Fue en Bruselas, durante un reciente debate sobre las superpotencias digitales, cuando me di cuenta de que me faltaban palabras para expresar lo que sentía. La reunión estaba saturada del vocabulario habitual —IA, resiliencia, soberanía, democracia, confianza en los datos—, pero sentí que una extraña niebla me invadía. 

No es que estuviera en desacuerdo. Simplemente estaba completamente desorientado.

Más tarde, esa misma noche, releí un antiguo artículo en el que describía la situación del continente como un campo de batalla entre fuerzas internas y externas que se enfrentaban principalmente en el ámbito digital.

Esa provocativa imagen se había convertido en realidad —pero se necesitaba otra que reflejara mejor la realidad actual—.

Las analogías históricas son seductoras.

Ofrecen el consuelo de lo familiar, proyectando el presente en los contornos del pasado. Nos ayudan a sentirnos arraigados, parte integrante de una narrativa más amplia, y nos dan la ilusión de controlar lo que escapa a nuestro control. Por lo tanto, no es de extrañar que sean omnipresentes en nuestra época.

Pero las analogías son siempre parciales, siempre un poco desfasadas. Corren el riesgo de hacernos caer en la nostalgia.

Y, sin embargo, aquí estoy de nuevo buscando una analogía.

Las cajas de China

Todo comenzó con unas cajas.

No eran cajas de armas, sino de opio. En el puerto de Cantón, las autoridades chinas confiscaron y destruyeron más de mil toneladas de opio introducidas de contrabando por comerciantes británicos. Fue el último acto de resistencia de un imperio ya en declive. Gran Bretaña respondió con cañoneras, una potencia de fuego superior y la lógica del libre comercio. Pero el comercio sólo era libre para los poderosos y devastador para los que tenían menos poder. El comercio se convirtió en una herramienta de dominación.

Esta versión de la «libertad» obligó a China a legalizar su propia dependencia.

Tras la victoria del Imperio Británico en la Primera Guerra del Opio, el Tratado de Nankín de 1842 obligó a China a abrir varios de sus puertos al comercio, a pagar indemnizaciones sustanciales y a renunciar al control de Hong Kong, acontecimiento considerado en la historia china como el comienzo del «siglo de humillación». Este término abarca un largo período, que va aproximadamente desde la década de 1840 hasta la fundación de la República Popular en 1949, durante el cual China fue sometida a repetidas incursiones extranjeras, concesiones territoriales y desintegración interna. Este relato se ha convertido en un elemento central de la identidad política china, tanto como grito de guerra nacionalista como marco para comprender la trayectoria histórica de la China moderna.

Lo que llama la atención de esta analogía no es tanto la guerra como el contenido.

Un arma que toma el control de las vidas adormeciéndolas.

Un producto que crea la demanda que pretende satisfacer.

Un arma lenta, pero devastadora.

Una sustancia que entra suavemente —pero que se instala para quedarse—.

Una adicción que parecía voluntaria.

Una guerra que comenzó con un objeto tan pequeño y poderoso como una pipa.

Hemos entrenado un sistema diseñado para comprendernos, para predecir y explotar los patrones de nuestra atención.

ANDRÉ WILKENS

La creación de la adicción

El opio era, por tanto, más que una droga.

Fumado en lugares tranquilos y con poca luz, inhalado lentamente a través de largas pipas a medida que la sustancia se calentaba y vaporizaba, era un ritual de retiro y sedación, orgánico y tangible, peligroso, pero comprensible según los estándares de la época. Arullaba, calmaba. Creó un mercado donde no existía, se infiltró en las vidas, ralentizó los tiempos de reacción. Adormecía el dolor al tiempo que agravaba la impotencia. Sofocaba toda resistencia política.

El opio que remodeló la trayectoria histórica de China no se cultivaba localmente, sino en regiones de la India controladas por los británicos, como Bengala y Malwa, bajo sistemas coloniales gestionados con mano de hierro.

Los agricultores locales, a menudo vinculados por contratos coloniales, cultivaban adormidera bajo supervisión. Después de la cosecha, la adormidera se secaba, se transformaba en ladrillos densos y se empaquetaba cuidadosamente para su transporte. La Compañía Británica de las Indias Orientales gestionaba cada etapa: plantación, cosecha, fijación de precios, envío. El opio se transportaba en convoyes a puertos como Calcuta y luego se cargaba en barcos con destino a Cantón.

La producción era orgánica, el sistema estaba milimetrado.

Desde el grano de adormidera hasta la habitación, se orquestaba a la perfección una cadena de suministro mundial de la adicción.

El nuevo opio

Cuando Facebook se lanzó en 2004, la pregunta de su página de inicio era de una simplicidad engañosa y desarmante: «¿En qué piensas?».

Parecía informal, casi atento, como el eco digital de la llamada telefónica de un buen amigo.

Sin embargo, no tenía nada de retórico: era estructural. Nos decía algo muy simple: el producto eran nuestras mentes.

Respondimos y, al hacerlo, entrenamos un sistema diseñado para comprendernos, para predecir y explotar los patrones de nuestra atención.

El opio de hoy es digital: no lo fumamos, sino que lo inhalamos a través de todos nuestros sentidos. Nuestras adicciones son más intensas, más rápidas y más difíciles de nombrar. El sedante ya no es químico, sino algorítmico.

Los datos se extraen de forma invisible de los usuarios de todo el mundo, se refinan mediante algoritmos, se acondicionan en plataformas y se venden a anunciantes o con fines políticos.

Nuestras pantallas se han convertido en plantaciones: la materia prima es nuestro comportamiento; el envío es instantáneo; la adicción es voluntaria; la estructura que la sustenta es deliberada, vasta y en gran medida invisible.

Un imperio sin territorio

La guerra del opio fue un conflicto entre imperios, Estados soberanos armados y dotados de una bandera.

La versión actual es diferente.

Se trata de un enfrentamiento entre, por un lado, imperios tecnológicos posnacionales y, por otro, algo mucho más delicado: el ser humano.

El objeto de la conquista no es el territorio, sino la interioridad. El poder en juego no es la fuerza bruta, sino una influencia calibrada.

Esto también podría cambiar: los territorios ricos en minerales raros, con un clima frío y energías naturales, se están volviendo esenciales para el funcionamiento de los algoritmos. Groenlandia se considera el escenario de una lucha de poder imperial a la antigua usanza —y en cierta medida es así—. Al mismo tiempo, el deseo estadounidense de anexionar este territorio europeo está motivado por una necesidad digital: los materiales esenciales para las infraestructuras de las que dependen las plataformas de nuestra nueva dependencia.

El opio de hoy es digital: no lo fumamos, sino que lo inhalamos a través de todos nuestros sentidos.

ANDRÉ WILKENS

La ironía de Europa

Los actores han cambiado.

Ya no se trata de la Corona británica o de la Compañía de las Indias Orientales, sino de monopolios de plataformas cuyo alcance y ambición son imperiales. Sus nombres por sí solos dan testimonio de una ambición imperial desmesurada. Alphabet reclama la totalidad del lenguaje; Meta, todo, en todas partes, todo el tiempo. No son sólo logotipos, son planes para la dominación. El Imperio Británico se habría sonrojado.

Estos monopolios no se contentan con distribuir contenidos, crean dependencia.

Emocional, cognitiva, existencial. Moldean lo que la gente ve, lo que aprecia, lo que cree, cómo vota. No mediante la fuerza física, sino mediante líneas de código. Sus herramientas son fluidas, sus motivaciones se ocultan tras «interfaces de usuario» que parecen inofensivas. Y, al igual que sus predecesores históricos, no prosperan en la libertad, sino en el control.

Sería tentador ver en todo esto una especie de broma: una ironía de la historia, en efecto, que «Europa», cuna del Estado moderno, de la Ilustración, del capitalismo, de los imperios y de la Liga de Campeones, se vea así derrocada por lo que es, indirectamente, su creación.

Los modelos económicos exportados por Europa generan ahora código escrito en otros lugares, alojado en otros lugares, optimizado para el beneficio de otros. La que antes imponía su modelo a los demás, hoy se encuentra en el lado de los objetivos. Antes era la distribuidora; ahora es la usuaria pasiva bajo el dominio de drogas digitales administradas por amos extranjeros. Antiguamente arquitecta de la modernidad, hoy es objeto del código de otra persona.

Nos parecemos a la corte de la dinastía Qing: somos orgullosos, estamos fragmentados y no sabemos cómo reaccionar.

La Unión de hoy está llena de ideales heredados de su historia, de nobles intenciones y de complejas instituciones, pero es lenta a la hora de actuar, atrapada entre intereses contrapuestos, dependiente de tecnologías que no domina y de discursos que ya no controla.

La era de los cerebros rotos

Un extraño silencio rodea lo que podría ser la mayor crisis de nuestra era digital: nuestra mente.

Sin embargo, estamos atravesando lo que ahora se conoce como una pandemia mundial de salud mental: la ansiedad, el agotamiento profesional, las alucinaciones, la depresión y los trastornos del sueño no son fenómenos marginales. Son omnipresentes. Y aunque las causas son complejas, la exposición diaria a las drogas digitales es un factor importante.

Los efectos son similares a los de una adicción.

Buscamos estimulación cuando estamos aburridos o tristes. Hacemos doom scrolling, multitarea, autocontrol. Nuestra capacidad de atención disminuye. Nuestra paciencia se evapora. La frontera entre la soledad y el aislamiento se difumina. Cada vez necesitamos más las redes sociales para funcionar, sencillamente.

Nuestra condición digital remodela los circuitos de recompensa del cerebro, en particular los sistemas relacionados con la dopamina que están asociados con la atención, la motivación y el control de los impulsos. Las plataformas no son anfitriones pasivos. Nos entrenan activamente para querer siempre más, más rápido, más fuerte, más ruidoso.

La infraestructura digital actual no está diseñada para maximizar el bienestar humano, sino para extraer riqueza de forma masiva.

Y el nivel superior, la inteligencia artificial, presentada como nuestra asistente, nuestra mejor amiga, nuestra prolongación, nuestro próximo gran salto adelante, se ha convertido en el agente de control más elegante que existe.

Predice, persuade y se anticipa. Nos vuelve más tontos, porque se impone a los músculos entrenados de la inteligencia humana.

Si la Primera Guerra del Opio devastó cuerpos y familias, la segunda, más lenta y silenciosa, se insinúa en el sistema nervioso. Es más difícil de ver. Más difícil de tratar. Más difícil de desintoxicar. Y tal vez sea más difícil sobrevivir a ella. 

Porque el opio destruye el cuerpo, pero el algoritmo destruye el cerebro.

Europa era antes el distribuidor; ahora es el usuario pasivo bajo el dominio de las drogas digitales administradas por amos extranjeros.

ANDRÉ WILKENS

Recuperar el libre albedrío

¿Es útil esta analogía? Quizás sí, quizás no. Pero tiene el mérito de hacernos reflexionar.

La Primera Guerra del Opio condujo a la desintegración de China: un siglo de pérdida de soberanía, desorientación y desorden interno.

¿Cómo es el declive de una potencia hoy? No es una guerra tradicional. No es un colapso total. Es lo que Mario Draghi ha denominado la «lenta agonía».

Mientras el opio digital se implantaba, Europa ha reaccionado a lo largo de los años con regulaciones: RGPD, DSA, DMA, IA Act. Lo que nos falta son alternativas europeas saludables. Antídotos, tal vez… Por su sonido, «Mastodon» se parece a «metadona»: es difícil no ver un gesto inconsciente en el hecho de que el «Twitter europeo» lleve casi el mismo nombre que el tratamiento contra la adicción.

Probablemente la desintoxicación no vendrá de arriba.

No se impondrá por decreto, pero tal vez pueda venir de un cambio de discurso. De una lenta reconquista de la autonomía. De un cambio cultural que valore el tiempo por encima de la velocidad, la atención por encima del compromiso, el sentido por encima de la optimización.

Ese es el problema de las analogías: ¿qué hay después de las bonitas palabras que describen el declive de Europa hacia la insignificancia?

Nadie lo sabe —pero toda reacción comienza con la toma de conciencia—.