Nunca antes se había prestado tanta atención al Consejo Constitucional como desde que se ve en él una posible salida a lo que se suele calificar de «crisis social» superpuesta a la crisis política abierta por la utilización, por undécima vez desde el inicio de esta legislatura, del artículo 49 apartado 3 de la Constitución. Se trata, pues, de una ocasión única, que no hay que desaprovechar, para hablar de este organismo y de su labor. Con fama de «protector de los derechos y libertades», título que él mismo se da, guardián del templo constitucional, y sin embargo muy poco conocido por el público en general, el Consejo Constitucional no tiene todas las virtudes que se le atribuyen comúnmente. En un país democrático y en virtud de las normas que sustentan un Estado de Derecho, existen efectivamente principios y normas de los que no se puede prescindir. Sin embargo, si se examina, la situación parece escalofriante. Poco puede salvar al Consejo de la desgracia: en casi nada cumple las garantías que justificarían el ejercicio de sus misiones de control de la constitucionalidad de las leyes.
Si bien las cortes constitucionales o supremas extranjeros no están exentas de críticas de todo tipo, el Consejo Constitucional francés presenta una serie de deficiencias que le impiden ser considerado una verdadera corte constitucional. Algunos pueden alegrarse de ello, ya que critican constantemente al gobierno de los jueces. El débil control ejercido por el Consejo Constitucional durante tantos años satisface también los intereses del personal político, que mantiene así un firme control sobre su actividad. Pero la justicia constitucional también puede pensarse en función de los intereses del cuerpo político y social, cuya palabra, que se supone plasmada en el texto constitucional, no se opone así a la palabra política, a la vez contingente y volátil. Sin embargo, es el principio mismo del constitucionalismo poner límites al ejercicio del poder político, que no puede por tanto liberarse de ciertos principios y reglas que han sido pensados para enmarcar el ejercicio del poder, según lo que se considera bueno y necesario para la cohesión del cuerpo político y social. Desde este punto de vista, juzgar la constitucionalidad de la ley no es, por tanto, lo mismo que hacer política, es decir lo que el poder político puede y no puede hacer, que no es en absoluto lo mismo. La labor de la justicia constitucional es, pues, oponer resueltamente a la palabra política, contingente y volátil, otra palabra, más fundamental y en principio más estable. Por eso esta labor de «justicia» es diferente de la labor política. Y si la legitimidad de esta última procede principalmente de la elección, la de la primera procede, necesariamente, de otra fuente.
Más de dos siglos de experiencia y de reflexión, en Francia y en Europa en particular, sobre las condiciones necesarias para impartir justicia legítimamente, y más concretamente en una democracia y en un Estado de derecho, han conducido a la formación de un corpus de reglas y principios bien probados, precisamente los que faltan generalmente en nuestro Consejo Constitucional: independencia e imparcialidad frente a las partes, el caso y los intereses externos, ética, procedimiento justo y contradictorio, y argumentación judicial. A la vista de lo que está en juego en la justicia constitucional -que no data, ni mucho menos, del proyecto de reforma de las pensiones-, arrojar luz sobre estas carencias es una cuestión de cierta urgencia y, sin duda, de interés público.
Llama la atención, en primer lugar, la dimensión casi estructural de la situación del Consejo Constitucional como juez y parte. Esta dificultad es consecuencia principalmente de su composición y de las tareas que tiene asignadas. Como juez de la ley, juzga un acto en cuya elaboración han intervenido casi todas las autoridades políticas: el Presidente de la República, que a menudo inicia una política -es el caso de la reforma de las pensiones-, el Gobierno, que prepara la ley al menos seis de cada diez veces, y finalmente las asambleas, que, en principio, deben votar la ley para que sea adoptada. Sin embargo, los nueve miembros que componen el Consejo Constitucional, debido a la práctica de las autoridades que los nombran (el Presidente de la República, el Presidente del Senado y el Presidente de la Asamblea Nacional) y a la ausencia de condiciones fijadas por la Constitución o la ley orgánica relativas al Consejo Constitucional, están casi siempre vinculados a las autoridades cuyos actos examinan.
Hoy, por ejemplo, forman parte del Consejo Constitucional dos antiguos primeros ministros, dos antiguos ministros, dos antiguos diputados, dos antiguos directores de gabinete ministerial o de asamblea y un antiguo secretario general de la Asamblea Nacional. Algunos de ellos tienen algunos conocimientos jurídicos, a menudo remotos, como cuando Alain Juppé ironiza sobre su derecho a olvidar sus cursos de derecho constitucional y administrativo realizados varias décadas antes, pero muchos de ellos tienen sobre todo una larga experiencia de la actividad política, que sin duda ha desarrollado una forma mentis más orientada al «ejercicio político» que al «trabajo de justicia constitucional». Añadamos que revisan actos preparados, defendidos, impugnados o adoptados por un personal con el que han estado en contacto durante mucho tiempo: desde este punto de vista, la apariencia de parcialidad es permanente en el Consejo. Se refuerza aún más cuando los miembros del Consejo tienen que juzgar una ley a la que no son ajenos: cuando el Presidente del Consejo Constitucional juzga la ley cuyo principio se había adoptado en el Consejo de Ministros mientras él era miembro del Gobierno, no parece imparcial -fue el caso de Laurent Fabius con la ley El Khomri 1-. Cuando dos miembros del Consejo juzgan una ley cuyo principio habían defendido -principio discutido, por otra parte, ya que se trataba de limitar el derecho de recurso en materia de permisos de construcción- mientras eran ministros, como fue el caso de Jacques Mézard y Jacqueline Gourault en relación con la ley de 23 de noviembre sobre la evolución de la vivienda, tampoco se respeta la apariencia de imparcialidad, aunque hayan adoptado la circular de aplicación destinada a hacer cumplir la ley -como fue el caso de Jacqueline Gourault para la misma ley 2-. Cuando, en otro caso, el Consejo se pronuncia sobre una ley a petición del antiguo colega de varios de sus miembros, y constata que la ley no se ajusta a la Constitución pronunciándose sobre su derogación inmediata, no se pronuncia, una vez más, según las reglas de la imparcialidad -como en el caso de Gérard Ducray, antiguo Secretario de Estado, condenado por acoso sexual-.
Si la composición del Consejo es muy problemática, el comportamiento de sus miembros no lo es menos. A menudo, no parece corresponder a lo que debería esperarse de un juez, a saber que, en las situaciones descritas, debería «inhibirse», es decir, no participar en la sentencia, para no arrojar ninguna duda legítima sobre la decisión adoptada. Si Jacqueline Gourault y Alain Juppé participan en la deliberación sobre la actual reforma de las pensiones, a pesar de que ambos, como antiguos políticos, llevaron a cabo una reforma de las pensiones, la primera de ellas ya bajo la presidencia de Emmanuel Macron, ¿debe considerarse que el Consejo ha juzgado con total imparcialidad?
Pero quizás el problema sea aún más amplio que el del conocimiento de las reglas elementales de la justicia en un país democrático. Merece plantearse la cuestión de la insuficiencia deontológica estructural del Consejo Constitucional. Gran parte del comportamiento de sus miembros puede ser cuestionado, y siempre lo ha sido. Por supuesto, se puede subrayar la ligereza con la que los consejeros aceptan una remuneración, la mitad de la cual depende de una decisión del Gobierno, lo que no se ajusta al principio de autonomía del Consejo. Pero, ¿qué decir de un presidente que acepta ser Alto Representante de las Naciones Unidas para las cuestiones medioambientales, lo que le lleva a participar en órganos de carácter político? ¿Qué podemos decir de su reciente decisión de acompañar al Presidente de la República a China -afortunadamente reprimida por invitación de este último- cuando preside una institución ante la que se está examinando una ley socialmente hipersensible? ¿Y qué decir cuando el mismo presidente de esta institución se anticipa al recurso pronunciándose ya en enero sobre las posibles inconstitucionalidades de la ley, y que, además, se reúne con la Primera Ministra, cuando la ley ni siquiera ha sido aún adoptada y el Consejo se pronunciará colegiadamente? Trasladado a otra jurisdicción, es como si el primer presidente del Tribunal de Casación ya se hubiera pronunciado sobre un asunto que aún no se le ha sometido y sobre el que él solo no tendría la última palabra. Estos son sólo algunos ejemplos.
El caso del Consejo se agrava si se tienen en cuenta las influencias que pueden pasar o han pasado por él. El expresidente del Consejo Constitucional, Jean-Louis Debré, se expresa al respecto en el libro de memorias que publicó al final de su mandato (Ce que je ne pouvais pas dire, “Lo que no podía decir”, Robert Lafont, 2016) con una ligereza desconcertante: explica que, como presidente de la institución, almorzaba regularmente con dirigentes empresariales y con el presidente del MEDEF, quienes le transmitían su satisfacción por su jurisprudencia y las esperanzas que tenían puestas en sus futuras decisiones. Entendámonos: las leyes adoptadas inciden con frecuencia en el campo de acción y las finanzas de las empresas, ya sea facilitándolas o restringiéndolas: las primeras deben, pues, ser validadas, mientras que las segundas deben ser censuradas. De hecho, el Consejo Constitucional se ha convertido en un lugar esencial para los grupos de presión empresariales, en total opacidad y sin tener en cuenta el equilibrio de la representación de intereses. De hecho, no hay rastro del mismo comportamiento hacia los sindicatos que representan a los trabajadores, ni siquiera hacia los representantes de otro tipo de intereses que no sean los económicos. Son los grandes abogados de negocios o los finos escritores académicos quienes escriben contribuciones pagadas en nombre de estos grupos de interés, y quienes parecen encontrar un oído atento por parte del Consejo Constitucional, como algunos antiguos miembros del Consejo han podido mencionar.
La sensibilidad a estas contribuciones escritas desde el exterior, que no son documentos de procedimiento sujetos a debate contradictorio, puede atribuirse en parte a la falta de trabajo y competencias que pueden identificarse en el Consejo. Los antiguos políticos, en la mayoría de los casos, no sólo están poco formados en la reflexión constitucional, sino que no se ven ayudados en esta tarea por la organización del Consejo, que les deja, al contrario que en todos los tribunales constitucionales o supremos extranjeros, sin ninguna ayuda particular. En el extranjero, los «clercs«, «letrados», «referenciarios», en resumen, los juristas de alto nivel (jueces o profesores de derecho en general), forman un equipo personal en torno a cada juez, de 2 a 6 según los tribunales. En Francia, los consejeros están decididamente solos, si no fuera por el servicio jurídico que presta asistencia a los consejeros ponentes. De hecho, su falta de experiencia previa en una misión real de control de la actividad política les perjudica, y hay que decir que se sienten bastante cómodos con ello, como antiguos políticos. Esto se nota en las decisiones que toman, otro problema importante para un país democrático.
Lo que distingue a un juez de un país autoritario de un juez de un país democrático es su disposición a argumentar sus decisiones. No hay nada de esto en las decisiones del Consejo, que son una sucesión de afirmaciones que los propios comentarios del Consejo sobre sus decisiones (otra rareza) no explican adecuadamente. Cuando examina la ley, elige la norma o principio constitucional en el que se basará, sin motivar su elección. A continuación, ofrece una interpretación de esa norma o principio de manera muy escueta, y no da ningún razonamiento, o a menudo muy poco, para su elección de interpretación, por ejemplo, no sopesando las distintas opciones posibles, como hacen las cortes constitucionales o supremas en el extranjero. Hace exactamente lo mismo con respecto a la ley que revisa, eligiendo, también sin dar explicaciones, las disposiciones que revisa y la forma en que las entiende. Y toma su decisión sobre la base de la siguiente estructura, que roza la tautología: porque dice lo que dice, la ley es conforme o contraria a la Constitución. En resumen, el Consejo no está a la altura de la misión que cumple al pasar por alto su obligación de justificar que la ejerce. Así, también priva al órgano político y social de una fuerte potencialidad.
Cabe preguntarse entonces si todas estas disfunciones, que han llevado al Consejo a desarrollar y mantener malas prácticas durante varias décadas, pueden vincularse a su jurisprudencia. Es quizás en este punto donde se pueden hacer varias observaciones que llevan a la conclusión de que no es el contrapoder que pretende ser al proteger los derechos y libertades de los miembros del cuerpo político y social frente a las vulneraciones que las sucesivas mayorías políticas harían mediante la aprobación de leyes.
A pesar de los avances que ha permitido el control de constitucionalidad, su capacidad para oponer la Constitución al ejercicio del poder político no es muy fuerte en la realidad. A este respecto, hay demasiada costumbre de mirar la jurisprudencia del Consejo desde el punto de vista de las censuras que puede pronunciar, lo que constituye un espejo muy deformante de su jurisprudencia y un signo de la confianza sin reservas que se deposita en él. En efecto, si censurar una ley es importante desde el punto de vista del principio de respeto del texto constitucional, convalidarla es igual de importante, sobre todo si se observa que el Consejo se ve llevado más a menudo a convalidar que a censurar. Igual de importante es interesarse por lo que deja pasar, para empezar a comprender, aunque no dé casi ninguna explicación, cómo entiende su misión y la Constitución que debe aplicar. Desde este punto de vista, cabe hacer varias observaciones.
La primera es que, partiendo del principio de que no tiene el mismo tipo de poder que el legislador, se ve llevado, no a oponerle una palabra «diferente», que justificaría la fórmula, sino a no hacer nada en absoluto. Esta dimensión es evidente en la idea del interés general, que el Consejo define como un objetivo de valor constitucional 3, pero que acepta como definido por el legislador, sin llevar a cabo ningún tipo de investigación, reflexión o verificación al respecto. De este modo, el legislador define por sí mismo lo que es constitucional -lo que es la negación misma del constitucionalismo-.
Su gran comprensión del legislador a veces raya en la complacencia, como cuando se viola claramente la Constitución y justifica el principio, todo ello con la mayor discreción. En su decisión nº 2020-799 DC, de 26 de marzo de 2020, la ley orgánica se adoptó al día siguiente de su presentación, en lugar de los quince días exigidos por la Constitución (y no sin razón), pero el Consejo valida el procedimiento sin señalar explícitamente la violación, e invoca «las circunstancias particulares del caso». El procedimiento es tanto más cuestionable cuanto que aprovecha la pandemia para justificar una reducción de sus propias obligaciones y de las del Consejo de Estado y el Tribunal de Casación. Pero hay más que decir sobre la jurisprudencia del Consejo, en primer lugar que la versión de la Constitución que emerge de sus decisiones tiene una orientación que acaba siendo muy clara -y por la que, precisamente, se puede pedir cuentas al Consejo-.
El hecho es que ignora más bien fríamente la vertiente social de la Constitución, que se admite que el general De Gaulle mantuvo porque políticamente no podía hacer otra cosa en 1958, pero la realidad es que está ahí y que ha apoyado políticas públicas de las que Francia aún podía presumir hasta hace pocos años. Así, el Consejo nunca ha validado el principio de la República Social recogido en el artículo 1 de la Constitución, mientras que ha censurado escrupulosamente leyes que atentan contra la libertad de empresa, a veces precisamente en contradicción con la República Social -por ejemplo, la decisión nº 2013-672 DC de 13 de junio de 2013-. La desproporción entre la protección de la actividad económica a través de la libertad de empresa y la libertad contractual, en relación con los derechos y libertades individuales y colectivos, es evidente. Está ampliamente documentada desde hace varios años. Por lo tanto, el Consejo Constitucional es mucho más un contrapeso de los intereses económicos que un defensor de los intereses sociales del cuerpo político y social. Si no tuviera tantos defectos, al menos se le pediría que demostrara la pertinencia de este modelo con respecto a las normas de valor constitucional, algo de lo que siempre ha prescindido, y con razón.
Desde hace varias décadas, sin embargo, el discurso y la comunicación del Consejo han mantenido su leyenda, gracias también a una prensa hasta ahora poco proclive a la crítica y a una doctrina académica más preocupada por colaborar con el Consejo que por observarlo con los ojos de sus doctos críticos. La puesta en evidencia del Consejo Constitucional y de lo que representa en el sistema político actual es una oportunidad para repensar la justicia constitucional en Francia. Se empieza así a soñar con una justicia constitucional basada en un órgano que no podría calificarse a la vez de juez y parte, un órgano que conocería las reglas para impartir justicia en condiciones de independencia, imparcialidad y ética, un órgano que sería impermeable a las diversas influencias que podrían ejercerse sobre él, un proceso que se organizaría según los principios del debate contradictorio en relación con los distintos intereses en juego, decisiones que reflejarían un verdadero debate y argumentos serios y profundos, tanto porque censuran los textos legislativos como porque también los validan. No acaba aquí la lista de temas sobre los que reflexionar para organizar en Francia una justicia constitucional diferente, más acorde con el cuerpo político y social en el que se basa. Si por casualidad el Consejo decidiera censurar totalmente la ley, es esencial tener en cuenta que ello no le daría patente de legitimidad ni patente social para el futuro. Ya ha perdido décadas en no ser un juez constitucional de pleno derecho -y sería imprudente por nuestra parte concederle más tiempo-.
Notas al pie
- Ley adoptada en 2016, conocida como “Ley del Trabajo”, que generó mucha contestación y varias manifestaciones en su momento.
- Decisión nº 2022-986 QPC, de 1 de abril de 2022, Asociación La Sphinx [Recursos de asociaciones contra decisiones relativas a la ocupación o utilización del suelo], la ley fue declarada conforme. Cabe señalar que, en marzo de 2023, las asociaciones Greenpeace, France nature environnement y La Sphinx denunciaron la composición del Consejo Constitucional ante el Comité Aahrus (órgano de las Naciones Unidas).
- Algunos ejemplos son la Decisión nº 2003-487 DC, de 18 de diciembre de 2003, relativa a la lucha contra el desempleo, la Decisión nº 2003-485 DC, de 4 de diciembre de 2003, relativa a la unificación y racionalización de los procedimientos en materia de derecho de asilo, y la Decisión nº 2021-828 DC, de 9 de noviembre de 2021, relativa a la vigilancia de la salud.