Carlos Corrachano, usted es asesor de la ministra española de Trabajo y líder del partido Sumar, Yolanda Díaz, que escribió el texto que hoy nos ocupa. ¿Podría resumirnos sus comentarios sobre qué doctrina y qué estrategia hay para la izquierda, para los progresistas de Europa en los próximos años?
Carlos Corrochano
Necesitamos un enfoque flexible y adaptado a un contexto de gran incertidumbre y cambio constante. De hecho, tenemos que pensar más en estrategia que en doctrina.
La idea del artículo de Yolanda Díaz era sentar las bases de un debate estratégico libre de los tópicos y automatismos de la izquierda. Es importante concretar al máximo la estrategia. Esto es más evidente que nunca después de lo que ha pasado en Grecia. A escala mundial, vivimos un momento de recesión geopolítica, como lo llama Ian Bremmer; un momento de claroscuro, paradójico y contradictorio. Recuerda al que Marx plasmó en su escrito sobre el 18 Brumario, tras el fracaso de las revoluciones de 1848 y el golpe de Estado de Luis Bonaparte en 1851. Pero el momento actual es mucho más gramsciano que el que se abrió tras la crisis financiera de 2008. Vivimos una auténtica crisis de régimen, una crisis orgánica cuyos síntomas mórbidos son visibles por doquier, a diferencia de 2008, ésta está mucho más marcada por la magnitud de la crisis ecológica y la emergencia climática.
Tras el fracaso de la reforma fiscal de Liz Truss y del Partido Conservador británico, y el rechazo en las calles de la reforma a las pensiones en Francia, podría decirse, provocativamente, que el neoliberalismo está intelectualmente moribundo, incapaz de ofrecer «horizontes de certidumbre», como diría García Linera, cosa que sí hacía hace treinta años.
Por primera vez en mucho tiempo, las élites no tienen programa. La lógica del mercado y de la gobernanza mundial ha perdido su legitimidad. Pero es importante hacer bien el diagnóstico por dos razones. En primer lugar, porque, como escribe Stuart Hall, «quien quiera intervenir en la realidad debe hacerlo sobre la base de una información precisa, liberada de los grilletes de la nostalgia». Si queremos ser eficaces, sólo puede ser sobre la base de un análisis riguroso de las cosas tal como son, no como nos gustaría que fueran.
En segundo lugar, sólo una crisis puede conducir a un cambio real. Cuando se produce una crisis de este tipo, las medidas que se toman dependen de las ideas del entorno. Creo que esta es nuestra función fundamental: desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantener esas alternativas vivas y disponibles hasta que lo que es políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable. Tenemos que repolitizar lo que Wendy Brown llama la «política del resentimiento» -la ira y el miedo- en una dirección progresista. De lo contrario, la ola reaccionaria será inevitable. En este contexto, Europa es más importante que nunca. Y hay tres posibles salidas. La primera, la de la reconfiguración neoliberal, favorecería la protección de los privilegios de las élites europeas; sería una repetición de 2008. Una segunda opción, aún más preocupante, consistiría en proteger a una minoría nativista y excluyente. Esta es la interpretación reaccionaria del declive de Europa. Pero hay una tercera opción, que hemos denominado europeísmo transformador. Europa debe hacer todo lo necesario para proteger a las personas; con, por ejemplo, un Pacto Verde Europeo ampliado; con ambiciones renovadas y objetivos avanzados, que deben ser nuestra principal brújula política para la próxima década; con la reforma de los tratados para proteger a las personas y para incluir, como nos pide el sindicalismo europeo, un protocolo de progreso social; con la transformación de la arquitectura institucional y de la política monetaria de la Europa actual; con, por último, la construcción de un multilateralismo democrático y de una autonomía estratégica al servicio de los ciudadanos europeos y no de los balances de la industria armamentística del continente.
¿Cómo se materializa eso?
El primer paso para desarrollar una estrategia transformadora y realista es aceptar que somos un bloque histórico progresista. Tenemos el deber de construir un nuevo movimiento político a escala europea y con vocación transversal, que aglutine a verdes, izquierdistas y progresistas de tradiciones y orígenes muy diversos. Tenemos que convertir el impulso eurocrítico en una vocación transformadora. Sólo la extrema derecha ha logrado construir un sujeto político a escala continental, una internacional reaccionaria que, a pesar de sus diferencias internas y su división en distintas familias, se percibe como un bloque compacto, que produce efectos materiales, siempre en detrimento de las clases trabajadoras, las mujeres o los migrantes.
Lo importante es enraizar nuestro discurso en la coyuntura actual y reconstruir un horizonte de tranquilidad y estabilidad. Como afirmaba Pablo Bustinduy, no se trata de confrontar identidades y posiciones preexistentes, sino de desarrollar nuestra capacidad de proyectar horizontes de certidumbre. Vivimos un momento crítico y enormemente paradójico: a pesar de las amenazas, quizá no haya habido un momento con mayor potencial de ambición e imaginación política.
Yolanda Díaz escribe: «Europa ha sido y sigue siendo la escala pertinente para mejorar la vida de las personas, por la amplitud de sus políticas y el amplio gran que conserva entre los ciudadanos, que, lejos de ser puramente simbólico, produce efectos materiales». Paul Magnette, ¿está de acuerdo con este análisis? En su opinión, ¿cuál es la doctrina que permitirá que los progresistas ganen en Europa en los próximos años?
Paul Magnette
Son cuestiones de doctrina, pero también de estrategia; es importante reflexionar sobre ambas. Hoy en día, la izquierda tiene menos problemas de doctrina que de estrategia. Por supuesto, hay toda una herencia; hay que contar con una idea del liberalismo social que todavía se está liquidando: fue un fracaso total y hay que pasar página de una vez por todas. Aunque algunos países se sintieron menos avergonzados por ello que otros; Francia mucho más que Bélgica, por referirme a una zona que conozco.
Hoy hay una emergencia climática absoluta que se está convirtiendo en el centro de cualquier problematización política, pero al mismo tiempo, tenemos que reconocer que la emergencia climática es ante todo una cuestión social; por eso creo que tenemos que combinar ambas cuestiones en una problemática ecosocialista.
Naomi Klein dice -y creo que es una frase muy acertada- que la derecha ha hecho del escepticismo climático parte de su identidad, y que la izquierda debe hacer de la lucha contra el cambio climático parte de su identidad. Para integrar esta cuestión en la continuidad de sus referencias y sus repertorios de acción, la izquierda -política y sindical, intelectual y asociativa- debe convencer a la gente de que luchar contra el calentamiento climático es luchar contra la desigualdad en todos los sentidos.
En primer lugar, existe una desigualdad de responsabilidad: los más ricos contaminan más que los más pobres, en el sentido amplio de las emisiones de gases de efecto invernadero. En segundo lugar, hay una desigualdad de exposición: los pobres se ven mucho más afectados por la contaminación acústica, la contaminación atmosférica y todas las consecuencias en términos de salud, porque no pueden elegir dónde trabajan o viven. Y, por último, existe una desigualdad de acceso, la pobreza medioambiental: los pobres disfrutan mucho menos de los beneficios de un medio ambiente sano, de la proximidad a la naturaleza o de una alimentación de calidad.
Así que realmente es un triple golpe, y creo que, planteándolo de esta manera, podemos intentar movilizar a todos los que tienen interés en este cambio hacia un mundo neutro en carbono. Los que no tienen interés son los privilegiados de hoy, una pequeña oligarquía mundial cuyo poder es exorbitante pero no invencible. El 1% más rico del mundo emite tantos gases de efecto invernadero como la mitad menos rica del planeta; al saber esto, es fácil comprender que la lucha contra los trastornos climáticos es una cuestión de justicia.
Implantar un ecosocialismo significaría aislar los edificios, cambiar radicalmente la agricultura e invertir masivamente en energías renovables y movilidad colectiva. Si no hacemos todo eso de aquí a 2024, tendremos que insistir más, no formar comisiones y crear una suerte de crisis institucional, necesaria para forzar una reorientación del rumbo político.
¿Podemos llegar a provocar a las instituciones, François Ruffin? ¿Es ésta una buena estrategia para la izquierda europea?
François Ruffin
No creo que debamos ignorar el ámbito nacional. Cuando se dice que Europa es el mejor lugar para tomar decisiones, yo respondería que el Estado puede tomar decisiones cuando quiera; lo vimos durante la crisis de Covid en Francia; es un nivel que no hay que descuidar.
Cuando Yolanda Díaz dice que Europa es la mejor escala, estoy de acuerdo en muchos puntos: sería una escala ideal para la regulación económica o fiscal; pero utilizo aquí el tiempo condicional.
Es más, cuando añade que es la escala más popular, puede que se refiera a un punto de vista español sobre la cuestión -en España, la vuelta a la democracia y la adhesión a la Unión Europea se produjeron al mismo tiempo-. No podemos decir que esto corresponda a la historia francesa.
Hay que posicionarse en el largo plazo de la izquierda; el paréntesis se abrió en los años ochenta y la Unión Europea desempeñó su papel en ese cambio. Lionel Jospin pudo decir -era entonces primer secretario del Partido Socialista-: abrimos un paréntesis liberal y nos ponemos del lado de Alemania en cuestiones monetarias; nos negamos a adoptar el proteccionismo.
La ortodoxia neoliberal estaba, pues, en proceso de tomar forma; se consolidó con el Acta Única Europea, luego con la Europa de Maastricht y las sucesivas ampliaciones.
La consecuencia fue una serie de deslocalizaciones, por lo que soy escéptico a la hora de hablar de una Europa social; no es algo en lo que el electorado pueda creer, y una promesa de una Europa social les causaría incredulidad.
La globalización ha producido un divorcio de facto entre los dos corazones sociológicos de la izquierda. El corazón de las clases medias se ha visto poco afectado por la deslocalización y la desindustrialización, algunas de ellas incluso han considerado la globalización como algo bueno; al menos se mostraron pasivas ante ese cambio de rumbo.
Por otra parte, las clases trabajadoras experimentaron una cuadruplicación de las tasas de desempleo en los años 80; a partir de ese momento, su nivel de vida se estancó o descendió. Esas consecuencias económicas se tradujeron en opciones políticas en las urnas: véase el ascenso de la extrema derecha en Francia, vinculado a este proceso.
Sin embargo, se abre un nuevo periodo y el juego no está grabado en piedra. El mármol en el que se grabó el tratado del Consejo Europeo se ha resquebrajado. Es necesario mantener abierta la brecha, y ciertos signos apuntan en esa dirección. Se vislumbra el inicio de un giro ideológico: la Unión Europea acaba de plantear la cuestión de la presunción de asalarización de los empresarios autónomos; Francia, supuestamente menos liberal por su historia, rechaza la propuesta por boca de Emmanuel Macron. El presidente de la República Francesa dibuja el panorama de la política industrial que se avecina; Jean Pisani-Ferry sostiene que será necesario un impuesto sobre el patrimonio para gravar los mayores activos durante treinta años, y que las inversiones ecológicas de la Unión no deben incluirse en su deuda. Así que ahora hay margen para un cambio ideológico. Al mismo tiempo, la ideología dominante -competencia, crecimiento, competitividad, mercado y globalización-, como el coyote de Tex Avery, sigue corriendo aunque haya abandonado tierra firme: se ha quedado sin ideas, y los términos de competencia, globalización feliz y prosperidad ya no resuenan.
Es cierto que todavía hay fuerzas sociales que siguen empujando en esa misma dirección; pero entre la masa del electorado, estos términos preocupan más de lo que generan apoyo y voluntad. Otro punto importante es que tenemos que contar con el imperativo ecológico en el presente: produce una relación diferente con el tiempo. En términos sociales, creo que hay altibajos, aunque las cosas se hayan ido deslizando hacia abajo para las clases trabajadoras en los últimos cuarenta años; pero en términos ecológicos, estamos entrando en una nueva fase: a partir de ahora, sabemos que lo que se destruye nunca se reconstruirá, y eso hace que nuestra relación con la política sea más trágica.
La combinación de estos factores debería obligarnos a aprovechar al máximo las brechas que puedan abrirse en el ámbito de la Unión Europea. No debemos descuidar todo lo que puede hacerse a escala nacional; es un ámbito en el que la acción es totalmente posible.
Chloé Ridel, ¿qué doctrina debe estar en el corazón de las izquierdas europeas? ¿Debe ser una socialdemocracia reinventada, una unión popular, un ecosocialismo?
Chloé Ridel
Los socialistas cometieron un error fundamental en los años 80 con Mitterand. Antes de liberalizar el flujo de mercancías y capitales, no exigió que se armonizara con las cuestiones medioambientales y sociales. Como resultado, el mercado nos ha dictado sus normas. Debemos tener claro este error.
Desde hace casi cuatro años, Europa se encuentra en un punto de inflexión histórico; una combinación de crisis -la pandemia, la crisis ecológica, la guerra de Ucrania- está llevando a Europa a una nueva fase de su historia y abriendo nuevas brechas.
La pandemia ha socavado el sistema de rigor presupuestario de Maastricht; a partir de una simple decisión presupuestaria, las normas que rigen el presupuesto se han relajado, al igual que las normas que rigen la competencia entre Estados. Las hemos dejado de lado o las hemos relajado, dejando que los Estados miembros acudan al rescate de sus empresas.
También hemos creado una nueva política industrial -proyectos europeos de interés común- para invertir en vacunas y, por primera vez en la historia de Europa, hemos contraído una deuda conjunta con el mercado para distribuir dinero a los países más afectados, mediante subvenciones; también hemos podido hacer pedidos colectivos de vacunas.
El agravamiento de la crisis ecológica también nos ha llevado a utilizar por fin el mercado -hay que reconocer que muy mal construido, pero grande al fin y al cabo- para imponer nuevas reglas; este mercado es accesible a todos los actores internacionales; y todos ellos quieren vender mercancías a Europa; nos dimos cuenta de que teníamos un poder inmenso ahí, para decir: «si quieren vendernos esto, tienen que aceptar tales y tales reglas».
Por ejemplo, hace poco prohibimos la importación de todos los productos derivados de la deforestación o del trabajo forzado; empezamos a introducir un impuesto sobre el carbono en nuestras fronteras.
Nada de esto es suficiente, pero podemos ver que el cambio se está produciendo gradualmente. La guerra en Ucrania también nos llevó a tomar decisiones importantes para poner fin a nuestra dependencia energética de Rusia, una apuesta que ganamos. También estamos intentando superar nuestra dependencia industrial y económica de China, y nuestra dependencia militar de Estados Unidos, pero eso es más difícil.
Como han dicho Durand, Fontaine, Piketty y Lojkine, Europa se está convirtiendo poco a poco en una palanca porque ha demostrado que es capaz de dar un giro: no es por esencia un ente liberal o neoliberal. Es cierto que actualmente existe una hegemonía liberal, y esto no es el final del camino, sino más bien el principio. Sin embargo, ahora debemos ser capaces de entrar en la relación a la escala pertinente, y aplicar una estrategia ofensiva. Lo que Paul Magnette ha intentado plasmar en el término de «ecosocialismo» me parece muy pertinente.
¿Qué propuestas podrían encarnar el giro, el cambio de época?
Podrían estar relacionadas con nuestra capacidad para controlar no sólo la inversión extranjera en Europa, sino también la inversión de las empresas europeas en el extranjero. ¿Por qué debería ser esto importante? Los padres fundadores de Europa decían que la paz llegaría a través del comercio; dejando que las empresas europeas invirtieran en el mundo, y haciendo que el Estado se replegara sobre sí mismo para que los mercados funcionaran, los intereses económicos de las partes implicadas en el comercio se reforzarían hasta tal punto que desaparecería cualquier conflicto abierto. Hemos visto que esta creencia ha fracasado; ha dejado de impulsar la política exterior alemana desde los años setenta. La posición actual de Alemania es un buen ejemplo de los dilemas que entraña tal visión; es consciente de su interdependencia con China, aunque ha invertido 11 500 millones de euros en China en 2022 (y 10 mil millones en 2021). La dependencia de Alemania respecto a China es cada vez mayor, y con ella también la de Europa.
Se hace urgente -como ha hecho el ministro alemán de los Verdes- regular las inversiones europeas en el extranjero para evitar una reacción en la que nos veamos atados de pies y manos por los intereses económicos de nuestros rivales geopolíticos.
Paul Magnette, usted explicó que se trataba más bien de un problema de estrategia: antes de llegar al Parlamento Europeo y presionar a la Comisión, hay que ganar las elecciones. ¿Podría desarrollar este punto?
Paul Magnette
Una cosa va de la mano de la otra; sólo se ganan elecciones si se tiene una perspectiva clara. Pierdes las elecciones cuando nadie sabe exactamente lo que vas a hacer, ni en cuanto al fondo ni en cuanto a la forma; en resumen, si no eres creíble sobre el hecho de que votar por ti va a cambiar las cosas. Se trata de un principio absolutamente elemental.
Por eso, de cara a las elecciones europeas, tenemos que ser capaces de construir una narrativa en la que digamos que vamos a desobedecer los tratados. Como ministro de Valonia, desobedecí mucho los tratados. Todos los años presenté presupuestos deficitarios y nunca cumplí los criterios de Maastricht; me negué a firmar un tratado comercial con Canadá.
Pero desobedecer no basta, no altera fundamentalmente el equilibrio del sistema europeo. Así que realmente necesitamos a Europa, pero nuestro apoyo a ella no es incondicional.
Debemos recordar que el nivel nacional es también un nivel esencial, en muchos ámbitos: derecho social, protección social, derecho fiscal, organización de los servicios públicos, gran parte de la política industrial, ordenación del territorio, etc. Estas competencias nacionales -algunas de ellas regionales- serán cruciales si queremos llevar a cabo una transición social.
¿Cómo evitar que la pérdida masiva de empleos genere un repliegue populista en algunas partes del país, como ocurrió en Estados Unidos durante la era Trump? Esto ya está ocurriendo en Francia, Reino Unido y muchos otros lugares. El repliegue de la clase obrera histórica se mueve o bien hacia la abstención y el repliegue cívico, o bien hacia el apoyo a partidos de extrema derecha. Se trata de una cuestión real, absolutamente esencial, que también se está jugando a escala nacional. Frente a esto, necesitamos tener una visión de Europa que sea creíble, que no se quede en meros eslóganes, sino en la que podamos mostrar lo que es posible; necesitamos el nivel europeo.
Es posible reorientar el rumbo de las políticas europeas; no es sencillo, pero podemos razonar en parte por analogía; valdría la pena recordar dos elementos.
El primero es el New Deal de los años 30, no sólo en Estados Unidos sino también en Europa; también en Europa los gobiernos respondieron con políticas de planificación social y creación masiva de empleo público a una crisis que era básicamente financiera, y que se convirtió en una crisis económica y social.
Esto llevó su tiempo. Cuando repasamos la historia del New Deal en Estados Unidos, no hablamos sólo del crack financiero de 1929 y de la llegada de Roosevelt con el New Deal en 1930. El proceso duró entre seis y siete años: toda una serie de lagunas en la política monetaria financiera estadounidense fueron utilizadas por el Partido Demócrata y por Roosevelt, acompañados por el Tribunal Supremo, para construir el New Deal.
También nosotros debemos construir una estrategia semejante a escala de la legislatura 2024-2029. Hagámonos la siguiente pregunta: ¿cómo podemos darle la vuelta al sistema europeo de la misma manera que lo hizo el New Deal?
El segundo punto de comparación es quizá muy paradójico, pero siempre debemos aprender de nuestros adversarios. Quiero hablar de la revolución conservadora de finales de los setenta y principios de los ochenta. En el espacio de unos pocos años, Reagan y Thatcher consiguieron cambiar el curso de las políticas económicas, monetarias y financieras gracias a su control ideológico y a su hegemonía cultural sobre las principales instituciones económicas internacionales (el FMI, la Comisión Europea y algunas otras). Debemos aprender de ello. En la construcción de nuestra doctrina, debemos utilizar todas las palancas internacionales. No debemos descuidarlas, porque es descuidándolas como se las dejamos a la derecha. No hay que hacer creer a los neoconservadores y a los liberales que han triunfado. Al fin y al cabo, las políticas neoliberales han fracasado en gran medida desde el punto de vista medioambiental.
También es un fracaso social, al negar uno de los principios mismos del neoliberalismo: el movimiento ha conseguido crear lo que quería evitar. El objetivo de los neoliberales era derrotar al Estado social, pero de hecho, cada año seguimos socializando más riqueza; seguimos creando empleo público a nivel nacional, local y regional; y seguimos desarrollando políticas de protección social.
En resumen, las políticas liberales son un fracaso en términos absolutos, pero lo son incluso desde el punto de vista de los criterios neoliberales.
Es imperativo que las elecciones europeas de 2024 se consideren un momento político clave, que la izquierda no tiene derecho a perder. De lo contrario, si perdemos, nos esperan otros diez o quince años de políticas liberales y conservadoras prolongadas.
Para usted, François Ruffin, ¿tienen las elecciones europeas de 2024 una importancia estratégica capital?
François Ruffin
Soy partidario de una lista única de la izquierda francesa, porque sólo así podremos enfrentarnos a Rassemblement national y a las fuerzas que reúne Emmanuel Macron. Por un lado, hay un bloque liberal de centro que se está desmoronando con el tiempo. Por otro, hay una competencia permanente entre la extrema derecha y la izquierda, que luchan por conseguir imantar las partículas en suspensión.
Seamos claros. En una pareja de cinco, la infidelidad no tiene por qué llevar al divorcio. Mi deseo es avanzar hacia una lista única, y tendremos que encontrar la manera de mantener el diálogo, incluso durante la competencia electoral. Podemos competir por los votos de los electores sin convertir a los demás en nuestros adversarios prioritarios. Reitero mi deseo de que haya una lista única; en caso de que no llegue a ver la luz, insisto en que hay formas de dialogar y de seguir dialogando por otros medios.
En cuanto a las alianzas, Francia las necesita tanto como Bélgica. Es lamentable que el primer acto de François Hollande en materia de política internacional cuando fue elegido presidente fuera aparecer en el principal canal privado de Grecia para instar a la gente a no votar por Syriza. Creo que su deber era hacer lo contrario. Debería haber instado a la gente a votar por Syriza, porque eso le habría proporcionado un aliado más para presionar en Fráncfort y Bruselas. François Hollande también debería haber viajado a Lisboa, Madrid, Roma y Atenas al comienzo de su mandato. Debería haber viajado a los sufridos países del sur de Europa para convertirse en la voz de la Europa Latina, y luego negociar en Bruselas y Fráncfort con la fuerza de esas voces.
Francia no debe vivir aislada. Pero no debe negociar de tú a tú con la pareja franco-alemana. Debemos preguntarnos cuáles son nuestros intereses comunes y quiénes podrían ser nuestros aliados potenciales, y esto a veces va más allá de las etiquetas políticas.
Cuando veo el término «europeísmo transformador» en el texto de Yolanda Díaz, pienso que es probable que ahuyente a los votantes populares a largo plazo. Ya se ha producido un divorcio entre la izquierda y los ciudadanos, y entre la izquierda y la Unión Europea. Hay que partir de propuestas, no de etiquetas; mantener que estamos «por una Europa social» corre el riesgo de no provocar más que incredulidad. En su lugar, debemos preguntarnos: ¿qué propuestas comunes y significativas tenemos que poner en la mesa? Creo que decir que estamos por un impuesto europeo de solidaridad sobre el patrimonio puede ser una fórmula compartida por todos.
Estamos ante una situación paradójica tanto a nivel francés como europeo. En 2017, Emmanuel Macron fue elegido en el momento histórico equivocado, al igual que Mitterrand en 1981, cuando la gran ola de autogestión socialista keynesiana de los años setenta ya había remitido. Emmanuel Macron llega al poder en un momento en que los defensores de la ideología neoliberal están muertos; ya no son muchos los que creen en ella. Macron se presenta como el hombre que reinstaurará el Estado, aunque no haya sido elegido para ello. De hecho, hoy en día, debido a las múltiples crisis (la crisis de los Chalecos Amarillos, la crisis política, la crisis de la guerra en Ucrania), Macron aboga por el intervencionismo de un Estado fuerte; pero, al igual que a nivel de la Unión Europea, ese intervencionismo no está pensado, lo que lo vuelve borroso.
El reto, tanto para la izquierda francesa en los próximos años como para la izquierda europea en Bruselas, es exigir que se revise el pensamiento fundamental sobre las necesidades contemporáneas, para que podamos hacer frente a la actual crisis climática y social con mejores armas.
Necesitamos más justicia fiscal e inversiones masivas en diversos ámbitos. La doxa, aunque respalde esta posición, es algo inestable.
Todos estamos a favor de un impuesto europeo de solidaridad sobre el patrimonio. Es crucial que la Europa de hoy proteja las necesidades de las clases trabajadoras. Necesitan seriamente protección; necesitan que se les tranquilice, mientras que lo que están haciendo hoy los neoliberales es sembrar el caos. Hay que resaltar hasta qué punto son el partido del caos.
Sería fácil hacerlo: el sistema hospitalario está hecho trizas, la escuela pública recluta profesores mediante citas de trabajo, las facturas de la energía fluctúan constantemente para los comerciantes, los ayuntamientos y la industria; ni siquiera el Medef está contento con ello; hay escasez de medicamentos en las farmacias.
Así que los neoliberales son ahora el partido del desorden, y nosotros tenemos que presentarnos como el partido del orden, el partido de la estabilidad, el partido de la protección: hay que ofrecer un realineamiento que ellos no tienen. El mercado puede existir, siempre que esté supervisado y regulado.
Los socialistas tradicionales han dominado los estratos políticos de la izquierda en décadas anteriores. ¿Siguen siendo los partidos el vehículo adecuado para llevar a cabo los cambios que ha mencionado?
Chloé Ridel
Ningún partido está congelado en el tiempo; a veces necesita estímulos externos para cambiar; pero también puede volver a sus raíces. Esto sería crucial para sacar conclusiones importantes de cara a una estrategia para las elecciones europeas de 2024. Antes de decir no por principio a una lista conjunta para las elecciones europeas -aunque sea una elección proporcional-, la idea misma nos obliga a aceptar un diálogo sobre el fondo; esto tendrá lugar en otoño. Pero, aunque no estemos unidos, no será el final de la NUPES. Si la NUPES tiene diferencias internas sobre la cuestión europea, cada uno de los partidos debe poder expresarse libremente ante el electorado, para que sea éste el que decida en las urnas.
De lo contrario, también podríamos considerar que la prioridad de estas elecciones europeas es convertirlas en midterms para ganarle a Macron a toda costa; pero no creo que las elecciones europeas de 2024 sean eso. No obstante, tenemos que analizar nuestras diferencias, en términos de estrategia y desobediencia. Podemos estar de acuerdo en que es útil de vez en cuando. Pero, ¿de qué tipo de desobediencia estamos hablando? Convendría que fuera transnacional. Lo vemos en el caso de un país como Francia: no podemos limitarnos a decir unilateralmente «a partir de ahora, las cosas se harán sin mí»; tenemos que intentar crear un movimiento de desobediencia que no sólo nos concierna a nosotros; un movimiento que implique a varios países. Y lo que es más importante, debemos intentar proponer otra norma en lugar de la que estamos desobedeciendo, me parece que se trata de una cierta filosofía de la desobediencia.
Voy a exponer una opinión impopular: muchas veces oímos decir que «la complicada relación entre los franceses y Europa es consecuencia de 2005: traicionamos el veredicto del referéndum con el Tratado de Lisboa». Me parece que se trata de una proposición errónea. Lo que se incluyó en el Tratado de Lisboa de 2005 fue el fortalecimiento del Parlamento Europeo y el hecho de que el Consejo Europeo se convirtiera en una institución de pleno derecho de la Unión. Sin embargo, se han dejado de lado los puntos más problemáticos del Tratado Constitucional, en particular el objetivo de la libre competencia, que debería incluirse entre los objetivos de la Unión.
Eso no quiere decir que el Tratado de Lisboa no fuera problemático, no es mi punto de vista. Pero creo que el verdadero problema fue que los dirigentes franceses de todos los colores políticos fueron incapaces de defender nuestros intereses en Bruselas, en particular los intereses de los países del Sur. En el contexto de la crisis económica y financiera, hubo una incapacidad real para influir en el curso de los acontecimientos y crear brechas en la hegemonía neoliberal.
Esto es lo que creó el malestar sobre Europa en países como Francia, y luego en todos los países del Sur. Así que tenemos que entrar en esta brecha para hacer oír nuestra voz.
Más allá de la estrategia, también hay elementos fundamentales que cuentan. Cuando se dice que Europa debe convertirse en una palanca de protección, estoy de acuerdo; debe convertirse en una palanca de progreso ecológico y social, lo que no ha sido hasta ahora.
Esto plantea la cuestión de la defensa y la seguridad. No se puede oponer a la dependencia de la OTAN y rechazar al mismo tiempo una defensa europea. Me parece sano que la seguridad de los europeos no dependa de lo que quieran los estadounidenses; pero no podemos señalar esto y negarnos a construir una defensa europea.
Cuando nos resistimos a enviar armas a la resistencia ucraniana, estamos enviando a todos nuestros socios centroeuropeos, que temen por su seguridad y su propia existencia, el mensaje de que los franceses no harán más que los estadounidenses para tranquilizarlos. La izquierda tiene que dejar de ignorar esos temas.