Guerra

Un año después. Escribir la guerra que nosotras ya hemos vivido

«La Historia se repite, dicen; las guerras son siempre las mismas. Yo no lo sé. Pero me gustaría preguntarles a ellas. A las madres. A las mujeres.»

Un año después. Carta blanca a la novelista Aroa Moreno Durán, ganadora del Premio Grand Continent 2022.

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© AP FOTO/EMILIO MORENATTI

Miro la televisión. Es el verano de 2021 y miles de afganos y afganas huyen tras la llegada de los talibanes. Imágenes del aeropuerto de Kabul. Una escena rápida describe el horror. Unos padres alzan a un bebé en pañales junto al muro del aeropuerto y un soldado lo agarra, lo coge como si fuera un pequeño animal y se lo entrega a otros soldados. No sabemos si el bebé llora. No alcanzamos a comprender en toda su dimensión el desgarro que en ese preciso momento sienten los padres. Pero algo nos toca, porque somos humanos, porque tenemos hijos o somos hijos. Sabemos que, en ese acto de entrega, en ese sácalo de aquí como sea, en ese aléjalo de mí si así se salva su vida, está contenida toda la barbarie de la violencia. 

La imagen es impactante. Es a color. Está sucediendo en nuestro mundo. Alumbra la noche de nuestro salón. Corre por las redes sociales y escribimos comentarios de indignación que se perderán en los timelines y en la avalancha de informaciones en cuestión de segundos. Pero la imagen no es nueva. 

Uno de las escenas que más me costó escribir de mi novela La bajamar tiene mucho que ver con esta imagen. Es un terror en repetido. En junio de 1937, miles de niños y niñas vascos fueron llevados por sus madres –los hombres estaban en el frente– en medio de los bombardeos, al puerto de Santurce, en Vizcaya, para que el barco Habana los sacara de la guerra. Lo intenté narrar como pude, como supe, revolucionando las esqueléticas vivencias que yo tenía sobre la ausencia del hijo, sobre el abandono, sobre el miedo. Cómo podía sentirse una madre que se despide de un hijo que no sabe cuándo volverá a ver, que no sabe si volverá a ver, que no sabe si sobrevivirá a la guerra para cuando el niño vuelva y pueda esperarlo. Si tendrá una casa bajo la que guarecerlo. Si tendrá comida con la que alimentarlo. Cómo se escribe esa desesperación. ¿Es escribirlo una hazaña imposible? ¿Es acaso una frivolidad tratar de escribirlo?

Aquello era blanco y negro, era siglo XX. Era 1937 en España. Pero era también 2021 en Afganistán. Un dolor reiterado. 

¿Un dolor inútil? 

Pero habrá más.  

El martes 13 de agosto de 1936, casi un mes después de que comenzara la Guerra de España, un barco militar se situó frente a la bahía de San Sebastián, en el País Vasco. Se llama Almirante Cervera. Un general del ejército de Francisco Franco, había dado la orden: sembrar el pánico entre los habitantes de Guipúzcoa. Y el buque así lo hizo. El día 18 bombardeó toda la ciudad. 

© AP Foto/Leo Correa

Uno de aquellos proyectiles cayó sobre la Casa de Maternidad. El obús impactó en el edificio y lo envolvió en una nube de humo. La maternidad quedó destrozada: paredes, camas, quirófanos. Las madres, refugiadas en el sótano, salieron a la calle cuando volvió la calma, con los bebés recién nacidos en brazos, descalzas, muertas de miedo. 

En la primavera de 2022, el año en que se publica esa misma novela, me escribe un amigo por Whatsapp. ¿Has visto las noticias? Me escribe: pon la televisión. Me escribe: Mariúpol. Me escribe: Es lo mismo que en tu novela. No pongo la televisión, pero abro internet y veo una galería de imágenes en el diario El País

Catorce días después de la invasión de Ucrania, Kiev acusa a Moscú de atacar un hospital materno infantil de la asediada Mariúpol, al sureste del país. No hay palabras para describir la destrucción. No las hay para explicar los rostros de esas mujeres jóvenes ensangrentadas en pijama que descienden las escaleras del centro sanitario, llorando, que salen tumbadas en camillas sujetándose la tripa como si sus manos pudieran protegerlas de la devastación. Dicen que hay seres humanos bajo los escombros, tal vez, niños y niñas recién nacidos. Es un paisaje apocalíptico. 

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La cicatriz de España es una guerra, llamada civil, que tuvo lugar entre 1936 y 1939. Es el último conflicto bélico que ha vivido el país dentro de su territorio. Dio paso a una dictadura que duró cuarenta años. El eco de aquella contienda continúa presente en nuestra vida. Porque continúa presente en nuestra vida política. En nuestra forma de entendernos como sociedad. Y es por eso que mide, a través de las imágenes que hemos visto mil veces, nuestra manera de entender otros conflictos. Pero es solo un punto de vista frente al mundo. 

Yo misma tengo una posición concreta, soy una mujer madre que cuida de su hijo y soy una escritora. Inevitablemente, desde ahí, me enfrento a la realidad. Mi trabajo consiste en traducir a palabras cualquier situación o emoción, vivida por mí o no; a veces, consiste también en poner palabras a las imágenes. Lo hago bajo diferentes aristas de mi identidad: la historia que me concierne me sitúa frente al mundo en cuanto a una memoria colectiva; ser mujer y madre, me encuadra en una memoria individual y compartida con buena parte de las mujeres del mundo, y la última, ser escritora, me implica de forma que necesito entenderlo para contarlo, necesito ir hacia atrás, buscar el origen y las razones, y excavar en mi propia genealogía. 

La historia es totalmente escritura, escribe Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido. También nos dice que el deber de memoria es el deber de hacer justicia mediante el recuerdo de otros. 

Es el mío un visor pequeño. Porque pienso, por ejemplo, en las guerras activas que ya no ocupan los informativos o en si seremos capaces de establecer líneas que nos unan a otros contextos también lejanos. No entenderlo así nos haría extranjeros a unos de otros. ¿Podemos ponernos en la piel de las madres que buscan a sus hijos desaparecidos en los desiertos de México, huesos enterrados en una guerra que no se llama guerra pero que ya se ha llevado a cientos de miles de hombres y mujeres por delante? ¿Somos capaces de entender la desesperación de las madres de los reclutas rusos enviados a la guerra?

En una conversación mantenida en el mes de noviembre en Múnich con el historiador Carlos Collado, él dijo que la identidad de Alemania no podía entenderse sin la memoria de Auschwitz. En seguida, pensé que yo tampoco podía entender mi propia identidad europea sin Auschwitz. No puedo ser la misma persona si tengo conciencia de la barbarie cometida a apenas dos mil kilómetros de mi casa; solo cuatro décadas antes de que yo naciera. En términos históricos, es mi pasado inminentemente reciente. Ese y otros momentos de la Historia se hilvanan con mi presente, me explican a mí, a mi sociedad y el mundo contemporáneo. El esfuerzo histórico, colectivo e individual por conocer los relatos que nos comprenden es lo que yo entiendo por memoria. La memoria es un rasgo muy potente de nuestra identidad personal y, en buena parte, es compartida. ¿Pero cuáles son sus fronteras? ¿Cuáles son las mías? ¿España, Europa, América Latina y qué más?

© AP Foto/Emilio Morenatti

La Historia contada por ellas

Cuando era más joven y devoraba novelas y leía sin criterios literarios toda la literatura que encontraba en las estanterías de la casa de mis padres, sentía que había una pequeña grieta entre las lecturas y yo. Algo incomprensible, a veces, imperceptible, una distancia que, por más que me gustara un libro, yo no conseguía salvar del todo. Con el tiempo me he dado cuenta de qué era ese leve sonido que fracturaba mis lecturas. Casi ninguno de aquellos libros los había escrito una mujer, por lo que la visión de los personajes femeninos era la que aportaban ellos. Así, leí cientos de relatos masculinos sobre hombres, protagonistas de las hazañas, activadores de las historias. Y de la Historia. Pero, además, no es solo que la mujer no apareciese, es que, cuando lo hacía, sentía que yo no me parecía en nada a las mujeres que ellos dibujaban. Pero tampoco se parecían mi madre, ni a mis abuelas, ni mis amigas. Cuál es la relevancia para comprender la Historia cuando se carece de referentes en el gran relato universal. 

La Historia se repite, dicen; las guerras son siempre las mismas. Yo no lo sé. Pero me gustaría preguntarles a ellas. A las madres. A las mujeres. A todas las que tuvieron que desprenderse de sus hijos en situaciones de guerra. Si podrían llegar a comprenderse. A todas las mujeres que alimentaron el fuego en las retaguardias de la Historia. A las que dieron a luz y criaron en contextos políticamente tensos. Violencia, hambre, refugio, exilio. A las que vieron cómo sus hijos desaparecían de sus brazos. A las que soportaron el peso de las decisiones de ellos. 

¿Cuál es el relato histórico fundamental? ¿Es el de los grandes hechos? ¿La cronología exacta que apuntala la Historia académica sin contar con los relatos individuales? ¿Cómo podemos armar una Historia sin contar con ellas? Ellas, la población civil, las que vieron cómo su memoria se perdía con el paso del tiempo. Es por eso que el testimonio de las mujeres se transforma en una fuente de conocimiento histórico que aporta la mitad del relato. ¿Por qué conocer el nombre y apellidos de quien ordenó la amenaza y no el de todos aquellos que fueron víctimas y consecuencias de las acciones? ¿Y si no podemos saber sus nombres, por qué ni siquiera constan como relato de lo destruido? 

© AP Foto/Andreea Alexandru

En los días en que escribo este texto, se cumple justamente un año de la invasión de Rusia en Ucrania. Un año que arroja una cifra incierta de muertos y más de un millón de personas desplazadas. Un año en el que hemos visto imágenes del conflicto que han llegado a nuestros medios de acceso a la información. Pero, me pregunto cuánta es la realidad a la que accedemos. Qué nos conmueve de la guerra. ¿Su cercanía, su crudeza, cómo sus consecuencias afectan a nuestra vida cotidiana?

¿Qué sabemos del otro lado? ¿Qué sabemos de ese polo magnético que ha distorsionado nuestro siglo XX y parte del XXI, Rusia? ¿Es Rusia Vladimir Putin o lo son las mujeres a las que arrebatan la presencia de sus hijos para mandarlos a morir a una guerra, quizá, perdida? ¿Por qué nos concierne esta guerra y no otras? ¿Cuál es el límite geográfico para sentirnos agredidos o para prestar atención? ¿Contará esta guerra las batallas que libraron ellas? ¿Las desplazadas, las mujeres de la maternidad de Mariúpol? ¿Quién se encargará de la transmisión del relato? 

Identidad y memoria son las herramientas con las que pensamos el mundo, con las que lo entendemos. Las escrituras de nuestra Historia, la búsqueda de nuestra genealogía, todos los trabajos que aportan luz sobre la memoria de las mujeres ayudan a reconstruir una nueva visión anti patriarcal del hecho histórico. Gracias a esos relatos, hoy nos reconocemos entre nosotras en los conflictos, encontramos la referencia y hacemos un trabajo de justicia por reconstruir nuestra identidad. La Historia se enriquece con nuevas perspectivas. 

A veces, después de una guerra no llega la paz. Pero sí llega la memoria del conflicto. La transmisión de lo sucedido. La oralidad en las conversaciones. ¿Quién nos relatará lo que pasó? ¿El silencio de los cementerios? ¿El espacio vacío de los que nunca regresaron? ¿Cómo será Rusia después de este conflicto? ¿Cómo seremos nosotros? 

¿Y nosotras?

¿Quién hablará y quién lo escuchará?

Las mujeres sabemos que las guerras solo se pierden. Las pierden las madres de los soldados muertos. 

Ellas. 

Ellas deben constar y contar. 

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