Lunes. Principios de julio. Dos de la tarde. El primer bocado de tonnarelli alla gricia de la Osteria Cinti acaba de conseguir una hazaña: hacernos olvidar por un momento el infierno de la circunvalación romana al comienzo del verano. Para llegar hasta aquí, hay que entrar en ese laberinto de hormigón: entras; sabes que un día saldrás, pero no cuándo ni cómo. Hay que confiar un poco, sobre todo, en la suerte. En resumen, estás en Roma. No en la Roma de los turistas estadounidenses, sino en la verdadera y eterna desde hace varios milenios.

Gian Alfonso Pacinotti, más conocido como Gipi, está sentado frente a mí; él también tiene tonnarelli en el plato. Sobre la mesa, una botella de Ferrarelle, chícharos a la vinagreta. Después, un trozo de tarta casera de fresas y un café.

La Osteria Cinti es como su casa. Viene aquí todos los días. Nuestra conversación empezó a las once de la mañana en su taller y terminó a las tres y media, después de dos platos de pasta, por desgracia, uno cada uno.

Usted es de Pisa, en la Toscana. ¿Cómo acabó en Roma?

Vine aquí por una de las razones más viejas del mundo: me enamoré de alguien que vivía en Roma y yo estaba convencido de que, como tantos romanos, era inamovible: no podía, no podría irse nunca de Roma. Sin embargo, ella me dijo más tarde que podría haberse mudado, incluso a la Toscana. Al final, fui yo quien se mudó. Vine a vivir con esta persona, que muy pronto se convirtió en mi esposa. Así que no pensé en la elección de la ciudad: ni en su ubicación, ni en su clima, ni en su ambiente cultural. Nada de nada. Vine simplemente porque ella estaba aquí. Si hubiera estado en Gabón, me habría ido a Gabón.

Durante muchos años, no aprecié dónde estaba.

Me gustaba la razón por la que estaba aquí, pero no el lugar. Fue un shock: soy de provincia, siempre he estado acostumbrado a una vida más bien sencilla y tranquila, a menudo en el campo; aquí también estoy, en cierto modo, en el campo. Pero cada vez que iba a la ciudad, me chocaba el ambiente que encontraba. El choque estaba relacionado con una cosa muy sencilla. Como no vivía en el Trastevere —donde, paseando, se ve lo mejor de los adoquines del centro histórico—, siempre tenía que tomar el coche. Y tomar el coche en Roma siempre ha sido una pesadilla para mí. No estaba acostumbrado. Además, no me llevaba bien con nadie. Mejor dicho, hice algunas amistades, pero no duraron mucho. Así que estaba un poco recluido en mi casa. Podría haber estado en cualquier parte.

Entonces ocurrió algo.

No puedo explicar por qué, pero un día estaba en un cruce con mi scooter y, en medio del tráfico, aceleré. Me dije: «¡Sí, vamos a morir!”. Creo que ese es el planteamiento que tiene cualquier conductor de scooter al entrar en una encrucijada romana: estás jugando a los dados con tu destino. Me preguntaba: «¿Lo conseguiré o no?”. A partir de ese momento, todo me importó un bledo: mi seguridad, el código de circulación, todo. Perdí todo civismo. Y tengo que decir que eso me calentó el corazón. He cambiado mi forma de conducir, tanto el scooter como el coche. Antes iba con cuidado y sólo aparcaba donde podía. Eso me parecía parte de las reglas inmutables de la convivencia civilizada. Aquí, no puedes respetarlas si quieres sobrevivir. De eso me acababa de dar cuenta.

Un día, ocurrió algo. No puedo explicar por qué, pero estaba en un cruce con mi scooter y, en medio del tráfico, aceleré. Fue entonces cuando empecé a volverme un poco romano.

Gipi

Luego empecé a frecuentar ambientes y situaciones que me obligaban a permanecer cada vez más dentro de la ciudad. Oficinas, prefecturas… Durante un tiempo, me encontré entre los miserables, por la noche, en la oficina de inmigración. Fue entonces cuando empecé a hacerme un poco romano. Me tomó diez años; o bueno, si se tiene en cuenta que este episodio ocurrió hace tres años, me tomó siete.

¿La ciudad eterna, cuna de nuestra civilización, se ha convertido en una ciudad muy disfuncional?

Roma exige una transformación antropológica que ya se produjo en mí. Espero quedarme atascado en el metro cuando me subo. Es una especie de esticazzi ampliado,1 que contamina todos los aspectos de la vida. Una vez que lo entiendes, una vez que has superado ese obstáculo, una vez que ha sucedido, es un alivio, es incluso muy agradable.

Evidentemente, los que sueñan con una vida civilizada esperan no tener que llegar nunca a ese punto. Pero aquí había que elegir, como dicen en Pisa, entre beber… o ahogarse. Así que cambié, me volví descuidado: tenía fijación por la puntualidad, por ejemplo. Antes no llegaba ni un minuto tarde a una cita, nunca. Ahora no considero un problema llegar 45 minutos tarde.

«Antes iba con cuidado y sólo aparcaba donde podía. Eso me parecía parte de las reglas inmutables de la convivencia civilizada. Aquí, no puedes respetarlas si quieres sobrevivir. De eso me acababa de dar cuenta». © David Allegranti

¿Se ha romanizado?

Me he romanizado totalmente.

Aquí he encontrado lazos afectivos y son éstos los que marcan la diferencia. No sé lo que es ir a Pigneto o a San Lorenzo. Nunca voy allí. Pero tengo contactos de aquí. Tengo muy pocos amigos de verdad. Puede que tenga un amigo romano de verdad. Los demás se han mudado todos aquí. Durante muchos años pensé: «Quiero irme, quiero volver a la Toscana, quiero volver a la vida más sencilla que tenía antes». Ahora, por el contrario, echaría mucho de menos a los amigos que tengo aquí; ellos me mantienen aquí. Hoy estoy jodido, soy romano.

Si la ciudad ha romanizado sus hábitos, ¿también ha cambiado su obra?

Sólo en el último libro que escribí, Stacy, un libro que requería escenarios muy realistas, utilicé los paisajes de aquí; las vistas, los lugares, los bares, sobre todo las formas de actuar y de decir las cosas, realmente las transpuse con topónimos precisos. No quería inventar nada, quería que todo fuera real.

Stacy

Es como si tuvieran una carga simbólica para mí: toda la gente del mundo del cine y la televisión que pretende escribir algo para Netflix; todos los directores, todos los actores. Aunque, en realidad, muy pocos lo hagan. Me encantó retomar ese alarde, como atmósfera para insuflar aire a mi historia. Me pasó exactamente lo mismo cuando estuve en París. Nunca fui a dibujar una vista bonita de París: cuando tengo que dibujar, suelo dibujar las vistas que se han quedado en mi cabeza desde que era joven, las vistas de la provincia donde crecí. Nunca dibujaría el Coliseo y nunca podría dibujarlo, a menos que hubiera una razón muy concreta para hacerlo. Pero si un día vuelvo a Pisa y veo la calle principal detrás de la Coop alla Fontina, que no tiene nada de objetivamente bella, se me conmueve el corazón: quiero tomar pinceles y hojas de papel y pintar.

Hoy estoy jodido, soy romano.

Gipi

Pero, ¿por qué?

En el arte, siempre estás desenterrando trozos de tu infancia. Las luces, las nubes que tienen la misma textura extraña que cuando era niño, o el ferrocarril que pasaba por detrás de la casa de mi madre, me producen una emoción artística.

En Roma, la confusión y el humor romanos me inspiran. También me encantan los insultos vulgares proferidos en las peleas callejeras, hasta el punto de que cuando escribo cosas que me hacen reír, siempre mezclo modismos toscanos y romanos. Hay algunas palabrotas sin las que no podría vivir.

¿Por ejemplo?

Mortacci tua, esticazzi.2 No sé cómo me las arreglaba antes sin ellas.

¿Qué de la toscana ha conseguido importar aquí?

No he perdido ni un ápice de mi acento. Es muy importante para mí.

Cuando vienen a visitarme mis viejos amigos de Pisa, como Davide, un amigo muy querido con el que hago música, hablamos como viejos de Riglione, es decir, de nuestro barrio, incluso en el lenguaje y las entonaciones, que nunca he utilizado y no me gustan en realidad.

Nunca había pensado que existiera la nostalgia del terruño, ese sentimiento de pertenencia a un lugar. Pero está claro que existe. Para mí, viene a través del acento.

¿Tiene nostalgia?

Tengo nostalgia de la época en la que no sabía nada, de esa inocencia.

También pasé por la fase en la que veía Roma como un lugar maravilloso. Las pocas veces que fui, me seducía la luz y soñaba con vivir en un lugar así. Había una carga simbólica que luego se rompía con la realidad de las cosas. Sigo teniendo nostalgia de la ignorancia del pasado, de la incomprensión de la realidad de ciertos aspectos de la vida que todos estamos demasiado contentos de no conocer.

En Pisa, cuando necesitaba algún tratamiento, llegaba al hospital en diez minutos, entraba a mi cita y me iba a casa. Todo era más pequeño. Ir al hospital Gemelli de Roma es una odisea. Tardo una hora en llegar y otra en volver. Una vez allí, hay que esperar encontrar aparcamiento, luego entrar a ese edificio gigantesco que es el Gemelli y, una vez ahí, perderse.

¿Tiene que reservar un día para cada viaje importante?

Sí, todo es así. Incluso encontrarse con alguien es difícil. Hay que planear las citas con antelación, y luego siempre existe la posibilidad de que se cancelen porque uno se queda atascado en algún sitio. En Pisa, una llamada de teléfono y estábamos a cinco minutos, diez como mucho. Es bastante parecido a París: solíamos quedar con amigos en el metro. Sólo teníamos que avisar con ocho minutos de antelación y podíamos tomar una cerveza, tocar música o ver una exposición.

Siento nostalgia de los días en que no sabía nada.

Gipi

¿Extraña París?

No, no me siento a gusto en París.

¿Cuánto tiempo estuvo allí?

De 2007 a finales de 2010, creo. Es un periodo que asocio con Ségolène Royal. Lo recuerdo porque vino a pedirme que le firmara un libro en el Festival de Angulema. Eso fue en 2006. No sabía quién era. Hay una foto de nosotros juntos, pero la perdí.

Hábleme de la Osteria Cinti, donde estamos sentados en este momento, comiendo tonnarelli.

Si no fuera por la Osteria Cinti, me iría.

Es mi segunda familia. Es una trattoria familiar donde me han acogido de una forma que nunca creí posible. Con absoluto cariño.

Cuando tenía Covid, los dueños de la Osteria Cinti me dejaban sopa de garbanzos en la puerta. Gratis, de hecho, porque nunca quisieron dinero a cambio. Son gente maravillosa. Se palpa nada más entrar: es una familia de gente que se quiere, que trabaja junta, que produce pero que, al mismo tiempo, da de comer a gente con dificultades o que no tiene dinero para pagar. La Osteria Cinti es lo mejor de la sociedad.

¿Quién viene a la Osteria Cinti?

Veo a la gente que viene todos los días. Siempre son los mismos clientes, siempre a las mismas horas. Trabajadores, agricultores, que vienen a comer… Los viernes, cuando la Osteria está cerrada, los encuentro desperdigados por los otros bares.

Se nota que están muy perdidos.

Por supuesto, siempre encontrarán otra mesa acogedora donde sentarse a tomar un Campari a las once de la mañana, pero no es lo mismo. Lo único que esperan con impaciencia es el día siguiente, cuando por fin puedan volver a Cinti.

La Osteria Cinti es una comunidad. No hay mucho que hacer al respecto: es una comunidad que tiene una connotación similar a la que existía en el barrio donde yo vivía. Existía el bar de la esquina, igual que existe el bar del pueblo. La Osteria Cinti es un pueblo.

«La Osteria Cinti es lo mejor de la sociedad». © David Allegranti

Entre sus vecinos hay otra persona famosa. Un político de renombre, exministro en los gobiernos de Berlusconi y Draghi: Renato Brunetta. ¿Se conocen?

Nos conocemos como buenos vecinos y tenemos una relación cordial. Siempre es muy amable y afable, al igual que su mujer. Una noche me invitaron a cenar.

Por desgracia, no les devolví el favor: mi casa está demasiado desordenada para invitar a la gente a cenar. No tengo espacio, ni platos, ni tenedores, ni la mesa adecuada. Tengo una mesa pequeñita y siempre es para Chiara y para mí, o para Chiara y su madre. No pude devolverle el favor, pero pasamos una velada muy agradable, es muy amable. Recuerdo que no hablamos mucho de política. En aquella época, el gobierno estaba dominado por el Movimiento 5 Estrellas. Los dos estábamos en la misma onda: una cierta «hostilidad» hacia el ejecutivo.

Este mes se publican en Francia dos de sus cómics, Stacy y Barbarone. ¿Podría presentárnoslos?

Barbarone es el primer volumen de una trilogía de cómics de ciencia ficción sobre las aventuras de un insólito explorador espacial llamado Barbarone. Es un imbécil con un hocico grande. Sus amigos son personajes igualmente inverosímiles, con los que vive aventuras por la galaxia. Es la primera historia puramente cómica que he escrito.

Barbarone

Stacy es todo lo contrario. Es un libro nacido de un momento doloroso, que cuenta la historia de una persona de la alta sociedad, un guionista de éxito que vive en círculos sociales muy elegantes y que, por algo que dijo en una entrevista, se ve envuelto en una gran ola de difamación online que le hace perder todos los privilegios que había ganado. Se propone recuperar todo lo perdido, pero en compañía de un demonio, aparecido en el momento de su mayor desesperación, que lo acompaña y lo incita a la destrucción y a la autodestrucción. Incluso para mis estándares, es un libro agresivo.

¿Le costó escribirlo?

En aquel momento estaba lleno de ira y necesitaba canalizarla para que no se manifestara en la vida real y en mis relaciones con los demás, así que la decanté en esta historia. Es una historia en la que empujé lo desagradable. El personaje principal es horrible. Pero también lo son los demás personajes: son oportunistas sin ningún principio moral. El único por el que siento cierta simpatía es el demonio, que quiere destruir toda la vida.

Es un libro especial y espero no tener que escribir nunca otro igual. Pero estoy contento con él. Ganó un premio en Nápoles y sé, aunque no estuve allí, que algunos de mis colegas del mundo del cómic lo abuchearon. A mí me gustó mucho.

Es un libro que vuelve loca a la gente. A los ojos de la comunidad del cómic italiano, sobre todo de la nueva generación, soy un hombre viejo, blanco, heterosexual, reaccionario y anticomunista. Tienen razón en dos cosas: soy viejo y anticomunista. Me gusta señalar esto: cuando voy a reuniones públicas y el público se gana mi causa porque los hago reír o les cuento una historia conmovedora, siempre digo que soy anticomunista para ver cómo reacciona la gente. En general, es como apuñalarlos por la espalda. Siempre lo digo con intención provocadora, pero no deja de ser cierto.

Pero también es antifascista.

Por defecto.

Esa no es la cuestión. Pero no entiendo cómo se puede ser antifascista y al mismo tiempo tener simpatías por la otra ideología. No entiendo cómo se puede decir que era bueno desear la dictadura del proletariado.

Soy un demócrata estúpido, amo la democracia, incluso con todas sus distorsiones. Amo la libertad por encima de todo. Lo siento por el proletariado, pero no quiero su dictadura. Incluso cuando pertenecía al proletariado, nunca soñé con estar en posición de dar órdenes.

La gricia è finita, se ne potrebbe avere un’altra?

Notas al pie
  1. Un intraducible que no tiene el mismo significado si estás en Milán o en Roma, donde expresa un signo de desdén que podría traducirse, aunque imperfectamente, como «¿y qué?», o un aún más distante «¿y ahora?
  2. Ver nota 1.