En menos de una década, Trump, Putin y Xi Jinping han arruinado los cimientos del «modelo alemán». Alemania es probablemente el país del mundo donde el consenso neoliberal posterior a los años 1980 ha sido más amplia y sistemáticamente adoptado, tanto por la derecha como por la izquierda. Sin embargo, la guerra contra Ucrania, el proteccionismo estadounidense y el endurecimiento de la posición de China están obligando a nuestros vecinos a cuestionar todas sus certezas sobre el lugar de Alemania en el mundo. Se trata, por naturaleza, de un proceso de duelo largo y complejo, ya que estas certezas estaban muy arraigadas en la sociedad alemana. Esta reconsideración ofrece ciertamente oportunidades para la construcción europea, pero también presenta riesgos de graves descalabros para Alemania y sus vecinos si no se da el giro a tiempo.
El liberalismo económico hunde sus raíces en la historia alemana
Frente al estatismo de Adolf Hitler, que llevó al país a la ruina, y al de Joseph Stalin, que empobreció y oprimió a Europa del Este, y en particular al Este del país, la reconstrucción de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial se llevó a cabo bajo los auspicios del ordoliberalismo, propugnado por el economista Walter Eucken (1891-1950), que lo había teorizado antes de la guerra. Para los ordoliberales, el papel del Estado no es intervenir activamente en la economía ni corregir las desigualdades, sino establecer normas estables y vinculantes que enmarquen la actuación de los agentes privados y hacerlas cumplir estrictamente. Una de las principales diferencias entre el ordoliberalismo alemán y el neoliberalismo anglosajón es el individualismo: el ordoliberalismo tolera la negociación colectiva entre sindicatos y empresarios.
La reconstrucción de Alemania tuvo lugar bajo el liderazgo de la Derecha Demócrata Cristiana, que estuvo en el poder ininterrumpidamente entre 1949 y 1969. Fue obra, en particular, de Ludwig Erhard (1897-1977), inventor del concepto de «Soziale Marktwirtschaft«, economía social de mercado, que fue Ministro de Economía entre 1949 y 1963 antes de convertirse en Canciller hasta 1966. Esta Alemania con un Estado federal poco intervencionista en materia económica también convenía a los Aliados, que ya no querían un Estado alemán poderoso y activo en el corazón de Europa. El ordoliberalismo iba a servir también de matriz para la creación del mercado común europeo.
En una época en que el resto del mundo occidental era keynesiano, Alemania ya era liberal. De hecho, sólo tuvo un breve episodio socialdemócrata bajo el canciller Willy Brandt en los años 1970. Cuando, a finales de los años 1980, el neoliberalismo se impuso en todo el mundo occidental, las tesis de Margaret Thatcher y Ronald Reagan encontraron eco lógico en la Alemania del canciller democristiano Helmut Kohl, que estuvo en el poder de 1982 a 1998. La idea de que siempre es mejor tener «menos Estado», que la prioridad de las políticas económicas públicas debe ser luchar contra la inflación, que el libre comercio garantizaría la paz mundial gracias al desarrollo del «comercio blando», que el comercio internacional beneficiaría a todos gracias a las ventajas comparativas, siempre que, por supuesto, la competencia fuera «libre y no distorsionada» por la intervención de los Estados, y que la libertad de los flujos de capitales permitiera una asignación óptima de esos capitales a escala mundial. Todas estas ideas resonaban profundamente con el ordoliberalismo que había prevalecido en Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Cuando las izquierdas estadounidense y británica, bajo Bill Clinton y Tony Blair respectivamente, abrazaron estas ideas, el SPD alemán, el partido socialdemócrata más poderoso de Europa Occidental, también las adoptó.
La agresiva política de dumping social de Gerhard Schröder
A principios de los años 2000, Alemania emprendió una política de dumping social muy agresiva hacia sus vecinos europeos bajo el liderazgo del Canciller socialdemócrata Gerhard Schröder, que había reducido drásticamente los costes laborales y la demanda interna alemana. Sin embargo, contrariamente a lo que muchos alemanes (y otros) creen, no fue esa política de austeridad severa la que permitió a la industria alemana resistir la ola de desindustrialización que azotó al resto de Europa en la década de 2000. Esto se debió principalmente a la fuerte subida del valor del euro frente al dólar, que socavó masivamente la competitividad de costes de toda la industria europea.
La industria alemana pudo escapar a esta situación gracias, en particular, a la redistribución masiva de sus cadenas de subcontratación hacia Europa del Este a partir de finales de los años 1990, con vistas a la ampliación de la Unión Europea, movimiento que la industria italiana, francesa o española no pudo llevar a cabo con el mismo vigor. Antes de la caída del Muro, el país de bajo coste que suministraba subcontratistas a la industria alemana solía ser Francia, después de la década de 2000 fueron Polonia y la República Checa. El aumento de la subcontratación en estos países de costes muy bajos ha contribuido a contrarrestar el efecto de la subida del euro en la competitividad de costes de la industria alemana. Alemania exporta mucho más que Francia, pero también importa mucho más. Gracias a la Mitbestimmung, la cogestión, que Gerhard Schröder no se atrevió a tocar, la industria alemana ha desarrollado esta subcontratación en Europa Central y Oriental sin poner en entredicho su base de producción en la propia Alemania.
Desde principios de los años 2000, la industria alemana también se ha beneficiado plenamente de su larga especialización en bienes de equipo en un momento en que China, India y otros países emergentes aceleraban su industrialización: cuando empezaron a brotar fábricas en los países del Sur, fueron las máquinas alemanas las que se instalaron en todas partes, no las francesas, porque la industria francesa de bienes de equipo ya había prácticamente desaparecido (aparte de las centrales nucleares que tanto nos cuesta exportar). Del mismo modo, Alemania se benefició enormemente de su especialización en automóviles de gama alta en un momento en que aparecía, sobre todo en China, una clase media susceptible de adquirir o hacer adquirir por su empresa un BMW, un Mercedes o un Audi, que estos nuevos ricos preferían con mucho a un Renault o un Citroën.
Alemania casi arrastra a Europa al abismo durante la crisis de la zona euro
En resumen, si la industria alemana resistió bien durante la década de 2000, a diferencia del resto de la industria europea, fue más a pesar de las políticas de Gerhard Schröder, que debilitaron la cohesión social y política del país y degradaron sus servicios públicos e infraestructuras, que a causa de ellas. Sin embargo, la gran mayoría de los dirigentes políticos y económicos alemanes estaban convencidos de que los éxitos industriales del país se debían a esta política socialmente regresiva.
Por eso Alemania casi arrastró al abismo a toda la Unión Europea durante la crisis financiera de 2008 y la posterior crisis de la zona euro, al negarse a cualquier forma de solidaridad con los países del sur de Europa afectados por la crisis y pretender imponer su modelo de austeridad en todas partes. Afortunadamente, el Gobierno alemán se detuvo a pocos centímetros del borde del precipicio y aceptó finalmente las concesiones mínimas indispensables para la supervivencia de la Unión y del euro.
Sin embargo, la sociedad y los dirigentes alemanes seguían llegando a la conclusión de que no había nada que hacer con Francia y los países menos serios del sur de Europa. En cualquier caso, su capacidad para absorber las exportaciones alemanas se vio permanentemente reducida por la prolongada austeridad que les impuso el gobierno alemán. El futuro de Alemania estaba fuera de Europa, en China, Rusia y Estados Unidos -y era allí donde había que construirlo-.
En aquellos años, la industria alemana se había beneficiado enormemente del enorme paquete de estímulo que China había puesto en marcha en respuesta a la crisis financiera. A pesar de la invasión de Crimea por los ejércitos de Vladímir Putin, Alemania había seguido desarrollando sus relaciones con Rusia con la puesta en marcha del proyecto de gasoducto Nord Stream 2.
Más allá de lo estrictamente necesario para superar la crisis del euro, Alemania no estaba especialmente interesada en profundizar en la integración de la zona euro. Alemania se veía a sí misma como una especie de gran Suiza en el corazón de Europa. Indiferente a la suerte de sus vecinos inmediatos y poco dispuesta a profundizar en la integración europea, comerciaba con el resto del mundo sin pretender implicarse en las disputas de las grandes potencias.
Donald Trump, Vladímir Putin y Xi Jinping han arruinado el sueño mercantilista alemán
Pero este proyecto no duró mucho. En 2017, Donald Trump llegó al poder en Estados Unidos desafiando las políticas de libre comercio de sus predecesores demócratas y republicanos. Se apresuró a señalar que la Unión Europea, y Alemania en particular, eran a sus ojos adversarios de Estados Unidos. En su opinión, los europeos estaban invirtiendo enormes cantidades de recursos estadounidenses en su propia seguridad. Y empezó a imponer aranceles a varios productos europeos, afectando especialmente a las exportaciones alemanas. Una política proteccionista que Joe Biden sigue aplicando en la práctica, en particular con las subvenciones masivas a los productores estadounidenses previstas por la Ley de Reducción de la Inflación (IRA). Al mismo tiempo, Estados Unidos paralizó el funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC), organismo encargado de promover y proteger el libre comercio a escala mundial, al negarse a renovar los jueces de los paneles que deben decidir sobre los litigios entre sus miembros.
Donald Trump también había desatado hostilidades comerciales contra China, una política que también sigue Joe Biden. Al mismo tiempo, el régimen de Xi Jinping se endureció y tomó el control de la esfera económica. Anunció su deseo de reducir la dependencia del país de los fabricantes extranjeros, estadounidenses por supuesto, pero también alemanes. En coches eléctricos, pero también en trenes de alta velocidad, turbinas eólicas y muchos otros sectores, los productores chinos se han convertido ya en formidables competidores de los gigantes industriales alemanes. La industria alemana, muy dependiente del mercado chino, sobre todo en el sector del automóvil, que estructura toda su economía, corre serio peligro de verse aplastada en la guerra comercial sino-estadounidense.
Por su parte, al invadir Ucrania en febrero de 2022, Vladimir Putin ha hecho añicos las ilusiones alemanas sobre el papel potencialmente pacificador e integrador de las relaciones comerciales con Rusia. También ha puesto en entredicho una parte importante de la base industrial de Alemania, en particular su industria química, de alto consumo energético, que depende del acceso a recursos fósiles rusos baratos. Ahora está de moda burlarse de los errores de apreciación alemanes en este ámbito, pero hasta hace muy poco, estas ilusiones eran ampliamente compartidas por la gran mayoría de las élites políticas y económicas francesas, a pesar de que la dependencia de Francia respecto a Rusia era mucho menor que la de Alemania, especialmente en materia energética.
En resumen, en el espacio de unos pocos años, Estados Unidos, China y Rusia han reducido a la nada los fundamentos que habían guiado todas las decisiones de las élites económicas y políticas alemanas durante cuarenta años. Sobre estas ruinas, Alemania debe inventar una nueva visión de su lugar en el mundo. Y ello en un contexto en el que las limitaciones externas son cada vez más acuciantes.
La solidaridad europea indispensable
Aunque el debate nunca se ha llevado a cabo de forma explícita, ya se ha producido un profundo cambio en la actitud de Alemania hacia la solidaridad europea: las élites políticas y económicas alemanas se han dado cuenta de que la actitud arrogante y la indiferencia hacia el destino de sus vecinos europeos mostradas durante la crisis de la eurozona fueron un error. Esto se reflejó en el acuerdo alcanzado muy rápidamente en 2020, a iniciativa sobre todo de la Canciller Angela Merkel, de asumir una deuda conjunta para ayudar a los países más afectados por la pandemia de COVID-19. El contraste con lo ocurrido unos años antes durante la crisis griega fue sencillamente asombroso. Los «países frugales» se mostraron reticentes, pero esta vez la Alemania de Angela Merkel se había puesto manos a la obra. Aunque tiene una importante capacidad de reacción debido a su nivel de endeudamiento relativamente bajo y a la confianza que inspira la deuda que emite, Alemania ha comprendido que ya no puede salir sola de los problemas si el resto de la Unión Europea se ve envuelta en una crisis que la desestabilice.
Del mismo modo, Alemania contribuyó activamente a facilitar la penetración de China en Europa en los años 2010 al obligar a los países del sur en dificultades a vender sus «joyas familiares» para limitar su deuda pública. Así, se confió a empresas chinas la gestión de los puertos del Pireo y Génova o de la portuguesa EDF. En 2016, sin embargo, la adquisición del especialista alemán en robótica Kuka tocó una fibra sensible: Alemania se había dado cuenta (por fin) de que la competencia desleal de las grandes empresas estatales chinas subvencionadas no solo afectaba a los países del sur de Europa y a las industrias envejecidas, sino que ahora amenazaba directamente al núcleo mismo de la fortaleza industrial alemana, el sector de los bienes de equipo. Desde entonces, Berlín ha acordado reforzar el control de las inversiones extranjeras en Europa y luchar más enérgicamente contra la competencia desleal derivada de las ayudas estatales a las empresas extranjeras que quieran vender y/o invertir en Europa.
Alemania, por fin preparada para una política industrial europea
Frente a los fabricantes chinos, apoyados a brazo partido por el Estado, y las subvenciones masivas concedidas por Estados Unidos a los fabricantes locales en el ámbito de los vehículos eléctricos y las energías renovables en virtud de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA), Alemania ha tomado nota del considerable retraso europeo en los campos de la tecnología digital y los semiconductores. Aunque la industria alemana está hoy mucho mejor que la francesa, sigue fabricando esencialmente el mismo tipo de productos que en el siglo XX y está tan mal preparada como la nuestra para hacer frente a los trastornos actuales. Mientras que nuestros vecinos siempre se habían opuesto firmemente a cualquier idea de política industrial, Alemania parece ahora dispuesta a aceptar el principio y apoyar la creación de un «fondo soberano» para apoyar la innovación en la industria europea.
Por último, Alemania se ha reconstruido desde 1945 sobre la idea de no volver a ser una potencia militar y de construir su relación con el resto del mundo únicamente a través de sus exportaciones de productos industriales. Y de hecho, en 70 años, ha conseguido convertirse en un «Exportweltmeister», un campeón mundial de exportaciones. Esta postura pacífica tenía muchas ventajas en términos de poder blando: ya nadie temía a Alemania y facilitaba los negocios en todo el mundo, incluida la venta de armas. El hecho de que Alemania no tuviera que gastar mucho dinero en defensa le proporcionó una importante ventaja competitiva sobre Francia, el Reino Unido y Estados Unidos. La guerra contra Ucrania, que llegó después de otros choques y, en particular, de las persistentes tensiones en los Balcanes, terminó de convencer a la opinión pública y a los dirigentes alemanes de que esta postura ya no era defendible. De ahí la «Zeitenwende«, el cambio de época, anunciado por el Canciller Olaf Scholz en febrero de 2022 como reacción a la invasión rusa, que vino acompañado de la creación de un fondo de 100 mil millones de euros para suplir la falta de equipamiento del ejército alemán.
Así pues, en todos los frentes, Alemania ha empezado a moverse para contrarrestar el desmoronamiento de su visión del mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Pero la cuestión hoy es si Alemania puede, sin crear una grave crisis interna, abandonar todos sus viejos tótems con la rapidez suficiente para construir algo radicalmente distinto en un marco verdaderamente europeo, dada la urgencia impuesta por la dinámica de las fuerzas exteriores.
Alemania es, en efecto, un transatlántico lento. Esto no sólo tiene desventajas -evita las aventuras precipitadas y las medidas puntuales tan comunes en las políticas públicas francesas-, sino que, en periodos de grandes convulsiones como los que vivimos actualmente, esta lentitud puede llegar a ser fatal. Esto fue muy evidente en los debates sobre la entrega de tanques a Ucrania en las primeras semanas de 2023.
El ordoliberalismo se ha constitucionalizado
El primer obstáculo para el cambio es que la lógica ordoliberal se ha consagrado en la «Grundgesetz», la ley fundamental que sirve de constitución al país. Es el caso, en particular, del «Schuldenbremse», el freno a la deuda, que se incorporó a la Constitución en 2009, en plena ola ordoliberal, en un momento en que Alemania quería dar ejemplo para imponer una política de austeridad permanente a toda Europa. Este «Schuldenbremse» prohíbe en la práctica al Estado federal, así como a los municipios y Länder, endeudarse de nuevo a niveles significativos. Esta medida fue apoyada en su momento tanto por la CDU como por el SPD.
Al tratarse ahora de una norma constitucional, se necesitaría una mayoría de dos tercios tanto en el Bundestag, la asamblea nacional alemana, como en el Bundesrat, el senado alemán que reúne a los representantes de los Länder federales, para cambiarla, una tarea prácticamente imposible en un panorama político cada vez más fragmentado. La aplicación de esta norma constitucional está garantizada, además, por el poderoso y muy independiente Tribunal Constitucional de Karlsruhe.
Sin embargo, los cambios en curso imponen necesariamente un considerable esfuerzo de inversión pública, tanto material como inmaterial, a una Alemania que ha acumulado un retraso muy importante en este ámbito durante las últimas décadas como consecuencia de la política de austeridad permanente aplicada desde finales de los años noventa: Alemania es el único país de la OCDE en el que la inversión pública neta -una vez deducido el desgaste de los equipamientos existentes- ha sido negativa desde principios de la década. Los puentes alemanes suelen estar agrietados, la red ferroviaria muy deteriorada, el despliegue de Internet de alta velocidad y las redes móviles retrasadas…
Para sortear este importante obstáculo, la coalición liderada por Olaf Scholz ha recurrido a fondos considerados extrapresupuestarios para financiar, por un lado, la indispensable aceleración de la transición energética impuesta por la guerra contra Ucrania y, por otro, la «Zeitenwende» anunciada en materia de defensa con los 100 mil millones de euros para modernizar el ejército alemán. Pero esta barroca construcción política no resistiría probablemente un serio desafío jurídico y Alemania tendrá probablemente todas las dificultades del mundo para llevar a cabo las políticas públicas esenciales para su futuro -y para el de Europa- si no cuestiona explícitamente el «Schuldenbremse«, una tarea que parece hoy políticamente insuperable.
Fuertes limitaciones institucionales
Además, si Alemania es un transatlántico lento, se debe principalmente a que, a diferencia de Francia, tiene una larga tradición de búsqueda de consenso social y político sobre las políticas públicas que deben aplicarse. Esta tradición tiene raíces profundas, vinculadas en particular a la ausencia en Alemania de un momento de ruptura con la tradición corporativista, como fue el caso de la Revolución Francesa. Sin embargo, también se inscribe en un paisaje institucional muy restrictivo con, en el plano político, una Asamblea Nacional constituida sobre la base de una estricta representación proporcional (con un mínimo del 5%) y un Senado, que representa a los Länder, con poderes mucho mayores que el Senado francés. Un canciller alemán no puede compararse con un jefe del ejecutivo francés (presidente en tiempos normales y primer ministro en caso de cohabitación) que, aunque generalmente minoritario en la opinión pública, dispone de los medios institucionales para imponer sus decisiones en un plazo muy breve.
Antes de tomar una decisión importante, un canciller alemán debe obtener el acuerdo de sus socios de coalición y el asentimiento del Bundestag, un proceso que necesariamente lleva tiempo. Esto es aún más cierto si se tiene en cuenta el debilitamiento de los grandes partidos tradicionales y la creciente fragmentación del panorama político, que hace cada vez más compleja la formación de tales coaliciones, como se vio tras las últimas elecciones parlamentarias.
El ordoliberalismo resiste
Las ideas ordoliberales están en retroceso entre las élites políticas y económicas alemanas, así como en la opinión pública: el SPD ha roto claramente con el liberalismo social que marcó el periodo de Schröder y las grandes coaliciones con Angela Merkel que le siguieron inmediatamente. En cuanto a los Verdes, que progresan en la opinión pública sin ser de izquierdas en el plano económico y social, siempre han desconfiado mucho de la política de austeridad ordoliberal dirigida por Wolfgang Schaüble, el indomable ministro de Finanzas demócrata-cristiano de Angela Merkel, tanto por su gran impacto negativo sobre la transición ecológica como por sus efectos nocivos sobre la construcción europea.
Pero el pensamiento ordoliberal sigue gozando de gran apoyo en el mundo político alemán. Desde los años 90, el pequeño partido liberal FDP ha abandonado sus compromisos históricos de liberalismo político y política proeuropea para convertirse en una secta ultraliberal a la americana en términos económicos y sociales, hostil en particular a cualquier forma de solidaridad europea. Su presencia, impuesta por la aritmética electoral, en el seno de la coalición actual constituye un poderoso freno a cualquier evolución necesaria. Del mismo modo, la victoria de Friedrich Merz en el seno del Partido Demócrata Cristiano en su último congreso de diciembre de 2021 marca un alto en la evolución positiva observada en relación con la doxa ordoliberal durante los últimos años del mandato de Angela Merkel. Friedrich Merz defiende posiciones muy próximas a las del FDP en cuestiones económicas, sociales y de política europea. Por no hablar del partido de extrema derecha Alternative für Deutschland (AfD), un socio potencial en futuras coaliciones: no solo se opone a los migrantes, sino también a cualquier forma de solidaridad europea y es muy liberal en cuestiones económicas y sociales.
Esta fuerte capacidad de resistencia de los ordoliberales alemanes se refleja también a escala europea. Más allá de la operación puntual del plan NextGenerationEU en 2020, los dirigentes alemanes apenas se movilizan para perpetuar los problemas de la deuda común y aumentar significativamente los recursos reunidos a escala europea. Del mismo modo, las negociaciones para reformar el Pacto de Estabilidad siguen dominadas en gran medida por las tesis ordoliberales y, en particular, por la idea de que Europa debe seguir presionando a los Estados para que limiten el gasto público. Sobre estos temas, también hay que reconocer que los dirigentes alemanes apenas son cuestionados por los franceses, ellos mismos ampliamente favorables a las tesis neoliberales.
El peso del pacifismo alemán
Al mismo tiempo, sigue habiendo una fuerte resistencia en el SPD y en el movimiento sindical a extraer todas las consecuencias de la nueva situación geopolítica creada por la invasión rusa de Ucrania. Cabría pensar que la reticencia a ayudar a Ucrania sería especialmente acusada en Francia, donde candidatos abiertamente afines a Putin obtuvieron más del 45% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y donde las élites y la opinión pública llevan 60 años moldeadas por un discurso neogaullista hostil a Estados Unidos y la OTAN. Sin embargo, este no ha sido el caso hasta ahora, incluso si la postura solitaria de Emmanuel Macron hacia Vladimir Putin ha exasperado a muchos de nuestros aliados en diferentes ocasiones desde el 24 de febrero de 2022.
Por último, es en una Alemania, muy proestadounidense y adscrita a la OTAN desde la creación de la República Federal, donde la cuestión de la ayuda militar a Ucrania suscita más reservas, sobre todo en el seno del SPD, el partido del canciller Olaf Scholz. A este respecto, se combinan una visión mítica de la Ostpolitik dirigida en los años 70 por el Canciller Willy Brandt, que no era ningún santo en lo que respecta a la amenaza soviética, una fuerte reticencia de la izquierda a todo lo que se parezca al rearme alemán desde la Segunda Guerra Mundial, y el temor a que la industria alemana se debilite y los puestos de trabajo se vean amenazados si pierde sus salidas y el acceso a las materias primas rusas a largo plazo. Este temor se ve reforzado por el miedo a perder los mercados chinos, aún más importantes para la industria alemana, si Alemania se viera arrastrada a un enfrentamiento frontal entre Estados Unidos y Europa Occidental, por un lado, y Rusia y China, por otro. Este temor es ampliamente compartido tanto en los círculos empresariales como en los sindicales, muy influyentes en la política alemana de derechas e izquierdas.
Tampoco hay que olvidar la dificultad política interna real que, a pesar de las firmes palabras del canciller, representa la puesta en marcha de un aumento significativo de los gastos presupuestarios para defensa en un contexto en el que el «Schuldenbremse» sigue impidiendo que el país se endeude, mientras que las fuerzas políticas opuestas a cualquier forma de subida de impuestos siguen ocupando posiciones de bloqueo. Por último, suponiendo que este esfuerzo de defensa se lleve a cabo efectivamente, aún está por demostrar la voluntad de darle una dimensión verdaderamente europea y, en particular, franco-alemana. Hasta ahora, los intentos de cooperación en el ámbito de las industrias de defensa han acabado la mayoría de las veces en estrepitosos fracasos. La iniciativa europea Sky Shield, lanzada en octubre de 2022 por Alemania con otros 13 países sin consultar a Francia, no augura un buen futuro en este sentido.
Alemania se enfrenta en solitario a China
Además, aunque Alemania ya entendió que la solidaridad europea es esencial y que es necesario proteger más su mercado interior y apoyar a los actores europeos mediante una política industrial activa, no ha renunciado a jugar su propia carta en la escena mundial. En particular, la relación económica entre Europa y China sólo podrá reequilibrarse si Europa habla con una sola voz a la hora de negociar con este país de 1 400 millones de habitantes. Pero lo que ha impedido a la Unión Europea hacerlo hasta ahora es el deseo de los distintos dirigentes nacionales de tratar directamente, cada uno por su lado, con Pekín, con los dirigentes chinos enfrentando obviamente a los europeos entre sí. Al ir solo a reunirse con Xi Jinping en noviembre de 2022, justo después del XX Congreso del Partido Comunista que lo había reelegido para un tercer mandato al frente del país, Olaf Scholz dio claras señales de que aún no estaba dispuesto a jugar un verdadero juego europeo en las relaciones con ese país clave. Desde luego, no es el único, y las mismas críticas pueden dirigirse a Emmanuel Macron, quien, a pesar de su retórica proeuropea, también suele actuar en solitario en la escena mundial.
Más allá de las relaciones con China, la voluntad alemana de dotar a Europa de una verdadera política industrial común dotada de medios importantes también está por confirmar. Por el momento, las medidas anunciadas en este ámbito a escala europea, en respuesta en particular a la ley IRA estadounidense, siguen siendo en realidad muy limitadas por falta de recursos adicionales. La única medida realmente significativa consiste en hacer permanente la flexibilización de las normas sobre ayudas estatales, establecida para hacer frente a la pandemia del COVID-19 en 2020 y a la crisis energética en 2022. 356 000 millones de euros en ayudas a las empresas en 2022, es decir, el 55% del total de las ayudas concedidas en Europa. En la práctica, nos dirigimos pues hacia una renacionalización de las políticas industriales más que hacia la aplicación de una verdadera política industrial europea. Y esto sin duda conviene a los dirigentes políticos y económicos alemanes.
En resumen, desde el punto álgido de la histeria ordoliberal que representó la gestión de la crisis de la eurozona por parte del gobierno alemán, ampliamente respaldada por la opinión pública, las cosas han cambiado mucho en la sociedad y las élites alemanas. Alemania se ha dado cuenta de que el sueño ordoliberal de una Europa desprovista de solidaridad y gestionada burocráticamente por reglas en un mundo pacificado por el libre comercio, donde Alemania, el «Exportweltmeister«, haría bien, está ahora totalmente fuera de su alcance.
Pero esto pone en tela de juicio todos los fundamentos que han estructurado la sociedad alemana desde la Segunda Guerra Mundial, y las fuerzas que podrían obstaculizar los cambios necesarios siguen siendo poderosas. También lo son las fuerzas que empujan a Alemania a actuar en solitario para intentar sacar al país de este embrollo. Existe un grave riesgo de que estas fuerzas impidan a Europa responder con la suficiente rapidez, firmeza y colectividad a los colosales retos a los que se enfrenta.