Nuevas ficciones rurales en Europa
Cuando la actualidad europea y mundial parece imponer nuevas exploraciones estéticas, que vayan más allá de los trillados senderos de la autoficción, novelas como las de Baltasar proponen el regreso a una línea que, si bien rica en su tradición, adquiere una gran contemporaneidad. Se trata de un desplazamiento que ya no busca las tierras prometidas ni los paraísos perdidos, sino que enfatiza en el desencanto y la soledad.
“El día que iba a preñarme, cumplía veinticuatro años y organicé una fiesta de cumpleaños que, en realidad, era una fiesta de fecundación encubierta”, las primeras líneas de Mamut (Random House, 2022) marcan el tono de la novela. En Mamut la anónima protagonista trabaja para un grupo de investigación de la facultad de Sociología, a la vez que comparte su piso, ubicado frente al zoológico, en Barcelona. Se trata de la vida cualquiera de una joven, una vida de contratos precarios, un futuro casi tan imposible de adivinar como el presente, y cierta forma de resignado inconformismo. Sin embargo, la protagonista —y narradora— desea un cambio en su existencia, quiere un hijo con la fuerza y el instinto de un animal, muy lejos de las convenciones sociales. Después de haberlo intentado con un desconocido en su cumpleaños, la narradora decide buscar otro trabajo, elección que la lleva, finalmente, a abandonar la ciudad a bordo de su viejo coche Peugeot. Tras esa decisión, la novela adquiere toda su complejidad, pese a su escaso número de páginas. La narradora descubre un país dentro de su país, una región abandonada donde los individuos, hombres y mujeres, viven en la rústica soledad del delirio. Un delirio del que no son conscientes, desde luego, aunque éste paute sus existencias.
A la hora de pensar en la España rural y la novela contemporánea, ya se ha convertido en un lugar común recordar a Miguel Delibes. Desde luego, no es el único que ha explorado la representación del espacio rural. Después de la fiebre del nuevo milenio, que en la literatura española se expresó mediante una ficción urbana, antes globalizada que cosmopolita, desde hace unos años los autores descubren un país olvidado por el boom inmobiliario, una región que, a su manera, también vive la resaca del Spain is different. Si consideramos el asunto a escala europea, basta pensar en autores como los franceses Vinca Van Aecke o el mismo Étienne Davodeau, los cuales, desde distintos registros y alcances estéticos, muestran una Francia rural, en desfase con la vida urbana, pero a la vez sometida a un dinamismo singular. Así, novelas españolas como Intemperie de Jesús Carrasco o La última cabaña de Yolanda Regidor se insertan en un panorama europeo que aborda cada vez más la vida en el campo y la naturaleza.
Uno puede preguntarse acerca de las razones de la multiplicación de ficciones rurales. Las eventuales respuestas irían desde lo político a lo económico, pasando por elementos estéticos, sin olvidar el juego especular con la ciudad, que la interpela y acaso la distorsiona. Lo importante, en cualquier caso, es ser consciente de que la novela de Baltasar no es un caso aislado, lo cual redunda en una mejor compresión de su propuesta. Pese a aparecer en un momento en que lo rural ocupa cada vez más espacio en la ficción, Baltasar propone una novela singular y esto por múltiples razones. De hecho, uno termina Mamut sin entender del todo en qué reside la fascinación que ejerce en el lector. La anécdota es sencilla, el relato es breve y conciso, el periodo contado es de apenas unos meses. Pero qué fuerza la de un relato donde los eventos se suceden de manera frenética, las acciones son claras y opacas a la vez, así como uno se adentra en una humanidad en la cual los instintos, la necesidad y los afectos se anudan con ímpetu.
Estoy convencido de que una gran parte de la calidad de Mamut radica en el lenguaje. Antes de haber publicado su primera novela, Baltasar dio a conocer numerosos poemarios. Quizá guarda de la poesía el lenguaje en ocasiones elíptico, la necesidad de recrear el mundo mediante imágenes, junto con una crudeza lírica. Como fuere, cuando se expresa en el género novelístico posee una gran capacidad para delinear a sus personajes, a los cuales caracteriza con todas sus contradicciones. Mamut es una novela escrita con frases breves, articuladas en secciones que pueden parecer más viñetas que capítulos, lo cual daría la sensación de instalar al lector en la senda de la lectura fácil, lo cual me hace pensar en lo que con nostalgia escribió Roberto Bolaño acerca de las novelas largas. Ahora bien, es cierto que Baltasar atina en las imágenes, su lenguaje es preciso y sugerente, las atmósferas que recrea mezclan lo inhóspito con la necesidad de seguir viviendo. Muy pocas veces me he encontrado un lenguaje escueto y con la precisión del mejor periodismo, pero cargado de fuerza evocadora. Hasta da la impresión de que la autora utiliza el aliento de la crónica, pero con la densidad de la poesía para proponer una ficción que no decae en ningún momento, donde no hay héroes ni víctimas, sino animales mustios, cansados del amor, ansiosos de carne; animales inconscientes de su existencia, pero llenos de vida y en la intemperie.
Otro aspecto valioso en la novela es todo lo que pudo haber sido y que, con oficio e intuición, la autora evitó. Me explico de mejor manera: al tratarse de una novela de corte rural, en la que la protagonista narradora descubre un ambiente que le es extranjero, se pudo caer en el facilismo de la idealización; o en el otro, aún peor, de los prejuicios urbanos contra un medio atrasado y monótono. Todo esto sin contar con el trasfondo moral muy New Age, de buscar lo auténtico en las periferias del consumo y el neoliberalismo. Eva Baltasar no se interesa en ninguno de estos aspectos, pese a que en su novela se manifieste la actualidad de los empleos precarios, las relaciones pasajeras y los desfases sociales. La autora apunta, más bien, a dar forma a las ondulaciones del deseo, junto con los malentendidos que se dan en los encuentros personales, sean estos amicales o íntimos. Precisamente, apoyándose en la intimidad de la experiencia, para la cual lo sensorial y corporal prevalecen, Eva Baltasar formula un retrato que va más allá de lo puramente individual y se concretiza en una mirada descarnada de nuestro mundo actual.
Cuando la actualidad europea y mundial parece imponer nuevas exploraciones estéticas, que vayan más allá de los trillados senderos de la autoficción, novelas como las de Baltasar proponen el regreso a una línea que, si bien rica en su tradición, adquiere una gran contemporaneidad. Europa ya no es un conglomerado de ciudades grandes, donde los habitantes circulan sin descanso, viven el sueño del confort burgués, anestesiados con respecto de lo que ocurre más allá de sus barrios. Las ciudades se han convertido en esos infiernos de baja intensidad donde los individuos se desplazan sin brújula alguna como zombis o, lo que es lo mismo, proletarios sin alma. Por eso, muchos parten al campo, esos espacios alejados, pero a la vez al alcance de la mano donde, poco a poco, descubrirán otra vida. Se trata de un desplazamiento que ya no busca las tierras prometidas ni los paraísos perdidos, sino que enfatiza en el desencanto y la soledad. Los mismos que en la novela de Baltasar animan a los personajes en sus errancias por el territorio agreste que también es el de sus corazones.