El asesinato de un joven de 17 años a manos de un policía el 27 de junio de 2023 desencadenó una ola de disturbios urbanos: se incendiaron coches, autobuses y edificios, se saquearon tiendas, se atacaron o saquearon ayuntamientos, bibliotecas, escuelas y comisarías, y en algunos casos se pusieron vidas en peligro, como cuando un coche se fue a estrellar contra la casa del alcalde de Hay-Les-Roses la noche del 1 al 2 de julio. En caliente, el jefe de Estado, Emmanuel Macron, declaró que el asesinato era «inexplicable» e «inexcusable», lo que suscitó numerosos comentarios: por el contrario, es posible, y deseable, que el crimen sea «explicado», y al declararlo «inexcusable», el presidente de la República se aventuraba en un terreno judicial que no es el del titular del poder ejecutivo.

Desde las primeras noches de disturbios, al día siguiente del asesinato, el sentido de los mismos -injusticia, racismo, discriminación- pareció desvanecerse en favor de comportamientos puramente delictivos o criminales, como el saqueo de comercios, que nada tenían que ver con el sentimiento inicial. Los disturbios se analizaron desde todos los ángulos. Algunos tacharon a los manifestantes de bárbaros o salvajes; hace casi un cuarto de siglo, Jean-Pierre Chevènement, entonces ministro del Interior, ya había hablado de «salvajes» al referirse a delincuentes juveniles reincidentes. Otros han lamentado el carácter exclusivamente represivo de la acción gubernamental, y se han cristalizado dos posturas sobre el tema de la policía. La primera distinguía entre los policías y la policía, y entre la delincuencia y el mantenimiento del orden en general; la segunda, por el contrario, generalizaba, ya fuera para defender a la policía en su conjunto o para criticarla globalmente, en el tono preferido por el partido France Insoumise de que «la policía mata». Y si esta vez las autoridades buscaron una explicación, fue insistiendo en la irresponsabilidad de los padres que dejan salir solos de noche a sus hijos tan jóvenes, o culpando a los videojuegos. 

Todo es una torpe respuesta a la actualidad, a los sucesos inmediatos y a las emociones que despiertan.

¿Somos incapaces de tomar altura o distancia? ¿Nos hemos quedado tan huérfanos de los grandes sistemas que nos permitían pensar el presente y proyectarnos hacia el futuro, privados de los puntos de referencia que nos proporcionaron el estructuralismo, en toda su diversidad conceptual, o el marxismo y sus variantes? El coro de lamentaciones tan característico de los debates contemporáneos cuando se trata de nuestra vida política y social -la desaparición de la derecha y la izquierda clásicas, por ejemplo-, ¿tiene que incluir nuestras dificultades para comprender la sociedad en la que vivimos? ¿Estamos condenados a soportar la actualidad y la comunicación política de los que están en el poder y de los que están en la oposición, y por tanto a pasar de un acontecimiento a otro, sin transición y sin una visión de conjunto: un día, a partir de nuestra reflexión, los Chalecos Amarillos, otro día los antivacunas y los antipase, otro el #metoo, o #BLM (Black lives Matter), pero también la lucha intersindical contra las pensiones, los múltiples compromisos ecologistas, sobre el clima, el agua, los transportes, y finalmente los disturbios desencadenados por la muerte de un joven de 17 años asesinado por un policía? 

¿Nos hemos quedado tan huérfanos de los grandes sistemas que nos permitían pensar el presente y proyectarnos hacia el futuro?

MICHEL WIEVIORKA

Algunas categorías, presentadas aquí de forma más sólida que desarrollada, y una reflexión histórica sobre el medio siglo que acaba de terminar podrían ayudarnos a ver las cosas un poco más claras y a reducir nuestro nivel de perplejidad.

Estudio de las crisis

Resulta tentador considerar que los acontecimientos y problemas contemporáneos no son más que crisis y, por tanto, gestión de crisis. Algunos se interesan particularmente por un momento crítico o incluso convulso, o por una dimensión específica: la crisis es entonces económica, financiera, social, política, democrática, intelectual o territorial. Otros se centran en el carácter total de la crisis, que entonces se considera general, tanto si se considera en el contexto del Estado-nación únicamente, como en un contexto mundial. Y si se tiene en cuenta en mayor o menor medida su profundidad histórica, entonces la crisis tiene un principio, un momento fundacional: la crisis del petróleo de 1973, por ejemplo, o la caída del Muro de Berlín en 1989.

En todos los casos, hablar de crisis es prever un sistema o subsistema desajustado o que ya no funciona, analizar los comportamientos que aceleran o agravan la crisis, o intentar devolver el sistema o subsistema a su estado anterior, por muy míticas que sean las representaciones que se hacen de él.

Hablar de crisis es prever un sistema o subsistema desajustado o que ya no funciona, analizar los comportamientos que aceleran o agravan la crisis.

MICHEL WIEVIORKA

Así, sólo para Francia, y para el periodo reciente, ha sido posible en varias ocasiones hablar de crisis. ¿No afectó esta crisis a sectores enteros de la población cuando se movilizaron los Chalecos Amarillos, reaccionando a la desertificación del país, a la desestructuración de los servicios públicos, y por tanto a la crisis del modelo republicano de servicio público, o al encarecimiento de los productos petrolíferos cuando la movilidad en coche es vital para ellos? En un plano más amplio, ¿no se negaban los Chalecos Amarillos a quedarse atrás por la crisis económica del país, o a soportar el peso de un cambio hacia una sociedad más ecologista? Del mismo modo, ¿por qué no ver la lucha intersindical contra la reforma de las pensiones como una reacción a una crisis política y democrática: un sistema político inoperante, con una Asamblea Nacional que se hunde en la impotencia, el bloqueo de los debates por parte de la oposición de France Insoumise, el uso de procedimientos brutales por parte de las autoridades, recurriendo al famoso artículo 49, apartado 3, de la Constitución, todo ello testimonio de la crisis de la democracia? ¿Por qué, se ha dicho, no reducir los disturbios urbanos de 2023 a una crisis del orden, de la autoridad o de la familia? ¿Y cómo evitar hablar de la crisis de los suburbios, evidente desde finales de los años setenta? 

En este tipo de perspectiva, la acción colectiva es reactiva, ya sean los Chalecos Amarillos manifestándose en el corazón de las grandes ciudades u ocupando rotondas, los trabajadores manifestándose para rechazar la jubilación a los 64 años o los jóvenes de junio de 2023: los actores responden a un cambio en el sistema, o en un subsistema. Y cuanto menos espacio deja ese cambio para el debate, la negociación y el conflicto institucionalizado, más se impone la crisis, incluso entre los actores, bajo diversas formas. 

La madre de Nahel, de 17 años, a la izquierda en un camión, hace un gesto durante una marcha en memoria de su hijo, el jueves 29 de junio de 2023 en Nanterre, cerca de París. © AP Foto/Michel Euler.

Puede adoptar la forma de abatimiento, desmoralización o disminución de la interacción social, como en el famoso estudio sobre los desempleados de Marienthal (Les chômeurs de Marienthal, 1982, Éditions de Minuit), que hicieron Marie Jahoda, Paul Lazarsfeld y Hans Zeisel a principios de los años treinta en esa pequeña ciudad austriaca donde estaba cerrando una fábrica textil. También puede ser ira, rabia y diversas formas de violencia, ya sea insurreccional o alborotadora, posiblemente oscilante entre la política y la delincuencia, testimonio de una pérdida de sentido más o menos pronunciada. Los disturbios urbanos de junio-julio de 2023 se inscriben en parte en este marco. En una crisis, la gente no construye cosas, reacciona.

Pero no todo es crisis, ni todo se puede reducir a una crisis en los comportamientos colectivos que aquí nos ocupan, y que no entran exclusivamente en el ámbito de un estudio de la crisis, incluso cuando éste está abierto a tener en cuenta los antagonismos, como en el propuesto por Edgar Morin1. Por ello, no está de más introducir una perspectiva totalmente distinta a la de la crisis: la que aporta el concepto de movimiento social.

Pero no todo es crisis, ni todo se puede reducir a una crisis en los comportamientos colectivos que aquí nos ocupan.

MICHEL WIEVIORKA

La sociología de los movimientos sociales

La sociología de los movimientos sociales nunca pasa por alto las dimensiones «de crisis» de los actores y comportamientos que estudia. Pero se acerca a ellos buscando algo muy diferente: no reacciones a una crisis, sino sentido, significados, una subjetividad comprometida en la producción del cambio social, un objetivo, el esfuerzo por dominar o controlar la historicidad de una sociedad. No el efecto de la crisis sobre el actor, sino su participación en un conflicto en el que se enfrenta a un adversario, no a un sistema. En última instancia, la sociología de la crisis halaga el pensamiento reaccionario o conservador, mientras que la sociología de los movimientos sociales está en consonancia con las orientaciones de izquierda. No es por casualidad que, en mayo del 68, el pensamiento que estaba detrás del movimiento era claramente de izquierda, con gente como Alain Touraine, Edgar Morin, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, mientras que el pensamiento que sólo lo veía como algo que conducía a la crisis era claramente de derecha, con Raymond Aron, Raymond Boudon y Michel Crozier, por ejemplo. 

Interesarse por lo que, en una lucha concreta, podría apuntar a la idea de movimiento social, más que a la de crisis, es buscar pruebas de la existencia de una relación conflictiva con otros actores, examinar la relación que se juega entre dominados y dominadores, dirigidos y dirigentes, para entender una cuestión que es reconocida como tal por todas las partes implicadas. 

Coches arden tras una marcha por Nahel, el jueves 29 de junio de 2023 en Nanterre, cerca de París. © AP Foto/Michel Euler

Existen diferentes conceptos de movimiento social y, por tanto, diferentes escuelas de pensamiento, siendo las más conocidas, por un lado, la que a veces se denomina escuela de la «movilización de recursos», cuya figura más destacada es el historiador y sociólogo Charles Tilly, y, por otro, la escuela de la acción de Alain Touraine. En el primer caso, un «movimiento social» es una forma de conducta en la que un actor intenta penetrar en un sistema político, mantenerse en él, aumentar su influencia y no ser expulsado. En este caso, el actor calcula y desarrolla estrategias, y su pensamiento es instrumental. En el segundo caso, el «movimiento social» pretende controlar la historicidad y, por tanto, las principales orientaciones culturales y económicas de la sociedad, y está en conflicto con un adversario que ejerce ese mismo control.

En una movilización pueden mezclarse todo tipo de significados, y su mezcla puede resultar inestable. La acción concreta puede incluir dimensiones que se refieren a distintos niveles de proyecto: una cosa es, por ejemplo, pretender dirigir la sociedad y otra muy distinta exigir aumentos salariales o la aprobación de una ley. Sobre todo, los aspectos de una crisis no sólo pueden estar presentes, sino que pueden resultar decisivos, mucho más poderosos que los de un «movimiento social». Podemos razonablemente hacer una proposición elemental: cuanto más débil es un movimiento social, porque está naciendo, o, por el contrario, porque ha entrado en una fase de declive histórico, más amplio es el espacio para la crisis, y en particular para la violencia. Más adelante aplicaremos esta idea a los disturbios de 2023.

Cuanto más débil es un movimiento social, porque está naciendo, o, por el contrario, porque ha entrado en una fase de declive histórico, más amplio es el espacio para la crisis, y en particular para la violencia.

MICHEL WIEVIORKA

Movimientos y antimovimientos

Una movilización concreta no sólo puede combinar significados que atestigüen la existencia de varios niveles de proyecto, y otros que remitan a la idea de gestión de crisis, sino también contener en su seno o dar lugar a elementos que la inviertan, convirtiéndola en lo más opuesto a un movimiento. Cuando los terroristas de extrema izquierda hablan en nombre del movimiento obrero cuando los obreros no se reconocen en absoluto en su violencia ni en su ideología, están invirtiendo las categorías que nos permiten hablar de un movimiento, razón por la cual en el pasado acuñé el concepto de inversión2. Cuando las víctimas del racismo profesan un antirracismo que de hecho las inscribe en una guerra de razas, negros contra blancos por ejemplo, entonces tenemos que hablar de un antimovimiento, es decir, de una inversión completa de las categorías en las que se basa el movimiento antirracista. Del mismo modo, cuando el repliegue religioso musulmán adopta la forma de terrorismo islamista, hay que hablar de inversión y de antimovimiento.

En la práctica, la distinción nunca es tan clara como en las propuestas puramente teóricas o analíticas. Pero para orientarse en las grandes cuestiones que plantean las revueltas urbanas, es útil disponer de conceptos como movimiento y antimovimiento, además del concepto de crisis. 

A los observadores a veces les desconcierta la idea de que los disturbios no tengan sentido cuando los manifestantes atacan también instalaciones públicas de sus barrios y autobuses que prestan servicio a sus hogares: no tiene ningún sentido si se trata de pura rabia destructiva, de violencia por violencia que se ha convertido en un fin en sí misma. Pero sí tiene sentido si percibimos en los manifestantes la expresión de una inmensa decepción con la República, que les prometió «Libertad, Igualdad, Fraternidad» y que no les ha cumplido sus promesas. En cambio, cuando dan paso al pillaje, a la violencia contra las personas y al uso de armas de fuego, y el objetivo ya no es atacar a adversarios sino a enemigos, se pierde todo el sentido: la acción es entonces antimovimiento. Y cuando se trata de dilucidar la diferencia entre el sinsentido y la pérdida de sentido, no hay nada como un trabajo de campo exigente y prolongado. 

Para orientarse en las grandes cuestiones que plantean las revueltas urbanas, es útil disponer de conceptos como movimiento y antimovimiento.

MICHEL WIEVIORKA

El fin de los “Trente Glorieuses”

Contextualicemos ahora las principales movilizaciones colectivas durante los dos mandatos presidenciales de Emmanuel Macron. 

El primer conjunto de luchas es sobre todo social y cultural. Algunas pueden leerse como específicas de una sociedad industrial, es decir, una sociedad en la que las principales contiendas se juegan en las relaciones sociales dentro de las empresas industriales -la lucha de clases, si se quiere- y dan sentido a otras acciones que se desarrollan en otros lugares, en el campo o en las escuelas, por ejemplo. Otras deben considerarse sobre todo como típicas de una sociedad postindustrial y tienen que ver con la ética, y por tanto en particular con todo lo que tiene que ver con las cuestiones de la vida y la muerte, pero también con el racismo y la discriminación, la cultura, la relación entre el hombre y la naturaleza, y en particular con todo lo que tiene que ver con el medio ambiente o el cambio climático. Otras están más estrechamente vinculadas a la transición de un tipo de sociedad, la industrial, a otra, la postindustrial, y pretenden en particular impedir que sus actores paguen el precio de dicha transición; se trata de un análisis que puede aplicarse, como se ha dicho, a los Chalecos Amarillos.

Enfrentamiento entre policías y jóvenes en Nanterre, cerca de París, el jueves 29 de junio de 2023. © AP Foto/Christophe Ena

Un segundo conjunto de luchas es institucional y político. En Francia, se refiere ante todo al modelo republicano nacido de la Ilustración, la Revolución y la Tercera República. La acción aquí cuestiona este modelo, y puede contemplar la promoción de otro, por ejemplo, uno más favorable al reconocimiento de minorías o identidades particulares. En cierto modo, las revueltas urbanas significan, quizás sobre todo, la crisis de ese modelo y de su universalismo cada vez más abstracto, exacerbado por encantamientos «republicanistas» tan alejados de la experiencia vivida por sus destinatarios.    

A lo largo de los treinta años gloriosos, en Francia, las principales movilizaciones se dieron en el marco de la sociedad industrial y de la República, todo ello encapsulado en el Estado-nación. Después entró en una fase caótica de metamorfosis en la que se puso en tela de juicio esa integración, sin que los análisis más habituales se apartaran de ese marco, aunque ello supusiera constatar su crisis, de ahí la pertinencia de las críticas dirigidas a las ciencias sociales francesas por dejarse atrapar con demasiada frecuencia en el «nacionalismo metodológico» denostado por el sociólogo alemán Ulrich Beck.

A lo largo de los Treinta Años Gloriosos, en Francia, las principales movilizaciones se dieron en el marco de la sociedad industrial y de la República, todo ello encapsulado en el Estado-nación. Después entró en una fase caótica de metamorfosis.

MICHEL WIEVIORKA

Mientras la sociedad fue industrial, las movilizaciones sociales más decisivas pudieron reivindicar un sentido localizado en las relaciones laborales y encarnado en la excelsa figura del obrero industrial. Con la desindustrialización y el fin de la sociedad industrial, las luchas sociales no han desaparecido. Pero o bien se han alejado del trabajo, de la empresa, del sindicalismo, perdiendo entonces su capacidad de obtener un trato institucional, de negociar, e incluso de organizarse, tal fue la experiencia de los Chalecos Amarillos, o dejan de estar a la altura de la historicidad y encuentran su máxima acción posible a nivel de una lucha institucional, política aunque no sea política, tal fue el caso del movimiento contra la reforma de las pensiones.

Cuanto más lucharon esas movilizaciones por encontrar el camino de la negociación y el debate democrático, más se abrió paso la violencia que provenía de fuera del movimiento -los «Black Blocs»- o que surgía de dentro de él -si es necesario a través del contacto precisamente con los «Black Blocs»-. Así ocurrió con los Chalecos Amarillos y, con menos éxito, durante la movilización contra la reforma de las pensiones, porque las centrales sindicales conservaron una capacidad real de prestar un servicio de orden. Cabe señalar que, en este último caso, una de las contribuciones de la Confederación Francesa Democrática del Trabajo consistió en haber velado, en nombre del carácter intersindical de la acción, por que incluso los sindicatos más abiertos que otros a un cierto radicalismo no dejaran ningún espacio a los «Black Blocs» o similares.  

En una sociedad postindustrial, la ética, los derechos humanos, la justicia y la verdad adquieren una fuerza sin precedentes. La lucha antirracista es un movimiento, como vimos en Estados Unidos con la muerte de George Floyd y Black Lives Matter y en Francia, en un contexto sin embargo de encierro y prohibición de manifestaciones, con la imponente concentración de apoyo a la familia de Adama Traoré pidiendo el 2 de junio de 2020 justicia para ese hombre que murió a los 24 años el 16 de julio de 2016 en una gendarmería tras su detención. Y cuando la acción antirracista amenaza con romper con los valores universales y convertirse en una guerra racial, está claro que comienza un proceso de inversión que puede desembocar en el antimovimiento. 

Enfrentamiento entre policías y jóvenes en Nanterre, cerca de París, el jueves 29 de junio de 2023. © AP Foto/Christophe Ena

Aunque el medio ambiente y el clima sean cuestiones cruciales para la humanidad, la movilización colectiva en Francia no está a la altura de las circunstancias, como si la toma de conciencia, que es muy real, sólo se tradujera en acciones en contadas ocasiones. Por ello, las luchas se ven tentadas por el radicalismo, y aquí también hay lugar para la violencia, venga de fuera o brote de dentro. Fue esa violencia la que sustentó la decisión del gobierno de prohibir el movimiento de los «Soulèvements de la terre» en junio de 2023, lo que le permitió perder de vista lo esencial: la carga de protesta medioambiental que transmite, con los excesos y desmanes que se le han achacado.

La negativa a vacunarse contra el Covid 19 dio lugar a manifestaciones en el verano de 2021, cuando se exigió un «pase» para poder viajar sin restricciones. El grupo «antivacunas» pasó a denominarse grupo «antipase». Lo importante aquí es que su acción fue también una inversión que debe verse en el contexto de un importante fenómeno que surgió a mediados de la década de 1970: la invención de nuevas relaciones entre la sociedad civil y la ciencia y la medicina. Cuando los pacientes quieren una relación no sacrosanta con la profesión médica, estar informados y ser reconocidos como sujetos, o cuando las víctimas del sida quieren acceder lo antes posible a nuevos medicamentos, aunque aún no hayan sido totalmente probados y controlados, están desafiando a la ciencia y la medicina, no para debilitarlas, cuestionarlas, denunciarlas o sospechar de ellas, sino para crear una nueva relación con ellas y con quienes las encarnan: investigadores, laboratorios, médicos, etc. Internet y el acceso sin intermediarios a la ciencia y la medicina han hecho posible que el público participe en el debate. Con internet y el acceso no mediado ni formado a todo tipo de estudios, datos e información, innumerables personas se han erigido en expertos científicos o médicos y, al no serlo realmente, han promovido, con el apoyo de unos cuantos científicos y médicos que han perdido el norte, una especie de contraciencia o contramedicina que está reñida con la razón y las exigencias del auténtico trabajo científico y los valores universales que implica: el movimiento por una relación diferente entre la sociedad civil y la ciencia y la medicina se convirtió entonces en un antimovimiento, hasta el punto de dejar entrever algunos rastros de antisemitismo. 

Con internet y el acceso no mediado ni formado a todo tipo de estudios, datos e información, innumerables personas se han erigido en expertos científicos o médicos y, al no serlo realmente, han promovido, con el apoyo de unos cuantos científicos y médicos que han perdido el norte, una especie de contraciencia o contramedicina.

MICHEL WIEVIORKA

Las luchas contemporáneas que acabamos de mencionar, en lo que tienen de movimientos sociales o culturales, son débiles, frágiles y están constantemente amenazadas de ser barridas por la lógica de la crisis. Surgen en un contexto de desestructuración del sistema político, en el que las únicas opciones reales parecen ser el centro, cada vez más derechizado, y los extremos, a la izquierda y sobre todo a la derecha. Desde 2017, el ejecutivo ha mostrado un verdadero desprecio por la mediación y los organismos intermediarios, lo que dificulta aún más su respuesta a los actores. Esto da una importancia considerable al mantenimiento del orden y a la represión, en detrimento de las políticas públicas más o menos democráticamente debatidas y negociadas. 

La violencia policial es una noción que tiene sentido, si observamos que el monopolio legítimo de la fuerza se aplica de forma cada vez más brutal, ya sea en la represión de numerosas manifestaciones, como fue el caso de los Chalecos Amarillos, o en el comportamiento general de las fuerzas del orden, en particular durante los controles de carretera, y similares. La crisis se antepone a todo lo demás, sin dejar espacio para el movimiento, cuando el debate ya no tiene más sentido ni contenido que la oposición entre la violencia del Estado y la de los manifestantes, y las interminables polémicas que genera.

Las luchas contemporáneas surgen en un contexto de desestructuración del sistema político, en el que las únicas opciones reales parecen ser el centro, cada vez más a la derecha, y los extremos, a la izquierda y sobre todo a la derecha. 

MICHEL WIEVIORKA

Los disturbios

En el sentido que recordábamos al mencionar a Alain Touraine, un movimiento social o cultural no es una simple lucha, una movilización de un día, sino uno de tantos significantes de acción a lo largo de cierto tiempo, hasta el punto de parecer característico de toda una época: el movimiento obrero, por ejemplo, es el movimiento social de la sociedad industrial, con una historia que abarca casi dos siglos.

Así pues, si queremos pensar en los disturbios urbanos, debemos empezar por distinguir un primer nivel de análisis: una temporalidad que perdura.

Estos disturbios aparecieron en Francia a finales de los años setenta, con los primeros «veranos calientes», y desde entonces se han producido con frecuencia, aunque de forma episódica. En 2005, dieron un giro espectacular al extenderse por todo el país durante casi tres semanas. En 2023, por tanto, no se trata de un fenómeno nuevo, aunque existan diferencias significativas entre 2005 y 2023. En 2023, la violencia se produjo incluso en ciudades que se habían librado en 2005; los manifestantes no dudaron en desplazarse al centro de las ciudades, no se quedaron sólo en sus barrios obreros. Más que en 2005, la rabia y la ira dieron paso a saqueos y destrucciones de todo tipo. Los observadores también destacaron la juventud de algunos de los manifestantes, pero a diferencia de 2005, evitaron hablar de etnia o color de piel.

Su profundidad histórica -más de cuarenta años- lo convierte en un fenómeno estructural que exige esfuerzos a largo plazo y políticas públicas sostenidas, que a menudo se han intentado, pero sin resolver nunca los problemas de forma realmente satisfactoria. A ese nivel, la represión no basta. Como ya había anticipado François Dubet en lo que se ha convertido en un libro de referencia clásico, La galère (Fayard, 1987), y como estudié a principios de siglo en Violence en France (París, Seuil, 1998), los actores oscilan entre los comportamientos de crisis (violencia, delincuencia, repliegue religioso) y el movimiento social, este último claramente presente en la Marcha por la Igualdad y contra el Racismo de 1983. En los disturbios de 2023, esos ingredientes estaban presentes, y si queremos identificar un movimiento social, basta con constatar la presencia, sobre un fondo de rabia y de cólera, de temas inicialmente muy presentes: el racismo vivido; las discriminaciones de todo tipo; la injusticia, también la mentira, con la justicia y la verdad burladas a diario por la policía, y no sólo con ocasión del asesinato del joven Nahel en junio de 2023. 

Jóvenes pasan junto a coches en llamas mientras se enfrentan a la policía en Nanterre, cerca de París, el jueves 29 de junio de 2023. © AP Foto/Christophe Ena

Y todavía en este primer nivel de temporalidad, que corresponde a los problemas estructurales que se han condensado o cristalizado en los suburbios desde finales de los años setenta, dos derivas han debilitado de hecho a los movimientos sociales que podrían haber intentado ofrecer una respuesta constructiva a las dificultades sociales. La primera es la de las manifestaciones, que combinan reivindicaciones de derechos, igualdad, justicia y respeto con una lógica de violencia que puede desembocar en un antimovimiento: destrucción de bienes públicos, agresiones a particulares, saqueos. El segundo es el Islam radical, ya sea terrorista o pietista. Cabe señalar que, si bien los dos tipos de deriva pueden haber alimentado en algunos casos el terrorismo islamista en sus fuentes sociales, no confluyeron en los disturbios de 2023: la inversión islamista y el antimovimiento social no se superponían ni se complementaban en modo alguno: los saqueadores no gritaban «Allah akbar».

Las palabras utilizadas reflejan un endurecimiento, un rechazo a aceptar matices, y expresan o incluso contribuyen a amplificar la fragmentación y la imposibilidad del debate y la negociación.

MICHEL WIEVIORKA

En un segundo nivel, que corresponde a un marco temporal más limitado, en el límite del mediano plazo, hay que examinar lo que puede llamarse un clima, cada vez más fuerte desde los años 2000, dominado por la lógica de la intimidación, el odio, la ruptura y la desconfianza, incluso en el discurso y las categorías de la vida política e intelectual. Las palabras utilizadas reflejan un endurecimiento, un rechazo a aceptar matices, y expresan o incluso contribuyen a amplificar la fragmentación y la imposibilidad del debate y la negociación. Cuando, por ejemplo, en lugar de hacer una distinción, el poder, la derecha y la extrema derecha tienden a defender a la policía en su conjunto, incluido el asesino de Nahel, mientras que la izquierda de la izquierda afirma que la policía mata -y, por lo tanto, toda la policía- ya no hay lugar para el debate. Las «pasiones tristes», por retomar una frase de Spinoza, invaden la vida pública. Se hace difícil separar el grano de la paja, el movimiento social de la delincuencia; las demandas de ley, justicia y verdad de los ataques criminales, incluidos los ataques a individuos. Prevalece la emoción. Los acontecimientos actuales -la muerte de un joven, luego los disturbios y, cada vez más, su aspecto más chocante, los saqueos e incendios, incluso de viviendas- parecen conducir a un consenso nacional para poner fin a una violencia carente de ideas, de proyecto o de sentido, que sólo puede basarse en la represión. Pero lo deseable a corto plazo no resuelve los problemas a mediano plazo -clima tenso y de odio, lógicas de ruptura- ni los de largo plazo -cuestiones estructurales, educación, vivienda, empleo, etc.-. 

Con los disturbios, hay que admitir que la crisis se impone, a todos los niveles, y que el movimiento sufre por ello. Por un lado, las autoridades políticas parecen incapaces de hacer frente a una serie de problemas que también requieren otras respuestas, aparte de la represión. Y por otro, el movimiento por la justicia, los derechos, la igualdad y el reconocimiento, roído por la crisis, deriva hacia comportamientos que, en el mejor de los casos, lo debilitan y destruyen, y en el peor, esbozan un antimovimiento. Esto sólo deja a la extrema derecha institucionalizada prepararse para sacar partido de la situación.

Si debemos deplorar y combatir los excesos violentos, es por dos razones, no sólo por una. Porque son devastadores para la vida comunitaria, para la democracia y para la República. Y porque, al mismo tiempo, destruyen los movimientos sociales y culturales a través de los cuales se construye una sociedad más justa.

Notas al pie
  1. En Communications, n° 25, «La notion de crise», 1976, pp. 149-163, y después en Communications, n°91, 2012/2, pp. 135-152.
  2. En Sociétés et terrorisme, Paris, Fayard, 1988.