Autorretrato de una familia desestructurada
Vengo de ese miedo, la última novela de Miguel Ángel Oeste, editada por Tusquets, nos presenta la sórdida infancia del autor y ahonda en las consecuencias de sufrir violencia familiar, el sentimiento de soledad y el miedo.
Decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera. El escritor malagueño Miguel Ángel Oeste viene a confirmar la sentencia del prosista ruso con su última novela, en la que nos habla de su sórdida infancia en el sur de España, rodeado de un padre violento y tiránico, y una madre que dejó pasar todo tipo de inmundicias ante sus ojos, una mujer víctima del hombre con el que se casó y que jamás contribuyó a cambiar el drama que vivían en casa. Si es cierto que escribir implica sacar a la luz lo que tenemos dentro, la obra Vengo de ese miedo, editada por la casa Tusquets, es un puro grito. La frase inicial marcará el tono de la novela: “Quiero matar a mi padre”. No es una metáfora, realmente el autor confiesa que ha soñado con esa posibilidad real, que durante años alimentó ese pensamiento asesino y fantaseaba con las formas en la que su progenitor ponía fin a sus días.
El narrador sufrió en sus carnes el maltrato paterno durante su infancia y adolescencia, y decide poner orden a sus recuerdos hablando con familiares y amigos. Realmente no está buscando perdonarle ni entenderle, porque la monstruosidad nunca se puede comprender, pero sí ordenar sus vivencias para seguir adelante, como especifica en un momento dado: “Tecleo muchas veces la palabra ‘adelante’ que llena la pantalla del ordenador. Antes de ir hacia delante tengo que ir hacia atrás. Empezar por el principio, o por lo que considero el principio”. Oeste, licenciado en Historia y en Comunicación, es director y guionista de varios documentales. Además, ha escrito novelas y múltiples cuentos. Su trayectoria profesional es amplia y exitosa, lo cual nos permite una reflexión y una observación: qué importante es la tenacidad de los que salen adelante pese a crecer en un entorno lleno de violencia. En su reciente novela, de lo que habla es sobre todo del precio que ha tenido que pagar para lograrlo.
A lo largo de las 300 páginas que conforman el libro, el autor se ha desnudado para mostrar a los lectores sus mayores miedos, sus enormes traumas. La estructura de la novela se divide en cinco bloques. A través de los diferentes episodios, Miguel Ángel Oeste realiza una dolorosa investigación confrontando los recuerdos de familiares y conocidos para establecer un testimonio lo más real y cercano posible del hombre que le dio la vida y se la amargó. El miedo vertebra toda la obra y es el principal sentimiento del autor, que reconoce ser incapaz de visitar a su progenitor. Este pasaje resulta especialmente representativo: “Ya no soy un niño. Sin embargo, el miedo que me anega sigue siendo el mismo que padecía el niño que fui, aquel que jamás tuvo la valentía de enfrentarse con su padre, aquel niño que tiene los ojos como diminutos océanos y mira al padre desde abajo, paralizado, mientras tiembla por dentro. Aún hoy no hay día que no me arrepienta de esa incapacidad”. Precisamente por esa incapacitación de estar junto a él, comienza esta novela, como proceso de búsqueda de la verdad, pero también de cauterización.
Los lectores se encontrarán con un autorretrato de una familia desestructurada que va desgranándose en diferentes capas, como si de una cebolla se tratara, pero también de la pintura del corazón de un niño destrozado. Como ya hemos mencionado, la trama de la novela se estructura alrededor de la figura paterna, un tipo dotado de gran encanto para las amistades, alguien simpático y cordial, que goza de un gran éxito social, pero que hace de su hogar un sitio de terror. Como segunda figura, nos presenta a su madre, una joven modelo que fue arrastrada a la degradación por el esperpento de su marido, una mujer que le baila el agua a quien la maltrata, que no se esfuerza por cambiar las cosas, que se resigna y que sufre en sus carnes la violencia. El final es especialmente desgarrador, ya que acaba desfigurada y muriendo en 2009 en trágicas circunstancias, como cuenta el autor: “El 16 de julio de 2009, justo a la hora en la que iba a tomar un avión con destino a Praga, mi madre murió ahogada en su propio vómito mientras él estaba borracho. Sospecho que él la mató, también que ya la había matado, poco a poco, a golpes, erosionando su cordura como una lija erosiona la madera. Un símil sencillo, efectivo, igual que las manazas con las que nos pegaba”.
La violencia de género puebla toda la novela, y nos hace reflexionar hasta qué punto los lazos familiares pueden ser una fusta con la que nosotros mismos aceptamos hacernos daño. Miguel Ángel Oeste cuenta, por ejemplo, que el silencio imperaba en su casa. Al reconstruir los testimonios, uno de los problemas con los que se encuentra es precisamente la incapacidad de su entorno para hablar alto y claro de lo que aconteció en el pasado. Unos meses después del fallecimiento de su madre, llama a su hermano para ver si está dispuesto a hablar y solo se encuentra con la barrera del silencio. “Le insistí, me dijo que no merecía la pena, que solo me iba a hacer más daño. En algún punto de la conversación nos quedamos callados”. He aquí un elemento esencial de la novela: lo que no se dice, lo que se queda en el baúl de la omisión. ¿Es preferible olvidar los episodios destructivos, o más bien revisitarlos para poder entenderlos, y así liberarnos? Como recordaba Alberto Fuguet, las historias que no se cuentan supuran, se infectan y contaminan. Algo así ocurre con los episodios traumáticos en numerosas familias: se prefiere guardar bajo llave lo que un día dolió, antes que exponerlo a la luz para que cicatrice como debería.
El escenario de la novela nos sitúa en la Málaga de los años setenta, en aquel sur donde imperaba una nueva forma de juerga. En un país marcado por la dictadura franquista, aquella ola de fiestas y diversión marcaba un antes y un después, representaba un modelo de turismo muy específico. He aquí una característica de la novela de Miguel Ángel Oeste: no solo estamos ante una bitácora de sus recuerdos, sino también ante una crónica histórica de la España de entonces. La estructura atiende a un ritmo desorganizado y caótico, como si el escritor tuviera mucha prisa en contar a bocajarro los testimonios. Una particularidad y acierto de la estructura es su división en dos partes. Por un lado, el relato de cómo el autor afronta la escritura de la obra nos permite descubrir cuándo se le ocurre la génesis del libro, qué partes le cuesta más explicar, cómo sufre volviendo a escarbar entre sus recuerdos e incluso los parones que tiene en el proceso. Al representar metadiscursivamente el proceso de elaboración del libro desde que empezó, en 2010, sin saber “qué voy a contar ni cómo voy a hacerlo”, los lectores podrán comprobar sus avances y sus retrocesos, y en general la dolorosa reconstrucción del pasado. Por otro lado, encontraremos la crónica de la vida de sus progenitores, donde descubriremos los episodios de alcohol, drogas y violencia, de abusos, incluso su forma de relacionarse, siempre tóxica y orbitando entorno a la dependencia y la necesidad.
La pregunta: “¿Basta el miedo para callar?”, que menciona el narrador, extraída de la escritora Delphine de Vigan, hace reflexionar a Miguel Ángel Oeste sobre sus propios límites como escritor, pero también sobre su capacidad para sacar a la luz sus demonios y recordar el niño y adolescente que sufrió todas esas barbaridades que relata en el libro. Resulta especialmente llamativo la relación reparadora de Miguel Ángel Oeste con sus dos hijas, y el miedo latente a la hora de reproducir con ellas patrones violentos.
Otra interrogación recorre toda la novela: ¿Estamos ante un ejemplo de escritura catártica o más bien ante un ejercicio de autolesión como la que sufría el autor de niño? Existe un odio lacerante que supura por cada página, y el protagonista no solo no lo lima, sino que parece alimentarlo en cada frase, aún siendo consciente de que mostrar tal sentimiento es corrosivo: “Trato de limar el rencor. Sé que si quiero llegar a algún sitio deberé rebajar esta animadversión. Sé que deberé escribir sin rencor. Pero, ¿cómo lograrlo cuando hay tantos recuerdos tristes, tanto sufrimiento y tanto odio?, ¿cómo se alcanza esa meta cuando tienes la absoluta certeza de que tu padre es un asesino?”. La intensidad del aborrecimiento hacia la figura paterna se convierte poco a poco en un miedo de fondo, en algo que parece eterno y que acongoja a quienes acompañan a Miguel Ángel Oeste en su descenso a los infiernos.
Vengo de ese miedo es mucho más que un libro, es un grito. Un lugar donde abrir las ventanas de par en par y dejar pasar el aire fresco, pero también un refugio en el que cauterizar las heridas del pasado. La novela de Miguel Ángel Oeste es un intento por encontrar la felicidad, pese a las piedras que carga en la mochila desde que es pequeño. Entre las muchas lecciones que los lectores podrán extraer, sobresale la voluntad por seguir adelante y entender que la familia no siempre supone un cobijo, un lugar seguro. En esta novela es fácil entender que, a veces, lo que llamamos relación solo es dependencia, lo que entendemos por hogar es el mismo infierno, y lo que un día concebimos como amor, se torna con el paso del tiempo en un insufrible temor.