¿Es la colina un lugar desde el que gobernar? Esta es la pregunta, y la colina en cuestión: el Quirinal, la más alta de las siete colinas de Roma. ¿La respuesta? Hay efectivamente un gobierno en la Colina del Quirinal, con competencias distintas y compartidas, que se han ampliado especialmente desde 1992. El ex Presidente del Consejo Giuliano Amato definió el poder del Presidente de la República como un poder en acordeón, elástico, capaz de expandirse y comprimirse, oscilando entre el intervencionismo y una posición más « notarial ». ¿Qué es lo que determina la actitud camaleónica del Presidente? La crisis del sistema. La crisis de los partidos. El perímetro de intervención se amplía en primer lugar para compensar las deficiencias del poder ejecutivo y del Parlamento.
La abundante literatura en torno a la elección del Presidente de la República parece adherirse en gran medida a esta tesis. Marco Damilano, en su libro Il Presidente, identifica una clara división en la historia italiana: 1992, año de los atentados de la mafia y el asunto Mani pulite, factores que determinaron una verdadera « eutanasia del poder» y pusieron fin a la « república de partidos » para inaugurar una « república de presidentes ». Marzio Breda, el príncipe de los Quirinalistas –esos periodistas especializados en los juegos de poder en la colina presidencial– ofrece un relato con un título emblemático: Capi senza stato. I presidenti della Grande Crisi Italiana. Para la pluma del Corriere, fue Francesco Cossiga el primero en predecir la crisis sistémica. Para él, sin embargo, se trataba de un intervencionismo que no iba más allá de la externalización, en todos sus aspectos tosco e insólito. Fue el presidente Cossiga quien comprendió y develó la necesidad de una gran reforma institucional que hiciera de Italia una democracia de la alternancia. Quiso lanzarla a través de un mensaje a la Cámara de Diputados, prerrogativa del poder de la Colina. Y sin embargo la propuesta no prosperó, atrapada en un sistema de partidos incapaz de ver más allá, y que incluso reaccionó con un intento de destitución.
Oscar Luigi Scalfaro asciende al Quirinal en un momento dramático de la historia de Italia: el 25 de mayo de 1992, al día siguiente de la masacre de Capaci. Las bombas de la Cosa Nostra habían matado al juez Giovanni Falcone, a su esposa Francesca Morvillo y a tres personas que lo acompañaban: Vito Schifani, Rocco Dicillo y Antonio Montinaro. En siete años, quien fuera Ministro del Interior del gobierno de Craxi crea seis ejecutivos: Amato I, Ciampi, Berlusconi I, Dini, Prodi I y D’Alema I. Entre tanto, Antonio Maccanico intenta establecer un gobierno de reforma. ¿Lo impresionante de Scalfaro? Es un presidente en medio de una tormenta: Mani pulite, ataques de la mafia y –por si fuera poco– una devaluación de la lira que golpea duramente al país.
Mientras el país pende de un hilo, Scalfaro impide el regreso de Bettino Craxi al Palacio Chigi. Exige una nueva lista de nombres y comienza su mandato con el gobierno de Giuliano Amato. Al cabo de un año, contribuye a su caída tras un episodio que a menudo se pasa por alto: la no firma del decreto Conso, una medida que habría despenalizado la financiación ilegal de los partidos y dado vía libre a la corrupción. El asunto Mani pulite había conducido a la solicitud de la intervención legislativa en ese sentido, sobre la base de una garantía del Quirinal. Sin embargo, ante el cambio de actitud de los jueces milaneses, el paraguas de la Colina se cierra, en un gesto desafiante del Presidente de la República hacia el ejecutivo. Breda subraya el activismo de Scalfaro en la formación de los sucesivos gobiernos: desde su brillante y unificadora intuición con Carlo Azeglio Ciampi en el Palacio Chigi, hasta la verdadera batalla cuerpo a cuerpo que libra con Silvio Berlusconi, un terremoto que hizo temblar la propia gramática institucional. La prensa se hacía eco de los insultos entre los dos hombres. Scalfaro no ocultaba su « molestia personal » con el Cavaliere, a quien invitó a « tragar quina » durante el gobierno Dini.
Para la presidencia de Carlo Azeglio Ciampi, Breda habla de una « neutralidad activa ». El ex gobernador del Banco de Italia resulta electo en la primera ronda de votaciones, en un momento en que la bipolaridad política de Italia se encontraba quizá en su punto más álgido, con las fuerzas de centro-derecha y centro-izquierda plenamente legitimadas. Walter Veltroni fue el artífice de esta operación, gracias al apoyo decisivo de Gianfranco Fini.
El discurso de investidura de Luciano Violante como presidente de la Cámara de Diputados en 1996, con su invitación a « comprender las razones de la derrota de la Resistencia, sin falsificar el revisionismo », abre el camino a la pacificación nacional. Ciampi lo transita con valentía, con la restauración de los símbolos de la república y los valores de un sano patriotismo. Sin embargo, la confrontación política no está exenta de amargura y las relaciones del ex gobernador del Banco de Italia con Silvio Berlusconi, de regreso al Palazzo Chigi, son de todo menos joviales. El Presidente de la República espera la colaboración a través de lo que se denominará la « estrategia del codazo », y el ejercicio de la « persuasión moral » que permite el cargo, que consiste en utilizar los principios constitucionales como instrumentos de persuasión. Pero cuando la persuasión ya no es suficiente, Ciampi se niega a firmar leyes dudosas como la ley « Gasparri » sobre la reorganización del sistema de radio y televisión. La facultad de promulgar leyes se convierte en una flecha en el carcaj del Presidente de la República, una prerrogativa constitucional, al igual que los mensajes a las Cámaras, que Ciampi ejerce con moderación y fuerza.
A Giorgio Napolitano, su sucesor, se le considera como uno de los presidentes más intervencionistas de la historia. Una vez más, Silvio Berlusconi es el contrapeso del poder de la colina. En cuanto a la intervención militar en Libia en 2011, es razonable afirmar que el Quirinal ejerce una presión moral sobre el Palazzo Chigi para que Italia se ponga del lado de la acción promovida por Francia, Estados Unidos y el Reino Unido. Cabe recordar que Berlusconi se mostraba inicialmente reacio a intervenir contra su amigo Gadafi, pero, como terminaría revelando Franco Frattini –entonces ministro de Asuntos Exteriores–, termina convencido después, también a la luz de la violencia del Rais contra los civiles.
Sin embargo, no cabe duda de que el momento clave de la primera experiencia de Giorgio Napolitano en el Quirinal es el nacimiento del Gobierno Monti. El antiguo líder de los Meglioristi nombra al ex comisario europeo, senador vitalicio, apenas unos días antes de que Silvio Berlusconi dimita como Presidente del Consejo. Breda es quien retoma la versión de los hechos de Napolitano y explica la naturaleza de las prerrogativas presidenciales: « un poder neutral, que protege y limita los excesos de otros poderes. Un poder que puede, y debe, desplegarse como elemento de cohesión ».
La reelección de Napolitano se produce en el punto álgido de una fase aguda de la crisis del sistema de partidos. La apoteosis de los francotiradores ha frenado la carrera de personalidades como Franco Marini y Romano Prodi. El cortejo de dirigentes que desfila frente a Giorgio Napolitano para pedirle un nuevo mandato es una señal de una nueva convulsión en el sistema. A principios de 2015, tras haber iniciado su mandato con el Gobierno de amplio acuerdo de Enrico Letta y haber confiado el cargo a Matteo Renzi menos de un año después, Napolitano termina cediendo.
Llega el turno de Sergio Mattarella. En su discurso de investidura, el ex juez del Tribunal Constitucional recuerda la figura del árbitro para marcar el rumbo de su presidencia. « El árbitro es responsable de la aplicación puntual del reglamento. El árbitro debe ser –y será– imparcial. Los jugadores tienen que ayudarle, para ser justos ». Un « guardián invisible »: así lo define Marco Damilano en su libro. Durante sus siete años de mandato, Sergio Mattarella construye un refugio imaginario y una certeza para los italianos. La foto en la que aparece solo en el altar de la patria, con una máscara del FFP2, el 25 de abril de 2020, es increíblemente impactante.
El presidente que ha capeado la pandemia parece haber curado también las heridas del sistema político italiano: desde el fracaso del referéndum constitucional –inflexible a la hora de asegurar la conclusión natural de la legislatura, a pesar de los desahucios de Matteo Renzi– hasta la más que compleja gestión de la votación del 4 de marzo de 2018, Mattarella ha sido el garante del posicionamiento internacional de Italia durante los derrapes del primer gobierno de Conte; desde la crisis de los Chalecos Amarillos –resuelta en persona– hasta la constante labor de corrección de aventuras por su cuenta, como el memorándum de la Ruta de la Seda. Pero hay más. En la génesis del primer gobierno de Conte, Mattarella aplica, como quizá pocas veces antes, el artículo 92 de la Constitución. « El Presidente de la República nombrará al Presidente del Consejo de Ministros y, a propuesta de éste, a los Ministros ». Mattarella frustra el nombramiento de Paolo Savona –ya en Bankitalia, pero con un plan para salir del euro– en el Ministerio de Economía. La incipiente coalición verde-amarilla se derrumba. Algunos –el entonces líder político del 5 Estrellas, Luigi Di Maio– llegan a proponer la destitución del jefe del Estado. Mattarella no se desarma. Convoca a Carlo Cottarelli para un gobierno de Scopo. Pero al final, la Liga y el Movimiento vuelven al Quirinal con la indicación de Giuseppe Conte para el Palazzo Chigi, y el compromiso de Paolo Savona, jefe del Departamento para las Políticas Comunitarias antes de pasar a la Consob (Comisión nacional para las empresas y la bolsa).
La obra maestra de Mattarella es sin duda el nombramiento de Mario Draghi. Una solución a otra crisis, esta vez de la mayoría amarilla-roja. « Considero que es mi deber pedir al Parlamento que conceda la confianza al Gobierno », declara el 2 de febrero de 2021. « Un gobierno de alto perfil que no se identifique con fórmula política alguna » para hacer frente a la emergencia sanitaria, económica y social provocada por la pandemia.
El poder de intervención se despliega en coyunturas críticas. Sin embargo, también existe un gobierno cotidiano para todos los presidentes que han sido mencionados. La Colina interviene en el proyecto de ley de presupuestos, el balance de gastos y los nombramientos en las empresas públicas. Es un poder pacífico y ampliamente reconocido: como mínimo, es un poder consultivo; en algunos casos, es un poder vinculante.
Los asesores del Presidente de la República examinan y a veces dirigen asuntos importantes. Constituyen una suerte de gabinete de gobierno, con competencias específicas. El Jefe de Estado también preside el Consejo Supremo de Defensa y el Consejo Judicial Supremo. Es el elemento unificador de facto de la República, con poderes propios y complementarios. En pleno respeto de las prerrogativas constitucionales, la acción del Quirinal ha ampliado su campo de acción, especialmente en los últimos treinta años. Desde hace al menos cuarenta años –desde los trabajos de la comisión bicameral presidida por Aldo Bozzi– se habla de la necesidad de reformar la segunda parte de la Constitución y redefinir los poderes de los órganos del Estado, para lograr una democracia decisiva. Sometamos estas reflexiones a Francesco Clementi, profesor de derecho público comparado en la Universidad de Perugia y gran constitucionalista.
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¿La modificación del poder del Presidente de la República es conforme a la Constitución?
Las reglas que se han ido construyendo en la dinámica política italiana ponen de manifiesto la profunda transformación del papel del Presidente de la República. Sin embargo, se debe aclarar un punto. Cuando los partidos políticos son fuertes, los jefes de Estado son de facto meros garantes de sus acuerdos, de acuerdo con la Carta Constitucional. Por otro lado, cuando los partidos son débiles, el Presidente de la República, casi como un motor de reserva o rueda de repuesto, entra en juego para sostener la estructura del país.
Por ello, no es de extrañar que ejerzamos estas competencias « en acordeón » –según la expresión de Giuliano Amato– para garantizar, sobre todo con nuestros socios de la Unión Europea y la OTAN, nuestras opciones fundamentales en materia de relaciones internacionales y política económica.
Sin embargo, al mismo tiempo, ni siquiera su peso moral puede superar los claros límites de nuestra forma de gobierno parlamentario, es decir, el continuo entre el parlamento y el gobierno, como demuestra el reciente ejemplo de los presidentes Napolitano y Mattarella. Es algo evidente si se tiene en cuenta el creciente papel del Presidente del Consejo, empezando por su presencia decisiva en los Consejos Europeos. No es casualidad, por lo que a nosotros respecta, que se trate de una personalidad llamada a dar pruebas oportunas y efectivas de la aplicación concreta, sobre todo, de los fondos del plan de recuperación.
Entre forma y fondo, el acordeón de los poderes presidenciales es, por tanto, un instrumento delicado, que confirma el hecho de que, como bien señaló el gran jurista Livio Paladín, el Presidente de la República es « la figura más enigmática y escurridiza de los cargos públicos previstos en la Constitución », una síntesis entre los poderes formales y los sustanciales, los valores y las raíces culturales que caracterizan nuestro sistema desde hace más de setenta años.
¿Es un poder que se revela sobre todo a través de la política exterior?
El Presidente es, ante todo, el Jefe del Estado, no porque sea un rey en la colina que ejerce los poderes de un monarca absoluto, sino, por el contrario, porque representa el pilar sobre el que se asienta nuestra democracia, es decir, la soberanía popular, al ser elegido en el mismo lugar donde se expresa esta soberanía: el Parlamento.
Como representante de la unidad nacional, trabaja para garantizar, ante todo con los socios de la Unión Europea y la OTAN, las opciones fundamentales de Italia, tanto en términos de relaciones internacionales como de política económica. Es el protector del ámbito en el que nuestro país manifiesta su identidad, encarnando la expresión además la unidad nacional en todas sus articulaciones, al llevar claramente desde su nombre, ligado al genitivo « de la República », un sello explícito y no formal a la función que está llamado a ejercer. Esta ha sido una característica del Presidente desde su elección, con la presencia obligatoria de delegados regionales junto a los parlamentarios en sesión conjunta, precisamente para aumentar su densidad representativa y evitar que se convierta en un mero « Presidente del Parlamento ».
El Presidente de la República está asistido por una serie de asesores con competencias específicas. ¿Puede definirse como un gabinete de gobierno?
La estructura institucional de la Presidencia de la República es una combinación de dos elementos: la Secretaría General, que corresponde a las exigencias de las competencias del Quirinal –que no se superponen al ejecutivo– y los asesores que prestan apoyo y asistencia a las actividades del Presidente. Estas funciones no son en absoluto comparables a las de un gabinete de gobierno en sentido estricto.
¿Estamos, como afirman algunos observadores, en un régimen semipresidencialista de facto, o en un marco de cumplimiento constitucional?
En la actualidad, yo diría ciertamente que no estamos en un semipresidencialismo de facto. El sistema se ha construido según un modelo elástico, cristalizado en la imagen del acordeón por el profesor Giuliano Amato hace algunas décadas. Es muy diferente de otros sistemas. En Italia, el jefe de Estado no es elegido directamente y la responsabilidad política de sus actos está enteramente en manos del Gobierno, ya que todos ellos están amparados por un refrendo ministerial, salvo en los casos de alta traición e infracción de la Constitución.
¿Cómo debe interpretarse entonces esta fase? ¿Es necesario reformar la segunda parte de la Carta Constitucional?
Lo que ocurre en la política italiana –al menos en este momento– se ajusta perfectamente a la Constitución. Se ha creado una forma que surge de un desequilibrio entre las instituciones debido a la crisis de representación política, es decir, un sistema de partidos incapaz de ser verdaderamente representativo. De ahí se desprende la gran fuerza del Quirinal en los últimos años.
Y en ese sentido, es crucial que este país redescubra el espíritu de una reforma que, con la racionalización de la cuestión de la representación política y sus instrumentos, resuelva los profundos dilemas que corroen su función, dando a los ciudadanos la posibilidad de ser los verdaderos árbitros de las decisiones, con una mejor relación entre los elegidos y el electorado, como sostenía el fallecido Roberto Ruffilli, cobardemente asesinado a mediados de los años ochenta por las Brigadas Rojas.
En definitiva, hay que reforzar la representación política y cambiar la forma de gobierno. ¡Basta recordar que en Italia el Presidente del Consejo ni siquiera puede destituir libremente a sus ministros!
También es necesario trabajar en la forma del Estado, con una redefinición de la relación entre el Estado y las regiones. En ese sentido, la pandemia ha demostrado una vez más la necesidad de un reequilibrio de las competencias.