Thomas Mann: «Nieve»

Para Navidad, en el marco de nuestra serie dedicada al centenario de la obra maestra de Thomas Mann, le proponemos descubrir o releer —en su totalidad— el capítulo más precioso de La montaña mágica.

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© Asociación «Les Amis de Gabriel Loppé»

Cinco veces por día los ocupantes de las siete mesas manifestaban un descontento unánime a causa del tiempo invernal. Se juzgaba que no se cumplían más que insuficientemente los deberes del invierno en la alta montaña, que no proporcionaba los recursos meteorológicos, a los cuales aquella esfera debía su reputación, en la medida garantizada por los folletos, y a los que los veteranos estaban habituados y los novicios habían esperado encontrar. A menudo el sol se ocultaba, ese factor importante de curación y sin el concurso del cual ésta se veía inevitablemente retardada.

Pensara lo que pensase el señor Settembrini acerca de la sinceridad con que los huespedes de la montaña trabajasen para su restablecimiento y deseasen su vuelta a la llanura, ellos reclamaban de todos modos lo que se les debía, aquello a que tenían derecho por el dinero que pagaban, por el que pagaban sus parientes y esposos, y murmuraban en las conversaciones durante las comidas, en el ascensor y en el vestíbulo.

También la dirección general comprendía que le incumbía tratar de remediar aquella situación y compensarla con otras ventajas. Se admitió un nuevo aparato de «sol artificial», porque los dos que ya se poseía no eran suficientes para atender las demandas de los que querían broncearse artificialmente, lo que favorecía mucho a las jovencitas y a las mujeres y daba a los hombres, a pesar de su existencia horizontal, un aspecto magnífico de deportistas conquistadores. Incluso esa apariencia proporcionaba reales ventajas: las mujeres, aunque plenamente informadas sobre el origen técnico y el carácter ficticio de esa virilidad, eran lo bastante tontas o astutas para dejarse embriagar y seducir por el espejismo.

-Dios mío -decía la señora Schoenfeld, una enferma pelirroja, de ojos enrojecidos, procedente de Berlín-, Dios mío -decía en el vestíbulo a un caballero de largas piernas y de pecho hundido que, en su tarjeta de visita, redactada en francés, se presentaba como Aviateur diplômé et enseigne de la marine Allemande, que se hallaba provisto de neumotórax y que se ponía el esmoquin para la comida y se lo quitaba por la noche, asegurando que éste era el uso de la marina-. ¡Dios mío! -decía la señora, mirando golosamente al marino-, ¡que admirablemente bronceado está usted por el sol artificial! ¡Se diría que es un cazador de águilas!

-Vaya con cuidado, ondina -murmuró él a su oído, en el ascensor (y a ella se le puso la carne de gallina)-. ¡Usted me pagará sus miradas seductoras! -Y, por los balcones, por las mamparas de vidrio mate, el cazador de águilas se unió a la ondina.

Sin embargo, el sol artificial no compensaba la carencia del astro. Dos o tres bellos días de sol por mes -días que resplandecían con un profundo azul de terciopelo por encima de las cimas blancas, con un brillo de diamantes y una exquisita quemazón en la nuca de los hombres, disipando el gris de la bruma y sus espesos velos-, dos o tres días después de varias semanas, eran insuficientes para el estado de alma de las personas cuyo destino justificaba la excepcional serenidad de ser confortadas y que estaban en su fuero interno con un pacto en el que, a cambio de renunciar a los placeres y a los temores de la humanidad de la altiplanicie, les garantizaba una vida sin duda inerte pero completamente fácil y agradable, despreocupada hasta la supresión del tiempo y favorecida bajo todos los aspectos.

No era muy útil al consejero el recordar que, aun en esas condiciones, la vida en el Berghof estaba lejos de recordar la vida en una mina siberiana, y que las ventajas del aire de aquellas cumbres, raro y ligero, éter por decirlo así, pobre en elementos terrestres, en elementos malos o buenos, preservaba a los huéspedes, incluso en la ausencia del sol, del humo y de las emanaciones de la llanura.

El mal humor se difundía, las protestas se multiplicaban, las amenazas de partidas repentinas se hallaban a la orden del día, y hasta ocurrió que algunas se realizaron a pesar del ejemplo del regreso reciente y aflictivo de la señora Salomon, cuyo caso no había sido grave al principio, a pesar de que mejorase lentamente, pero que, a consecuencia de permanecer en las corrientes de aire y en la humedad de Amsterdam, se había convertido en incurable.

En lugar del sol, vino la nieve, la nieve en cantidad, en masas tan formidables que Hans Castorp no vio en su vida cosa semejante. El invierno pasado no había dejado nada que desear a este respecto, pero su rendimiento había sido muy débil en relación con el nuevo. Por su cantidad monstruosa, desmesurada, la nieve contribuía a solidificar la conciencia del carácter peligroso y excéntrico de aquella región. Nevaba continuamente y durante noches enteras: una nieve fina, sin torbellinos, pero nevaba. Los raros senderos practicables parecían caminos encajados entre murallas de nieve más altas que un hombre, por ambos lados, con placas de alabastro agradables a la vista, resplandecientes, cristalinas y granulosas, que servían a los pensionistas del Berghof para transmitir por escrito y por medio del dibujo toda clase de noticias, de bromas y de alusiones picarescas. Pero incluso entre esas murallas se marchaba sobre un espesor de nieve bastante considerable, a pesar de que se había cavado profundamente, y se daba uno cuenta de este espesor porque se hundía fácilmente hasta la rodilla. Era preciso ir con mucho cuidado para no romperse una pierna. Los bancos habían desaparecido. Algún pedazo de respaldo emergía en algún punto de aquella tumba blanca. Abajo, en la aldea, el nivel de las calles se había modificado tan extrañamente que las tiendas se habían convertido en sótanos y se descendía desde la acera por medio de escalones tallados en la nieve.

Continuaba nevando sobre las masas ya amontonadas, con una temperatura media -diez a quince grados bajo cero- que se sentía poco, como si no se registrasen más que cinco o seis grados, a causa de la ausencia de viento y de la sequedad del aire.

Por la mañana reinaba mucha oscuridad y se desayunaba con la luz artificial de las lámparas en forma de luna y alegremente coloreadas en las bóvedas. Afuera se hallaba la nada gris, el mundo sumido en un algodón suave que se oprimía contra los vidrios como embalado en el vapor de la nieve y de la bruma. La montaña era invisible; todo lo más se distinguía, a intervalos, algún macizo de abetos cercano, que se encontraban cargados de nieve y se perdían rápidamente en la bruma. De tiempo en tiempo, algún pino hacía caer su nieve por exceso de peso y difundía un polvo blanco en el ambiente gris.

A las diez, el sol aparecía como una humareda vagamente iluminada por encima de la montaña; era una vida pálida y fantasmal, un reflejo lívido del mundo sensible en la nada del paisaje desconocido. Todo permanecía disuelto en una delicadeza y en una palidez espectral; los contornos de las cimas se perdían, se cubrían de bruma y se disolvían en humo. Las extensiones de nieve, alumbradas por una luz pálida, sumían la mirada en la uniformidad. Una nube iluminada, semejante a humo, flotaba largamente, sin cambiar de forma ante una pared rocosa.

A mediodía, el sol atravesaba un poco la bruma y se esforzaba en disolver la niebla en el azul. Pero estaba lejos de conseguirlo, a pesar de que por unos momentos se columbrase un trocito azul de cielo y que ese poco de luz bastase para hacer brillar, con reflejos diamantinos, el paisaje deformado por la aventura de la nieve. A aquella hora cesaba generalmente de nevar, como para permitir una vista de conjunto del resultado obtenido, y los raros días intermitentes de sol, cuando cesaban los torbellinos y el incendio próximo del cielo se esforzaba en fundir la exquisita y pura superficie de la nieve nueva, parecían también perseguir el mismo objeto.

El aspecto del mundo era mágico, pueril y cómico. Los gruesos almohadones, formados de copos como recientemente batidos, que reposaban sobre las ramas de los árboles; los amontonamientos del suelo, bajo los cuales se disimulaban los arbustos y las rocas, el aspecto encogido, hundido, cómicamente disfrazado, del paisaje producía todo un mundo de gnomos, como sacados de una colección de cuentos de hadas. Pero si la escena en donde uno se movía penosamente adquiría un aspecto fantástico y barroco, los lejanos fondos despertaban impresiones de grandeza y de santidad: eran la arquitectura superpuesta de los Alpes cubiertos de nieve.

Por la tarde, de dos a cuatro, Hans Castorp se hallaba tendido en su balcón, muy bien empaquetado, la nuca apoyada contra el respaldo de su excelente chaise-longue, ni demasiado alta, ni demasiada baja, y miraba, por encima de la balaustrada almohadillada de nieve, el bosque y la montaña. El bosque de pinos, de un verde negro cubierto de nieve, escalaba las vertientes; entre los árboles, el suelo estaba en todas partes cubierto de nieve y en las alturas se elevaba la cresta rocosa, de un gris blancuzco, con inmensas extensiones de nieve que interrumpían aquí y allá algunas rocas más sombrías y picachos que se perdían blandamente en las nubes.

Nevaba dulcemente. Todo se confundía. La mirada se movía dentro de una nada blanda, y se inclinaba fácilmente al sueño. Un estremecimiento acompañaba al sopor, pero luego no había sueño más puro que ese sueño helado, sueño que no estaba afectado por ninguna reminiscencia del peso de la vida, sueño sin sueños, porque la respiración del aire rarificado, inconsistente y sin olor ya no pesaba sobre el organismo, lo mismo que la no respiración del muerto.

Cuando le despertaban, la montaña había desaparecido completamente dentro de la bruma de nieve, y sólo por algunos minutos reaparecían algunos fragmentos, una cima, una arista rocosa, que se velaban luego rápidamente. Ese juego silencioso de fantasmas resultaba divertido. Era preciso aplicar una atención muy aguda para sorprender esa fantasmagoría de velas en sus transformaciones secretas. Salvaje y grandiosa, desprendiéndose de la bruma, aparecía una cadena rocosa de la que no se veía ni la cumbre ni la base, pero, por poco que la abandonasen los ojos, la visión desaparecía.

Algunas veces se desencadenaban tempestades de nieve que impedían permanecer en la galería, porque los blancos torbellinos invadían el balcón y cubrían todo el suelo y los muebles de una espesa capa, pues había también tempestades en aquel alto valle rodeado de montañas. Aquella atmósfera tan inconsistente se hallaba agitada por remolinos, se llenaba de un hervidero de copos y entonces no se veía a un paso de distancia. Ráfagas de una fuerza que cortaba la respiración imprimían a la nieve un movimiento salvaje, la hacían girar oblicuamente, la impelían de abajo arriba, del fondo del valle hacia el cielo, y la hacían bambolear en una loca zarabanda. No era entonces una caída de nieve, era un caos de oscuridad blanca, un monstruoso desorden, el fenómeno de una región fuera de la zona moderada y en la cual sólo el vuelo súbito de una bandada de pájaros de las alturas podía tener una dirección.

Pero Hans Castorp amaba aquella vida en la nieve. Se le aparecía semejante, en muchos aspectos, a la vida en las arenas del mar, pues la monotonía sempiterna del paisaje era común a las dos esferas; la nieve, con su polvo profundo, inmaculado, desempeñaba aquí el mismo papel que, allá abajo, la arena de amarillenta blancura; su contacto no manchaba: se hacía caer de los zapatos y de los vestidos aquel polvo blanco y frío como, allá abajo, el polvo de la piedra y de las conchas del fondo del mar sin que dejase rastro alguno. La marcha por la nieve era penosa como un paseo a través de las dunas, a menos que el ardor de sol la hubiese fundido superficialmente y la noche endurecido. Se marchaba entonces más ligera y más agradablemente que sobre un parqué, con la misma facilidad y ligereza que sobre la arena lisa, firme, mojada y elástica de la orilla del mar.

Pero este año se registraban caídas aparatosas que limitaban para todos, a excepción de los esquiadores, las posibilidades de moverse al aire libre. Los limpianieves trabajaban, aunque apenas podían desbrozar los senderos más frecuentados y la carretera de la estación, de manera que los raros caminos que quedaban practicables y que terminaban rápidamente en un callejón sin salida se veían muy frecuentados por gentes sanas y enfermas, por los indígenas y por los huéspedes de los hoteles internacionales. Los que iban en luge se metían por entre las piernas de los peatones, y los señores que, echados hacia atrás, con las piernas hacia adelante, los tripulaban, lanzaban gritos de advertencia cuyo tono testimoniaba que eran conscientes de la importancia de su empresa. Resbalaban sobre sus pequeños trineos de juguete a lo largo de las vertientes, entrechocaban y volcaban para volver a subir enseguida cuando habían llegado abajo, arrastrando, por medio de una cuerda, el juguete de moda.

Hans Castorp estaba harto de esos paseos. Acariciaba dos deseos: el más fuerte era hallarse solo con sus pensamientos y sus ensueños, deseo que hubiera podido satisfacer, aunque de un modo superficial, en su balcón. El otro se hallaba unido al primero; era la necesidad de entrar en un contacto más libre con las montañas cubiertas por la nieve, hacia la cual sentía simpatía, y ese deseo no podía realizarse mientras fuese un peatón desarmado y sin alas, pues inmediatamente se habría hundido hasta el pecho en aquella blancura caso de haber intentado ir más allá de los senderos usuales, abiertos con la pala, y a cuyo final se llegaba rápidamente.

Hans Castorp decidió, pues, un día comprar unos esquíes en este segundo invierno que pasaba aquí, y aprender a servirse de ellos en la medida que exigía la necesidad que experimentaba. No era un deportista, no lo había sido nunca, se hallaba falto de disposiciones físicas; además, no fingía serlo, como era el caso de numerosos huéspedes del Berghof, que para adaptarse a los usos del lugar y de la moda, se disfrazaban tontamente, las mujeres especialmente, Herminia Kleefeld entre ellas, a quien, a pesar de que la asfixia mantuviese constantemente amoratada la punta de su nariz y el borde de sus labios, le gustaba aparecer en el comedor vestida con pantalones de lana y tenderse, después de la comida, con las piernas separadas en uno de los sillones del vestíbulo de un modo bastante inconveniente. Si Hans Castorp hubiese pedido la autorización del consejero para realizar su extravagante proyecto, hubiera seguramente encontrado una negativa. El deporte estaba absolutamente prohibido a la comunidad de enfermos, en el Berghof y en todos los establecimientos del mismo genero, pues la atmósfera que en apariencia penetraba tan fácilmente en los pulmones imponía a los músculos del corazón extraordinarios esfuerzos, y en lo que se refería a Hans Castorp, su observación despreocupada sobre la «costumbre de no acostumbrarse» había permanecido plenamente en vigor, y la tendencia febril que Rhadamante atribuía a una mancha húmeda, persistía obstinadamente. Si no hubiese sido así, ¿qué tenía que buscar aquí? Su deseo y su proyecto eran, pues, contradictorios e inoportunos. Pero era necesario intentar comprenderle. Lo que le movía no era la ambición de igualar a los imbéciles que llevaban una vida al aire libre, ni a los deportistas por coquetería que habrían puesto el mismo celo presuntuoso, si la moda lo hubiese exigido, en jugar a las cartas en una habitación completamente cerrada. Se sentía, de un modo absoluto, miembro de otra comunidad mucho menos libre que el pequeño pueblo de turistas, y desde un punto de vista más amplio y más nuevo todavía, en virtud de una cierta dignidad distante que imponía la contestación, experimentaba la sensación de que no debía obrar a la ligera como esas gentes y rodar por la nieve como un loco. No proyectaba realizar escapadas, tenía la intención de conservar la medida, y Rhadamante hubiera podido permitirle eso sin mucha dificultad. Pero como preveía que se lo iba a prohibir a pesar de todo, en nombre del reglamento general, Hans Castorp decidió obrar a espaldas del consejero.

Cuando se presentó la ocasión comunicó su proyecto a Settembrini, y éste estuvo a punto de abrazarle de alegría.

-Sí, sí, naturalmente, ingeniero, ¡hágalo, por amor de Dios! No consulte a nadie y hágalo. ¡Es el ángel de la guarda quien se lo ha inspirado! Hágalo inmediatamente, antes de que haya perdido el saludable deseo. Iré con usted, le acompañaré a la tienda inmediatamente para comprar esos benditos utensilios. Me gustaría poder acompañarle a la montaña, correr con usted con los esquíes alados en los pies, como Mercurio, pero no me lo permiten… ¡Eh, permitido! Lo haría aunque eso no me fuese «permitido», pero no puedo hacerlo, soy un hombre perdido. Usted, en cambio…, eso no le hará daño, el menor daño, si es usted razonable, si no abusa. Vamos, y aunque eso le hiciese un poco de daño, de todos modos es un ángel quien… No quiero decir nada más. ¡Qué excelente idea! ¡Se halla usted aquí desde hace dos años y todavía es capaz de tener tales ideas! ¡Ah!, el fondo de usted es muy bueno, no tiene motivos para dudar de sí mismo. ¡Bravo, bravo! Usted se burla de su príncipe de las sombras. Compre usted los esquíes, hágalos enviar a mi casa o a casa de Lukacek, o a casa del abacero. Usted vendrá a buscarlos para ejercitarse y resbalar sobre la nieve.

De esta manera lo hizo. En presencia de Settembrini, que se comportó con inteligencia, a pesar de que no tenía noción alguna de deporte, Hans Castorp compró, en una tienda especializada de la calle principal, un par de espléndidos esquíes de madera de fresno, barnizados de amarillo claro, con magníficas correas y puntas curvadas. Compró igualmente bastones. Con todo aquello sobre los hombros fue hasta la casa de Settembrini, en donde concertó con el tendero las condiciones de depósito.

Bastante enterado, por haber observado con frecuencia a los esquiadores, Hans Castorp comenzó solo, lejos de los frecuentados terrenos de ejercicio, a realizar, lo mejor que podía, el aprendizaje en una vertiente situada no lejos del sanatorio Berghof, y de cuando en cuando Settembrini iba a contemplarle, a cierta distancia, apoyado en su bastón, cruzando graciosamente las piernas y saludando con exclamaciones los progresos del joven.

Todo iba bien hasta que un día Hans Castorp, que se dirigía por uno de los senderos hacia Dorf para dejar los esquíes en casa del abacero, se encontró con Behrens. El consejero no le reconoció, a pesar de que era pleno día y que el principiante estuvo a punto de darse de narices con él. El doctor se envolvió en una nube de su cigarro y pasó de largo.

Hans Castorp comprendió que rápidamente adquiría la práctica suficiente. No pretendía convertirse en un virtuoso. Lo necesario lo aprendió en el espacio de algunos días sin cansarse ni sofocarse. Trataba de juntar los pies como es preciso y dejar surcos paralelos. Aprendió la manera de servirse del bastón en la partida y franquear de un solo empuje, con los brazos elevados, los pequeños obstáculos, las pequeñas prominencias, elevándose y hundiéndose como un bloque en un mar agitado, y a partir de sus veinte sesiones ya no se caía cuando, en plena carretera, frenaba a lo Telemark, con una pierna hacia adelante y doblando la rodilla de la otra. Poco a poco amplió el número de sus ejercicios. Un día Settembrini le vio desaparecer en medio de una niebla blanca y con las manos en forma de trompeta le envió un consejo prudente, y se retiró sintiendo gran satisfacción en su corazón de pedagogo.

Bajo el signo del invierno el tiempo era bello en esa montaña, pero era bello no de un modo dulce y agradable, sino de la misma manera que el desierto salvaje del mar del Norte es bello en los días de un vigoroso viento del oeste. No había, en verdad, el retumbar de los truenos, ya que, por el contrario, reinaba un silencio de muerte que despertaba sentimientos muy afines al recogimiento. Las largas planchas flexibles de Hans Castorp le llevaban en muchas direcciones, a lo largo de la vertiente izquierda hacia Clavadell, o a la derecha pasando por delante de Frauenkirch y Glaris, detrás de las cuales la sombra del macizo de Amselfluh se dibujaba entre la niebla; igualmente el valle de Dischma, o detrás del Berghof, subiendo en dirección al bosque de Seehorn, cuya cima nevada se elevaba solitaria por encima del límite de los árboles del bosque de Drusatscha, detrás del cual se columbraba la silueta pálida de la cadena del Rhaetikon, cubierta de una nieve espesa.

Se hacía transportar con su esquíes de madera por el funicular hasta Schazalp y se paseaba tranquilamente allá arriba, elevado a dos mil metros de altura, sobre los planos inclinados y los esplendores de una nieve polvorosa que, cuando el tiempo era claro, ofrecía una vista extensa y sublime sobre el paisaje de sus aventuras.

Se alegraba de aquella conquista que remediaba su impotencia y que vencía casi todos los obstáculos. Le envolvía en la soledad deseada, en la soledad más profunda que puede imaginarse, en una soledad que llenaba el corazón de la lejanía distante de los hombres. Había allí, por ejemplo, a un lado, una garganta con abetos sumidos en la bruma de la nieve, y al otro subía una vertiente rocosa con formidables masas de nieve, ciclópeas, curvas y gibosas, que formaban cavernas y calas. Cuando se detenía para no oírse a sí mismo, el silencio era absoluto y perfecto; una ausencia de sonidos inusitada, jamás sentida, no existente en ningún otro sitio. Ningún soplo rozaba los árboles, ni siquiera el más sutil del mundo; no había un solo murmullo, ni una sola voz de pájaro. Era el silencio eterno lo que Hans Castorp espiaba cuando permanecía de pie, apoyado en su bastón, con la boca abierta y la cabeza inclinada sobre el hombro, y dulcemente, sin descanso, la nieve continuaba cayendo, cayendo lentamente, sin ruido.

No, ese mundo, en su silencio insondable no tenía nada de hospitalario; admitía al visitante a su propio riesgo y peligro; no le acogía, toleraba su intromisión, su presencia, de una manera poco tranquilizadora, sin responder de nada, y era la impresión de una amenaza muda y elemental, no de una hostilidad, sino de una indiferencia mortífera, lo que de aquellos parajes se desprendía.

El hijo de la civilización, extraño por su educación y sus orígenes a aquella naturaleza salvaje, era más sensible a su grandiosidad que los rudos hijos que han tenido que contemplarla desde la infancia y que viven con ella en un plano de familiaridad banal y tranquila. Estos conocen apenas el temor religioso con que el otro, frunciendo el entrecejo, hace frente a la naturaleza, temor que influye en todas sus relaciones íntimas con ella y mantiene constantemente en su alma una especie de sobresalto religioso y una emoción inquieta.

Hans Castorp, con su chaqueta de pelo de camello de largas mangas, con sus bandas y sobre sus esquíes de lujo, comprendía que era muy temerario espiando así ese silencio original de la naturaleza salvaje y silenciosamente mortal del invierno, y la impresión de alivio que experimentaba cuando, a su regreso, las primeras habitaciones humanas aparecían a través de la atmósfera velada, le hacía comprender su estado de espíritu anterior y le instruía sobre el terror secreto y sagrado que había dominado su corazón.

En Sylt, con pantalones blancos, seguro, elegante y respetuoso, había permanecido al borde de los formidables acantilados como delante de la jaula de un león, detrás de cuyos barrotes la bestia feroz muestra su bocaza abierta, de terribles colmillos. Luego se había bañado, mientras un guardián prevenía del peligro tocando la trompa para avisar a aquellos que, temerariamente, intentaban franquear la primera ola y aproximarse a la tempestad amenazadora, y el último chorro de la catarata arañaba la nuca como un golpe de garra de la fiera. El joven había conocido en aquella región la felicidad entusiasta de los ligeros contactos amorosos con las potencias que le hubieran destruido con su brazo. Pero lo que no había experimentado jamás era la veleidad de llevar ese contacto embriagador con la naturaleza moral hasta el límite del abrazo completo; era el deseo de arriesgarse, débil mortal, pero armado y suficientemente provisto por la civilización, hacia lo enorme y lo terrible, o al menos evitar, el mayor tiempo posible, la huida, corriendo en esa aventura el peligro de rozar el instante crítico en que todo límite sería rebasado y en que ya no se trataría de espuma o de un ligero golpe de zarpa, sino de la ola misma de las fauces del mar.

En una palabra: Hans Castorp daba muestras de valor allá arriba, si hay que entender por valor ante los elementos, no la sangre fría ante su presencia, sino un don consciente de sí mismo y una victoria, alcanzada por la simpatía hacia ellos, sobre el miedo a la muerte.

¿Simpatía? En efecto, Hans Castorp experimentaba, dentro de su estrecho pecho civilizado, simpatía hacia los elementos, y a esa simpatía era debida la nueva conciencia que había adquirido de su propia dignidad al considerar la turba de deportistas de luge, lo mismo que era más conveniente y deseable para él una soledad más profunda y más grande, menos cómoda que el balcón de su hotel. Desde lo alto de su balcón, había contemplado las cumbres sumidas en la niebla, la danza de las tempestades de nieve, y había sentido vergüenza, en el fondo de su alma, de permanecer espectador abrigado detrás de la muralla de las comodidades. Por eso -y no por pretensión deportiva, ni por alegría física y espontánea- había aprendido a usar los esquíes. Si no se sentía en seguridad allá arriba, en la grandiosidad y el silencio de muerte de este paisaje -y ese hijo de la civilización no se sentía en su elemento-, su espíritu y sus sentidos habían ya de antemano trabado conocimiento con lo enorme y con lo extraño. Una entrevista con Naphta y Settembrini no era mucho más tranquilizadora, llevaba igualmente fuera de los senderos abiertos y hacia los peligros más graves, y si se podía hablar de una simpatía de Hans Castorp hacia el enorme salvajismo del invierno, es porque experimentaba, a pesar de su piadoso terror, que ese paisaje era la decoración más conveniente para madurar los complejos de sus pensamientos, que era aquél un lugar indicado para alguien que, sin saber mucho de él, se hallaba agobiado por la carga de «gobernar» pensamientos que concernían al estado y a la posición del homo dei.

Aquí no había nadie para prevenir al imprudente del peligro, tocando el cuerno, a menos que Settembrini hubiese sido ese hombre cuando con el caracol de sus manos ahuecadas había llamado a Hans Castorp que se alejaba. Pero el joven se sentía lleno de simpatía y de valor, no se preocupaba de la llamada que sonaba tras él, de la misma manera que no se había preocupado de la llamada que había escuchado cierto día de Carnaval: «Eh, Ingegnere, un po’di ragione, sa! Todavía tú, Satana-pedagogo con tu ragione y tu ribellione -pensó-. Por otra parte, te amo. Eres un charlatán y un organillero, pero estás lleno de buena intención, de las mejores intenciones, y te amo más que al pequeño jesuita y terrorista, que al torturador y flagelador español con sus lentes relampagueantes, a pesar de que tenga casi siempre razón cuando disputáis; cuando os disputáis como pedagosos, mi pobre alma, como Dios y el diablo hacían con el hombre durante la Edad Media.»

Con las piernas salpicadas de nieve, iba subiendo, apoyándose en los bastones, por una blanca altura cuyas extensiones, semejantes a sabanas, se extendían en planos cada vez más altos y conducían no se sabía adonde. Parecía que no llevaban a ninguna parte. La región superior se perdía en el cielo, que era tan blanco y brumoso como ellas y que no se podía saber dónde comenzaba. Ninguna cima, ninguna cresta eran visibles, era una nada brumosa hacia la cual Hans Castorp avanzaba; detrás de él, el mundo, el valle habitado por hombres, no tardó en desaparecer igualmente ante su vista, y como ningún sonido llegaba ya de allí, su soledad, su aislamiento, se hicieron tan profundos, antes de que se diese cuenta, que llegaron hasta producirle espanto, que es la condición previa del valor. «Praeterit figura hujus mundi», se dijo a sí mismo en un latín que no era el de un espíritu humanista. Esa expresión la había aprendido de Naphta. Se detuvo y se volvió. Por ninguna parte se veía nada, excepto algunos minúsculos copos de nieve que, de la blancura de las alturas, descendían hacia la blancura de la tierra, y el silencio en torno era grandioso e imponente.

Mientras su mirada chocaba por todas partes contra el vacío blanco que le cegaba, sintió cómo, agitado por la subida, latía su corazón, ese órgano cuya forma había entrevisto tal vez con una audacia criminal, la forma animal y el mecanismo, entre los relámpagos crepitantes del gabinete de radioscopia. Y se sintió poseído de una especie de emoción, de una simpatía simple y ferviente hacia su corazón, el corazón del hombre, que late tan solitario en esas alturas, en el vacío, con sus preguntas y sus enigmas.

Subía cada vez más arriba, hacia el cielo. A veces la parte superior de su bastón de punta se hundía en la nieve y veía brotar de la profundidad del agujero como una luz azul que perseguía al bastón hasta que lo retiraba. Esto le divertía. Era una extraña y delicada luz de las montañas y de las profundidades, un azul verdoso, claro como el hielo y, sin embargo, sombrío y misteriosamente atractivo. Le hacía pensar en el color y en la luz de ciertos ojos, de los ojos oblicuos, de los de su destino, y que Settembrini había, desde el punto de vista humanista, calificado de hendiduras tártaras y de «ojos de lobo de la estepa»; de ojos que contempló en otro tiempo y que había indudablemente vuelto a encontrar, ojos de Hippe y de Clawdia Chauchat. «Con mucho gusto -dijo a media voz en el silencio-. Pero no lo rompas. Il est à visser, tu sais.» Y en pensamiento oyó, tras él, elocuentes exhortaciones a ser razonable.

A su derecha, a cierta distancia, el bosque se perdía en la bruma. Se volvió hacia aquella dirección para tener un objetivo terrestre ante sus ojos, en lugar de una trascendental blancura, y de pronto resbaló sin haberse dado cuenta de un declive del suelo. La cegadora monotonía le había impedido reconocer la forma del terreno. No se veía nada, todo se fundía ante sus ojos. Se presentaban obstáculos completamente imprevistos. Y se abandonó a la vertiente, sin distinguir su grado de inclinación.

El bosque que le había atraído se hallaba situado más allá de la garganta a la cual había descendido sin darse cuenta. Su fondo, cubierto de una nieve blanda, se extendía por un lado de la montaña, como pudo darse cuenta cuando siguió un instante en esa dirección. Las vertientes eran cada vez más elevadas por ambos lados, como un camino hundido, y el pliegue del terreno parecía conducir al seno de la montaña. Luego las puntas de su vehículo se alzaron de nuevo, el terreno subía, y pronto no hubo pared lateral por donde ascender. La carrera sin camino de Hans Castorp conducía de nuevo, por una extensión abierta de montañas, hacia el cielo.

Vio el bosque de pinos por un lado, detrás y bajo de él, tomó esta dirección y llegó a una inclinación rápida. Los pinos cargados de nieve, que formaban una especie de vanguardia del bosque, ya no desaparecían dentro de la niebla, en la extensión libre. Bajo sus ramas se sentó a descansar y fumó un cigarrillo, con el alma un poco oprimida, angustiada por el silencio demasiado profundo, por aquella soledad, pero orgulloso de haberla conquistado con su valor, consciente de los derechos que su dignidad le daba sobre aquel paisaje.

Era por la tarde a eso de las tres. Inmediatamente después de la comida se había puesto en camino, decidido a dejar una parte de la gran cura de reposo y la merienda, y con la intención de hallarse de vuelta antes de la llegada de la noche. Se sintió feliz al pensar que tenía todavía ante él algunas horas para correr libremente a través de aquellos grandiosos parajes. Llevaba un poco de chocolate en el bolsillo del pantalón y una botellita de oporto en el de la chaqueta.

Apenas podía distinguir dónde estaba el sol, pues la niebla era espesísima en torno suyo. Detrás de él, por el lado del valle, del ángulo montañoso que ya no se veía, las nubes se iban oscureciendo y la niebla avanzaba cada vez más baja. Parecía que era nieve, que había que esperar aún más nieve para responder a alguna necesidad urgente, que se podía esperar una verdadera tempestad de nieve. En efecto, los pequeños copos silenciosos caían ya más abundantemente.

Hans Castorp avanzó para recoger algunos sobre la manga de su chaqueta, y como naturalista aficionado los contempló con ojos expertos. Parecían minúsculos trocitos informes, pero había tenido otros semejantes bajo su excelente lupa y sabía perfectamente de qué preciosos y precisos joyeles se componían: estrellas y diamantes como el joyero más experto no hubiera podido conseguir. Aquel ligero polvo blanco que pesaba en masas sobre el bosque, cubría su extensión y por encima del cual pasaban sus esquíes, era, a la verdad, muy diferente de la arena en que hacía pensar. Se sabía, en efecto, que no se componía de granitos de piedra, sino de miríadas de partículas de agua, concentradas en una multitud uniforme y cristalina, parcelas de la sustancia inorgánica que hacía surgir el plasma vital, el cuerpo de las plantas y del hombre, y entre esas miríadas de estrellas mágicas, en su impenetrable esplendor sagrado, invisible, y en modo alguno destinado a la mirada humana, ninguna era semejante a la otra. Un ardor infinito de inventor en la transformación y el desarrollo refinado de un solo y mismo tema fundamental, del hexágono de lados y ángulos, reinaba allí, pero, en ellos mismos, cada uno de esos fríos productos era de una uniformidad absoluta y de una regularidad glacial, y precisamente en esto estaba lo inquietante, lo antiorgánico y lo hostil a la vida. Eran demasiado regulares, la sustancia organizada no llegaba jamás a semejante grado, la vida repugnaba una precisión tan exacta que juzgaba mortal, era el misterio mismo de la muerte, y Hans Castorp creía comprender por qué las construcciones de los tiempos de la antigüedad habían expresamente y en secreto, previsto ciertas infracciones a la simetría en la disposición de sus columnas.

Se puso en pie, resbaló sobre los esquíes, descendió a lo largo del lindero del bosque, sobre la espesa capa de nieve de la vertiente hacia la niebla, dejándose llevar, subiendo y resbalando, continuó vagando sin objeto y sin prisa, a través de la extensión muerta, que, con sus terrenos ondulados, con su horizonte limitado por las suaves eminencias, se parecía extrañamente a un paisaje de dunas.

Hans Castorp se encogía de hombros con satisfacción cuando se detenía y consideraba aquella semejanza, y soportaba con simpatía el calor de su rostro, sus deseos de estremecerse, la extraña y ardiente mezcla de excitación y de fatiga que experimentaba, porque aquello hacía pensar íntimamente en las impresiones familiares que le había producido igualmente el aire marino, que azotaba los nervios y que se hallaba saturado también de elementos soporíferos. Se daba cuenta, con satisfacción, de su independencia alada, de su libre movimiento. No tenía ante él ningún camino que se viese obligado a seguir, no tenía tampoco ninguno tras él para llevarle al punto de donde había salido. Había visto, al principio, jalones plantados en la nieve, pero Hans Castorp no había tardado en liberarse intencionadamente de aquella tutela, porque todo aquello le hacía pensar en el hombre de la trompeta y no le parecía que armonizase con sus relaciones íntimas con la grandiosa soledad salvaje del invierno.

Detrás de las alturas rocosas cubiertas de nieve, entre las cuales pasó dirigiéndose unas veces a la derecha y otras a la izquierda, se extendía un plano inclinado, después un plano horizontal, y luego la alta montaña cuyas gargantas y desfiladeros, muellemente almohadillados, parecían accesibles y tentadores.

La atracción de las lejanías y de las alturas, de las soledades que aparecían continuamente, era muy fuerte en el corazón de Hans Castorp, y, aun corriendo peligro de que pasase demasiado tiempo, continuaba penetrando en el silencio salvaje, en lo extraño, en la esfera peligrosa, sin preocuparse de que, de un momento a otro, su tensión y sus angustias podían transformarse en un verdadero miedo ante el aspecto de la oscuridad prematura y creciente del cielo, que se extendía como una vela gris sobre la comarca. Aquel miedo le hizo comprender que, hasta aquel momento, se había esforzado secretamente en perder incluso el sentido de la orientación, en olvidar en qué dirección se hallaban situados el valle y la aldea, y lo había conseguido completamente. Además, podía decirse que si retrocedía inmediatamente y descendía siempre, lograría alcanzar rápidamente el valle, si no exactamente el Berghof. En este caso llegaría demasiado pronto, no habría gastado todo su tiempo, mientras que si la tempestad de nieve le sorprendía, era, en efecto, probable que ya no podría encontrar el camino de regreso. Pero rehusaba tomar prematuramente la huida a pesar de sentir el miedo, y el temor sincero de los elementos. Eso no era obrar como deportista, pues el deportista entabla la lucha con los elementos mientras se considera dueño de ellos; obra con prudencia, y lo cuerdo es ceder. Pero lo que pasaba en el alma de Hans Castorp se podía designar con una palabra: «reto». Y, aunque esa palabra implica sentimientos censurables, incluso si la veleidad criminal que designa se halla unida a un miedo sincero, se pueden, sin embargo, comprender, por poco que se reflexione humanamente, que en el fondo del alma de un joven y de un hombre que ha vivido durante años a la manera de nuestro héroe, se amalgaman muchas cosas, se acumulan y un día u otro hacen explosión en un «¡Vamos!» y en un «¡Allá va!» espontáneos, llenos de una impaciencia exasperada; en una palabra: se traducen en un reto y en una negativa opuesta a la prudencia razonable. Y era de esta manera como iba con sus largos zapatos resbalando a lo largo de aquella vertiente. Subió luego sobre la altura que seguía y en la cual se elevaba, a alguna distancia, un chalet de madera, con el techo cargado de fragmentos de rocas, de cara a la montaña siguiente y con la espalda erizada de pinos, tras los cuales las altas cimas se perdían en una bruma confusa. Delante de él, la pared sembrada de algunos grupos de árboles se elevaba a pico, pero hacia la derecha se le podía dar la vuelta hasta la mitad por una pendiente moderada, para pasar detrás de ella y ver lo que vendría después. Hans Castorp comenzó por realizar esta exploración, cuidadosamente, después de lo cual, ya ante la plataforma del chalet, descendió a un barranco más profundo cuya vertiente se inclinaba a derecha e izquierda.

Acababa apenas de reanudar la subida, cuando -como había podido prever- la tormenta de nieve y la tempestad estallaron repentinamente; la tempestad de nieve, que había amenazado durante largo tiempo, se encontraba ya allí, si puede hablarse de «amenaza» con referencia a esos elementos ciegos e ignorantes que no tienden en modo alguno a aniquilarnos (lo que por comparación hubiese sido relativamente confortante), pues a esos elementos ciegos le son indiferentes, de la manera más extraordinaria, las consecuencias de su actuación.

«¡Bueno! -pensó Hans Castorp, y se detuvo cuando el primer golpe de viento pasó a través del espeso torbellino de nieve y llegó hasta él-. ¡Ese viento es capaz de helar la médula!»

Y, en efecto, ese viento era de una especie completamente dañina; el espantoso frío que reinaba -unos veinte grados bajo cero- no era insensible y no parecía dulce más que cuando el aire desprovisto de humedad se hallaba tranquilo e inmóvil como de costumbre; pero inmediatamente que un golpe de viento lo agitaba, cortaba la carne como un cuchillo, y cuando ocurría como ahora -pues el primer golpe de viento que había barrido la nieve no era más que un precursor- siete abrigos de piel no hubieran bastado para poner los huesos al abrigo de un espanto mortal y glacial. Hans Castorp no llevaba siete pieles, sino una camiseta de lana que en otras circunstancias le había sido suficiente y que incluso le había pesado al menor rayo de sol. Por otra parte, la borrasca le azotaba de lado y por la espalda, de manera que no era recomendable dar la vuelta y recibirla en plena cara, y como esa consideración se mezclaba a su obstinación y al «¡Adelante, pues!», decidido, el loco joven continuó avanzando entre los abetos dispersos a fin de llegar al otro lado de la montaña que se hallaba escalando.

Pero no resultaba un placer, pues no podía distinguir nada de la danza de los copos que, sin que se les viese caer, llenaban el espacio con su multitud densa y atorbellinada; las olas heladas que la atravesaban quemaban las orejas y producían un dolor agudo, paralizaban los miembros y entorpecían las manos, de manera que ya no se sabía si uno llevaba o no en ellas el bastón de punta de hierro. La nieve, por detrás, penetraba por dentro de su cabello, se fundía a lo largo de la espalda, se posaba sobre sus hombros y cubría todo su lado derecho. Le parecía que iba a convertirse en un muñeco de nieve con su bastón en la mano. Su situación era insoportable, a pesar de las condiciones relativamente favorables. Por poco que se volviese la cosa iría peor, y, sin embargo, el camino de regreso aparecía como una tarea difícil que hubiese sido mejor emprender sin dilación.

Se detuvo, encogió los hombros con cólera y volvió los esquíes. El viento contrario le cortó inmediatamente la respiración, de manera que realizó, una vez más, aquella media vuelta complicada para recobrar alientos antes de hacer frente de nuevo, mejor preparado, al enemigo implacable. Con la cabeza baja y conteniendo prudentemente la respiración, consiguió ponerse en camino en la dirección opuesta, sorprendido, a pesar de que esperaba lo peor, por la dificultad de la marcha, debido principalmente a que estaba cegado y a que no conseguía respirar. A cada momento se veía obligado a detenerse, primeramente para respirar al abrigo del huracán y luego porque, con la cabeza baja y los ojos contraídos no veía nada en aquella oscuridad blanca y debía ir con cuidado para no chocar contra los árboles o no hundirse en los obstáculos. Los copos le golpeaban el rostro y se fundían sobre su cara, de manera que su piel se iba helando; se metían en su boca y se fundían con un sabor débilmente acuoso; volaban contra sus párpados, que se cerraban convulsivamente: inundaban sus ojos y le cortaban la visión, que por otra parte no le hubiese servido de nada porque el campo visual estaba velado por una cortina espesa y toda la cegadora blancura paralizaba el sentido de la vista. Cuando se esforzaba por ver, sólo podía mirar el torbellino de la nada blanca. De tiempo en tiempo emergían fantasmas del mundo fenomenal: un macizo de pinos enanos, la vaga silueta del chalet ante el cual acababa de pasar.

Le dejó tras él y se esforzó en encontrar el camino de regreso más allá de la altura en la que se elevaba el chalet. Pero no había camino. Conservar una orientación, la orientación aproximada de la casa y del valle, era más bien una cuestión de suerte que de inteligencia, porque si se conseguía ver la mano delante de los ojos, no se veían ya las puntas de los esquíes y, aunque se hubiesen visto mejor, no por eso hubiese dejado de ser extraordinariamente difícil el avanzar a causa de los obstáculos, con el rostro cubierto de nieve, el viento adverso que cortaba la respiración, que impedía tanto aspirar como espirar, y que obligaba en todo momento a volverse de espaldas para recobrar el aliento. ¿Quién podía continuar de ese modo? En lo que se refiere a Hans Castorp -y no hubiese sido distinto aunque se tratase de otro más fuerte que él- se detenía, jadeaba, apretaba los párpados para expulsar el agua de sus pestañas, daba golpes en el suelo para sacudirse la capa de nieve que había caído sobre él, y tenía la sensación de que constituía una presunción insensata el pretender avanzar en tales condiciones.

Hans Castorp avanzaba a pesar de todo, es decir, cambiaba de lugar. Pero cambiaba de lugar inútilmente, se movía dentro de la buena dirección y no hubiese sido menos peligroso para él permanecer donde estaba, pues esto parecía también absolutamente impracticable. La probabilidad teórica inclinaba al sentido contrario y, prácticamente hablando, le pareció pronto a Hans Castorp que no seguía el buen camino, la altura llana que, subiendo del barranco, había ganado con gran trabajo y que se trataba ante todo de escalar nuevamente. La parte llana era demasiado corta y subía ya de nuevo. Probablemente, el huracán, que venía del suroeste de la región, de la entrada del valle, le había desplazado del camino por medio de una furiosa presión contraria. Era un falso avance que le estaba agotando. A ciegas, envuelto en una noche blanca, iba penetrando con gran trabajo hacia adelante dentro de aquella amenaza indiferente.

-Malo -murmuró entre dientes, y se detuvo. No se expresó de un modo más patético, a pesar de que por un instante tuvo la sensación de que una mano de hielo se tendía hacia su corazón, que se sobresaltó y latió luego con golpes rápidos, como el día en que Rhadamante había descubierto en su pecho una mancha húmeda. Comprendía que no tenía derecho a pronunciar palabras solemnes, puesto que era él mismo quien había lanzado el reto, y que todo lo que la situación tenía de inquietante a él se debía. «No está mal», se dijo, y sintió que los músculos que movían su rostro ya no obedecían al alma y ya no eran capaces de expresar nada, ni temor, ni cólera, ni desprecio, pues estaban helados. «¿Qué hacer ahora?» Descender por aquí, oblicuamente, y seguir ese saliente en línea recta, exactamente contra el viento.

-Está más pronto dicho que hecho -dijo con palabra entrecortada, suspirando. Hablaba a media voz, al mismo tiempo que se ponía en marcha-. Es preciso hacer algo; no puedo sentarme y esperar, me vería pronto cubierto por esas masas hexagonales y uniformes, y Settembrini, si se presentase con su pequeña trompa para buscarme, me encontraría acurrucado aquí, con los ojos vidriosos y un bonete de nieve puesto de través sobre la cabeza. -Observó que hablaba consigo mismo y de una manera bastante extraña. Se prohibió, pues, hablar, pero volvió a empezar pronto, a pesar de que sus labios fuesen tan pesados que renunció a servirse de ellos y hablaba sin consonantes labiales, lo que le recordó una situación ya antigua en la que le había ocurrido lo mismo-. Cállate y trata de avanzar -se dijo, y añadió-: Me parece que desvarías y que ya no tienes el cerebro muy claro; esto es grave desde todos los puntos de vista.

Pero que eso fuese grave desde el punto de vista de las probabilidades que tenía de escapar, constituía una simple comprobación crítica que parecía proceder de un extraño desinteresado aunque preocupado. Por su parte natural se hallaba muy inclinado a abandonarse a aquella confusión que quería tomar posesión de él con la fatiga creciente, pero se daba cuenta de esta tendencia y se detenía a meditar sobre ella.

«Es la conciencia alterada de alguien que se encuentra cogido en una tempestad de nieve y que no puede encontrar el camino -pensaba penosamente, y pronunciaba frases sin sentido, evitando por discreción expresiones más claras-. Las gentes que oyen referirlo luego se imaginan que es espantoso, pero olvidan que la enfermedad, y mi estado es en cierta manera una enfermedad, pone al hombre de modo que pueda entenderse con ella. Hay fenómenos de sensibilidad disminuida, aturdimientos bienhechores, expedientes naturales, sí, perfectamente… Pero es preciso combatirlos, pues tienen un doble aspecto, son equívocos hasta el más alto grado según se les quiere apreciar. Son provechosos y bienhechores cuando el camino está perdido para siempre, pero son malhechores y muy peligrosos, por poco que se pueda pensar en encontrar el camino, como me pasa a mí, pues mi corazón, que late tumultuosamente, no piensa en modo alguno dejarse recubrir por esa cristalinometría estúpida y regular…»

En efecto, se encontraba ya muy fatigado y combatía un principio de confusión en sus percepciones, de una manera también confusa y febril. No se asustó, como le hubiese pasado siendo hombre sano, cuando comprendía que se había desviado de nuevo de su camino llano, esta vez probablemente en el sentido de la vertiente de la meseta. Se dejó resbalar, teniendo el viento oblicuo contra él. A pesar de que, por el momento, comprendía que era mejor no moverse, el dejarse resbalar le parecía más cómodo.

«Ya lo arreglaremos -se dijo-, encontraré la buena dirección un poco más abajo.»

Y es lo que hizo o creyó hacer, o no creyó, o -lo que es más inquietante- comenzaba a serle indiferente el hacer o el no hacer. Tal era el efecto de las ausencias de espíritu equívocas que no combatía más que débilmente. Esta mezcla de fatiga y de emoción, que formaba el estado ordinario y familiar de un pensionista cuya aclimatación consistía en no acostumbrarse, se había declarado tan netamente que ya no podía hablarse de luchar por medio de la reflexión contra esas ausencias. Presa de vértigo, temblaba de embriaguez y de excitación, poco más o menos como le había pasado después de su conversación con Naphta y Settembrini, pero infinitamente más fuerte; y así se le ocurrió justificar su pereza en la resistencia que oponía a esas ausencias soñolientas, con reminiscencias de ciertas discusiones, y, a pesar de su sublevación despreciativa contra la idea de dejarse recubrir por aquellas masas uniformes y hexagonales, balbuceaba algo en sí mismo cuyo sentido o no sentido era el siguiente: el sentimiento del deber que incitaba a combatir esas pérdidas de conocimientos sospechosos no era pura ética, era una mezquina concepción burguesa de la existencia y la posición de un filisteo irreligioso. El deseo y la tentación de tumbarse y de reposar asaltaban su espíritu bajo la forma siguiente: se decía que era como cuando durante una tempestad de arena en el desierto los árabes se tienden boca abajo y se envuelven la cabeza con el albornoz. Sólo el hecho de que no tuviese albornoz y de que no pudiese envolver su cabeza con la camiseta de lana le parecía una objeción de peso contra tal conducta, a pesar de que ya no era un niño y que por muchos relatos estaba enterado de cómo se produce la muerte por el hielo.

Después de una partida a una velocidad media sobre un terreno más bien llano, subió de nuevo, y la vertiente era bastante rápida. Era posible que no siguiese un camino falso, pues el que conducía al valle debía también subir a trechos, y en lo que se refiere al viento había cambiado, sin duda caprichosamente, pues Hans Castorp lo tenía de nuevo por la espalda y eso constituía una ventaja. ¿Era la tempestad lo que le curvaba hacia adelante o era el declive velado por un crepúsculo de nieve, blanco y tierno, el que ejercía una atracción sobre su cuerpo? No había más que ceder, que abandonarse a aquella atracción, y la tentación era grande, tan grande y peligrosa y típica como tenía fama de ser. Pero esta noción no disminuía en nada su fuerza viva y efectiva. Aquella atracción se envolvía con derechos particulares, no quería dejarse clasificar entre las premisas generales de la experiencia, no quería reconocerse, se declaraba única e incomparable en su existencia, aunque sin poder negar, es verdad, que era una inspiración que emanaba de un cierto aspecto, una sugestión que procedía de un ser vestido de negro a la española, con una golilla redonda y plisada de una blancura de nieve, imagen a la que se unían toda clase de impresiones sombrías, jesuíticas, hostiles a la humanidad, toda clase de recuerdos de torturas y de flagelación, cosas por las que Settembrini sentía horror, por lo cual aparecía ridículo, con su organillo y su ragione…

Pero Hans Castorp se comportó valientemente y resistió a la tentación de dejarse llevar. No veía nada, luchaba y avanzaba; inútilmente o no, se esforzaba por su parte y cambiaba de lugar despreciando los lazos que le pesaban y con los cuales la tempestad de nieve ligaba cada vez más sus miembros. Como la subida era demasiado rápida, se dirigió hacia un lado, sin darse mucha cuenta, y siguió así durante algún tiempo la vertiente. Abrir sus párpados convulsivos constituía un esfuerzo cuya inutilidad había ya experimentado, lo que no le animaba mucho a repetirlo. Sin embargo, veía de vez en cuando alguna cosa: abetos que se aproximaban, un riachuelo o un barranco cuya negrura se dibujaba entre los rebordes de nieve; y cuando, para cambiar descendió de nuevo por una vertiente, divisó delante de él, a alguna distancia, flotando libremente como barrida por velos confusos, una construcción humana.

¡Aspecto consolador! Había trabajado valientemente, a pesar de todos los obstáculos, hasta que había conseguido llegar a ver construcciones debidas a la mano del hombre, que le advertían que el valle habitado estaba próximo. Tal vez había allí hombres, tal vez se podría entrar en la casa y, bajo su techo, esperar el fin de la tormenta, y en caso de necesidad procurarse un compañero o un guía, si la oscuridad natural llegaba en el intervalo. Marchó hacia aquella cosa casi quimérica y que a cada momento estaba a punto de desaparecer en la oscuridad de la hora. Tuvo que realizar todavía una ascensión agotadora contra el viento para alcanzarla, y se convenció, una vez llegado allí, con sentimientos de indignación, de sorpresa, de espanto y de vértigo, que era la choza ya conocida, el refugio de tejado cargado de piedras que después de un sinfín de vueltas y a costa de los más atrevidos esfuerzos, había vuelto a encontrar.

¡Que diablo! Graves juramentos salieron de los labios rígidos de Hans Castorp, que omitía los sonidos labiales. Para orientarse dio la vuelta a la choza, ayudándose de su bastón, y comprobó que había llegado a ella de nuevo por detrás y que, por consiguiente, durante una hora larga, según podía calcular, se había entregado a la más pura y a la más inútil de las tonterías. Pero la cosa pasaba así, así podía leerse en los libros. Daba vueltas, se imaginaba avanzar y describía en realidad algunos vastos y estúpidos círculos que conducían de nuevo al punto de partida como la engañadora órbita del año. De esa manera se extraviaba, de esa manera no se volvía más. Hans Castorp reconoció el fenómeno tradicional con una cierta satisfacción, porque la experiencia se había producido puntualmente en su propio caso particular, individual y presente.

El chalet desierto era inaccesible, la puerta estaba cerrada, no se podía entrar por ningún lado. Hans Castorp decidió, sin embargo, permanecer allí provisionalmente, pues el alero daba la ilusión de un cierto abrigo, y la choza misma, por el lado orientado hacia la montaña, donde Hans Castorp se refugió, ofrecía realmente una cierta protección contra la tempestad cuando se apoyaba el hombro contra la pared, pues a causa de la longitud de los esquíes no era posible adosarse a ella. De lado, permanecía de pie, después de haber hundido su bastón al lado de él en la nieve, las manos en los bolsillos, levantado el cuello de su camiseta de lana, y manteniéndose en equilibrio sobre la pierna adelantada. Con los ojos cerrados dejó reposar la cabeza, que le daba vueltas, contra el muro; no miraba más que de tiempo en tiempo por encima de su hombro más allá del barranco, hacia la pared rocosa, al otro lado, que aparecía a veces borrosamente a través del velo de nieve.

Su situación era relativamente cómoda. «Si es necesario podría permanecer aquí toda la noche -se dijo-, mientras cambie alternativamente de pie, me vuelva del otro lado y, naturalmente, me mueva un poco en los intervalos, lo que es indispensable. No quiere decir nada que exteriormente me sienta aterido; he acumulado calor interiormente gracias al ejercicio que he hecho y mi excursión no ha sido, por lo tanto, completamente inútil, a pesar de que me haya perdido y haya dado vueltas en torno a la cabaña… «Perdido», ¿de qué expresión acabo de servirme? No es en modo alguno necesaria, no corresponde a lo que me ha ocurrido, me he servido de ella de un modo completamente arbitrario, porque no tengo todavía la cabeza muy clara y, sin embargo, bajo cierto aspecto, es una palabra muy justa…

Menos mal que puedo soportar todo eso, pues esta tormenta, ese huracán de nieve, este torbellino caótico pueden durar perfectamente hasta mañana por la mañana y tal vez hasta la entrada de la noche; eso sería muy grave, pues durante la noche el peligro de perderse es tan grande como en medio de la tempestad de nieve… Debe haberse hecho de noche, pues he perdido mucho tiempo dando vueltas. ¿Qué hora será?»

Buscó con sus dedos ateridos y muertos y no le fue muy fácil desenterrar del bolsillo su reloj de oro, con tapa y monograma, que dejaba oír su tictac, vivo y fiel a su deber, aquí, en esta desolada soledad, semejante en eso a su corazón, el corazón humano tan conmovedor en el calor orgánico de su tórax.

Eran las cuatro de la tarde. ¡Que diablo!, era casi la misma hora que cuando la tempestad había comenzado. ¿Podía creer que hubiese corrido solamente durante un cuarto de hora?

«El tiempo me ha parecido largo -pensó-. Eso de perderse es muy fastidioso, según parece. Pero como a las cinco o a las cinco y media ya es completamente de noche, es un hecho que subsiste. ¿Cesará la tempestad lo suficientemente pronto para evitar que me pierda? Entretanto, podría beber un trago de oporto para recuperar las fuerzas.»

Había llevado aquella bebida de buen paladar únicamente porque se la encontraba en el Berghof, en botellas planas y porque la vendían a los excursionistas, sin que se hubiese pensado, en verdad, en los que contra la regla se perdiesen en la montaña, en medio de la nieve y del frío, y esperasen la noche en tales condiciones. Si su espíritu hubiese estado más lúcido hubiera podido decirse que, desde el punto de vista de las posibilidades de regreso, era lo peor que podía beber.

En realidad se lo dijo, pero después de haber bebido algunos sorbos que le hicieron un efecto semejante al que le había producido la cerveza de Kulmbach la noche de su llegada, cuando, al hablar desordenadamente sobre salsas de pescado y otras cosas semejantes, produjo la sorpresa de Settembrini, el señor Lodovico, el pedagogo, que con su mirada exhortaba a los locos que se dejaban llevar y del cual Hans Castorp oía precisamente la agradable llamada del cuerno a través de los aires, signo de que el elocuente educador se aproximaba a marchas forzadas para sacar de aquella loca situación al alumno preferido, al hijo mimado por la vida y para llevarle… Lo que naturalmente era absurdo y no procedía más que de la cerveza de Kulmbach que había bebido por distracción, pues, primeramente, Settembrini no tenía cuerno, no tenía más que su organillo apoyado sobre una pata de palo, y cuyos sonidos acompañaba elevando hacia las casas sus ojos humanistas y, en segundo lugar, no sabía ni notaba absolutamente nada de lo que estaba pasando, puesto que ya no se encontraba en el sanatorio Berghof, sino en casa de Lukaceck, sastre-modista, en el pequeño desván de la botella de agua, sobre la celda de seda de Naphta, y ya no tenía derecho ni medios para intervenir, como en otro tiempo en la noche de Carnaval, cuando Hans Castorp se había encontrado en una posición tan loca y tan grave como ésta, cuando había devuelto a la enferma Clawdia Chauchat su lápiz, el lápiz de Pribislav Hippe… Además, ¿qué había ocurrido con su «posición»? Para hallarse en una posición es preciso «hallarse» en algún sitio y no de pie, para que esa palabra adquiera su sentido justo y propio en lugar de un sentido puramente metafórico. La posición horizontal, era la que convenía a un miembro tan antiguo de la sociedad de aquí arriba. ¿No estaba acostumbrado a permanecer tendido a pleno aire, con nieve y frío, tanto de noche como de día? Y se dispuso a dejarse caer, cuando la conciencia le penetró, le cogió en cierta manera por el cogote y le sostuvo de pie; por el hecho de que los balbuceos de su pensamiento sobre la «posición» debían ser igualmente atribuidos a la cerveza de Kulmbach, no procedían más que de su deseo impersonal, típicamente peligroso, de tenderse y dormir, y que estaba ahora a punto de seducirle por medio de sofismas y de juegos de palabras.

«He cometido una torpeza -confesó-. El oporto no estaba indicado; esos sorbos me han puesto excesivamente pesada la cabeza; me cae, por decirlo así, sobre el pecho, y mis pensamientos no son más que divagaciones y bromas de mal gusto de las cuales no debo fiarme. No solamente los pensamientos que se me ocurren son dudosos, sino también las observaciones críticas que hago sobre ellos, y ésta es la desgracia. Son crayon, es decir, «El lápiz de ella», y no de él; no se dice sa crayon porque el lápiz se halla en masculino, y todo lo demás no es más que una broma. Tampoco sé por qué me fijo en eso, cuando, por ejemplo, debería inquietarme mucho más el hecho de que mi pierna izquierda, sobre la cual me apoyo, recuerda de una manera sorprendente la pata de palo del organillo de Settembrini que empuja siempre delante de sí con la rodilla, sobre el empedrado, cuando se aproxima a la ventana y tiende su sombrero de terciopelo para que la muchachita le eche su moneda. Y al mismo tiempo me siento, en algún modo, atraído por manos inmateriales hacia la nieve, para tumbarme en ella. Únicamente el movimiento puede remediar eso. Es preciso que haga movimiento para castigarme por haber bebido cerveza de Kulmbach y para desentumecer mis piernas de madera.»

Con un movimiento del hombro se separó de la pared. Pero apenas se hubo alejado, apenas hubo dado un paso, el viento le asaltó con sus golpes de hoz y le rechazó hacia el abrigo del muro. Sin duda era aquél el lugar a que se veía reducido y con el que debía provisionalmente contentarse; y tenía la facultad de apoyarse, para cambiar, sobre el hombro izquierdo, sosteniéndose sobre la pierna derecha y moviendo un poco la otra para reanimarla.

«Con un tiempo semejante -se dijo- uno debe quedarse en casa. Puede uno concederse un poco de variación, pero no hay que pretender nada nuevo, no hay que exponerse al viento. Permanece tranquilo y deja tu cabeza, puesto que está tan pesada. La pared es buena, las vigas son de madera y parece que se desprende incluso cierto calor, si aquí puede hablarse de cuestiones de calor; un discreto calor natural que tal vez es una cosa subjetiva… ¡Ah, los árboles! ¡Oh, ese vivo clima de los hombres vivos! ¡Que perfume…»

Se hallaba en un parque, situado bajo el balcón en el cual se encontraba sin duda de pie. Un vasto parque de un verdor lujuriante, con árboles llenos de hojas, olmos, plátanos, hayas, abedules, ligeramente en la coloración de sus hojas frescas, lustrosas, y cuyas cimas se hallaban agitadas por un ligero murmullo. Un aire delicioso, húmedo, embalsamado por los árboles, murmuraba. Pasó un vaho caliente de lluvia, pero la lluvia estaba iluminada por las transparencias. Se veía muy alto en el cielo el aire que brillaba lleno de gotitas de agua. ¡Qué bello era todo eso! ¡Oh, soplo del suelo natal, plenitud de la tierra baja, después de una privación tan larga! El aire estaba lleno de cantos de pájaros, lleno de silbidos aflautados, de gorjeos y de sollozos de un dulce y grácil fervor, sin que un solo pájaro fuese visible. Hans Castorp sonrió, respirando con agradecimiento. Y todo se iba haciendo más bello. Un arco iris se tendía oblicuamente por encima del paisaje, un arco completo y nítido, de un esplendor puro, de un resplandor húmedo, con todos sus colores que, untuosos como aceite, resbalaban sobre el verdor espeso y reluciente. Era como una especie de música, como un sonido de arpas mezclado con flautas y violines. El azul y el violeta, sobre todo, resbalaban maravillosamente. Todo se fundía y se partía de un modo mágico, se metamorfoseaba sin cesar, siempre más bellamente y de un modo más nuevo. Era como el día, hacía ya muchos años, en que Hans Castorp fue a oír a un cantante famoso en el mundo entero, un tenor italiano cuya garganta vertía en el corazón de los hombres el consuelo de un arte lleno de gracia. Había atacado una nota aguda que fue bella desde el principio. Pero, poco a poco, de instante en instante, esa armonía apasionada se había ampliado, dilatado y desenvuelto, se había iluminado con una luz cada vez más resplandeciente. Uno a uno, los velos que primeramente no había percibido cayeron, había todavía uno que iba a terminar por descubrir la luz suprema y la más pura, y luego aún otro velo, y luego otro, excelso, que dejaba aparecer una profusión deslumbrante de esplendores bañados en lágrimas, y un sordo rumor resonó entonces como una objeción o una contradicción, elevándose de aquella multitud, y el joven Hans Castorp se sintió sacudido por los sollozos. El azul lo invadía todo… Los velos límpidos de la lluvia caían: aparecía un mar, era el mar del sur, de un azul profundo, y saturado, brillante de luces de plata; una bahía maravillosa, abierta en una costa de una pendiente ligera, medio cercada de cadenas de montañas de un azul cada vez más mate, sembrada de islas, en donde surgían palmeras, y sobre las cuales se veían lucir pequeñas casas blancas entre bosques de cipreses. ¡Oh, oh, basta! No merecía todo aquello. ¡Qué beatitud de luz, que profunda pureza del cielo, que frescura de agua soleada! Hans Castorp no había visto jamás aquello ni nada semejante. Había visto rápidamente algo del Mediodía con motivo de breves viajes de vacaciones. Conocía el mar salvaje, el mar tétrico, y se hallaba unido a él por sentimientos pueriles y vagos, pero no había llegado jamás hasta el Mediterráneo, hasta Nápoles, hasta Sicilia o hasta Grecia, por ejemplo. Sin embargo, se acordaba. Sí, cosa extraña, volvía a ver, reconocía todo aquello. «Sí, sí, es eso», exclamó una voz en él, como si hubiese llevado consigo y sin saberlo desde siempre, ese bienaventurado azul soleado, como escondiéndoselo a sí mismo. Y ese «desde siempre» era vasto, infinitamente vasto como el mar abierto a su izquierda, allí donde el cielo lo teñía de un matiz violeta tierno.

El horizonte era alto, la extensión parecía subir, lo que procedía de que Hans Castorp veía el golfo desde arriba, desde cierta altura. Las montañas avanzaban en promontorio, coronadas de selvas, entraban en el mar, retrocedían en semicírculo, desde el centro del paisaje hasta el lugar en que él se hallaba sentado. Era una altura rocosa, con escalones de piedra caldeados por el sol. Delante de él, la ribera descendía musgosa y pedregosa cubierta de malezas, hasta la arena en donde los guijarros formaban, entre los juncos de azules bayas, pequeños puertos y pequeños lagos. Y esa comarca soleada, y esas altas riberas de acceso fácil, y esas charcas rientes, rodeadas de rocas, lo mismo que el mar cubierto de islas y de barcas que iban y venían, todo estaba poblado. Hombres, hijos del sol y del mar, se movían y reposaban, alegres y tranquilos; una bella y joven humanidad, a cuya vista el corazón de Hans Castorp se dilataba dolorosamente pleno de amor.

Jóvenes adolescentes luchaban con caballos, corrían al lado de los animales, que relinchaban y sacudían la cabeza, o bien los montaban sin silla, batiendo los talones desnudos contra los flancos de sus monturas, empujándolos hacia el mar, mientras los músculos de sus espaldas jugaban al sol bajo la piel bronceada, y los gritos que cambiaban o dirigían a sus animales tenían una especie de sonoridad mágica. Al borde de una de las bahías donde las riberas se reflejaban como en un lago y que penetraban en el interior de la tierra, unas muchachas danzaban. Una de ellas, con los cabellos anudados en la nuca, tenía un encanto particular; se hallaba sentada, los pies metidos en un hoyo, y tocaba una flauta pastoril, con los ojos fijos, por encima de sus dedos móviles, en sus compañeras que, con largos vestidos flotantes, aisladas, los brazos abiertos y sonriendo, o por parejas, las sienes graciosamente juntas, bailaban, mientras, detrás de la que tocaba la flauta, detrás de su espalda blanca, larga, delicada, y que los movimientos de sus brazos hacían ondular, otras hermanas estaban sentadas o se mantenían abrazadas y lo contemplaban todo hablando tranquilamente. Más lejos, unos jóvenes se ejercitaban en tirar con arco. Era una visión feliz y amable el ver cómo los mayores enseñaban a los adolescentes inhábiles, de cabellos rizados, la manera de tender el arco apoyando sobre la flecha, verlos apuntar con sus discípulos, sostenerlos cuando el choque de retroceso del arco vibrante les hacía tambalear riendo. Otros pescaban con caña, se hallaban tendidos boca abajo en las rocas llanas de la ribera y hundían la liza en el agua, charlando tranquilamente, con la cabeza vuelta hacia su vecino, que, con el cuerpo alargado en posición oblicua, lanzaba muy lejos su cebo. Otros estaban ocupados en empujar una barca hacia el mar, con sus mástiles y vergas… Los niños jugaban en las rompientes. Una mujer joven, tendida en el suelo, miraba hacia atrás; con una mano sostenía su vestido florido entre los senos, tendiendo la otra hacia un fruto rodeado de hojas que un hombre de estrechas caderas, de pie ante ella, le ofrecía y luego le negaba, moviendo su brazo tendido. Unos se hallaban adosados a las rocas, otros titubeaban junto al agua, tanteando con la punta del pie su temperatura, con los brazos cruzados y las manos sobre los hombros. Unas parejas se paseaban a lo largo de la orilla, y cerca de la oreja de la muchacha estaba la boca del que la acompañaba familiarmente. Cabras de largos pelos saltaban de roca en roca, guardadas por un joven pastor que se hallaba sobre una eminencia, con una mano en la cadera y apoyándose con la otra en un bastón, cubriendo con un sombrero su cabeza.

«¡Eso es encantador! -pensó Hans Castorp-. ¡Es completamente encantador y atrayente! ¡Qué lindos, qué llenos de salud, qué inteligentes y felices! No son solamente bellos, sino también inteligentes e interiormente amables. Eso es lo que me impresiona y me enamora de ellos. El espíritu y el sentido inmanente de su ser, eso es lo que quiero decir. El espíritu con que se hallan reunidos y viven juntos.» Entendía por eso aquella gran afabilidad y las consideraciones iguales para todos que esos hombres del sol tenían en su comercio: un respeto ligero y velado con una sonrisa, que se demostraban los unos a los otros casi insensiblemente, y que, sin embargo, en virtud de una idea que se había hecho carne, era un lazo de espíritu que, manifiestamente, les unía a todos; una dignidad y una severidad que se resolvían en alegría y que les guiaban en sus actos y en sus abstenciones como una influencia espiritual e inexpresable, de una gravedad en modo alguno sombría y de una piedad razonable, a pesar de que no estuviese falta de una solemnidad ceremoniosa. Pues allá abajo, sobre una piedra redonda y cubierta de musgo, se hallaba sentada una joven madre que había desabrochado sobre uno de los hombros su oscuro vestido y que satisfacía la sed de su pequeño. Y los que pasaban cerca de ella la saludaban de una manera particular, que resumía todo lo que quedaba tan expresivamente inexpresado en la conducta general de esos hombres: los jóvenes volviéndose hacia la madre, cruzando ligeramente los brazos sobre su pecho e inclinando la cabeza con una sonrisa; las muchachas, con una genuflexión apenas iniciada, semejante al gesto del que pasa por delante de un altar. Pero, al mismo tiempo, le hacían cordiales, alegres y vivos signos con la cabeza, y esa mezcla de devoción ritual y de amistad, lo mismo que la lenta dulzura con la que la madre ayudaba al niño a mamar sin pena, apoyando el índice sobre su seno, elevando los ojos y dando las gracias con una sonrisa a los que le rendían homenaje, terminaron de encantar a Hans Castorp. No se cansaba de mirar y se preguntaba con angustia si tenía derecho a mirar, si el hecho de espiar aquella felicidad soñada y civilizada no era reprensible para él, que se sentía desprovisto de nobleza, feo y desgarbado.

No había que dudar. Un bello efebo, cuya larga cabellera peinada hacia un lado avanzaba sobre su frente y le caía sobre la sien, permanecía exactamente debajo de donde el se hallaba, con los brazos cruzados sobre el pecho, separado de sus compañeros, ni triste ni melancólico, sino sencillamente separado de los demás. El adolescente le vio, elevó la mirada hacia él, y sus ojos pasaron de él a las imágenes de la arena y volvieron luego a posarse sobre el que espiaba. Pero, de pronto, miró por encima de su cabeza a la lejanía e inmediatamente la sonrisa de cortesía fraternal y amable, que era común a todos, desapareció de su bello rostro infantil, de líneas severas, sin que frunciese las cejas, y una gravedad apareció en su semblante, una gravedad de piedra, sin expresión, insondable, algo firme y mortal, que impresionó a Hans Castorp, que acababa apenas de tranquilizarse después de haber sentido un espanto pálido cuya oscura significación presentía.

Él también volvió la cabeza… Potentes columnas sin base, hechas de bloques cilindricos, en las hendiduras de las cuales crecía el musgo, se elevaban detrás de él; eran las columnas del pórtico de un templo sobre cuyos escalones se hallaba sentado. Con el corazón palpitante se puso en pie, subió los peldaños por un lado y penetró en el profundo pórtico, continuando su marcha por una vía empedrada que le dio inmediatamente acceso a un nuevo recinto. Lo atravesó y delante de él vio el templo enorme, verdoso y roído por el tiempo, con un frontispicio ancho que reposaba sobre capiteles de potentes columnas, casi chatas, pero que se adelgazaban en lo alto, y del conjunto de las cuales surgía un bloque redondeado. Con trabajo, ayudándose de sus manos y suspirando, pues el corazón estaba a cada momento más angustiado, Hans Castorp subió los altos escalones y llegó a la selva de columnas. Ésta era muy profunda y paseó por ella como entre los troncos del bosque de cedros, evitando el centro. Pero volvía siempre y se encontró en un lugar donde las hileras de columnas se separaban ante un grupo de estatuas, de dos figuras de mujer talladas en piedra, sobre un zócalo, al parecer la madre y la hija: una sentada, de más edad, más digna, muy clemente y divina, pero con los párpados tristes sobre sus ojos vacíos y sin pupilas, envuelto en una túnica de pliegues, cubiertos con un velo sus cabellos ondulados de matrona: la otra de pie, enlazada maternalmente por la primera, con un rostro redondo de muchacha, los brazos y las manos juntos y ocultos entre las ondas de su pelo.

Mientras Hans Castorp contemplaba el grupo, su corazón, por oscuras razones, se hacía más pesado, más angustiado, más cargado de presentimientos. Apenas se atrevía -y era preciso, sin embargo-, a rodear esas figuras para franquear, tras ellas, la segunda doble hilera de columnas; la puerta de bronce del santuario estaba abierta y las rodillas del desgraciado vacilaron ante el espectáculo que descubrió su vista. Dos mujeres de cabellos grises, medio desnudas, de senos colgantes y pezones tan largos como dedos, se entregaban allá dentro, ante las llamas del brasero, a espantosas manipulaciones. Sobre una crátera descuartizaban a un niño, lo descuartizaban en medio de un silencio salvaje, con sus manos -Hans Castorp veía los finos cabellos rubios manchados de sangre- y devoraban los pedazos haciendo crujir los pequeños huesos dentro de sus bocas, mientras la sangre rezumaba por sus espantosos labios. Un estremecimiento helado inmovilizó a Hans Castorp. Quiso taparse los ojos con las manos pero no lo consiguió. Quiso huir y no pudo. Ellas, que le habían visto, sin suspender su abominable trabajo, agitaron sus puños ensangrentados y le injuriaron sin voz, con la mayor grosería, en términos obscenos, y eso en el idioma del país de Hans Castorp. Se sintió mal, peor que nunca. Desesperadamente quiso huir de aquel lugar y, al hacer un esfuerzo, cayó junto a la columna. Con los oídos llenos de aquellas horribles palabras, se encontró apretado contra la cabaña, caído en la nieve, con la cabeza apoyada y los esquíes tendidos delante de él.

No se hallaba, sin embargo, verdaderamente despierto: parpadeó únicamente satisfecho de haberse desembarazado de aquellas atroces arpías, pero no distinguía claramente -ni se preocupaba mucho- si estaba apoyado en una columna del templo o en una cabaña, y su sueño continuaba en cierto modo, no ya en imágenes, sino en pensamientos, de una manera no menos atrevida y extraña.

«Me parece que se trata de un sueño -murmuró para sí mismo-. Sueño, a la vez encantador y espantoso. En el fondo, ya lo he sabido siempre y todo ha sido concepción mía, el parque y la bella humedad, y lo que ha seguido, tanto lo bello como lo feo, ya lo sabía por adelantado. ¿Pero cómo se puede saber y construir una cosa semejante, tan encantadora y espantosa? ¿De dónde he sacado yo ese bello golfo sembrado de islotes y luego el recinto del templo hacia el cual me han dirigido las miradas de ese adolescente que se hallaba solo? No se sueña únicamente con su propia alma, según me parece, se sueña de un modo anónimo y colectivo, aunque con su propia materia. La gran alma de la cual tú no eres más que una partícula, suena a través de ti, a tu manera, cosas que en secreto sueña siempre de nuevo -de su juventud, de su esperanza, de su felicidad, de su paz… y de su escenario sangriento-. Heme aquí apoyado en mi columna, y tengo todavía en mi cuerpo los verdaderos vestigios de mi sueño, el escalofrío glacial que he experimentado ante la escena sangrienta y también la alegría del corazón, la alegría que experimenté delante de la felicidad y los piadosos usos de la humanidad blanca. Me corresponde, lo afirmo, me corresponde por derecho el encontrarme tendido aquí y soñar tales cosas. He aprendido mucho, entre las gentes de aquí, sobre la sinrazón y la razón. Me he perdido con Naphta y Settembrini en las montañas más peligrosas. Sé todo lo del hombre, he escrutado su carne y su sangre, he restituido a la enferma Clawdia Chauchat el lápiz de Pribislav Hippe. Pero quien conoce el cuerpo conoce la vida y conoce la muerte. Y eso no es todo, a lo más un principio, si uno se coloca desde el punto de vista pedagógico. Es preciso añadir el otro aspecto, el reverso. Pues, por interés que se siente hacia la muerte y la enfermedad, no es más que una forma del interés que se experimenta por la vida, como lo demuestra la facultad humanista de la medicina, que se dirige en un latín tan cortés a la vida y a la enfermedad y que no es más que una variedad de esa única, de esa grande y anhelante preocupación que quiero llamar con toda simpatía por su nombre: es el hijo mimado de la vida, es el hombre, su estado y su posición… Los conozco bastante bien: he aprendido mucho entre esas gentes de aquí arriba, he subido muy alto por encima del país llano, hasta el punto de haber perdido casi el aliento; pero desde la base de mi columna disfruto de una vista que no me parecía mala… He soñado sobre el estado del hombre y su cortés comunidad, inteligente y respetuosa, detrás de la cual se desarrolla en el templo la espantosa escena sangrienta… ¡Qué corteses y encantadores eran esos hombres del sol, teniendo en el fondo esa cosa atroz! Sacan de ella una conclusión sutil y muy galante. Quiero, con toda mi alma, quedarme con ellos y no con Naphta, como tampoco con Settembrini: los dos son unos charlatanes. El uno es sensual y perverso, y el otro no toca nunca más que el pequeño cuerno de la razón y se imagina que puede llevar a ella incluso a los locos. ¡Qué falta de gusto! Es el espíritu primario y la ética pura, es la irreligión; completamente de acuerdo. Pero tampoco quiero, en modo alguno, pasarme al partido del pequeño Naphta, a su religión, que no es más que un guazzabuglio de Dios y del diablo, del bien y del mal, buena para el individuo que se tire de cabeza a fin de hundirse místicamente en lo universal. ¡Qué dos pedagogos! Sus disputas y sus desacuerdos no son en ellos mismos más que un guazzabuglio y un confuso estrépito de batalla que no puede aturdir a quien tenga el cerebro libre y el corazón piadoso. ¡Y ese problema de la aristocracia con su nobleza! Vida o muerte, enfermedad, salud, espíritu y naturaleza, ¿son contrarios? ¿Son eso problemas? No, no son problemas, y el problema de su nobleza no es un problema. Lo irrazonable de la muerte se desprende de la vida; si no, la vida no sería vida, y la posición del homo dei se halla en el centro, con la falta de razón y con la razón, de la misma manera que su posición está entre la comunidad mística y el individualismo inconsciente. Eso es lo que veo desde mi columna. En esta posición es preciso tener con uno mismo relaciones refinadas, galantes y amablemente respetuosas, pues uno solo es noble y los contrarios no lo son. El hombre es el dueño de las contradicciones, éstas existen gracias a él y, por consiguiente, es más noble que ellas. Más noble que la muerte, demasiado noble para ella, y ésa es la libertad de su cerebro. Más noble que la vida, demasiado noble para ella, y eso es la piedad de su corazón. He rimado un sueño poético sobre el hombre. Quiero acordarme, quiero ser bueno. ¡No quiero conceder a la muerte ningún poder sobre mis pensamientos! Pues en eso consiste la bondad y la caridad, y en nada más. La muerte es una gran potencia. Uno se descubre y anda a paso rítmico sobre la punta de los pies, ante su proximidad. Lleva la golilla de ceremonia del pasado y se viste severamente de negro en su honor. La razón es tonta ante la muerte, pues no es nada más que virtud, mientras que la muerte es libertad, la falta de razón, la ausencia de forma y la voluptuosidad. La voluptuosidad, dice mi sueño, no el amor… ¡La muerte y el amor es una mala rima, un mal gusto, una falsedad! El amor hace frente a la muerte; él solo, no la virtud, es más fuerte que ello. Él solo, no la virtud, inspira buenos pensamientos. La forma también sólo está hecha de amor y de bondad, la forma y la civilización de una comunidad inteligente y amistosa, y de un bello listado humano -con el sobrentendido discreto de la escena sangrienta-. ¡Eso ha sido soñado con claridad y bien «gobernado»! Quiero reflexionar. Quiero conservar en mi corazón mi fe en la muerte, pero quiero acordarme claramente que la fidelidad a la muerte y al pasado no es más que vicio, voluptuosidad sombría e inhumana, cuando dirige nuestros pensamientos y nuestra conducta. El hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos en nombre de la bondad y del amor. Y pensando esto, yo, Hans Castorp, el hijo mimado de la vida, me despierto…

«Así he seguido mi sueño hasta el final. Desde hace tiempo buscaba esa palabra: en el lugar en que Hippe se me apareció, en mi balcón y por todas partes. Mis investigaciones me llevaron luego a las montañas cubiertas de nieve. Ahora la poseo. Mi sueño me lo ha revelado claramente, de manera que ya lo sé. Sí, estoy encantado y animado. Mi corazón late con fuerza y sabe por qué. No late solamente por razones físicas, no late por la misma razón que las uñas de un cadáver continúan creciendo, late humanamente, y en verdad se siente feliz. Es un libro esa palabra de sueño, mejor que el oporto y la cerveza, y me circula por las venas como el amor y la vida, y por eso no deseo arrancarme a mi sueño y a mi soñar, sueño que, como sé, pone en grave peligro mi vida joven… ¡Abiertos, abiertos! ¡Los ojos abiertos! ¡Esos son tus propios miembros, tus pies en la nieve! ¡Recógelos y ponte en pie! ¡Toma..! ¡Hace buen tiempo!»

Era terriblemente difícil la liberación de los lazos que le retenían y que intentaban mantenerle en el suelo, pero el empuje que había tomado era más fuerte. Hans Castorp se apoyó en un codo, tendió enérgicamente las rodillas, tiró, se apoyó y se puso en pie. Pisoteó las nieves con sus plantas, se golpeó los brazos y sacudió los hombros, lanzando animadas miradas curiosas por todas partes y hacia el cielo, en donde un azul pálido aparecía entre los velos sutiles de las nubes de un gris azul que resbalaba suavemente y que descubrían los delgados cuernos de la luna.

Ligero crepúsculo. ¡Nada de tempestad de nieve! La pared rocosa del otro lado con su espalda erizada de pinos, era visible plenamente y reposaba en paz. La sombra subía hasta media altura y la otra mitad se hallaba delicadamente iluminada de rosa. ¿Qué pasaba, cómo se comportaba, pues, el mundo? ¿Era por la mañana? ¿Había pasado Hans Castorp la noche en la nieve, sin morir de frío, como ocurría siempre, según podía leerse en los libros? Ninguno de sus miembros estaba muerto, ninguno se rompía con un ruido seco, mientras él se debatía, se movía y se esforzaba en reflexionar sobre su situación. Sus orejas, las puntas de sus dedos, los dedos de sus pies estaban entumecidos sin duda, pero nada más, cosa que ya le había ocurrido con frecuencia cuando permanecía tendido en el balcón.

Consiguió sacar el reloj. Andaba. No se había detenido como acostumbraba hacer cuando se olvidaba de darle cuerda. No marcaba todavía las cinco, ni mucho menos. Faltaban aún doce o trece minutos. ¡Sorprendente! ¿Era, pues, posible que no hubiese permanecido aquí, tendido en la nieve, más que diez minutos o un poco más, y que hubiese inventado tantas imágenes alegres y espantosas y tantos pensamientos temerarios, mientras el tumulto hexagonal se disipaba con la misma rapidez con que había llegado? Además, había tenido una gran suerte para hacer posible su regreso, pues por dos veces sus sueños y sus fábulas habían adquirido tal aspecto que le habían sobresaltado, reanimado el cuerpo, primero de espanto, luego de alegría. Parecía que la vida había tenido buenas intenciones para con su hijo mimado y extraviado…

Sea lo que sea, y aunque fuese por la mañana o por la tarde -sin duda alguna era el principio del crepúsculo vespertino- no había nada en las circunstancias ni en el estado personal que pudiese impedir a Hans Castorp regresar al Sanatorio, y esto es lo que hizo.

Con un empuje magnífico, con una especie de vuelo de pájaro, descendió hacia el valle, donde ya brillaban las luces cuando llegó, a pesar de que los restos de una claridad conservada por la nieve hubiese bastado plenamente. Descendió por el Brehmenbühl, a lo largo del Mattenwald, y llegó a las cinco y media a Dorf, dejando los esquíes en la tienda y descansando en la celda del desván de Settembrini, al que dio cuenta de la tempestad de nieve por la que se había dejado sorprender.

El humanista se mostró muy alarmado. Movió la mano por encima de su cabeza, riñó enérgicamente al imprudente que había corrido tal peligro y encendió la lámpara de alcohol, que dejaba oír pequeñas explosiones, para preparar café al joven agotado, un café cuya fuerza no impidió a Hans Castorp el dormirse sobre la silla.

La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado.

Créditos
Thomas Mann, "La montaña mágica", traducción de Mario Verdaguer
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