Durante el invierno de 2019, la ciudad de Culiacán —capital de Sinaloa, a la orilla del Pacífico mexicano— parecía vivir en una fiesta continua. A todas horas se escucha música, risas y balazos al aire. Muchos atribuían ese ambiente relajado al fin de año, pero en las regiones indómitas de la ciudad se hablaba de otros motivos para las celebraciones: los pistoleros del Cártel de Sinaloa festejaban que, gracias a sus amenazas de asesinar civiles, el Ejército mexicano había devuelto a un hijo del Joaquín “Chapo” Guzmán después de tenerlo brevemente capturado.

Era la embriaguez que siguió al“Culiacanazo”, un fallido operativo por detener a Ovidio Guzmán, heredero del más famoso imperio criminal en México. El 17 de octubre de 2019, el gobierno federal se apresuró a detenerlo sin una orden de aprehensión y sin medir la violenta reacción de sus hermanos, conocidos como Los Chapitos, quienes prendieron fuego a la ciudad y rodearon a familias de militares amagando con asesinar a mujeres y niños para exigir la liberación del joven de entonces 29 años.

El presidente Andrés Manuel López Obrador, arrinconado, tomó una de las decisiones más polémicas de su administración: ordenó entregar a Ovidio Guzmán a las manos de sus hermanos criminales, convirtiéndolo en automático en leyenda negra y emblema del fracaso de su estrategia de seguridad.

Los Chapitos se sintieron invencibles desde ese día. Iván Archivaldo de 36 años y Alfredo, de 33, creían que nada ni nadie podría tocarles, mucho menos en su bastión. Pero mil 176 días después de aquel inicio de fiesta, vino la resaca.

En la madrugada del 5 de enero pasado, a 20 minutos del amanecer en Culiacán, elementos de la Guardia Nacional escoltados por el Ejército mexicano irrumpieron en un rancho en la comunidad Jesús María con la mira puesta en Ovidio Guzmán, “El Ratón”, cuyo alias proviene de su naturaleza frágil, pero escurridiza.

Por tierra, los agentes irrumpieron con armas largas en un discreto domicilio rompiendo un círculo de vigilantes y una flotilla vehículos blindados. Por aire, los seguía un helicóptero UH-60M Black Hawk astillado con una Minigun capaz de escupir 3 mil tiros de precisión en un minuto. Por mar, si fuera necesario, buques de la Secretaría de Marina esperaban órdenes para apoyar a sus compañeros de las Fuerzas Armadas de México.

Cientos de integrantes de la Guardia Nacional y militares rodearon la casa marcada por el Centro Nacional de Inteligencia, pero un grupo de élite fue el elegido para entrar y buscar en las habitaciones a Ovidio Guzmán, como lo habían planeado desde seis meses, cuando se advirtió la ubicación del objetivo gracias a los patrullajes de soldados en la Novena Zona Militar.

Cuando lo detuvieron, Ovidio Guzmán gritó su nombre pensando que los soldados lo dejarían, otra vez, en libertad. 

Óscar Balderas

Esa era la fase más peligrosa de la misión: Ovidio no sólo vivía con sus escoltas, sino con sus dos hijas de nueve y tres años, quienes resultaron con heridas leves durante el operativo.

Y ahí, en una habitación rodeada de prendas de lujo, entre camisas Calvin Klein y relojes Rolex, el gobierno mexicano detuvo a Ovidio Guzmán, quien gritó su nombre pensando que los soldados lo dejarían, otra vez, en libertad. 

No sucedió.

© CEPROPIE via AP File

En minutos, se ejecutó la orden de subir al joven capo a una aeronave del gobierno mexicano para su inmediata extracción. El gobierno mexicano sabía que el Cártel de Sinaloa intentaría rescatarlo y no faltó razón: en minutos, el crimen organizado había montado 19 retenes en caminos y carreteras para recuperar al hijo del “Chapo” Guzmán.

De inmediato, Culiacán ardió. La ciudad conocida en México por su ambiente festivo y su deliciosa comida de mar entró en una psicosis colectiva en cuanto aparecieron las primera noticias de sicarios robando vehículos particulares a punta de pistola para incendiarlos y bloquear las autopistas, un drama que los mexicanos conocemos como “narcobloqueos”.

Al mismo tiempo, cientos de hombres embozados y armados comenzaron a incendiar negocios. Luego, a disparar contra gasolinerías. Y en un hecho nunca antes visto en 17 años de “guerra contra el narco”, comandos de sicarios aceleraron hacia el aeropuerto internacional de Culiacán para derribar a balazos cualquier aeronave. Desesperados por rescatar a Ovidio Guzmán, los sicarios abrieron fuego contra un avión de pasajeros con niños y familias que pretendía despegar hacia la Ciudad de México.

El gobierno de Sinaloa ordenó por redes sociales la suspensión de clases. Las oficinas, gubernamentales y privadas, cerraron. El gobernador Rubén Rocha Moya pidió a la gente no salir de sus casas y cerrar las puertas con seguro. Y el área de Comunicación Social del Cártel de Sinaloa hizo lo propio: avisaron que a quien se le viera en la calle, se le quitaría su vehículo o hasta la vida.

Para las 11 de la mañana del 5 de enero sólo había cinco tipos de personas en Culiacán en la vía pública: sicarios, soldados, policías, paramédicos y periodistas. El resto, aterrados, seguían el caos por redes sociales o televisión.

Para las 11 de la mañana del 5 de enero sólo había cinco tipos de personas en Culiacán en la vía pública: sicarios, soldados, policías, paramédicos y periodistas.

Óscar Balderas

Para entonces, no había confirmación oficial de que el origen del descontrol fuera Ovidio Guzmán, pero su nombre ya se encontraba en lo más mencionado en Twitter. Las acciones violentas del Cártel de Sinaloa eran una calca del “Culiacanazo” del 2019. En Instagram, cientos de jóvenes que integran La Chapiza —un grupo de jóvenes sicarios seguidores de Los Chapitos— colocaron mensajes de apoyo a su jefe, “El Ratón”, amenazando con matar a civiles sin nexos con el crimen organizado para presionar por su liberación.

Finalmente, a las 13:06 horas, la mujer más importante del gabinete de seguridad en México, Rosa Icela Rodríguez, junto a los dos militares de mayor rango en el país, confirmaron lo que muchos periodistas adelantaron en sus espacios digitales: a pesar de todos, Ovidio Guzmán estaba en poder del gobierno de México.

© Luis Barron/ Eyepix Group

Su siguiente dormitorio estaba apartado en la prisión de máxima seguridad del Altiplano, un frío y duro complejo penitenciario que también albergó a su padre. El resto del día, los noticieros no dejaron de informar sobre la situación del joven capo, mientras millones no quitaban los ojos de las pantallas de sus televisores o celulares.

Ovidio Guzmán representa muchos conceptos en México. No sólo es el hijo del “Chapo” Guzmán; también es uno de los líderes de Los Chapitos y su vida fastuosa y despreocupada en Culiacán era una afrenta para la agenda anticorrupción del presidente. Y para Estados Unidos es un habilidoso traficante de fentanilo que ha puesto en riesgo las instituciones del país vecino y la vida de miles de usuarios de drogas.

Su espectacular arresto a cuatro días de la llegada del presidente Joe Biden a México es una cuenta saldada, dentro y fuera del país, por el presidente Andrés Manuel López Obrador, pero dista mucho de ser un golpe demoledor para el cártel que mantiene presencia en el 80% del territorio mexicano.

Su espectacular arresto a cuatro días de la llegada del presidente Joe Biden a México es una cuenta saldada, dentro y fuera del país, por el presidente Andrés Manuel López Obrador, pero dista mucho de ser un golpe demoledor para el cártel que mantiene presencia en el 80% del territorio mexicano.

Óscar Balderas

Ovidio Guzmán no es un generador de violencia, al menos no en el sentido de otros capos hiperviolentos como los jefes del Cártel del Golfo o Cártel del Noreste, antes conocidos como Los Zetas. La justicia mexicana no tiene expedientes acumulados contra “El Ratón” por asesinatos en masa, secuestros masivos o el exterminio de pueblo enteros, como sucedió en 2011 en la comunidad de Allende, Coahuila, donde el crimen organizado asesinó a más de 300 personas durante días y ante la omisión cómplice del gobierno.

Tampoco es un irremplazable narcotraficante. En Estados Unidos, apenas se le sigue un proceso judicial en una corte federal en Columbia, Washington D.C., por el tráfico de fentanilo desde 2008 y hasta la fecha. A diferencia de otros capos del Cártel de Sinaloa o el Cártel Jalisco Nueva Generación, Ovidio Guzmán no luce como alguien con la capacidad para enterrar a Estados Unidos y el resto del mundo bajo toneladas de pastillas de opioides.

Su detención es un trofeo político. Una medalla para presumir, pero que poco significa en el tablero del crimen organizado. Por arriba de Ovidio Guzmán, siguen intocables sus hermanos que son los reales jefes de la estructura de Los Chapitos, que disputan el poder contra el amigo de su papá, “El Mayo” Zambada, el mítico jefe del narcotráfico que nunca ha sido detenido y que a sus 75 años sigue controlando regiones enteras de México.

El Cártel de Sinaloa ha sido golpeado, pero se trata de un martillazo moral, no mortal. Es un mazazo al corazón de la familia Guzmán López, pero no lo suficientemente estratégico para provocar un infarto fulminante. Y es que el cártel lleva años preparados para crecer, incluso si pierden a los jefes más importantes a manos del gobierno mexicano.

Por ejemplo, en enero de 2017, “El Chapo” Guzmán fue extraditado hacia Estados Unidos tras perder una batalla legal en México para quedarse en el país que comenzó inmediatamente después de su tercera captura en Sinaloa. El gobierno mexicano celebró su entrega al Centro Correccional Metropolitano de Nueva York como si se hubiera desmoronado el cártel mexicano fundado en 1987. Nada más lejos de la realidad.

Su detención es un trofeo político. Una medalla para presumir, pero que poco significa en el tablero del crimen organizado.

Óscar Balderas

Tres años después, poco antes de la declaratoria de pandemia por COVID-19, la Oficina de Asuntos de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito reconoció que, aún sin “El Chapo” Guzmán operando, el Cártel de Sinaloa había incrementado sus ganancias ilícitas expandiendo sus tentáculos por Europa, Asia y África.

Y después de las primeras tres olas de coronavirus, el Cártel de Sinaloa creció todavía más: la escasez de precursores químicos desde China para crear drogas sintéticas permitió a Los Chapitos aumentar hasta el 5000% el costo callejero de los narcóticos. A mayor demanda, mayores precios. Capitalismo clásico. Y al cártel nunca le había ido tan bien como ahora.

Por ello, la captura de Ovidio Guzmán hay que tomarla con reserva, porque no se trata del último capítulo entre una larga confrontación del gobierno mexicano y Los Chapitos. Al contrario, esto apenas comienza.

© AP Foto/Martin Urista

A las instituciones mexicanas aún les falta trazar un plan para arrebatar al Cártel de Sinaloa la enorme base social de adolescentes y jóvenes que estaban dispuestos a morir por la libertad de Ovidio Guzmán. Y también extirpar del servicio público a todos los colaboradores de Los Chapitos que cobran una doble nómina.

A las instituciones mexicanas aún les falta trazar un plan para arrebatar al Cártel de Sinaloa la enorme base social de adolescentes y jóvenes que estaban dispuestos a morir por la libertad de Ovidio Guzmán.

Óscar Balderas

También, por supuesto, equilibrar la balanza y no fortalecer a otros grupos criminales con el golpe a Los Chapitos. En Sinaloa hay otras estructuras de poder delictivo que siguen sin ser tocadas, como el grupo afín al “Mayo” Zambada, al “Chapo Isidro” y muchos más. Un martillazo a uno, sin tocar a los demás, incrementa la sensación de impunidad y favoritismos.

Y, por último, bien haría el gobierno mexicano en comenzar, de una vez por todas, a jalar los hilos del dinero sucio que dan poder al Cártel de Sinaloa. Es una larga deuda de las últimas administraciones ir tras los activos financieros del crimen organizado, no sólo tras los capos, que son reemplazables, desechables y que arriban a sus nuevos puestos deseosos de imponerse con violencia y sadismo.

Ovidio es una llama, pero el incendio continúa.