Superviviente de las grandes convulsiones políticas del siglo XX y de la pandemia de Covid-19, Mario Tronti, nacido en 1931, falleció el lunes 7 de agosto a la edad de 92 años. Figura intelectual de primer orden en la escena política italiana de la segunda mitad del siglo pasado, Tronti seguirá siendo un testigo clave del destino de la política occidental contemporánea.
Es difícil pensar en otro intelectual europeo que pasara de la cultura del Partido Comunista y el horizonte de la política revolucionaria —fue cofundador de la influyente revista Classe Operaia— a la participación parlamentaria –como senador por el Partito Democratico el partido de la izquierda italiana– para terminar con un profundo compromiso con la gramática teológico-política del cristianismo occidental –llegando incluso a profesar una inequívoca admiración por el pontificado de Benedicto XVI, la actitud teológica de una izquierda que ha sido calificada de «marxista ratzingeriana»—. El pensamiento y la actividad política de Tronti, como los de Carl Schmitt, bien podrían situarse bajo el signo del aventurero, es decir, de alguien que se empeña en asumir riesgos, contra todas las manos tendidas por el sentido común. De hecho, Tronti gravitaba entre el ethos de dos figuras distintas: el aventurero arriesgado y el político por vocación. Pero, en el fondo, estaba convencido de que sólo el primero podía permitir a un político apasionado cumplir verdaderamente su tarea.
Desde sus primeros trabajos sobre la clase obrera y la autonomía de la política en Operai e capitale (1966) hasta su confrontación con el crepúsculo de la política en La politica al tramonto (1998), pasando por sus textos posteriores sobre teología política (diálogos con Schmitt, Benjamin, Taubes, o Quinzio) y una praxis de la contemplación, constitutiva de un enfoque monástico, el torbellino político y esotérico de Tronti se comprimió en un axioma dialéctico particular, una obsesión: ¿cómo puede sostenerse la pasión por la forma política frente a todos los aparatos de neutralización? Por estos aparatos entendemos: la economía, el movimiento de la filosofía de la historia, la aspiración a la utopía de la producción socialdemócrata y la absorción frente a la constitucionalización avanzada por la «revolución de los derechos» al final de la era moderna. Hay que señalar que la temprana insistencia de Tronti en una «estrategia del rechazo» impregnó su pensamiento hasta el final. Para él, el maquis de la revolución no era ni una pedagogía cultural ni una abstracción histórica –siempre derrotada gracias a la astucia del capital–, sino la posibilidad de provocar el cisma de la transformación en el mundo. Por eso Tronti nunca dejará de insistir –con claros ecos de Warburg que han pasado en gran medida desapercibidos– sobre el hecho de que la clase obrera debe ser la encarnación de una clase pagana, ruda y corpórea, que se niega a ser soluble en la civilización capitalista mecanicista que había hecho pagar un alto precio a todas las revoluciones «exitosas» del siglo XX: el aplastamiento de todo potencial de esta clase pagana partisana. Esta es otra lección que hay que aprender.
Autoproclamado «revolucionario conservador» –invirtiendo los términos de la famosa tipología de Armin Mohler– Tronti aceptó la idea de Joseph De Maistre en sus Considérations sur la France (1796) de que la revolución moderna ordena metafísicamente la especie humana en nombre del monopolio de la civilización de la producción y de la producción del tiempo futuro. La imaginación revolucionaria de Tronti se aparta del dogma central del desarrollo revolucionario moderno porque, para él, la revolución puede pensarse como un punto excéntrico, es decir, como una curvatura destituyente que permite la emergencia de una forma política nítida. Una revolución fundada en la primacía de la economía política e ilusionada por la conquista de una totalidad integrada de agentes políticos sólo serviría –por desgracia– a la hegemonía de una humanidad moral obsesionada con enemigos absolutos a los que perseguir y destruir. En la estela de la creciente despolitización de las democracias occidentales contemporáneas –ordenadas por la tiranía de los valores mediante la aplicación arbitraria y eficaz del incremento legalista de los poderes públicos – no sería difícil validar hoy la hipótesis de Tronti.
Por eso, a partir de 2008, se volcó en un proceso revolucionario que podría desembocar en una «contrarrevolución compacta» claramente definida por el reconocimiento de la enemistad y la distinción formal, y garantizar así la superación de la moralización esporádica que alimenta tanto la hegemonía como la gobernanza administrativa. Más que un discípulo de Karl Marx, Mario Tronti se veía a sí mismo como un heredero del concepto de política de Carl Schmitt, entendido como el excedente concreto de toda realidad social. En otras palabras, fue en la obra de Tronti donde el marxismo herético se dio cuenta por fin de que el excedente de la política tiene prioridad sobre el excedente económico descubierto por la economía política clásica y la teoría del valor trabajo. La resistencia existencial de Tronti a la angustia de las revoluciones modernas se inscribe en este límite: su obstinada insistencia en la energía polémica parcial y partidista de la política.
Sólo en este sentido el largo ejercicio intelectual de Tronti se construye en torno a un núcleo duro de realismo. Pero esto requiere una especificación matizada: para Tronti, el realismo no consiste en desarrollar una hegemonía cultural o en tomar el poder para preservar, aunque sea precariamente, un mínimo de regulación institucional; el realismo consiste en sostener concretamente una forma partisana que, a su vez, generará una clara distinción entre amigo-enemigo. La insistencia en la irreductibilidad de la forma política pone en cuestión la organización irreversible de las mediaciones sociales del poder asignadas a los fines de administrar la reproducción y la redistribución del capital. La pasión abiertamente enfática de Tronti por la política encontró un extraño malestar tras la transformación interna del orden institucional occidental en un Estado administrativo encargado de optimizar y pacificar los conflictos sociales, desplazando al mismo tiempo lo político a una zona de penumbra permanente.
Para Tronti, el crepúsculo de la política occidental anuncia un tiempo de interregno. En este tiempo suspendido de la angustia, el problema de la «vida» se convierte en un problema central, mientras que el sujeto de la política desaparece. Por supuesto, un mundo sin transformación política es un no-mundo de nihilismo y apocalipsis, cuyo drama principal será la conflagración de dos imperii geopolíticos planetarios. Como me dijo Tronti en una conversación en 2019 1, la profundidad de la crisis actual de Occidente era para él una crisis de la autoridad en busca de su katejón –ese poder que frena evocado por San Pablo y luego explicitado por Schmitt en su defensa del ius publicum europaeum– capaz de generar nuevas condiciones metapolíticas para superar la crisis del Estado. Pero, ¿es imaginable una nueva política con este telón de fondo? Esta es precisamente la cuestión que se plantea en el ocaso de la secularización –y de su revelación en una guerra civil abierta e injustificada–.
¿Comprometerse con el nihilismo o retirarse? Durante los primeros meses de la pandemia, en colaboración con el pensador italiano Marcello Tarì 2, Tronti prefirió la opción del retiro: una praxis de la xeniteia monástica para salvar su alma de la aplastante aceleración de un mundo atroz y alienado. Para el último Tronti, la pasión revolucionaria se convierte en una revocación de la política moderna, sin abandonar el cisma contra la vida social como condición previa para la serenidad existencial. Está claro que cualquier transformación posible, ante el peso del derrumbe histórico de la modernidad, debe encontrarse en el largo tiempo de la gnosis. En la mirada contemplativa de un viejo revolucionario como Tronti, la promesa de mundanidad se mantiene precisamente porque la revolución se ha convertido en un asunto indecible y, sin embargo, inolvidable: «Vida mundana y reino, soledad y comunidad, institución e indigencia, fuerza y gracia, espíritu y ley, contemplación y combate, cada uno de estos pares de palabras nos devuelve al misterio del mundo, de la historia, y a lo que podríamos llamar la dimensión del más allá«. Se convirtió –y se afirmó como– un revolucionario en el exilio. Con este testamento, uno de los testigos políticos más lúcidos del siglo XX se despide largamente de las grandes ilusiones y de las flamantes luchas del edificio político moderno.