Mediante un decreto presidencial del 10 de febrero, Donald Trump ordenó al Departamento de Justicia de los Estados Unidos (DOJ) —que ya no tiene nada de independiente— «suspender» la aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA), la ley de 1977 que reprime la corrupción de funcionarios públicos extranjeros.

Aunque está motivada por la eliminación de un obstáculo para la competitividad económica de las empresas estadounidenses y la «seguridad nacional», sería un error ver esta decisión como un elemento más en la cruzada de desregulación de la nueva administración. Esta medida forma parte de un movimiento de profundo y multifacético  cuestionamiento del Estado de derecho y de los valores fundamentales de la democracia estadounidense, como lo demuestra internamente el indulto concedido al exgobernador de Illinois, encarcelado durante ocho años por corrupción, y la suspensión de los procedimientos judiciales contra el alcalde de Nueva York, Eric Adams, un demócrata arrepentido acusado de solicitar sobornos a Turquía.

Más concretamente, la «suspensión» de la FCPA, junto con la anunciada relajación de la vigilancia de las actividades de lobbying en beneficio de potencias extranjeras —Ley de Registro de Agentes Extranjeros (FARA, por sus siglas en inglés)—, suena como un retorno a la tolerancia, si no a la legalidad, de la corrupción en los negocios internacionales.

En los años 2000 y 2010, la FCPA se convirtió en la bestia negra de las multinacionales francesas y europeas perseguidas por el DOJ.

LAURENT COHEN-TANUGI

Adoptado en 1977 a raíz de Watergate y el escándalo Lockheed, que demostraron los vínculos entre la financiación ilegal de campañas electorales nacionales y la corrupción de funcionarios públicos extranjeros, la FCPA prohíbe la corrupción de funcionarios públicos extranjeros a empresas estadounidenses o sujetas a la jurisdicción de los Estados Unidos, y les impone estrictas restricciones en materia de prevención de la corrupción. La ley se ha convertido gradualmente en el estandarte bajo el cual Washington se ha esforzado por moralizar la vida económica internacional para igualar las condiciones de competencia, promoviendo la adopción de la Convención Anticorrupción de la OCDE a finales de los años 90 y sancionando severamente a las empresas estadounidenses y extranjeras que practican la corrupción. 

En los años 2000 y 2010, la FCPA se convirtió así en la bestia negra de las multinacionales francesas y europeas perseguidas por el DOJ, hasta que el Reino Unido y Francia, en particular, se dotaron de leyes anticorrupción similares a la FCPA y las grandes empresas occidentales se dotaron de dispositivos de «compliance» al estilo estadounidense.

Contrario a los compromisos internacionales de Estados Unidos en virtud de los convenios de la OCDE y otros, el giro decretado por Donald Trump no puede sino comprometer este lento y laborioso movimiento hacia una reducción de la corrupción en los negocios internacionales. En este ámbito, al igual que en materia climática o social, Europa se encuentra de repente en una situación comprometida y sus empresas corren el riesgo de verse fuertemente tentadas a bajar la guardia para alinearse con las prácticas de sus competidores chinos y otros. ¿No denunciaba ya Transparency International la relajación francesa en la lucha contra la corrupción transnacional?

Otro camino, más sensato, consistiría en preservar la ventaja competitiva que suponen las prácticas íntegras y los sistemas de cumplimiento que tardan en implementarse, dotándose de los medios para aplicar nuestras legislaciones a las empresas que no las respeten, como han hecho los Estados Unidos.

El giro de 180 grados decretado por Donald Trump no hará sino comprometer este lento y laborioso movimiento hacia una reducción de la corrupción en los negocios internacionales. 

LAURENT COHEN-TANUGI

Además, no hay garantía de que la administración Trump no intente aplicar la FCPA de manera selectiva y arbitraria a empresas extranjeras, como hacen habitualmente los regímenes autoritarios. Las empresas estadounidenses y sus asesores han acogido con cautela este cambio de paradigma. Sus homólogos europeos harían bien en hacer lo mismo.
En cualquier caso, al igual que la retirada de las grandes organizaciones internacionales, esta nueva iniciativa de Donald Trump seguirá, por desgracia, debilitando el poder normativo y la autoridad moral de Estados Unidos en el mundo, que eran componentes esenciales de su poder blando. Ahora le corresponde a Europa tomar el relevo —añadiendo competitividad y poder—.