Paul Valéry sobre la crisis y el futuro de Europa
Sabemos que somos mortales —precisamente por eso debemos creer que somos capaces de construir un futuro mejor—.
Esta mañana, en un año incierto, a veces monstruoso, publicamos la lección radical y paradójicamente estimulante de Paul Valéry sobre Europa.
- Autor
- El Grand Continent •
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- PAUL VALÉRY EN EL PATIO DE LA ACADEMIA FRANCESA, 23 DE JUNIO DE 1927
Publicado en el número de la NRF del 1 de agosto de 1919, el Discurso sobre la crisis del espíritu de Paul Valéry suscitó una densa tradición crítica.
¿Cómo leer este texto que oscila entre la profecía, el diagnóstico civilizacional y el ejercicio de lucidez metódica?
Escrito entre dos guerras, es decir, tras la inmensa carnicería de la Primera Guerra Mundial y el colapso europeo que provocó, en él se cristalizan las interrogantes del escritor francés.
También se aprecia en él una marca de optimismo paradójico.
El peligro es la condición de la lucidez.
Este texto, que cristaliza como ningún otro el desencanto europeo, ¿no nos sugiere hoy partir de los límites de la racionalidad para comprender la vocación mesiánica que se atribuye a la inteligencia artificial? ¿O a considerar que los excesos de la ciencia y el poder, cuando se desprenden de toda responsabilidad moral, apuntan a las orillas de un río que aún podemos construir con calma y entusiasmo?
La crisis del espíritu
Primera carta
Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales.
Habíamos oído hablar de mundos completamente desaparecidos, de imperios idos a pique con todos sus hom bres y todos sus artilugios; caídos hacia el fondo inexplorable de los siglos con sus dioses y sus leyes, sus academias y sus ciencias puras y aplicadas, con sus gramáticas, sus diccionarios, sus clásicos, sus románticos y sus simbolistas, sus críticos y los críticos de sus críticos. Bien sabíamos que toda la tierra visible está hecha de cenizas, que la ceniza significa algo. Percibíamos, a través del espesor de la historia, los fantasmas de inmensos navios que estuvieron cargados de riqueza y de ingenio. No podíam os contarlos. Esos naufragios, después de todo, no eran asunto nuestro.
Elam, Nínive, Babilonia eran hermosos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos tenía tan poca significación para nosotros como sus existencias mismas. Pero Francia, Inglaterra, Rusia. . . serían también hermosos nombres. También Lusi- tania es un hermoso nombre. Y vemos ahora que el abismo de la historia es suficiente para el mundo entero. Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida. Las circunstancias que podrían mandar las obras de Keats y las de Baudelaire a unirse con las de Menandro no son ya totalm ente inconcebibles: están en los periódicos.
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Eso no es todo. La candente lección es aún más completa. A nuestra generación no le ha bastado aprender por experiencia propia cómo las cosas más bellas y las más antiguas, y las más formidables y las mejor ordenadas, son perecederas por accidente; ha visto, en el orden del pensamiento, del sentido com ún, y del sentimiento, producirse fenómenos extraordinarios, bruscas realizaciones de paradojas, brutales decepciones de la evidencia.
Sólo citaré un ejemplo: las grandes virtudes de los pueblos alemanes han engendrado más males qiie cuantos vicios haya podido crear la ociosidad. Hemos visto, visto con nuestros propios ojos, el trabajo escrupuloso, la instrucción más sólida, la disciplina y la aplicación más serias, adaptadas a espantosos designios.
Tantos horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido necesaria, sin duda, mucha ciencia para matar tantos hombres, disipar tantos bienes, aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo; pero han sido necesarias no menos cualidades morales. Saber y Deber, ¿sois, pues, sospechosos?
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Así, la Persépolis espiritual no está menos estragada que la Susa material. No se ha perdido todo. Pero se ha sentido perecer todo.
Un escalofrío extraordinario ha recorrido la medula de Europa. Ha sentido, en todos sus núcleos pensantes, que ya no se reconocía, que dejaba de parecerse a sí misma, que iba a perder la conciencia, conciencia adquirida mediante siglos de desdichas soportables, millares de hombres de primer orden, ventajas geográficas, étnicas e históricas innumerables.
Entonces, como en una desesperada defensa de su ser y de su haber fisiológicos, ha recobrado confusamente toda su memoria. Sus grandes hombres y sus grandes libros han subido de nuevo hasta ella en mezcolanza profusa. Nunca se ha leído tanto, ni tan apasionadamente, como durante la guerra: preguntad a los libreros. Nunca se ha rezado tanto, ni tan profundamente: preguntad a los sacerdotes. Se ha evocado a todos los salvadores, fundadores, protectores, mártires, héroes, padres de patrias, las heroínas santas, los poetas nacionales…
Y en el mismo desorden mental, al llamamiento de la misma angustia, la Europa culta ha experimentado la rápida reviviscencia de sus innumerables pensamientos: dogmas, filosofías, ideales heterogéneos; las trescientas maneras de explicar el mundo, los mil y un matices del cristianismo, las docenas de positivismos; todo el espectro de la luz intelectual ha ostentado sus colores incompatibles, iluminando con una extraña lumbre contradictoria la agonía del alma europea. Mientras los inventores buscaban febrilmente en sus diseños, en los anales de las guerras de antaño, los medios de desembarazarse de los alambres de púas, de burlar a los submarinos o de paralizar el vuelo de los aviones, el alma invocada a la vez todos los conjuros que le eran conocidos, sopesaba seriamente las más estrafalarias profecías;buscaba refugios, indicios, consuelos en el registro íntegro de los recuerdos, de los actos anteriores, de las actitudes ancestrales. Y ahí están los conocidos productos de la ansiedad, las desordenadas empresas del cerebro que corre de lo real a la pesadilla y vuelve de la pesadilla a lo real, enloquecido como el ratón que acaba de caer en la trampa.
La crisis militar tal vez ha terminado. La crisis económica es visible en toda su fuerza; pero la crisis intelectual, más sutil, que por su propia naturaleza toma las apariencias más engañadoras (puesto que se cumple en el reino mismo de la disimulación), esa crisis difícilmente deja captar su verdadero centro, su fase. Nadie podrá decir lo que mañana estará muerto o vivo en literatura, en filosofía, en estética.
Nadie sabe aún qué ideas y qué modos de expresión quedarán inscritos en la lista de las pérdidas, qué novedades serán proclamadas.
La esperanza, ciertamente, persiste, y canta a media voz:
Et cum vorandi vicerit libidinem
Late triumphet imperator spiritus
Pero la esperanza no es más que la desconfianza del ser frente a las previsiones precisas de su espíritu. Insinúa que toda conclusión desfavorable al ser debe ser un error de su espíritu. Los hechos, sin embargo, son claros y despiadados: hay millares de jóvenes escritores y de jóvenes artistas que han muerto. Existe la ilusión perdida de una cultura europea y la demostración de la impotencia del conocim iento cuando se trata de salvar cualquier cosa: la ciencia, dañada mortalmente en sus ambiciones morales y como deshonrada por la crueldad de sus aplicaciones; el idealismo, difícilmente vencedor, profundamente zaherido, responsable de sus sueños; el realismo desengañado, descalabrado, agobiado de crímenes y de faltas: la codicia y el renunciamiento igualmente escarnecido; las creencias confundidas en los campamentos, cruz contra cruz, media luna contra media luna; los escépticos mismos malparados por acontecimientos tan bruscos, tan violentos, tan conmovedores, que juegan con nuestros pensamientos como el gato con el ratón, los escépticos pierden sus dudas, las recuperan, tornan a perderlas, y no aciertan a seguir sirviéndose de la actividad de su espíritu.
La oscilación del navío ha sido tan fuerte que al fin hasta las lámparas mejor sostenidas se han volcado.
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Lo que da a la crisis del espíritu su profundidad y su gravedad es el estado en que ha encontrado al paciente.
No tengo tiempo ni capacidad para definir el estado intelectual de Europa en 1914. ¿Y quién se atrevería a trazar un cuadro de ese estado? El asunto es inmenso; exige conocimientos de todos los órdenes, una inform ación infinita. Cuando se trata, por otra parte, de conjunto tan complejo, la dificultad de reconstituir el pasado, aun el más reciente, es en todo comparable a la dificultad de construir el porvenir, así sea el más próximo; o, mejor dicho, es la misma dificultad. El profeta y el historiador yacen en el mismo saco. Dejémoslos en él.
Pero ahora debo sólo recurrir al recuerdo vago y general de lo que se pensaba en vísperas de la guerra, de las investigaciones que se proseguían, de las obras que sé publicaban.
Así, pues, si hago abstracción de todo detalle y me limito a la impresión rápida y a ese total natural que da una percepción instantánea, no veo ¡nada! Nada, aunque haya sido una nada infinitamente rica.
Los físicos nos enseñan que en un horno calentado hasta la incandescencia, si nuestros ojos pudieran subsistir, no verían nada. Ninguna desigualdad luminosa subsiste ni distingue los puntos del espacio. Esa formidable energía encerrada acaba en la invisibilidad, en la igualdad insensible. Así, pues, una igualdad de esta especie no es más que el desorden en estado perfecto.
¿Y de qué estaba constituido el desorden de nuestra Europa mental? De la libre coexistencia, en todos los espíritus cultos, de las ideas más desemejantes, de los más opuestos principios de vida y de conocimiento. Es eso lo que caracteriza una época moderna.
No me desagrada generalizar la noción de moderno y dar ese nombre a cierto modo de existencia, en lugar de hacer de él un mero sinónimo de contemporáneo. Hay en la historia momentos y lugares en que podríamos introducirnos, nosotros los modernos, sin turbar excesivamente su armonía y sin parecer allí objetos infinitamente curiosos, infinitamente visibles, seres chocantes, disonantes, inasimilables. Donde nuestra entrada sorprendiese menos, ahí estaríamos como entre nosotros. Es evidente que la Roma de Trajano y que la Alejandría de los Ptolomeos nos absorberían más fácilmente que muchas localidades menos alejadas en el tiempo, pero más especializadas en un solo tipo de costumbres y consagradas por entero a una sola raza, a una sola cultura y a un solo sistema de vida.
Pues bien, la Europa de 1914 había llegado tal vez al límite de ese modernismo. Cada cerebro de cierta categoría era una encrucijada para todo linaje de opiniones; todo pensador, una exposición universal de pensamientos. Había creaciones del espíritu cuya riqueza en contrastes y en impulsiones contradictorias hacía pensar en los efectos del alumbrado insensato de las capitales de aquel tiempo: los ojos arden y se hastían… ¿Cuántos materiales, cuántos trabajos, cálculos, siglos saqueados, cuántas vidas heterogéneas sumadas han sido necesarios para que fuese posible ese carnaval y se le entronizara como forma de la suprema sabiduría y triunfo de la humanidad?
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En tal o cual libro de aquella época -y no de los más mediocres— se encuentra sin ningún esfuerzo una influencia de los «ballets» rusos, un poco de estilo adusto de Pascal, muchas impresiones tipo Goncourt, algo de Nietzsche, algo de Rimbaud, ciertos efectos debidos a la frecuentación de los pintores, y a veces el tono de las publicaciones científicas, todo ello perfumado con no sé qué de británico, difícil de dosificar. . . Observemos, de paso, que en cada uno de los componentes de esta mixtura podrían encontrarse muchos otros cuerpos. Inútil buscarlos: sería reiterar lo que acabo de decir sobre el modernismo y hacer toda la historia mental de Europa.
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Ahora, sobre una inmensa explanada de Elsinor, que va desde Basilea hasta Colonia, que toca las arenas de Nicuport, los pantanos del Somme, el gres de la Champagne, los granitos de Alsacia, el Hamlet europeo mira millones de espectros.
Pero es un Hamlet intelectual. Medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Tiene por fantasmas todos los objetos de nuestras controversias; tiene por remordimientos todos los títulos de nuestra gloria; está agobiado bajo el peso de los descubrimientos, de los conocimientos, incapaz de desentenderse de esa actividad ilimitada. Piensa en el hastío de reanudar el pasado, en la locura de querer innovar de continuo. Se tambalea entre los abismos, porque dos peligros no cesan de amenazar al mundo: el orden y el desorden.
Si toma un cráneo, es un cráneo ilustre. —Whose was it?— Éste fue Lionardo. Inventó el hombre volador, pero el hombre volador no ha servido precisamente las intenciones del inventor: sabemos que el hombre volador, montado sobre su gran cisne (il grande uccello sopra del dosso del suo magnio cecero) tiene, en nuestros días, un empleo que no es el de ir a recoger nieve en la cima de los montes para arrojarla, durante los días calurosos, sobre el pavimento de las ciudades. . . Y este otro cráneo es el de Leibniz, que soñó con la paz universal. Y éste fue Kant, Kant qui genuit Hegel, quit genuit Marx, qui genuit…
Hamlet no sabe bien qué hacer con todos esos cráneos. ¡Pero si los abandona!. . . ¿Va a dejar de ser él mismo? Su espíritu atrozmente lúcido contempla el tránsito de la guerra a la paz. Este tránsito es más oscuro que el tránsito de la paz a la guerra; todos los pueblos se sienten turbados. «¿Y yo, se dice, yo, el intelectual europeo, en qué voy o convertirme?… ¿Y qué es la paz? La paz es, acaso, el estado de cosas en que la hostilidad natural de los hombres se manifiesta en creaciones, en lugar de traducirse por destrucciones como ocurre en la guerra. Es el momento de 140 una concurrencia creadora, y de la lucha de las producciones. Pero yo ¿no estoy fatigado de producir? ¿No he agotado el deseo de las tentativas extremas y no he abusado de las mezclas sapientes? ¿Es preciso dejar a un lado mis deberes difíciles y mis ambiciones trascendentes? ¿Debo seguir el impulso y proceder como Polonio, que dirige ahora un gran periódico? ¿Cómo Laertes, que trabaja en la aviación? ¿Cómo Rosenerantz, que se ocupa en no sé qué cosas bajo nombre ruso?
— ¡Adiós fantasmas! El mundo no tiene ya necesidad de ti. Ni de mí. El mundo, que bautiza con el nombre de progreso su tendencia a una precisión fatal, trata de unir los beneficios de la vida las ventajas de la muerte. Cierta confusión reina todavía, pero esperemos un poco y todo se aclarará; veremos por fin aparecer el milagro de una sociedad animal, un perfecto y definitivo hormiguero.»
Segunda carta
El otro día les decía que la paz es esa guerra que admite actos de amor y de creación en su proceso: por lo tanto, es algo más complejo y oscuro que la guerra propiamente dicha, al igual que la vida es más oscura y profunda que la muerte.
Pero el comienzo y la puesta en marcha de la paz son más oscuros que la paz misma, al igual que la fecundación y el origen de la vida son más misteriosos que el funcionamiento del ser una vez creado y adaptado.
Hoy, todo el mundo percibe este misterio como una sensación actual; sin duda, algunas personas deben percibir su propio yo como parte positiva de este misterio; y tal vez haya alguien cuya sensibilidad sea lo suficientemente clara, fina y rica como para leer en sí misma estados más avanzados de nuestro destino que el propio destino.
Yo no tengo esa ambición. Las cosas del mundo sólo me interesan en relación con el intelecto; todo en relación con el intelecto. Bacon diría que este intelecto es un ídolo. Estoy de acuerdo, pero no he encontrado otra mejor.
Pienso, pues, en el establecimiento de la paz en la medida en que interesa al intelecto y a las cosas del intelecto. Este punto de vista es falso, ya que separa el espíritu de todas las demás actividades; pero esta operación abstracta y esta falsificación son inevitables: todo punto de vista es falso.
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Surge un primer pensamiento. La idea de cultura, de inteligencia, de obras magistrales tiene para nosotros una relación muy antigua —tan antigua que rara vez se remonta a ella—, con la idea de Europa.
Otras partes del mundo han tenido civilizaciones admirables, poetas de primer orden, constructores e incluso sabios. Pero ninguna parte del mundo ha poseído esta singular propiedad física: el poder emisor más intenso unido al poder absorbente más intenso.
Todo ha llegado a Europa y todo ha salido de ella. O casi todo.
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Ahora bien, el momento actual plantea esta cuestión capital: ¿mantendrá Europa su preeminencia en todos los ámbitos?
¿Se convertirá Europa en lo que es en realidad, es decir, un pequeño cabo del continente asiático?
¿O seguirá siendo Europa lo que parece, es decir, la parte más preciada del universo terrestre, la perla de la esfera, el cerebro de un vasto cuerpo?
Para que se comprenda toda la rigurosidad de esta alternativa, permítanme desarrollar aquí una especie de teorema fundamental.
Consideremos un planisferio. En este planisferio, el conjunto de las tierras habitables. Este conjunto se divide en regiones, y en cada una de estas regiones, una cierta densidad de población, una cierta calidad de los hombres. A cada una de estas regiones le corresponde también una riqueza natural: un suelo más o menos fértil, un subsuelo más o menos valioso, un territorio más o menos irrigado, más o menos fácil de equipar para el transporte, etc.
Todas estas características permiten clasificar en cualquier época las regiones de las que hablamos, de tal manera que, en cualquier época, el estado de la tierra viva puede definirse mediante un sistema de desigualdades entre las regiones habitadas de su superficie.
En cada momento, la historia del momento siguiente depende de esa desigualdad dada.
Examinemos ahora, no esta clasificación teórica, sino la clasificación que existía ayer todavía en la realidad. Observamos un hecho muy notable y que nos resulta extremadamente familiar:
La pequeña región europea figura a la cabeza de la clasificación desde hace siglos. A pesar de su escasa extensión, y aunque la riqueza del suelo no sea extraordinaria, domina la tabla. ¿Por qué milagro? Sin duda, el milagro debe residir en la calidad de su población. Esta calidad debe compensar el menor número de habitantes, el menor número de kilómetros cuadrados, el menor número de toneladas de mineral que se asignan a Europa. Ponga en uno de los platillos de una balanza el Imperio de la India y en el otro, el Reino Unido. Observen: ¡el plato con el peso más pequeño se inclina!
He aquí un desequilibrio realmente extraordinario. Pero sus consecuencias son aún más extraordinarias: nos hacen prever un cambio progresivo en sentido contrario.
Hemos sugerido anteriormente que la calidad del hombre debía ser el factor determinante de la preeminencia de Europa. No puedo analizar en detalle esta cualidad, pero tras un examen somero, encuentro que la avidez activa, la curiosidad ardiente y desinteresada, una feliz mezcla de imaginación y rigor lógico, un cierto escepticismo no pesimista, un misticismo no resignado… son los rasgos más específicamente activos de la psique europea.
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Un solo ejemplo de este espíritu, pero un ejemplo de primera clase, y de suma importancia: Grecia, ya que hay que situar en Europa todo el litoral del Mediterráneo: Esmirna y Alejandría son de Europa, al igual que Atenas y Marsella. Grecia fundó la geometría. Era una empresa descabellada: todavía discutimos sobre la posibilidad de esta locura.
¿Qué hubo que hacer para llevar a cabo esta fantástica creación? Pensemos que ni los egipcios, ni los chinos, ni los caldeos, ni los indios lo consiguieron. Pensemos que se trata de una aventura apasionante, de una conquista mil veces más valiosa y positivamente más poética que la del Vellocino de Oro. No hay piel de oveja que valga el muslo de oro de Pitágoras.
Se trata de una empresa que ha requerido los dones más incompatibles. Ha requerido argonautas del espíritu, pilotos duros que no se dejan perder en sus pensamientos ni distraer por sus impresiones. Ni la fragilidad de las premisas que los impulsaban, ni la sutileza o la infinidad de las inferencias que exploraban pudieron perturbarlos. Eran como equidistantes de los negros variables y los faquires indefinidos. Llevaron a cabo el delicado e improbable ajuste del lenguaje común al razonamiento preciso; el análisis de operaciones motoras y visuales muy compuestas; la correspondencia de estas operaciones con propiedades lingüísticas y gramaticales; confiaron en la palabra para guiarlos en el espacio como ciegos clarividentes… Y ese espacio mismo se fue convirtiendo, siglo tras siglo, en una creación más rica y sorprendente, a medida que el pensamiento se iba dominando mejor a sí mismo y ganaba confianza en la maravillosa razón y en la sutileza inicial que lo habían dotado de instrumentos incomparables: definiciones, axiomas, lemas, teoremas, problemas, porismos, etc.
Necesitaría todo un libro para hablar de ello como es debido. Sólo he querido precisar en pocas palabras uno de los actos característicos del genio europeo. Este mismo ejemplo me lleva sin esfuerzo a mi tesis.
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Afirmaba que la desigualdad observada durante tanto tiempo en beneficio de Europa debía por sus propios efectos transformarse progresivamente en una desigualdad de sentido contrario. Esto es lo que designaba con el ambicioso nombre de teorema fundamental.
¿Cómo establecer esta proposición? Tomo el mismo ejemplo: el de la geometría de los griegos, y ruego al lector que considere a lo largo de los siglos los efectos de esta disciplina. Vemos cómo, poco a poco, muy lentamente, pero con paso firme, adquiere tal autoridad que todas las investigaciones, todos los experimentos adquiridos tienden inevitablemente a tomar prestado su rigor, su escrupulosa economía de «materia», su generalidad automática, sus métodos sutiles y esa prudencia infinita que le permite las más locas audacias… La ciencia moderna nació de esta educación de gran estilo.
Pero una vez nacida, una vez probada y recompensada por sus aplicaciones materiales, nuestra ciencia, convertida en medio de poder, medio de dominación concreta que estimula la riqueza, aparato de explotación del capital planetario, deja de ser un «fin en sí mismo» y una actividad artística. El conocimiento, que era un valor de consumo, se convierte en un valor de intercambio. La utilidad del conocimiento convierte al conocimiento en una mercancía, que ya no es deseable sólo por unos pocos aficionados muy distinguidos, sino por todo el mundo.
Esta mercancía, por lo tanto, se preparará en formas cada vez más manejables o comestibles; se distribuirá a una clientela cada vez más numerosa; se convertirá en un objeto de comercio, un objeto que se exporta, un objeto que, en definitiva, se imita y se produce en todas partes.
Resultado: la desigualdad que existía entre las regiones del mundo en cuanto a las artes mecánicas, las ciencias aplicadas, los medios científicos de la guerra o la paz, desigualdad en la que se basaba el predominio europeo, tiende a desaparecer gradualmente.
Por lo tanto, la clasificación de las regiones habitables del mundo tiende a ser tal que la grandeza material, bruta, los elementos estadísticos, los números —población, superficie, materias primas— determinan finalmente de forma exclusiva esta clasificación de los compartimentos del globo.
Y así, la balanza que se inclinaba a nuestro favor, aunque parecíamos más ligeros, comienza a hacernos remontar suavemente, como si hubiéramos pasado tontamente al otro plato el misterioso apoyo que teníamos con nosotros. ¡Hemos devuelto imprudentemente las fuerzas proporcionales a las masas!
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Este fenómeno incipiente puede, por otra parte, compararse con el que se observa en el seno de cada nación y que consiste en la difusión de la cultura y en el acceso a la cultura de categorías cada vez más amplias de individuos.
Intentar prever las consecuencias de esta difusión, investigar si debe o no conducir necesariamente a una degradación, sería abordar un problema deliciosamente complicado de física intelectual.
El encanto de este problema, para la mente especulativa, proviene en primer lugar de su parecido con el hecho físico de la difusión, y en segundo lugar del cambio brusco de este parecido en una diferencia profunda, tan pronto como el pensador vuelve a su objeto inicial, que son los hombres y no las moléculas.
Una gota de vino que cae en el agua apenas la colorea y tiende a desaparecer, como una rosa humeante. Ese es el hecho físico. Pero supongamos ahora que, algún tiempo después de ese desvanecimiento y ese retorno a la claridad, vemos, aquí y allá, en ese vaso que parecía haber vuelto a ser agua pura, formarse gotas de vino oscuro y puro: qué sorpresa.
Este fenómeno de Caná no es imposible en la física intelectual y social. Entonces se habla del genio y se le opone a la difusión.
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Hace un momento, contemplábamos una curiosa balanza que se movía en sentido contrario a la gravedad. Ahora vemos un sistema líquido pasar, como espontáneamente, de homogéneo a heterogéneo, de mezcla íntima a separación neta… Son estas imágenes paradójicas las que dan la representación más simple y práctica del papel en el mundo de lo que se llama, desde hace cinco o diez mil años, —Espíritu—.
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Pero, ¿es totalmente difusible el Espíritu europeo —o al menos lo más valioso que contiene—? ¿Deben considerarse como decisiones absolutas del destino el fenómeno de la explotación del globo, el fenómeno de la igualación de las técnicas y el fenómeno democrático, que hacen prever una deminutio capitis de Europa? ¿O tenemos alguna libertad frente a esta amenazadora conjura de las cosas?
Quizás sea buscando esa libertad como la creamos. Pero para tal búsqueda, hay que abandonar por un tiempo la consideración de los conjuntos y estudiar en el individuo pensante la lucha de la vida personal con la vida social.