Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz, dejó escrito que le gustaba pensar que un día «tendremos el coraje de contar al mundo toda la verdad y llamarla por su nombre auténtico» 1

Ese anhelo —decir lo insoportable aunque hacerlo sea peligroso— atraviesa la obra de quienes pensaron desde el derrumbe: Freud ante la pulsión de muerte que desgarraba Europa, Benjamin con su ángel arrastrado por la tormenta del progreso, Zweig escribiendo el epitafio de un mundo que se hundía y Brecht haciendo del teatro un arma contra la barbarie. 

Todos ellos fueron, a su manera, intelectuales en tiempos de oscuridad.

Hannah Arendt perteneció a esa genealogía. 

Fue exiliada, despojada de ciudadanía, convertida en alguien sin derecho a tener derechos. Conoció la pérdida del mundo común antes de pensarla. Pero a diferencia de otros, no se refugió en la melancolía ni en la teoría pura. Eligió otra cosa: pensar con los pies en la plaza pública, exponiéndose al juicio de los demás. 

Y pagó el precio. 

Cuando publicó su crónica del juicio a Eichmann, la tormenta que se desató sobre ella demostró que decir la verdad —incluso en democracia, incluso entre los propios— puede ser un acto peligroso.

¿Qué puede decirnos hoy Arendt sobre el papel del intelectual? 

Quizá esto: que el problema de nuestro tiempo no es solo la mentira, sino la erosión del mundo común donde la verdad puede ser dicha y escuchada. 

Y que frente a esa erosión, ni la restauración del experto ni la demagogia populista ofrecen salida.

Hannah Arendt da una conferencia en Nueva York en 1969.

El callejón sin salida del reinado de los expertos

Una de las declaraciones que quedarán grabadas en los anales de la posverdad fue la que pronunció Michael Gove, ferviente defensor del Brexit: «El Reino Unido ya está harto de expertos». 

Poco después, el diputado Chris Heaton-Harris enviaba una carta a los vicerrectores de las universidades británicas pidiendo una lista de los académicos que enseñaban sobre el Brexit. El Daily Mail se encargó de pintarlas como «universidades de traidores». El ataque a la academia, al conocimiento y a la reflexión crítica se había vuelto palpable.

A primera vista, la respuesta a este embate populista parecería obvia: restaurar la figura del experto, devolverle su lugar en el espacio público. 

Pero aquí comienza el verdadero peligro. Si centramos el debate sobre la posverdad en la falta de una verdad objetiva que debe restablecerse, caemos en la trampa de creer que esa verdad es una jerarquía que solo unos pocos pueden controlar. 

Es lo que llamo la autocracia de la opinión: un modelo en el que se restringe la legitimidad de opinar a una élite de expertos —científicos, filósofos, técnicos—, deslegitimando las voces de quienes carecen de credenciales. 

El efecto es análogo al de una autocracia política, pero aplicada al terreno del pensamiento. Como escribió John Stuart Mill, no es necesario un trono para creerse infalible: basta con la convicción de que uno puede decidir, sin apelación posible, qué merece ser escuchado y qué debe ser silenciado.

Es lo que Arendt entendió mejor que nadie: la política tiene su propio régimen de verdad. Maquiavelo no es Newton. Los asuntos humanos no se resuelven como ecuaciones.

Máriam Martínez-Bascuñán

Tomemos la transición energética como ejemplo. La ciencia puede decirnos que debemos abandonar los combustibles fósiles, pero ¿quién paga el coste? ¿Los trabajadores del carbón en Asturias o en el norte de Francia? ¿Los países que aún no se han industrializado? Ahí la ciencia calla. Porque la respuesta no es técnica, sino política: depende de cómo queremos vivir juntos, de qué consideramos justo, de quién merece ser escuchado. Y esas preguntas no las resuelve un informe de expertos, sino la confrontación de perspectivas en el espacio público. 

Es lo que Arendt entendió mejor que nadie: la política tiene su propio régimen de verdad. Maquiavelo no es Newton. Los asuntos humanos no se resuelven como ecuaciones. 

Lo que está en juego no es descubrir una respuesta correcta que flota por encima de nuestras vidas, sino construir un mundo común donde las distintas experiencias puedan confrontarse. Por eso, para Arendt, la pluralidad no es un obstáculo para la verdad política: es su condición de posibilidad.

Consideremos otro ejemplo como el rearme europeo. Cuando se presenta el 5% del PIB en defensa como una necesidad técnica incuestionable, muchos ciudadanos se preguntan: ¿quién decide que ese dinero no vaya a sanidad o educación? ¿Y por qué esta decisión se toma en despachos cerrados, sin debate público? 

El gobierno de los expertos siempre prepara el terreno para una insurrección populista.

Máriam Martínez-Bascuñán

Un lector escribió una carta a El País diciendo lo siguiente: «Solo se puede entender esta peculiar demanda desde el punto de vista de quien produce y vende material bélico». 

Ahí está el germen de la revuelta: cuando la política se disfraza de técnica, los ciudadanos empiezan a sospechar. 

¿Por qué Trump sucedió a Obama, Meloni a Draghi, y por qué Marine Le Pen o Jordan Bardella podrían ocupar el lugar de Emmanuel Macron en 2027? Porque el gobierno de los expertos siempre prepara el terreno para una insurrección populista. El rearme europeo, la política migratoria, la crisis del euro: todos estos asuntos se han presentado como demasiado técnicos, demasiado importantes como para discutirlos públicamente. Pero cuando las decisiones se retiran del debate democrático y se presentan como verdades técnicas, los ciudadanos sospechan que hay motivos ocultos. 

Hannah Arendt en 1933.

¿Cómo nos va a extrañar entonces que el populista de turno diga que es él quien habla en nombre del pueblo frente a quienes pretenden silenciarlo? La trampa populista consiste en utilizar «verdades alternativas» para simular pluralidad mientras el líder habla en nombre de una falsa comunidad homogénea. 

Pensemos en Trump y su insistencia en que las elecciones de 2020 fueron fraudulentas. No apelaba a los hechos, sino a algo más poderoso: la «verdad del pueblo». 

Quien cuestionara esa verdad no era un adversario, sino un traidor, parte de una conspiración de élites contra la nación auténtica. 

El populista no abre el debate: lo clausura. Habla en nombre del pueblo para que el pueblo no tenga que hablar.

Máriam Martínez-Bascuñán

Y lo vimos también con el Brexit. Johnson no ofrecía datos, ofrecía indignación. Sabía que la emoción es más fácil de guiar que el argumento. Lo importante no era la verdad, sino la autenticidad: atreverse a decir lo que otros callan. 

Cuando los nuevos autócratas dicen atreverse a decir la verdad contra un régimen de mentira organizada, lo que hacen es reducir la pluralidad de opiniones a una reacción emocional porque saben que la emoción es más fácil de guiar. Pero esa autenticidad es una impostura. El populista no abre el debate: lo clausura. Habla en nombre del pueblo para que el pueblo no tenga que hablar. Y donde no hay conversación, no hay mundo común: solo la voz del líder y el eco de los suyos.

El problema, entonces, no es simplemente la falta de verdad. Es que hemos perdido el suelo común donde las perspectivas podían confrontarse, ese espacio intangible que, por un lado, nos une y, por otro, nos separa. Nos une porque compartimos una misma realidad; nos separa porque cada uno la ve desde su propia posición. Y esa diferencia no es un defecto: es la esencia misma de lo político.

Para Arendt, el mundo solo existe como tal cuando se ve y se habla desde diferentes puntos de vista. El mundo solo se vuelve objetivo cuando hablamos sobre él con otros. Es en la conversación libre donde emerge la realidad compartida. Por eso la política no busca la verdad como lo hace la ciencia. No se trata de descubrir una respuesta correcta que exista con independencia de lo que pensemos o hayamos vivido. Se trata de construir, entre todos, una realidad compartida. 

Frente a la tecnocracia que retira las decisiones del debate y el populismo que lo simula, Arendt propone otra cosa: una pluralidad genuina, hecha de voces que se exponen al juicio de los demás sin pretender la última palabra. 

Máriam Martínez-Bascuñán

La verdad política no se impone desde fuera de la experiencia humana: nace del conflicto, del desacuerdo y de la pluralidad. Cualquier intento de clausurar el debate —venga del experto que dicta desde el púlpito o del demagogo que habla en nombre del pueblo— destruye precisamente lo que pretende salvar. Sin conversación, cada individuo queda atrapado en su subjetividad, y la realidad pierde su carácter común.

Frente a la tecnocracia que retira las decisiones del debate y el populismo que lo simula, Arendt propone otra cosa: una pluralidad genuina, hecha de voces que se exponen al juicio de los demás sin pretender la última palabra. 

No el experto que dicta ni el líder que encarna, sino ciudadanos que piensan juntos. Esa es la vía Arendt.

Hannah Arendt en la Universidad de Chicago en 1966.

Los límites de los intelectuales

Es conocido que Hannah Arendt desconfiaba de los intelectuales. 

No se trataba solo de sus ideas, sino de su falta de responsabilidad: demasiadas veces se desentendían de las consecuencias de lo que escribían o decían, como si pensar fuera un acto sin peso en la realidad. 

Fue en la Alemania de los años treinta donde esa desconfianza se volvió convicción. Arendt fue testigo de cómo muchos intelectuales se mantuvieron al margen, pasivos, o incluso justificaron el ascenso del nazismo, creyendo quizá que el «espíritu de la época» los absolvería.

Despreciaba a los filósofos convencidos de estar dotados para comprender su tiempo, porque veía en ellos una peligrosa inclinación a la abstracción: mirar desde lejos, teorizar desde arriba, mientras el mundo ardía abajo. 

Compartía con Orwell un profundo recelo: para el autor británico, los intelectuales no eran figuras heroicas; dependían del dinero, del confort, de la seguridad. Podían cambiar de opinión según soplara el viento. Y en esa línea resuena la frase de Upton Sinclair: «Es difícil lograr que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda».

Arendt nunca creyó que la política necesitara ser salvada por la verdad de un experto. No porque las verdades morales o políticas no existieran, sino porque no podían imponerse desde arriba: debían surgir entre nosotros, en el espacio compartido que abrimos cuando conversamos. La política no se basa en una verdad revelada, sino en la construcción conjunta de un mundo común. 

Y sin embargo, ella misma fue una intelectual pública. ¿Cómo resolvió esa tensión? 

Quizá la respuesta esté en su modo de intervenir: no como quien posee la verdad, sino como quien se expone al juicio de los demás. Lo demostró con su crónica del juicio a Eichmann. 

Como ella misma sabía —y pagó en carne propia—, en tiempos de lealtades tribales, decir la verdad no es solo un acto de lucidez: es un acto de peligro.

Máriam Martínez-Bascuñán

Allí no escribió para consolar ni para fortalecer identidades heridas. Escribió para entender, aunque eso significara romper tabúes. No disfrazó los hechos en nombre de una causa, por noble que fuera.

La reacción fue fulminante. 

Buena parte de la intelectualidad judía le dio la espalda. Se le reprochó ser una judía que renegaba de su condición, una moralista fría, más preocupada por los procedimientos que por las víctimas. Todo esto le llovió por atreverse a mirar de frente una tragedia que aún dolía demasiado, y por hacerlo desde la independencia de juicio, no desde la pertenencia a ningún bando.

Como ella misma sabía —y pagó en carne propia—, en tiempos de lealtades tribales, decir la verdad no es solo un acto de lucidez: es un acto de peligro.

Hannah Arendt en un café parisino a principios de la década de 1930.

El pensamiento como resistencia

Lo que Arendt vio en Eichmann no fue un monstruo, sino algo más inquietante: un burócrata incapaz de pensar. 

Sus crímenes fueron monstruosos, pero su autor era «bastante ordinario, común y ni demoníaco ni monstruoso». Lo que lo definía era una mente vacía que había renunciado a preguntarse por el sentido de sus actos. 

Lo llamó «banalidad del mal»: no una tesis sobre la trivialidad del horror, sino una intuición sobre lo que ocurre cuando el pensamiento se apaga. Porque para nuestra autora pensar no es un mero ejercicio intelectual. Es un diálogo silencioso de uno consigo mismo, una conversación interna en la que una parte de nosotros formula preguntas y la otra intenta responderlas. Es lo que llama, siguiendo a Sócrates, el «dos en uno» que llevamos dentro. 

Ese desdoblamiento es la raíz misma de la conciencia moral: quien reflexiona no puede actuar sin antes enfrentarse consigo mismo, y quien actúa mal tendrá que convivir con ese otro yo que lo cuestiona, que lo interpela, que no calla.

Pero cuando ese diálogo se interrumpe, cuando el pensamiento se reemplaza por la obediencia, por la costumbre, por el simple cumplimiento de reglas, entonces surge la banalidad. 

No hay decisión, no hay conciencia, no hay juicio. Solo repetición y sumisión. Eichmann encarnaba eso: tópicos, frases hechas, adhesiones a lo convencional que cumplían la función de protegerlo frente a la realidad.

Algo inquietantemente similar nos ocurre hoy. 

La posverdad no se alimenta solo de mentiras —siempre las hubo—, sino de nuestra renuncia a pensar. 

Repetimos narrativas simplificadas para reforzar creencias sin cuestionarlas. No argumentamos: compartimos. No dudamos: confirmamos. Nos protegemos frente a realidades incómodas a través de un lenguaje de cartón piedra. A veces, el mal no se presenta como una ruptura, sino como una continuidad: la repetición automática de lo que se espera, lo que se dice, lo que se cree sin pensar.

Por eso la salida de la posverdad no pasa solo por restaurar la credibilidad de la prensa o devolver la integridad a las instituciones. Es necesaria también a una ciudadanía que no se rinda al confort de las certezas prefabricadas ni al eco reconfortante de la tribu. 

Conocer la verdad es una decisión. No es sencilla y casi siempre es dolorosa. 

Pero es una decisión.

Arendt propuso como modelo de ciudadano pensante a alguien que no era filósofo de profesión ni sabio reconocido: Sócrates, «un ciudadano entre ciudadanos, que no hizo nada ni pretendió nada, salvo lo que, en su opinión, cualquier ciudadano tiene derecho a ser y hacer». 

El pensamiento no es un privilegio de expertos. Es el primer acto de resistencia. Y está al alcance de todos.

Hannah Arendt en 1944, fotografiada por Fred Stein, quien emigró en 1933 de la Alemania nazi a Francia y finalmente a los Estados Unidos.

El coraje de hablar

Hay una forma de valentía que hoy se celebra sin merecerlo: la de quien dice lo que nadie se atreve a decir, aunque lo dicho no sea cierto ni justo. 

Es la valentía que se enorgullece de romper con lo políticamente correcto, aunque sirva más para provocar que para iluminar. En ese modelo, la verdad queda en segundo plano; lo importante es parecer valiente, causar impacto, ganarse el aplauso.

Pero hay otra clase de valentía, menos ruidosa y más difícil: la que implica decir la verdad cuando es incómoda, cuando puede traer consecuencias, cuando va contra el poder. 

Los griegos la llamaban parresía: el coraje de hablar con verdad ante quien no quiere escucharla. Eso hizo Arendt con Eichmann: nombrar lo que veía aunque le costara amigos, reputación, pertenencia. No habló desde el púlpito del experto ni desde la tribuna del demagogo. Habló desde la plaza pública, exponiéndose al juicio de los demás.

Quizá esa sea su enseñanza.

El intelectual que necesitamos no es el que posee la verdad, sino el que se atreve a pensarla en voz alta. Y ese pensar —el diálogo silencioso con uno mismo que nos impide disolvernos en la masa— no es privilegio de una élite. 

Es responsabilidad de todos. 

Borowski soñaba con el día en que tendríamos el coraje de contar al mundo toda la verdad. Arendt lo intentó. Nos toca a nosotros decidir si queremos seguir pensando.

Notas al pie
  1. Este texto retoma fragmentos adaptados del último libro de la autora, El fin del mundo común: Hannah Arendt y la posverdad, Taurus (2025)