y haría muy difícil dar marcha atrás por razones de credibilidad interna e internacional. Sin embargo, no creo que podamos tener una escalada nuclear o una guerra mundial «a la antigua» con millones de combatientes movilizados. La dificultad de Rusia para movilizar tropas para la guerra de Ucrania demuestra que hemos dejado atrás la era de los ejércitos de masas. En cualquier caso, China aún no está preparada para librar una guerra abierta a gran escala contra Estados Unidos. El problema en el duelo sino-estadounidense es que los dos protagonistas no disponen de las herramientas de gestión de crisis que surgieron entre los estadounidenses y los soviéticos a partir de 1962.
Otro punto preocupante es que, en una zona concreta, África o Medio Oriente, se esté desarrollando una guerra entre intermediarios y estemos asistiendo a un aumento de las guerras alimentadas desde el exterior. También podemos temer un enfrentamiento en el espacio exterior, cuyas repercusiones son difíciles de medir.
Lo más tranquilizador es que todo el mundo desea la prosperidad económica y está muy endeudado. No estoy seguro de que podamos financiar un esfuerzo militar muy grande durante un largo periodo de tiempo. El gasto militar como proporción del PNB sigue siendo relativamente bajo (2% para China, 3-4% para Estados Unidos) en comparación con lo que prevalecía durante la Guerra Fría (6-7%, incluso 10%) y muy lejos del 25-30% que prevalecía en la URSS y la Alemania nazi antes de la Segunda Guerra Mundial.