De los tres Estados neutrales que se incorporaron a la construcción europea en 1995, sólo queda uno: Austria. Mientras Finlandia y Suecia respondieron a la invasión rusa solicitando el ingreso a la OTAN, el país centroeuropeo no hizo lo propio. ¿Podría deberse a la profunda convicción de la opinión austriaca de que la neutralidad sigue siendo un modelo para el mundo de «después»? Lo más probable es que se trate de un rechazo superficial a discutirlo. “Austria fue neutral, es neutral y seguirá siendo neutral». Con estas palabras, el canciller austriaco Karl Nehammer cerró la puerta a cualquier debate el pasado mes de mayo, y volvió a rechazar la petición de abrirla en el primer aniversario de la guerra en Ucrania.
¿Cómo es posible que la «Zeitenwende» haya provocado dos reacciones tan diferentes? ¿Por qué el cambio de época produjo un debate, por un lado, y un no-debate, por otro? ¿Qué hay detrás de la cuestión de la neutralidad de Austria? ¿Y cuáles son las consecuencias internacionales y de seguridad para el país?
La trayectoria de la neutralidad en Austria
La neutralidad austriaca nació de la Guerra Fría. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el territorio nacional fue ocupado por las fuerzas aliadas, y la capital, Viena, se dividió en cuatro zonas de ocupación. Durante diez años, Austria estuvo bajo la amenaza de una «solución a la alemana», es decir, una división del país en esferas de influencia. La solución de la neutralidad, favorecida por el hecho de que el territorio austriaco era tan pequeño en comparación con el alemán, permitió que todas las potencias salieran beneficiadas. En efecto, para los Aliados, simbolizaba un compromiso claro y franco con la democracia. Para la Unión Soviética, impidió la entrada de Austria a la OTAN. Para Austria, significó recuperar su integridad territorial y su soberanía estatal.
Gracias a su habilidad, los dirigentes austriacos obtuvieron dos importantes concesiones. En primer lugar, la neutralidad austriaca se formó a partir del modelo suizo; se descartó el término más vago de «no alineado», ya que dejaba abierta la posibilidad de una interpretación más rusófila. En segundo lugar, no se estipuló ninguna cláusula de neutralidad en el Tratado de Estado austriaco (österreichischer Staatsvertrag), una especie de constitución contractual firmada por los Aliados y el gobierno austriaco en mayo de 1955 para iniciar la salida de las tropas de ocupación. Como símbolo del retorno de la soberanía, la neutralidad de Austria fue proclamada en el Parlamento el 26 de octubre de 1955 mediante la adopción de una ley constitucional. A partir de entonces, se eliminó todo riesgo de injerencia aliada y soviética en la política de neutralidad austriaca. La recién independizada República de Austria proclamó su «neutralidad permanente» (immerwährende Neutralität) de forma «voluntaria» (aus freien Stücken).
Desde el inicio, la política de neutralidad austriaca siempre fue muy flexible, como nos recuerda el embajador Brix, director de la Academia Diplomática de Viena, entrevistado para este artículo.
Bajo el liderazgo del socialdemócrata Bruno Kreisky, primero como ministro de Asuntos Exteriores (1959-1966) y luego como Canciller (1970-1983), se aplicó una política de neutralidad activa (aktive Neutralitätspolitik) promoviendo la imagen de un Estado pequeño, pacífico y constructor de puentes (Brückenbauer) entre las grandes potencias, mediando en sus disputas, conciliando durante la Guerra Fría. Ser neutral significaba algo más que ser imparcial ante el conflicto; los asuntos exteriores de Austria se dedicaban a la construcción activa de la paz. Por un lado, esa política se vio favorecida por un clima de «distensión» entre los dos bloques en los años setenta y, por otro, por la gran popularidad de Kreisky, expresada en las urnas por las mayorías absolutas de que gozaba el SPÖ (Partido Socialdemócrata), el cual tenía vía libre para gobernar sin el apoyo de los demócrata-cristianos (ÖVP).
Tras la era de Kreisky, el Ministerio de Asuntos Exteriores pasó a manos de los demócrata-cristianos. Bajo la dirección de Alois Mock (1987-1995), comenzó una nueva fase de la política exterior austriaca. Su plan consistía en basarla en dos ejes: la adhesión a la Comunidad Europea y una estrecha cooperación con los países de Europa Central en previsión de la inminente caída de la Unión Soviética. El dilema era a cuál de los dos favorecer, dados los limitados recursos de los asuntos exteriores austriacos. En una entrevista para este artículo, Paul Luif, profesor titular de la Universidad de Viena y destacado politólogo sobre la neutralidad austriaca, recuerda que se tomó la decisión de centrarse primero en la CE, y se descuidó a Europa Central. Pero al entrar a la Comunidad Europea, el gobierno austriaco estaba consciente de que pisaba una estrecha franja sobre el vacío: ¿cómo conciliar la neutralidad con las exigencias de la CE, en particular la plena participación en la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), condición previa para la adhesión? Austria (y dos países neutrales, Suecia y Finlandia) firmaron un protocolo levantando todas sus reservas. En derecho interno, Austria añadió el artículo 23j a su Constitución que establece que la neutralidad no bloqueará su participación en la PESC. «Estamos plenamente comprometidos con la Política Exterior y de Seguridad Común», confirmó recientemente Karoline Edtstadler, ministra para la Unión Europea y la Constitución, en una entrevista en febrero con la emisora pública ORF.
La adhesión a la Unión y el pleno compromiso con la PESC nos permiten cuestionar el actual estado de neutralidad. «¿Qué queda de nuestro amor?«, como cantaba Charles Trenet, es un reflejo del estado de ánimo de los austriacos de hoy respecto a la neutralidad del país. ¿Qué queda de ella? Los juristas hablan de una neutralidad «diferencial», reducida a su dimensión militar. En concreto, se basa en tres principios (las tres «n»): no participación en guerras; no pertenencia a alianzas militares; y no estacionamiento de tropas extranjeras en su territorio.
Al repasar la historia de Austria en los últimos 70 años, queda claro que la neutralidad cada vez carece más de sentido, se reduce a la mínima expresión. El 24 de febrero de 2022 podría haber sido un punto de inflexión en la política de seguridad del país. Lo fue para Suecia y Finlandia. Sus élites políticas consideraron que, para proteger a sus respectivos Estados, sólo era viable una opción: entrar a la OTAN. En Austria, la invasión no sólo no provocó un cambio en la doctrina de seguridad del país. Lo más sorprendente es que ni siquiera inició un debate sobre su estatus de neutralidad como primer paso para cuestionar su futura política de defensa y seguridad.
Una diferencia importante entre los dos casos es la opinión pública. En los países escandinavos, el cambio de postura de la opinión pública ha sido radical. Antes de que estallara el conflicto (en enero de 2022), sólo el 28% de los finlandeses y el 37% de los suecos estaban a favor de unirse a la alianza transatlántica. A finales de abril de 2022, las estadísticas mostraban un panorama completamente distinto: 65% (en Finlandia) y 54% (en Suecia) a favor. Por otro lado, los austriacos siguen muy apegados a la neutralidad, con una tasa de aprobación de entre el 70% y el 80%. ¿Cómo entender una reacción tan diferente? ¿Por qué los austriacos siguen tan apegados a su neutralidad?
La neutralidad: o cómo convertir dos derrotas en un relato nacional
La pieza central esgrimida por todos aquellos que no quieren entablar una conversación franca sobre la neutralidad puede resumirse en una palabra: identitätsstiftend. En el discurso público, ese atributo se utiliza para describir la neutralidad austriaca como «aquello que promueve la construcción de una identidad». Como resumió la ministra en su entrevista, «libertad, seguridad, prosperidad, paz: el camino austriaco hacia esos logros fue la neutralidad». Para una parte de la población de más edad, la neutralidad ha demostrado con creces su valía, sobre todo al mantener al país a salvo de la invasión soviética en 1956 y 1968, y sobre todo al propiciar el «milagro económico» de los años sesenta (principios de los setenta). Sin embargo, eso no es más que un mito porque, detrás de sus opciones de política económica, Austria nunca fue verdaderamente neutral, nunca estuvo fuera del contexto mundial.
Es cierto que la neutralidad es la base sobre la que se asienta la identidad nacional austriaca. Pero, en lugar de reducirla a una simple declaración para evitar la confrontación y la introspección, es imperativo comprender sus motivaciones. Para poder ver que la elección le impide a Austria posicionarse en relación con su pasado para mirar hacia el futuro.
El contexto histórico en el que nació la neutralidad austriaca es bastante particular. Aunque los dirigentes austriacos hayan jugado bien sus cartas y obtenido algunas victorias importantes, éstas sólo ocultan parcialmente la realidad de la situación: la neutralidad no es un acto voluntario, sino una elección impuesta desde el exterior.
Y, sin embargo, no es así como se representa en el imaginario colectivo nacional. Para entender los contornos, es necesario volver sobre algunos elementos de la historia austriaca. Desde al menos el siglo XVI, la posición de Austria entre las grandes potencias europeas venía determinada no sólo por su posición geográfica, sino también por su autodefinición como potencia germana o centroeuropea. El siglo XIX sacudió los cimientos del Imperio de los Habsburgo. Frente a las reivindicaciones nacionales y étnicas («el despertar de las naciones»), el Imperio se enfrentó a su propia indecisión, dividido entre su papel en el mundo germano, en declive ante la irreverencia prusiana, y la creciente importancia de su «flanco» oriental, sacudido por pueblos tan diferentes entre sí y cada uno en busca de su propia identidad; desde el punto de vista de Austria, el siglo XIX fue la fiebre identitaria de la Mitteleuropa. Así pues, si los Habsburgo se inclinaron hacia el Este, no fue por convicción, sino por necesidad.
El ciclo de definición de la identidad austriaca no concluyó sino hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, como nos recuerda el embajador Brix, en la historia de Austria no es posible encontrar revoluciones en las que basar su identidad nacional, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los grandes países (Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Inglaterra, Italia, etc.). Sin embargo, es posible mencionar dos revueltas que no fueron provocadas por el pueblo, sino por la derrota de las armas y las condiciones de paz. La primera (1918) despojó al Imperio y redujo a Austria al tamaño de un principado, con el establecimiento de sus actuales estructuras políticas. Sin embargo, la identidad austriaca no se refiere a ese acontecimiento. Toma como punto de partida un momento que, a primera vista, no se percibió como revolucionario: las negociaciones entre la Unión Soviética (y los Aliados) y la República de Austria en abril de 1955. Ello se debió, entre otras cosas, a que la retirada de las tropas (Staatsvertrag) y el acceso, más que el regreso, de Austria a la plena soberanía supusieron una separación clara y definitiva de Alemania. Aunque en 1918 los dos países se habían separado el uno del otro, la independencia de ambos Estados sólo fue efectiva tras la caída del Tercer Reich. El trauma de la pérdida del estatus de «gran potencia» había alimentado, en el periodo de entreguerras, el sueño de algunos nostálgicos de una unificación con Alemania y de proyectarse en una identidad alemana que les hubiera permitido recuperar la grandeza perdida.
De esas revueltas, y de la separación definitiva de Austria y Alemania, nació la Kleinstaatlichkeit (que puede traducirse como «condición de pequeño Estado»). Como explica el embajador, aceptar la condición de pequeño Estado está intrínsecamente ligado a la neutralidad. Kleinstaatlichkeit y neutralidad se convirtieron en los dos pilares de la Austria de posguerra. El primero se acepta porque aporta soberanía. El segundo se considera la «garantía» para asegurar su aplicación. La actual nación austriaca es el resultado de la relación entre todos esos elementos. Un ejemplo elocuente es el Día Nacional de Austria, el 26 de octubre, que no conmemora ni la liberación del nazismo (27 de abril de 1945) ni el establecimiento de la Segunda República (15 de mayo de 1955), sino la adopción de la ley constitucional sobre la neutralidad (Neutralitätsgesetz) el 26 de octubre de 1955.
La «vaca sagrada» de la política austriaca: ¿un juego político que termina siendo peligroso?
Anton Pelinka, uno de los politólogos más famosos de Austria, llamó a la neutralidad «el no muerto más famoso de Austria». Un poco como el cadáver del difunto papa Formosa, colocado en su trono en 897, en un famoso cuadro de Jean-Paul Laurens. Al negar su muerte, la imagen alude a la incapacidad de los austriacos de aceptar el verdadero fin de la neutralidad.
Nos encontramos así ante una paradoja: la neutralidad está cada vez más vaciada de significado, reducida a la mínima expresión, pero sigue siendo extremadamente popular entre los austriacos, que la equiparan con su identidad nacional, el pequeño Estado en medio de Europa. Es el colmo de la reconstitución geopolítica lanzada tras la guerra de Ucrania: sin Suecia y Finlandia, sólo quedan cuatro países neutrales en la Unión Europea, entre ellos tres islas (Irlanda, Malta y Chipre), y Austria. El mapa invita por sí solo a un examen inmediato de la neutralidad de Austria.
Sin embargo, sus reflexiones no incitan a los gobernantes a iniciar un debate sobre el tema. Al contrario, se ha convertido en una especie de «vaca sagrada» que no hay que molestar.
A nivel nacional, el único intento de cuestionar la neutralidad fue lanzado por Wolfgang Schüssel (ÖVP), primero como sucesor de Alois Mock y luego, en 2000, como canciller en coalición con el ultraderechista FPÖ dirigido por Jörg Haider. En los albores del siglo XXI, la neutralidad parecía agotada. Schüssel dijo célebremente en Austria: «Viejos elementos como el Lipizzano, los Mozartkugeln o la neutralidad ya no son adecuados para el complejo mundo del siglo XXI». Era el momento oportuno porque los dos partidos gobernantes abogaban por el mismo cambio. Desde 1997, el ÖVP quería ingresar a la OTAN, una decisión lógica puesto que los Estados vecinos ya habían iniciado las negociaciones para adherirse. Según su idea, Austria, en la Unión Europea y luego en la OTAN, podría asumir realmente su papel de «constructora de puentes» en la región. El FPÖ de Haider estaba abiertamente en contra de la neutralidad. Sin embargo, todos los intentos de sustituir la neutralidad por la proclamación del «no alineamiento» fueron abandonados. La modificación de la ley constitucional de 26 de octubre de 1955 estaba condicionada al voto del SPÖ, que veía con malos ojos el cambio, pues lo consideraba el primer paso hacia el ingreso a la OTAN. En las elecciones presidenciales de 2004, la población zanjó finalmente el debate a favor de la sacrosanta neutralidad, al convertirse la campaña electoral en un auténtico referéndum. La candidata del ÖVP y entonces ministra de Asuntos Exteriores, Benita Ferrero-Waldner, que unos años antes había escrito un alegato a favor del ingreso a la OTAN, cambió de postura ante sus votantes. Sin embargo, como no había salido a tiempo, Heinz Fischer (SPÖ), partidario de la neutralidad desde hacía mucho tiempo, ganó las elecciones. La cuestión quedó zanjada en las urnas.
Desde entonces, todos los partidos políticos (a excepción del pequeño partido liberal proeuropeo NEOS, fundado en 2012) han evitado debatirlo. Cuidándose de no disgustar a los votantes tan favorables al estatuto, prefieren mostrar una posición favorable a la neutralidad. Seguir a la opinión pública en lugar de moldearla en nombre del interés colectivo: una opción deplorable para el embajador Brix, que lamenta la negativa a entablar un debate abierto y franco sobre su utilidad. Comparte la opinión del profesor Luif de que el papel de la política es resolver los problemas de la gente no haciendo lo que uno cree que la gente quiere, sino haciendo lo que uno cree que es correcto en nombre de los intereses nacionales.
Lo que aún era posible en tiempos de paz parece ser contraproducente en tiempos de guerra. Por ejemplo, las hipotéticas cuestiones en torno a la cláusula de defensa mutua (artículo 42.7 del TUE) en el marco de la Unión Europea ya no parecen tan abstractas. Así lo ilustra la respuesta de Edstadler a la pregunta directa del periodista: ¿Prestaría Austria apoyo militar a Polonia o Lituania si cualquiera de esos países fuera atacado? Desde un punto de vista jurídico interno, la cláusula de defensa es aplicable («en el marco de la adhesión a la Unión Europea, hemos adaptado el marco jurídico de tal manera que se pueda activar la cláusula de defensa mutua»). Sin embargo, ante una pregunta tan directa, vacila, repitiendo que, llegado el caso, la decisión la tomaría el gobierno y, en particular, el ministro de Defensa.
Es cierto que, en su apoyo a Ucrania, Austria se diferencia de otros países occidentales en que sólo financia ayuda humanitaria, no la compra de armas letales. Sin embargo, se trata de una decisión gubernamental, no de una obligación de neutralidad. De hecho, según el artículo 23j de su Constitución, Austria no dispone de medios legales para impedir una resolución en el seno de la PESC. En otras palabras, no hay conflicto de normas entre la neutralidad y la participación en la PESC. En teoría, Austria podría por tanto votar a favor de utilizar el Fondo Europeo para la Paz para financiar material bélico para Ucrania. Sin embargo, por razones de política interna, Austria prefiere utilizar la herramienta de lo que denomina «abstención constructiva» para no obstaculizar las decisiones de la PESC, al tiempo que muestra su apoyo a la diplomacia de la Unión Europea. En el marco de la Unión, Austria no puede oponerse, por ejemplo, al paso por su suelo de vehículos blindados de Italia a Ucrania. Este comportamiento frente a las instituciones europeas permite al gobierno austriaco hacer una determinada declaración a su población: por un lado, afirmará que el Estado sigue siendo neutral, a pesar de la Unión. Por otro, en caso de fuerte resistencia de la población al paso de material militar por suelo nacional, el gobierno se eximirá de toda responsabilidad, escudándose en la limitación que suponen las directivas europeas. En realidad, esto es consecuencia de un simple hecho que los gobiernos se niegan a nombrar: «en el marco de la Unión Europea, ya no somos neutrales», como nos recuerda el profesor Luif.
La negativa de los partidos políticos a cuestionar la neutralidad y a tener el valor de abrir el debate es vista por unos y otros como un peligro para el país. Sobre todo porque los políticos se esconden detrás de ciertos argumentos, aparte de la cuestión de la identidad, para enmascarar su negativa a trabajar los temas a profundidad. Por ejemplo, a menudo hablan de la posición geográfica de Austria, «no compartimos frontera con Rusia» y de geopolítica, «estamos rodeados de Estados miembros de la OTAN». Además, alimentan la asociación en el imaginario popular de neutralidad con dos tópicos: «estamos protegidos por otros y no necesitamos gastar mucho dinero en nuestra defensa» y «utilizaremos ese dinero para mantener nuestro sistema social», un sistema del que los austriacos están muy orgullosos.
Las realidades que se esconden tras esos argumentos de autoridad son menos agradables. Tomemos, por ejemplo, la cuestión del presupuesto de defensa. Es cierto que la parte del PIB dedicada a defensa es muy limitada (en torno al 0.6/0.7%). Sin embargo, las cosas han cambiado mucho desde 1955. En primer lugar, «Austria es, desde el punto de vista de la política de seguridad, un free rider. La póliza de seguro la pagan nuestros vecinos. Los Estados miembros de la OTAN son los que nos protegen», como dijo acertadamente la exministra de Asuntos Exteriores Ursula Plassnik (ÖVP) en mayo de 2022. Además, Austria (a diferencia de Suiza, por ejemplo) tendría grandes dificultades para defenderse de un invasor (como admite con razón Edstadler). Enorgullecerse de un estatus como la neutralidad que va unido a un bajo gasto militar parece arriesgado. En general, según el embajador Brix, esos argumentos se basan más bien en una cierta forma de antiamericanismo (confirmado por el profesor Luif) y de anticapitalismo que pertenecen a las mentalidades heredadas de los años del fascismo y del nacionalsocialismo, tanto de derecha como de izquierda.
Pero los austriacos esconden el polvo bajo la alfombra. Para un país que está a tiro de piedra de un conflicto de alta intensidad (la frontera de Ucrania está más cerca de Viena que la del estado más occidental del país, Vorarlberg, con la ciudad de Lviv, que durante 100 años formó parte del Imperio con el nombre de Leopol), Austria neutral significa elegir la política del avestruz. Además, desde el punto de vista de las nuevas generaciones de votantes austriacos, la etiqueta de neutralidad «permanente», que prevé la actual ley constitucional, no puede realmente resistir el lento cambio político de una sociedad; ¿no dijo Saint-Just que «cada generación tiene derecho a elegir su constitución»?
La sociedad civil ha intentado contrarrestar la cobardía del mundo político. En mayo de 2022, varias personalidades (entre ellas el embajador Brix) firmaron una carta abierta en la que pedían al gobierno que debatiera el futuro de la política de seguridad y defensa de Austria para establecer una nueva doctrina de seguridad (la actual data de 2011). Entre los firmantes hay diversas posturas, pero unidas por una idea común: el deseo de que ese debate no se convierta en un referéndum sobre la neutralidad, sino que sea una respuesta al problema de seguridad de la población austriaca. Según ellos, el debate social se sostendría así sobre dos puntos: por un lado, las «convenciones ciudadanas» (Bürgerforen); por otro, una investigación parlamentaria. Cuestionan la posible creación de una nueva estructura de seguridad en forma de consejero de seguridad nacional, que estaría adscrito a una de esas instituciones: Parlamento, presidente de la República o gobierno. Según el Embajador Brix, considerar la neutralidad como un instrumento para la política de seguridad del país podría abrir un debate con un resultado muy abierto. De hecho, una política de defensa común en el seno de la Unión puede encontrar una mayoría, afirma. Sin embargo, el fortalecimiento de la OTAN mediante la adhesión de Suecia y Finlandia no sería una buena noticia para Austria.
La primera carta, publicada poco antes de las elecciones presidenciales austriacas, no tuvo el efecto deseado. En febrero de 2023, en el aniversario de la guerra de Ucrania, se publicó una segunda carta, que esta vez fue recogida por todos los medios de comunicación, lo que obligó al gobierno a posicionarse (como atestigua la entrevista de la ministra Edtstadler). Al mismo tiempo, el 24 de febrero de 2023, el partido liberal NEOS inició una sesión extraordinaria en el Consejo Nacional, la primera cámara del Parlamento austriaco, sobre el tema. Se puso de manifiesto que la posición de los partidos no ha cambiado. Los principales partidos (ÖVP, SPÖ y FPÖ), así como los Verdes, reiteraron su pleno apoyo a la neutralidad. El sistema político sigue rehuyendo el debate, entre otras cosas por el temor a que el FPÖ pueda, en caso de posibles elecciones parlamentarias el año que viene, posicionarse como el partido proneutralidad por excelencia. Por ello, los demás partidos quieren evitar dar importancia a ese debate y tratan de sofocarlo, por miedo a recuperarlo. «Una debilidad de los partidos políticos», lamenta el embajador Brix. Sin embargo, el canciller Nehammer (ÖVP) ha cumplido una de las exigencias de los firmantes: la revisión de la doctrina de seguridad. Además, el gobierno ha decidido aumentar el presupuesto de defensa al 1% del PIB y, con el tiempo, al 1.5%. Esta decisión es percibida con cierto escepticismo por el general Feichtinger, uno de los firmantes de las cartas abiertas. Recuerda que, en junio de 2004, hace 19 años, Helmut Zilk (antiguo alcalde de Viena, SPÖ), en su calidad de presidente de la Comisión para la reforma del ejército, ya había recomendado una revalorización del 1% del PIB. ¿Se aplicará lo que nunca se ha aplicado casi veinte años después?
Por último, todas esas consideraciones presuponen la extirpación de un cadáver que ha permanecido demasiado tiempo en el armario: la Geschichtsvergessenheit, el «olvido histórico» en el que ha vivido Austria desde la proclamación de la neutralidad. La identidad austriaca basada en la fecha del 26 de octubre de 1955 es el resultado de la negación de la historia milenaria de Austria por parte de los austriacos. Visto desde el extranjero, como nos recuerda el embajador Brix, esto es y seguirá siendo incomprensible. Y continúa: «Mientras miremos nuestra identidad exclusivamente a través de nuestra neutralidad, ocultaremos toda la historia que la precede, pero también la que sigue a la caída del Telón de Acero, que nos ha reposicionado, nos guste o no, en medio de la Mitteleuropa». Sorprende constatar que «somos los únicos en este espacio que en decir no, la neutralidad es suficiente para nuestra identidad«. Según el embajador Brix, Austria aún no está preparada para reconocer que, en este espacio geopolítico, la Mitteleuropa, de la que forma parte por geografía e historia, la norma es la coexistencia multilateral, no la existencia nacional basada en un estatus de pequeño Estado (das Kleinstaatliche), neutral y aislado.
En otras palabras, como sugiere el profesor Luif, por fin sería posible discutir el costo de oportunidad de la neutralidad, un ángulo que nunca se tiene en cuenta en los debates sobre el tema. Y, sin embargo, son altos. Por eso Austria no tiene ningún socio en la Unión Europea en nombre de la neutralidad, aunque ésa debería ser la condición sine qua non para que un Estado miembro pequeño pudiera influir en las decisiones que se toman en Bruselas. Y en la práctica, las alianzas ad hoc apenas se valoran en las instituciones europeas. Sin embargo, Austria se contenta con ello porque, de acuerdo con su mentalidad de Estado neutral, se aísla de sus «socios naturales» de la Mitteleuropa. El abandono de una estrecha cooperación con los países vecinos inmediatos a mediados de los años ochenta (política preconizada por Alois Mock) fue una oportunidad perdida para el profesor Luif, que tuvo que unirse al emergente Grupo de Visegrád, fundado finalmente en 1991. El Grupo de Visegrád no se vio empañado, como hoy, por los debates en torno a Orbán y los conflictos con Hungría. Al contrario, tras la integración de esos países vecinos a la Unión, la brecha entre Austria y ellos sólo aumentó. El acercamiento de Austria, la República Checa y Eslovaquia en 2015 a través del Formato Slavkov o Austerlitz es un magro intento comparado con el peso diplomático del Grupo Visegrád. Es la paradoja de un Estado que se ha negado a mantener lazos privilegiados con sus vecinos, en nombre de un olvido histórico: el Imperio de los Habsburgo.
En este no-debate emerge un aspecto fundamental de la mentalidad austriaca, impregnada de cierta «nostalgia del consenso» (Konsensussehnsucht): entre dos temas, uno menor y consensuado, otro mayor y conflictivo, se elegirá el primero por temor a la discordia. Para evitar un conflicto, es mejor no hablar de lo que podría provocarlo. Ya en 1955, la neutralidad era un símbolo de ello: ¿cómo aceptar el estatuto de «pequeño Estado» en un antiguo Imperio que no había sabido encontrar una respuesta clara a su búsqueda de identidad? Sólo la neutralidad parecía ser aceptable para todos. Y desde entonces, ha habido una reticencia a afrontar las cosas, por miedo a tener que abrir la caja de Pandora, a cuestionar de nuevo la identidad austriaca.
“Nos encontramos en una situación muy difícil en materia de política de seguridad», afirma el embajador Brix, probablemente la más difícil desde la caída del Telón de Acero. Si las élites políticas e intelectuales del país decidieran asumir la responsabilidad de la población austriaca, ¿cuál sería la base alternativa de la identidad austriaca? Durante mucho tiempo, la religión se esgrimió como estandarte: los Habsburgo, defensores de la fe católica, detuvieron dos veces a los otomanos a las puertas de Viena (1529, 1683). Ante los flujos migratorios y la fuerte presencia musulmana, sobre todo en Viena, la identidad ya no puede basarse en el catolicismo europeo. Como antiguo Imperio, tampoco puede basarse en la etnia. «No es papel de la política construir los mitos de las identidades nacionales, aunque una comunidad necesite esos mitos. Si queremos construirlos, entonces sería mejor tener unos que sean inclusivos y que correspondan a la realidad del mundo actual», dice el embajador Brix. Una de las realidades es que, en la capital, el alemán no es la lengua materna de la mayoría de los alumnos de las escuelas públicas. Viena alberga una de las mayores comunidades eslavas de Europa.
Para el profesor Luif, mientras los austriacos oigan la combinación de esas dos palabras (identidad y neutralidad), se ilusionarán, porque, en realidad, la neutralidad ya pasó. ¿Acaso negar la neutralidad no es negar la identidad austriaca? Suecia, replicó, que había sido neutral durante doscientos años, ¿no había basado su identidad en la neutralidad, incluso más que Austria? Y, sin embargo, con la invasión rusa de Ucrania, no dudó en reevaluar ese instrumento de la política de seguridad para proteger a sus ciudadanos.