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Usted nació en Francia y tiene la nacionalidad italiana y suiza. ¿Cuál es la naturaleza y la especificidad de su relación con el último de estos tres países?
A diferencia de Italia y Francia, nunca he vivido en Suiza. Pero es el lugar al que siempre vuelvo. Mi relación con ese país estuvo, creo, influenciada por las circunstancias de mi infancia. A mediados de los años 80, mi padre fue víctima de un atentado terrorista en Roma, al que sobrevivió, y desde entonces vivió bajo protección policial. Así que nuestra vida en Italia era muy peculiar, por no decir otra cosa, y una de las imágenes que tengo de mi infancia es cuando llegábamos a la frontera suiza y los carabinieri italianos, que siempre nos escoltaban, nos saludaban y se quedaban al otro lado de la frontera. Entrábamos a Suiza sin ellos y allí estábamos a salvo. Así que fue la clásica imagen de Suiza como refugio, donde reinaba la paz, la que condicionó mi relación con ese país. En los años siguientes, Suiza conservó ese significado para mí y se convirtió naturalmente en el lugar donde escribí casi todos mis libros.
Desde un punto de vista más impersonal, ¿qué cree que hace a Suiza tan especial en comparación con los otros dos países, Francia e Italia, con los que también comparte muchas cosas?
La singularidad suiza es muy fuerte. Para un italiano, por ejemplo, basta con ir al Tesino para darse cuenta de ello. Lugano está a menos de una hora en coche de Milán, está al sur de los Alpes, cerca de los grandes lagos italianos, algunos de los cuales cruzan la frontera, se habla italiano y la cocina se parece a la de la península. Sin embargo, es evidente que no hay nada que comparar entre la mentalidad de alguien de Tesino y la de un italiano. Lo mismo ocurre con los franceses y los romandos. Los romandos están muy orientados hacia Francia, pero sin embargo son muy diferentes de los franceses. Y esto es aún más cierto para los suizos germanos con respecto a los alemanes. Y a la inversa, los de Tesino, los romandos y los suizos germanos, aunque hablen lenguas diferentes, son muy parecidos. Creo que esto se debe principalmente a su relación con la comunidad. Los suizos comparten una forma única de ciudadanía basada en la milicia, en la que el esfuerzo y la responsabilidad de cada individuo en relación con el colectivo son muy fuertes. Esto es visible a todos los niveles. Por ejemplo, Suiza es el país con mayor concentración de asociaciones del mundo, el ejército es un ejército de milicianos que son llamados cada año a hacer el servicio militar, el parlamento es un parlamento de ciudadanos que sólo se reúnen en determinadas épocas del año para no tener que profesionalizarse en política, al menos en teoría. Ese sentido del compromiso cívico es lo que hace que Suiza sea única en comparación con Italia, donde prevalece la mentalidad del «sálvese quien pueda», o con Francia, donde se espera que el Estado se ocupe de todo.
¿Cómo consiguen integrarse al colectivo los ciudadanos suizos que, a pesar de todo, conservan una gran diversidad, sobre todo lingüística y religiosa? ¿Cuál es la receta de ese «milagro suizo» que usted describe?
En primer lugar, el tiempo es el responsable de ese milagro. Paul Morand decía que lo mejor de la Suiza del pasado eran los excesos al servicio de la sabiduría. La coexistencia suiza entre diferentes religiones, lenguas y culturas no surgió por sí sola. Las primeras poblaciones francófonas se unieron a la confederación desde el siglo XIV, y la reforma protestante dio lugar a no menos de cuatro guerras de religión. El modelo suizo nació de esos conflictos y se desarrolló gradualmente, algo así como lo que vemos hoy en día con la construcción de Europa, que también nació tras siglos de conflicto. La forma europea de limar asperezas, crear consensos y disponer de procedimientos a todos los niveles para dirimir los conflictos o incluso hacerlos caer en el tedio, cosa que es muy criticada, nos recuerda el modelo suizo. Los suizos llevan mucho tiempo practicando el tedio político y lo han convertido en un arte: el tedio político suizo es una de las lecciones de la historia para desactivar conflictos.
¿Tiene algún apego especial a alguna parte de Suiza?
Soy ciudadano del cantón de Argovia, de donde procede mi madre, pero estoy especialmente vinculado al cantón de Berna y más concretamente a la ciudad de Interlaken, donde se encuentra la casa de vacaciones de mi familia suiza. Es uno de los puntos preferidos del turismo suizo, al que llegaron los primeros viajeros, Goethe, Madame de Staël y Madame de Récamier, en la segunda mitad del siglo XVIII, y desde entonces el flujo no ha cesado, aunque haya sufrido varias metamorfosis. El resultado es una especie de cosmopolitismo un poco loco: la única estatua que hay hoy en día en Interlaken es la de un director de Bollywood que hizo varias películas en la zona. Este fenómeno se critica a veces en Suiza, que acoge a muchos extranjeros, e Interlaken se considera una especie de símbolo del turismo excesivo que conduce a la pérdida de identidad debido a la afluencia de japoneses y estadounidenses en mi adolescencia, y de árabes del Golfo y asiáticos en la actualidad. Pero eso es precisamente parte de la identidad del lugar en mi opinión: antes eran los ingleses, ahora son los coreanos. Todos han contribuido a hacer del lugar algo mucho más complejo y sorprendente que si hubiera seguido siendo un simple pueblo de leñadores. Lo curioso es que —aunque considero que Interlaken es mi pueblo y, si sumo todas las veces que he ido, he vivido ahí durante años— cuando paseo por la calle, como prefiero el inglés al suizo alemán y tengo un físico más bien mediterráneo, me suelen confundir con un turista libanés que acaba de desembarcar y está a punto de marcharse. Lo cual, debo decir, no me molesta en lo más mínimo. Una de las riquezas de Suiza es que permite la libertad de estar con un pie dentro y otro fuera, y esto es sin duda lo que atrae a muchos extranjeros que deciden vivir ahí.
En el ámbito literario, ¿puede hablarnos de una obra que, en su opinión, ilustre la singularidad suiza?
Entre los escritores suizos, me gusta especialmente Robert Walser, que, en mi opinión, encarna un tipo de sensibilidad completamente suiza. Por un lado, es un escritor muy sofisticado, lo que los estadounidenses llaman «a writers’ writer», un escritor para escritores, que despertó el entusiasmo de Kafka y de Musil en su momento y que hoy es considerado uno de los autores más originales de la primera mitad del siglo XX. Por otro lado, Walser reivindica una aproximación deliberadamente ingenua al mundo, que es la expresión de su poética decididamente antiheroica, desprovista de todo énfasis y comprometida con la poesía de lo cotidiano. Basta con leer El paseo para entrar en resonancia con el paisaje físico y mental que Walser nos hace recorrer. Por eso estoy de acuerdo con Hermann Hesse cuando dice que, si Walser tuviera cien mil lectores, el mundo sería un lugar mejor. Es una pena que, aún hoy, Walser siga siendo un autor bastante desconocido…
Usted se ha dado a conocer a los lectores francófonos gracias a sus investigaciones sobre los populismos y sus estrategas. ¿Qué pasa con la cuestión populista en Suiza? ¿Se ve el país afectado por este fenómeno de la misma manera que el resto del mundo?
Es evidente que Suiza se ve afectada por el fenómeno populista. En cierto modo, incluso se anticipó a la última ola populista europea, ya que Christoph Blocher, el acaudalado empresario y líder de la UDC, que inició el referéndum sobre la prohibición de los minaretes, surgió a finales de los años 90, por tanto, antes de la ola populista que luego se extendió al resto de Europa. Sólo Italia empezó un poco antes. Blocher es una especie de fusión entre Berlusconi y los populistas más xenófobos y antiinmigración, algo que no ocurría con Berlusconi en 1994, que tenía un discurso antisistema pero no se centraba en la cuestión migratoria ni en la denuncia de la Unión Europea. Blocher, desde finales de los años 90, fusionó esos dos populismos en una fase de crisis de identidad suiza. El final de la década de los 90 fue una época en la que los suizos se cuestionaban su adhesión a la Unión Europea, ante las dificultades económicas y la aparición del desempleo, mientras estallaban los escándalos sobre el patrimonio judío con el telón de fondo de los desafíos al secreto bancario. Christoph Blocher, como todos los populistas del mundo, ha aprovechado el contexto de ansiedad y cuestionamiento. Pero el sistema suizo, en cierto modo, se ha cerrado sobre sí mismo. Este sistema, construido para hacer frente a los conflictos, hizo que Blocher, aunque haya ganado las elecciones en 2007, fuera expulsado del Consejo Federal, el gobierno suizo en el que se sientan todos los partidos; en Suiza no hay gobierno y oposición: todos los partidos están en el gobierno. Así que Blocher, aunque ganara las elecciones, no se sentó en el Consejo Federal, aunque su partido sí participa. El liderazgo carismático en el que se apoyan los populistas queda así desactivado por el consensualismo político suizo. La mejora de la situación económica ha acabado por derribar esa primera ola populista. Por supuesto, puede volver a empezar, pero Suiza, como acabo de exponer, tiene antídotos.
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En Europa, muchos populismos prosperan en las divisiones intranacionales: metrópolis contra periferias; norte de Italia contra sur de Italia. Suiza, por la diversidad que hemos mencionado, es a priori un caldo de cultivo para ese tipo de divisiones. Sin embargo, se tiene la impresión de que el populismo allí está dirigido principalmente contra los extranjeros y menos hacia las divisiones entre los suizos.
Lo interesante en Suiza es que siempre hay una pluralidad de divisiones que no coinciden del todo y, por tanto, tienden a neutralizarse mutuamente. Por supuesto, también hay una división entre las ciudades y el campo, y la división lingüística está presente: se ha hablado mucho del Röstigraben que separa a los romandos, más proeuropeos, de los germanos, más bien opuestos a Europa por su apego a la tradición de neutralidad. Pero incluso esta división se contrarresta con otras, especialmente la social, la religiosa, etc. El hecho de que todas esas divisiones se crucen hace difícil elegir sólo una de ellas como base para una batalla política.
En su opinión, ¿la práctica suiza de la democracia directa es un antídoto o, por el contrario, una puerta abierta al populismo?
Es cierto que el referéndum es un instrumento potencialmente populista a través del cual las mayorías pueden aplastar a las minorías. Pero como en Suiza se vota mucho sobre los temas más diversos y a todos los niveles, tanto local como nacional, las divisiones se recomponen constantemente. Así que nunca se tiene una mayoría que aplaste sistemáticamente a una minoría, porque se formará una mayoría en una cuestión económica que será diferente de la mayoría que se forme sobre una cuestión social. La frecuencia e intensidad del voto en el referéndum dificulta que se convierta en un instrumento de tiranía de la mayoría y es más bien un arma antipopulista en la medida en que da la sensación de control ciudadano. Pero, ¿cuál es el móvil fundamental del populismo sino el sentimiento de pérdida de control sobre el propio destino desde el punto de vista económico, cultural o social? ¿No adoptaron los “brexiters” el eslogan de «Take back control»? El referéndum suizo abofetea regularmente a la clase política: para cada votación, los electores reciben un folleto en el que cada partido da su opinión y el Consejo Federal hace una «sugerencia» de voto… que muchas veces no se toma. Pero eso no significa que los consejeros federales tengan que dimitir. Los referendos son una forma de desahogo y respiro democrático que creo que es saludable y ayuda a alejar los impulsos populistas.
¿Podría utilizarse el modelo suizo de democracia directa en otros países europeos, o es difícil de transponer porque está demasiado ligado a las especificidades suizas?
Estoy convencido de que la inyección de elementos de democracia directa es una de las respuestas a la crisis de representación política que viven muchos países europeos. Está muy mal vista por los politólogos que creen que se corre el riesgo de caer en una fiebre plebiscitaria. Y es cierto que la forma en que se utiliza o se ha utilizado este instrumento en Italia, Reino Unido y Francia puede darles la razón. Pero eso se debe precisamente a que la frecuencia de los referendos no crea ningún hábito. Así que lleva tiempo, pero el proceso tiene que iniciarse, quizá a nivel local, por ejemplo.
A la inversa, ¿hay alguna práctica extranjera de la que cree que Suiza podría aprender para mejorar su funcionamiento democrático?
Como mencioné en relación con el Consejo Federal, hace tiempo que pienso que Suiza necesita incorporar un mayor grado de competencia política. Es el único sistema democrático avanzado en el que el voto para elegir a los representantes no tiene casi ningún efecto sobre el gobierno, que sigue siendo básicamente el mismo. El grado de competencia política es muy limitado en Suiza y la calidad del personal político no es muy alta. Durante mucho tiempo vi esto como un defecto, pero ahora me inclino más a pensar que, en realidad, es una cualidad, porque forma parte del arte suizo de domar a la bestia feroz que es el poder. Hace unos años, en un foro organizado en Interlaken, Nicolas Sarkozy se burló del presidente suizo señalando que ni siquiera sabemos quién es. Y es cierto que nadie conoce al presidente suizo ni a ningún político suizo. Pero ése es precisamente el punto fuerte del sistema político suizo: lo tedioso y anónimo que es. Actualmente, me interesa la actualidad política de algunos países del África subsahariana y a veces veo canales de televisión de la región, por ejemplo Télé Congo. Los telediarios, desde el primero hasta el último minuto, tratan de lo que el presidente y sus ministros han hecho durante todo el día, y sus nombres se repiten una y otra vez. En Suiza, ni siquiera conocemos los nombres de los ministros, y lo considero un signo de progreso.
El anonimato de la política suiza contrasta con la personalización del poder en Rusia, país sobre el que escribe en Le mage du Kremlin, su último libro y primera novela. ¿Hay ahí dos modelos políticos completamente opuestos?
Sí, se podría decir que Suiza es, en cierto modo, «antirrusa». En Le Mage du Kremlin, elegí utilizar la cuestión del poder como puerta de entrada a la Rusia contemporánea. Hay que decir que la primera vez que llegué a Moscú, me dio la sensación de que era un lugar totalmente sostenido por la mano de un poder férreo. Rusia es un lugar donde el control y la violencia del poder son muy fuertes y tienen pocos límites. Suiza, en cambio, como he tratado de mostrarles, es lo opuesto a ese modelo porque es el lugar del mundo que mejor ha sabido domesticar, limitar y diluir el poder en algo controlado. Los suizos han logrado convertir a la feroz bestia del poder en una mascota, hasta el punto de volverla casi ridícula por lo tediosa e inofensiva que es.
Ese carácter inofensivo del poder suizo se refleja también en la política exterior con la elección de la neutralidad, que puede parecer una forma de renuncia al poder.
En el pasado, Suiza tuvo una fase de expansión militar fuera de sus fronteras. Terminó en 1515 con la derrota en Marignano. Desde entonces, Suiza nunca intentó proyectar su poder hacia afuera. Hablar del poder suizo puede sonar gracioso hoy en día, pero si se relee a Maquiavelo, se verá que temía mucho que los suizos, en lugar de servir a las potencias del momento como mercenarios, formaran un ejército unificado y marcharan sobre Europa. Una vez más, fueron las lecciones de la historia, y no la sabiduría innata, las que hicieron que los suizos renunciaran al poder.
A pesar de sus diferencias, o a causa de ellas, los lazos entre Suiza y Rusia son fuertes y duraderos. Pienso en particular en los numerosos rusos que han fijado su residencia en Suiza, desde los revolucionarios y opositores, en el siglo XIX, hasta ciertos oligarcas de hoy. ¿Cómo explicar los lazos privilegiados entre esos dos países tan opuestos?
Como dije en respuesta a su primera pregunta sobre mi propio caso, creo que Suiza atrae a personas que viven en condiciones violentas o caóticas y que se sienten atraídas por la paz, la organización y el orden suizos. En el caso de Rusia, la neutralidad política es una parte importante del atractivo suizo. Siempre ha acogido a los disidentes, a los refugiados, incluso a los anarquistas, para quienes fue durante mucho tiempo el cuartel general. Y al mismo tiempo, acogió a los ministros del zar, luego a los hombres de la KGB y hoy a los oligarcas cercanos a Putin. Esa neutralidad es propia de Suiza y contrasta mucho con la que impera en Rusia, donde es imposible ser neutral: hay que estar en un bando. Un personaje de mi libro dice que la política rusa es como la ruleta rusa: hay que jugar, te guste o no. Hay que estar en un lado o en otro. El hecho de que Suiza sea capaz de acoger a todo mundo, sea cual sea su bando, es gran parte del atractivo para los rusos.
Suiza también ha desempeñado un papel importante en la publicación y distribución de la literatura rusa en Occidente. Pienso en particular en la labor de dos editoriales, L’ge d’homme, hoy apagada, pero que publicó la primera edición de Vida y Destino de Grossmann en 1980, y Éditions des Syrtes, que hoy sigue una política de traducción de la literatura rusa al francés.
Esos vínculos literarios se derivan de la conexión más general entre Rusia y Suiza. Los autores rusos han visitado a menudo Suiza, como Dostoievski, Turguéniev y Nabokov, que vivió durante varias décadas a orillas del lago de Ginebra, en Montreux. En cuanto a las editoriales que mencionas, es interesante porque encontramos esa dualidad de la que hablaba: L’ge d’homme fue una casa fundada por Vladimir Dimitrijević, un serbio más bien rusófilo pero disidente del poder comunista y que publicó a muchos disidentes en los años 80; por el contrario, la editorial Syrtes está más en línea con la diplomacia cultural del poder ruso, y su fundador, Serge de Pahlen, es un aristócrata muy cercano a Vladimir Putin. Incluso en la edición, encontramos el ecumenismo suizo que permite que se expresen todas las voces, tanto las de los opositores como las de los hombres en el poder.
Esta larga tradición de vínculos privilegiados entre Suiza y Rusia se ha visto afectada recientemente por la invasión de Ucrania, que llevó a Suiza a adoptar sanciones contra los intereses rusos. Como resultado, Suiza ha sido acusada por algunos de romper con su tradicional neutralidad, mientras que otros la han acusado de no hacer lo suficiente y de ser blanda con los intereses rusos.
La guerra en Ucrania ha puesto a prueba la tradición suiza de neutralidad. Pero más que la neutralidad, el principio fundador de la política exterior suiza es, en mi opinión, el pragmatismo, y esto explica por qué el país acabó aceptando las sanciones. Algunos han visto en ello una violación del principio de neutralidad, como el líder populista de la UDC, Christoph Blocher, que ha anunciado su intención de lanzar un referéndum para consagrar el principio de neutralidad en la Constitución. Pero la neutralidad suiza es, de hecho, principalmente militar y ese principio no se ha visto afectado: Suiza no envía ayuda militar a Ucrania e incluso se ha negado a acoger a los soldados ucranianos heridos, por considerar que constituiría una ayuda militar a uno de los beligerantes. Por otro lado, aceptó acoger a mujeres y niños heridos. Ése es el sutil equilibrio típico de Suiza. Sin embargo, Rusia ha mostrado su enfado con Suiza, por ejemplo, retirándose de las negociaciones sobre el futuro de Siria que se celebran en Ginebra.
La posición de Suiza refleja la evolución del país, que podría haber utilizado su neutralidad para negarse a aplicar las sanciones y, por tanto, debilitar considerablemente su alcance al permitir que se eludan. Esto habría estado en consonancia con la tradición suiza. Pero Suiza, con la desaparición del secreto bancario, ya no es un Estado que proteja a los parias. Sigue siendo militarmente neutral, pero ya no es la hoja de parra de autocracias y traficantes de todo tipo. Es un avance positivo, pero creo que debemos tener cuidado de preservar la neutralidad suiza. Tener un lugar como Suiza, especialmente en estos tiempos difíciles, me parece útil para Europa e incluso para el mundo. No es casualidad que la Sociedad de Naciones y la Cruz Roja hayan nacido en Ginebra y que la diplomacia suiza siga desempeñando un papel crucial en la mediación de muchos conflictos en todo el mundo. Hugo Ball, uno de los fundadores del movimiento Dadá en Zúrich en 1916, dijo en plena Primera Guerra Mundial que Suiza es una jaula de canarios rodeada de leones que rugen. Ante la renovada agresividad de las potencias imperiales, que se documenta a diario en el Grand Continent, preservar la jaula de canarios me parece esencial, y no sólo para Suiza.