Esta perspectiva sobre las decisiones de Europa en la era de las sanciones es un nuevo episodio de nuestra serie «Capitalismos políticos en guerra».
Vivimos en una época de ansiedad ante la globalización. No es nuevo. En 1909, el periodista angloamericano Norman Angell adquirió notoriedad como profeta de la interdependencia económica moderna. Su libro Europe’s Optical Illusion destacaba la irracionalidad económica fundamental de la guerra moderna. Angell no afirmaba que la guerra fuera imposible. Al contrario, estaba plenamente consciente de la constante posibilidad de conflicto. Sin embargo, estaba convencido de que el desarrollo de lazos financieros internacionales haría que, en caso de guerra, hubiera tanto en juego que los espíritus beligerantes de todas las naciones se contendrían. La inmensa fuerza colectiva de los intereses financieros de banqueros, comerciantes, industriales, inversores y rentistas europeos mantendría la paz.
Angell creía que esta garantía de seguridad a través de la fragilidad sistémica había demostrado su espectro. Se había evitado que la crisis de Tánger de 1905 se convirtiera en una guerra franco-alemana por temor a un pánico financiero. La integridad del capitalismo se vería socavada por ataques a los fundamentos económicos de la sociedad moderna en tiempos de guerra. Las lógicas de la guerra y de la coerción eran incompatibles con la estabilidad de la economía mundial. La visión de Angell, cristalizada en el apogeo de la primera gran era de la globalización, no deja de ser la más evocadora de una larga serie de teóricos del comercio dulce que va de Montesquieu a Kant, de Constant a Cobden y de Jean Jaurès a Thomas Friedman en la actualidad.
Hoy en día, esta creencia en el poder pacificador de la interdependencia se encuentra, de nuevo, bajo un ataque constante. El año 2022 puede compararse con el periodo de 1914 como año en el que se cuestiona todo un modelo de globalización. La invasión de Rusia a Ucrania hizo añicos el modelo de globalización de Davos, como cuando el estallido de la guerra de 1914 destruyó la prosperidad imperial de fin de siglo. En agosto de 2022, Emmanuel Macron caracterizó la cesura como «un gran punto de inflexión o convulsión» y declaró el «fin de la era de la abundancia, el fin de la despreocupación». En octubre, el jefe de política exterior de la Unión, Josep Borrell, identificó el cambio estratégico en términos más precisos: «Ustedes -Estados Unidos- están a cargo de nuestra seguridad. Ustedes -China y Rusia- han proporcionado la base de nuestra prosperidad. Es un mundo que ya no existe».
El brusco despertar de nuestra propia Belle Époque neoliberal ha sacudido sus dogmas. Durante tres décadas, tras el final de la Guerra Fría, los dirigentes europeos creyeron que la guerra había sido desterrada de su continente. Los regímenes problemáticos que quedaban podían reunirse a nivel comercial para transformarse. Ésta era la estrategia de Wandel durch Handel, una frase muy denostada que Egon Bahr, político del SPD, acuñó en 1963, mientras que Alemania Occidental avanzaba lentamente, a tientas, hacia la Ostpolitik. El dominio alemán en la CEE y la Unión hizo de este enfoque un principio rector de la distensión de los años setenta y de la Política Europea de Comunidad posterior a la Guerra Fría. Sin embargo, a ojos de las élites europeas, la invasión de Putin ha desacreditado este paradigma tan profundamente como cuando el Kaiser Wilhelm hizo añicos el optimismo de la Belle Époque.
¿Deberíamos de haberlo visto venir? Para los observadores que nunca dieron por sentada la estabilidad política y económica internacional, la relativa calma de las décadas de 1990 y del 2000 siempre fue una quimera. La oleada de grandes convulsiones de la década del 2010 no les sorprendió. Después de la crisis financiera mundial y de la guerra ruso-georgiana, vino la crisis de deuda de la eurozona. El referéndum sobre el Brexit demostró que la integración europea no era irreversible. En el exterior próximo de Europa, la Primavera Árabe fue brutalmente aplastada y las sangrientas guerras de Siria, Libia y Afganistán asolaron las sociedades de Medio Oriente y África, lo que produjo un gran número de refugiados que buscaban escapar de la inestabilidad en Europa. En política, el resurgimiento de la derecha y el nacionalismo de la década de 2010 han provocado una verdadera crisis de confianza en la capacidad del liberalismo para garantizar la legitimidad popular en una era de desigualdad, transformación y diversidad. La pandemia de COVID 19 causó una gran preocupación por la confiabilidad de nuestras cadenas de suministro. El almacenamiento de materiales esenciales se considera, ahora, con razón, un requisito previo para enfrentar futuras crisis.
Sin embargo, por mucho tiempo, parecía que estas crisis eran manejables con medios existentes. En 2021, parecía que la mayoría de estos problemas se habían estabilizado, al menos, temporalmente. Los bancos centrales habían calmado los mercados. Los refugiados ya estaban, en gran medida, aislados de Europa por una serie de odiosos acuerdos de la Unión con Erdogan, con la milicia libia y con los antiguos Janjaweed de Sudán. Assad había ganado en Siria y las tropas occidentales habían abandonado Afganistán. Nacionalistas de derecha como Trump y Le Pen habían sido derrotados en las urnas. Esta calma momentánea fue lo que la invasión de Ucrania por parte de Putin interrumpió decisivamente. La tormenta seguía azotando todo y tomaba nuevas formas. Una gran guerra convencional en la frontera oriental de Europa les dejó claro a los responsables políticos europeos que las soluciones improvisadas de la década de 2010 -intervenciones tecnocráticas, compromisos con dictadores vecinos para mantener a raya los problemas y un enfoque centrado en la competitividad de las exportaciones- ya no funcionarían.
Por ello, las élites europeas han tenido que replantearse radicalmente sus ideas. El comercio y la interdependencia se consideran, ahora, peligrosos; la autosuficiencia y la resistencia son los nuevos credos. Al igual que la Gran Guerra, la guerra ruso-ucraniana ha obligado a Europa a pensar en un «proyecto de Estado» más activo, como caracteriza el historiador Charles Maier las instituciones transformadoras creadas por las guerras y revoluciones de principios del siglo XX. La Unión que surgió de los Tratados de Maastricht y Lisboa, en las décadas de 1990 y del 2000, estaba firmemente comprometida con el libre comercio, con un Estado mínimo, con presupuestos equilibrados, con fuerzas armadas reducidas y con la armonización e integración reglamentarias. La actual «Comisión Geopolítica» que dirige Ursula von der Leyen ha aprobado y legitimado, en pocos años, aranceles sobre el carbono, mecanismos de control de precios en toda la Unión, sanciones económicas y confiscaciones de activos a gran escala, política industrial, déficits crecientes y el rearme del continente bajo la égida de la OTAN.
Para un continente tan diverso, interconectado y orientado al comercio como la Europa del siglo XXI, es un cambio de paradigma espectacular. Hace apenas unos años, se esperaba que Bruselas alcanzara influencia mundial principalmente como «superpotencia reguladora» y defensora de los derechos humanos. Hoy, la orientación internacional de la Unión es más clara. La Unión se ha vuelto más combativa. Esta evolución tiene aspectos positivos y riesgos también.
Por el lado positivo, hay que celebrar que Europa ha roto tabúes políticos del neoliberalismo. Va lo mismo por su creciente sentido de urgencia y de unidad en el contexto de la crisis ucraniana. Una confianza excesiva en las fuerzas del mercado, una actitud muy ortodoxa y autodestructiva hacia finanzas públicas y una desconfianza general hacia la intervención estatal les causaron un enorme daño a la unidad política y a la recuperación económica de la Unión en la década de 2010. Tras una década de división durante la crisis de deuda de la eurozona, los Estados miembros de la Unión se prestan, ahora, a recuperarse de la pandemia, cooperan en política ecológica y comparten recursos con Ucrania. Se ven a sí mismos como parte de un destino común. Es difícil negar la realidad de este progreso.
No obstante, este intervencionismo y esta unidad se han producido a costa de dos cosas: la influencia en Eurasia y la autonomía estratégica. El nuevo proyecto de Estado europeo se está formando con un énfasis cada vez mayor en la seguridad nacional y en la coerción económica, lo que, probablemente, incrementará las tensiones con Estados de Asia, África y Medio Oriente, en lugar de reducirlas. Los avances progresivos en política social y económica han sido posibles, pero sólo porque el conflicto (con Rusia) y los temores en materia de seguridad (con China e Irán) han unido las energías europeas contra un conjunto de enemigos comunes. Sea cual sea nuestra respuesta para estas amenazas, son Estados soberanos poderosos que no desaparecerán. Para Europa, la creciente securitización de la economía mundial mediante sanciones, aranceles y controles sobre la exportación es una cuestión especialmente espinosa debido a su apertura y a su dependencia del comercio exterior. En comparación con la economía estadounidense, relativamente autosuficiente, la desvinculación es particularmente dolorosa para Europa. Sin un enfoque dirigista concertado ni una política de protección social que asuma los costos sociales de la reorientación de valiosas industrias de exportación y la reconversión de cadenas de suministro, no se puede esperar tener éxito.
Como apéndice de Eurasia muy orientado al comercio, a Europa le interesa, por lo tanto, gestionar con destreza y flexibilidad las relaciones con sus países vecinos. Aunque algunas de las herramientas del nuevo arsenal (como la política industrial, el almacenamiento y los derechos de emisión de carbono) serán de ayuda, otras son armas económicas ofensivas, como las sanciones y el control de exportaciones, que no harán más que reforzar la animadversión y la desconfianza mutua entre Estados autoritarios, sin eliminar su capacidad de suponer una amenaza geopolítica.
La idea de que el aislamiento económico, por sí solo, puede funcionar como medio de contención queda refutada por el caso de la península coreana. Las aplastantes sanciones contra Pyongyang no sólo no han impedido que el régimen de Kim Jong-un desarrolle sus capacidades nucleares, sino que han fomentado provocaciones cada vez más audaces y arriesgadas. Del mismo modo, décadas de sanciones occidentales contra Irán no han frenado su presencia en el Gran Medio Oriente ni mitigado la represión interna; tampoco ha cesado su razón de ser original: el programa nuclear iraní. El hecho de que se avecine otra crisis nuclear si Teherán produce suficiente uranio enriquecido demuestra hasta qué punto las estrategias basadas en sanciones serán de utilidad limitada para enfrentar los riesgos del siglo XXI. Sea cual sea el resultado de la guerra ruso-ucraniana y la configuración del orden político ruso en el futuro, el enigma geoestratégico más amplio de gestionar Rusia tampoco desaparecerá, aunque Europa se desvincule por completo.
La precariedad de los cimientos de la recién descubierta confianza y unidad geopolítica de la Unión se hace evidente cuando se considera cómo la guerra ruso-ucraniana ha hecho que Europa dependa más, y no menos, del poder económico y militar de Estados Unidos. En términos de entregas de armas a Ucrania, los aproximadamente 8600 millones de dólares en entregas de la Unión hasta finales de noviembre de 2022 están muy por detrás de los más de 23000 millones de dólares en equipos proporcionados por Estados Unidos. Dada la capacidad de producción militar estadounidense, era de esperarse, pero uno de los resultados de la transferencia de existencias de armas y municiones a Ucrania es dejar a los ejércitos europeos desamparados con pocos proveedores a corto plazo, aparte de dejar de lado las industrias de defensa de Estados Unidos y Reino Unido. Por lo tanto, la ambición de construir una industria europea de defensa independiente tendrá que posponerse. Con toda probabilidad, la guerra ruso-ucraniana socavará más el objetivo de autonomía estratégica.
El problema de la dependencia de Estados Unidos es aún mayor en el ámbito de las sanciones económicas. Europa ha seguido con entusiasmo a Estados Unidos en la imposición de sanciones contra Rusia. También, se ha alineado, en gran medida, con los controles estadounidenses sobre las exportaciones de tecnología de semiconductores a China y parece haber perdido interés en conceder un alivio de las sanciones a Irán a cambio de restricciones nucleares, principalmente, debido al apoyo militar de Irán a Rusia y a la represión política interna. Uno de los efectos de estas sanciones y políticas de control de exportaciones ha sido el acercamiento entre Moscú, Pekín y Teherán. A medida que Occidente se aleje de estos países, se harán cada vez más dependientes unos de otros en materia de tecnología estratégica y militar. Por lo tanto, las sanciones contribuirán a reforzar el eje autoritario sobre el que algunos llevan tiempo advirtiendo.
Sin embargo, la alineación de Rusia, China e Irán dista mucho de ser inevitable. Los tres países tienen desacuerdos históricos y apenas se complementan entre sí: Rusia e Irán son socios extraños porque sus estructuras económicas son muy similares. Cada uno de estos países euroasiáticos representa problemas para Occidente en general y para Europa, en particular, pero estas cuestiones se centran en ámbitos muy diferentes y deberían clasificarse y abordarse como tales, no agrupadas en un mismo montón. La cuestión rusa tiene que ver, principalmente, con la protección de fronteras territoriales de Europa Oriental después de 1991; en términos más generales, se trata del futuro de las repúblicas postsoviéticas dentro de la Unión y la OTAN y de la posibilidad de algún tipo de acuerdo de seguridad estable en el flanco oriental de Europa. El reto de China es, más que nada, tecnológico y económico. Irán, por su parte, no es ni una amenaza directa para la seguridad de Europa ni un rival económico, sino, más bien, un proliferador nuclear y un violador de derechos humanos.
El sentido de esta categorización es que los antagonistas de la política exterior europea del siglo XXI requieren enfoques distintos y flexibles. Para hacerles frente, puede que no sea posible aplicar estrategias únicas de contención o desvinculación, por muy atractivas que puedan resultar por motivos morales en el actual clima de opinión pública. En lugar de promover un alineamiento autoritario, una política exterior y una estrategia geoeconómica europeas más autónomas, podrían centrarse en asegurar la región fronteriza afroeuroasiática de la Unión mediante una serie de instrumentos, desde subvenciones hasta asociaciones y desde el comercio hasta el compromiso diplomático. En lugar de crear un terreno común entre adversarios, una diplomacia inteligente aprovecharía las tensiones entre los regímenes ruso, chino e iraní y trataría a estos países por separado.
Entre la élite transatlántica, está muy extendida la opinión de que Europa no está asumiendo su parte de la carga. De hecho, Europa ya está soportando los costos de la confrontación con Rusia, China e Irán de diversas maneras. De Siria a Ucrania, pasando por Libia y Yemen, está directamente expuesta a los Estados fallidos y a las guerras en las que están implicadas estas potencias. Europa es el principal destino de millones de refugiados que huyen de los conflictos y del subdesarrollo euroasiáticos en busca de una vida mejor. Por último, como bloque económico, Europa es mucho más dependiente del comercio exterior que Estados Unidos. Esto significa que cualquier política de confrontación tiene un costo económico mucho mayor para la economía de la Unión. Debido al éxito de su propio enfoque de Wandel durch Handel, que ha durado décadas, Bruselas no está bien posicionada, hoy, para imponer sanciones. El contragolpe a través del comercio es mucho más fuerte que para Estados Unidos. En términos de prosperidad económica perdida debido a las sanciones, el costo anual de las restricciones económicas para los miembros de la OTAN se estimó, en 2020, en 34000 millones de dólares, una cifra que ha aumentado aún más desde la ampliación de las sanciones contra Rusia. Esta suma se distribuye de forma muy desigual, pues Alemania y los países de Europa del Este son los que más repercusiones han sufrido. Harán falta años, si no décadas, para reorganizar el comercio y la industria lo suficiente como para lograr cierta resistencia ante sanciones.
Europa está obligada a seguir, más que a liderar, el uso de la coerción económica. A pesar de su relativa suavidad en comparación con conflictos militares directos, las maniobras económicas están sujetas a la misma dinámica de escalada. Una vez iniciadas, Europa será, así, cautiva de una tendencia a la formación de bloques geoeconómicos que ya no podrá controlar. Ello conllevará, inevitablemente, un aumento de costos políticos, económicos y sociales, así como un aumento de los riesgos militares, ya que nuestro continente es mucho más vulnerable a los efectos secundarios de la contención y de la desvinculación que sus homólogos transatlánticos.
No cabe duda de que los responsables políticos, antes de 2022, se hacían ilusiones. Es fácil permitir que se impongan nuevos dogmas, dogmas que, rápidamente, llegan a inhibir el pensamiento imaginativo y la flexibilidad necesarios para una política internacional eficaz. Uno de los peligros actuales es que los responsables políticos occidentales se apresuran a pasar de la ilusión de una interdependencia pacífica a una nueva ilusión -que el desacoplamiento aumentará la estabilidad-.
Pero se trata de una falacia de falsos opuestos: que la interdependencia conlleve riesgos no significa que la desvinculación cree un entorno menos arriesgado. La estrategia de desvinculación económica plantea al menos tres problemas: traslada las tensiones, aumenta las desigualdades mundiales y debilita la disuasión.
Aunque el aislamiento económico reduce las tensiones en la política internacional, a menudo las traslada a otros ámbitos: la competencia armamentística militar, las reivindicaciones territoriales y la difusión de valores culturales e ideológicos continúan a pesar del aislamiento. Aunque pueden evitarse algunos de los riesgos inherentes al intercambio económico, es probable que la reducción general de la interacción entre sociedades provocada por el desacoplamiento dé lugar a nuevos malentendidos. También deja mucho más espacio para el alarmismo nacionalista y los pánicos de seguridad. ¿Cómo sabrán las grandes potencias lo que hacen respectivamente si sus sociedades civiles y sus ciudadanos sólo interactúan en la esfera altamente distorsionada de los medios de comunicación mundiales? La reducción de los contactos económicos priva a la política internacional de una antena vital para registrar y responder a los problemas.
Además, la capacidad de desacoplamiento no está distribuida uniformemente en el sistema político y económico mundial. Ya hemos visto que las principales economías industrializadas pueden absorber relativamente bien el impacto de pandemias, guerras y sanciones utilizando su riqueza para procurarse recursos en otros lugares. Pero el éxito de Europa en el almacenamiento de gas natural licuado se ha producido a expensas de economías en desarrollo como Pakistán y Bangladesh. Del mismo modo, la política de seguridad alimentaria de China, consistente en acumular enormes reservas de cereales, ha provocado escasez en los países de renta baja. En cada uno de estos casos, el coste de adaptarse a la competencia geoeconómica recae sobre los Estados más pequeños, más pobres y menos desarrollados.
Así pues, lo que el desacoplamiento parece reservar a los países del Sur es una competencia más dura por unos recursos escasos y una cascada de crisis de deuda, balanza de pagos y divisas. ¿No es de extrañar que estos países no hayan acogido favorablemente las sanciones occidentales contra Rusia y la perspectiva de futuras sanciones contra China? Al aceptar tales políticas, agravan aún más su ya difícil posición en la economía mundial. Sin embargo, presentar las ramificaciones globales del desacoplamiento en términos de efectos secundarios negativos para el mundo en desarrollo es pasar por alto hasta qué punto nuestra condición es fundamental e irreversiblemente global: independientemente del aislamiento económico, el mundo sigue estando profundamente conectado en todos los demás ámbitos.
Incluso para los países ricos de Norteamérica, Europa y Asia que las aplican, las estrategias de fortaleza económica no garantizan la seguridad a largo plazo. Las economías en desarrollo en crisis corren un gran riesgo de convertirse en escenario de guerras, desplazamientos masivos y fracasos estatales. El coste humano de estos problemas evitables es suficientemente alto. Pero cualquier estrategia que a sabiendas aumente estos riesgos a escala mundial no es la estrategia de mejora de la seguridad que pretende ser. Europa, en particular, ya debería saberlo: los problemas de África y Eurasia son nuestros, y la desvinculación no hará que desaparezcan. Más bien, en una nueva era de competencia por los recursos, es probable que los empeore.
El último aspecto del desacoplamiento que merece especial atención es su efecto sobre la disuasión económica. Las sanciones económicas más eficaces de la historia han sido las que se amenazaron pero nunca se impusieron. Las sanciones de la Sociedad de Naciones evitaron en dos ocasiones una guerra fronteriza en los Balcanes en 1921 y 1925. La colaboración entre Estados Unidos y el Reino Unido para imponer sanciones petroleras a España en julio de 1940 disuadió a Franco de unirse a Hitler y Mussolini en el pacto tripartito del Eje. Por último, las amenazas de Eisenhower de retirar el apoyo estadounidense a la libra y el franco en 1956 convencieron a Londres y París de poner fin a su expedición punitiva neocolonial contra el Egipto de Nasser. Pero para que la amenaza de sanciones sea creíble, debe haber un intercambio económico sustancial entre los países. Un mundo sin un comercio sustancial entre los principales bloques políticos es también un mundo en el que las sanciones tienen un efecto limitado.
Pero, ¿tiene importancia la disuasión? Se podría argumentar que el fracaso del año pasado a la hora de contener la invasión rusa mediante amenazas de sanciones demuestra que la disuasión a través de sanciones es irrelevante. El fiasco de la disuasión ocurrido entre noviembre de 2021 y febrero de 2022 es un caso que requerirá un análisis cuidadoso por parte de los responsables políticos. Las primeras pruebas sugieren que Putin conocía el alcance de los posibles daños y continuó de todos modos. Esto sugiere que las amenazas de sanciones contra grandes potencias dirigidas por líderes decididos pueden tener incluso menos éxito del que se pensaba. La voluntad de Putin de sacrificar el crecimiento futuro y el nivel de vida actual de Rusia en nombre de la construcción de un imperio puede ser compartida por otros líderes con fuertes ambiciones revisionistas. Resulta aún más sorprendente que, en la actualidad, el G7, la OTAN y los Estados de la Unión sigan confiando en las sanciones económicas como piedra angular de la contención de China. Las esperanzas occidentales de evitar una invasión china de Taiwán siguen descansando en una fuerte red de sanciones.
¿Por qué los gobiernos siguen depositando sus esperanzas en las sanciones, cuando esta herramienta acaba de fracasar en su intento de contener una guerra a gran escala, lo que ha provocado el mayor conflicto terrestre en Europa desde hace setenta años? Más que ninguna otra gran economía, China debe su riqueza y prosperidad a su integración en la economía mundial. Siempre ha perseguido esta integración en sus propios términos. Pero la República Popular China sigue dependiendo en gran medida de la demanda exterior y ha luchado por aumentar la proporción del consumo interno en su economía nacional. Esto significa que su bienestar nacional se vería gravemente afectado por unas sanciones occidentales de gran alcance. Pero hacer depender la paz en Asia del miedo a las pérdidas materiales parece cada vez más insuficiente. Lo que se necesita es un conjunto más amplio de garantías que puedan aumentar la confianza política y diplomática.
Una posibilidad es la reciente propuesta de Raghuram Rajan de crear una categoría internacionalmente reconocida de bienes y servicios exentos de sanciones. Los productos de primera necesidad, como alimentos, medicinas, bienes humanitarios y energía, deberían estar protegidos en la medida de lo posible de la interferencia gubernamental. Esta medida encontrará sin duda la resistencia de los diseñadores de las sanciones. Pero si la presión económica ha de sobrevivir como herramienta legítima para hacer cumplir las normas mundiales, la creación de zonas de guerra económica puede ser esencial para mantener a bordo al Sur y al mundo no alineado.
La resiliencia puede beneficiar tanto a los países ricos como a los pobres, pero es poco probable que la creciente moda de la geoeconomía tenga efectos tan beneficiosos a escala mundial. De hecho, fue el propio Norman Angell quien lanzó una poderosa advertencia sobre lo que podría resultar de un mundo en el que las sanciones se convirtieran en la forma dominante de resolución de disputas. Justo un año después del estallido de la Gran Guerra, publicó The World’s Highway: Some Notes on America’s Relation to Sea Power and Non-Military Sanctions for the Law of Nations (1915). Este libro sigue siendo muy relevante en nuestra era de hegemonía naval, financiera y tecnológica estadounidense. Tras esbozar la promesa de las sanciones como alternativa a la guerra, Angell pasó a analizar los riesgos de que las sanciones desestabilizaran o incluso destruyeran el sistema mundial. Advirtió que «podría conducir a una especie de competición entre naciones por la autosuficiencia nacional que, mal encauzada, podría acabar reforzando el nacionalismo inmoral que fue una de las causas de la guerra»1.
Angell tenía razón. La interdependencia económica por sí sola no puede garantizar la paz. Pero reducir la interdependencia conlleva sus propios riesgos, el principal de ellos el auge de un nacionalismo competitivo de suma cero que, a su debido tiempo, provocaría sus propios conflictos. Deberíamos prestar atención a esta advertencia y considerar seriamente si un mundo de estatalismo económico desenfrenado no perjudica nuestra seguridad colectiva en lugar de mejorarla. En un momento de guerra en Europa del Este y de creciente inestabilidad mundial, será más importante que nunca encontrar el equilibrio adecuado entre resiliencia e interconexión.