Bertolt Brecht y la lucha contra la barbarie
Pronunciado durante el primer congreso internacional de escritores en defensa de la cultura, este discurso es una de las piezas maestras de la obra de uno de los dramaturgos y poetas más importantes del siglo XX.
Siempre se plantea —y nos plantea— la misma pregunta.
«Ha estallado la indignación, el adversario está señalado, pero ¿cómo vencerlo?».
- Autor
- El Grand Continent •
- Portada
- © Leonard Mccombe/The LIFE Images Collection/Getty Images.
El primer congreso internacional de escritores en defensa de la cultura se celebra en París, del 21 al 25 de junio de 1935. Más de trescientas figuras destacadas de la literatura europea de todo el mundo se dan cita en él: Aldous Huxley, Heinrich Mann, E. M. Forster, Tristan Tzara, André Gide, André Malraux, Louis Aragon, Boris Pasternak, Isaac Babel, entre muchos otros.
Organizado por la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, el congreso se presenta como el gran momento de unidad intelectual antifascista. Pero esta unidad aparente está atravesada por profundas tensiones: detrás del llamamiento a la cultura ya se vislumbra la voluntad del poder soviético —y de Stalin— de controlar estrictamente el discurso y las líneas de fractura, mientras que el ascenso de Adolf Hitler parece ya imparable.
Es en esta ocasión cuando Bertolt Brecht, exiliado tras haber sido despojado unas semanas antes de su nacionalidad por el régimen nazi, toma la palabra. Su intervención, publicada en sus obras completas bajo el título «Precisión indispensable para toda lucha contra la barbarie», es uno de los discursos más polémicos de su carrera.
Brecht parte de una constatación: la denuncia moral no basta. «Ha estallado la indignación, el adversario está señalado. Pero ¿cómo vencerlo?».
El escritor, explica, puede contentarse con señalar la injusticia y apelar a la conciencia del lector. Pero este gesto tiene límites que el hombre de teatro conoce demasiado bien: «La ira, como la compasión, son fenómenos de masas, sentimientos que abandonan a las multitudes tan rápido como llegaron».
Brecht anticipa un fenómeno que será decisivo en la década de 1930: la habituación a la violencia. Cuanto más se acumulan los crímenes, menos efecto producen.
Brecht relata una escena escalofriante, escuchada de boca de los militantes: «La primera vez que anunciamos que habían masacrado a unos amigos, se oyó un grito de horror y llegó la ayuda. Luego masacraron a cien. Cuando mataron a mil y la masacre parecía no tener fin, el silencio lo cubrió todo».
La repetición del horror anestesia las conciencias: «Cuando los crímenes se acumulan, pasan desapercibidos. Cuando el sufrimiento se vuelve intolerable, ya no se oyen los gritos».
Escrito en un lenguaje cercano al de sus grandes poemas didácticos, este texto marca un cambio decisivo. Cierra la experiencia de las obras Lehrstücke y anuncia el gran teatro épico del exilio, de Madre Coraje y sus hijos o de las primeras versiones de La vida de Galileo.
Brecht ataca en él, con una ironía mordaz, a los intelectuales moderados que se remiten a invocaciones abstractas de la cultura, sin cuestionar sus condiciones materiales de existencia: «¡Tengamos piedad de la cultura, pero primero tengamos piedad de los hombres!», exclama.
A su juicio, ningún antifascismo serio puede contentarse, para «detener el brazo de los verdugos», con medidas morales o simbólicas. La lucha contra la barbarie exigiría, por tanto, remontarse a sus raíces profundas, de orden económico y social.
Camaradas, sin pretender aportar nada nuevo, me gustaría decir algo sobre la lucha contra esas fuerzas que hoy se disponen a sofocar la cultura con sangre y basura, o más bien los restos de cultura que ha dejado un siglo de explotación.
Me gustaría llamar su atención sobre un solo punto, sobre el que, en mi opinión, habría que aclarar las cosas si realmente se quiere llevar a cabo una lucha eficaz contra estas potencias y, sobre todo, si se quiere llevarla hasta el final.
Los escritores que sufren en carne propia o ajena el horror del fascismo y son presa del pánico, no están en condiciones, sin más que esta experiencia y este pánico, de combatir esta abominación.
Tal vez muchos crean que basta con describirla, sobre todo si un gran talento literario y una cólera auténtica hacen el relato penetrante.
En realidad, este tipo de relatos son importantes.
Aquí ocurren atrocidades.
Esto no puede ser.
Se golpea a las personas.
Esto no ha de ocurrir.
¿De qué sirven los comentarios largos?
Tal vez habrá quien pegue un salto, esto no es tan grave.
Pero luego viene aquello de atajar-de-un-golpe y esto ya es más grave.
Ha estallado la indignación, el adversario está señalado, pero ¿cómo vencerlo?
El escritor puede decir: Mi cometido es denunciar la injusticia, y puede dejar a cargo del lector el cuidado de acabar con ella.
Pero luego el escritor hará una experiencia singular.
Se dará cuenta de que la cólera, como la compasión, es algo masivo, algo que existe en cantidad y puede agotarse.
Y lo peor del caso: se agota en la medida en que se hace más necesaria.
Algunos camaradas me han dicho: cuando referimos por primera vez que nuestros amigos eran sacrificados, hubo un clamor de horror y se ofrecieron muchas ayudas.
Entonces hubieron cien muertos.
Pero cuando fueron mil y la carnicería no tenía fin, cundió el silencio y cada vez hubo menos ayuda.
Así son las cosas: «Cuando los crímenes proliferan, se hacen invisibles. Cuando las penas se vuelven insoportables, ya no se oyen clamores. Un hombre es golpeado y el espectador de la escena se desmaya.
Claro que es natural.
Cuando llega el crimen, como la lluvia que cae, ya nadie grita entonces ‘alto’.»
Así están las cosas.
¿Cómo remediarlo? ¿No existe el medio de impedir al hombre que vuelva la cara ante la abominación? ¿Por qué vuelve la cara?
Vuelve la cara porque no ve ninguna posibilidad de intervenir. El hombre no se detiene en el dolor de otro si no puede ayudarle. Uno puede detener el golpe, si sabe cuándo cae y hacia dónde y por qué, y para qué cae.
Y si uno puede detener el golpe, si existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de detenerlo, entonces puede sentir compasión de la víctima.
De no ser así, también se puede sentir compasión, pero no por mucho tiempo, en todo caso no durante todo el tiempo que silben los golpes sobre la víctima.
Por tanto: ¿Por qué cae el golpe? ¿Por qué se arroja la cultura por la borda como un lastre, aquellos restos de cultura que nos quedan? ¿Por qué la vida de millones de seres, de la mayoría de seres, está tan depauperada, despojada, semi o totalmente destruida?
Algunos de nosotros responden a esta pregunta diciendo: por salvajismo.
Creen estar viviendo una terrible erupción en una gran parte de la humanidad, cada vez mayor, un fenómeno horripilante sin causas aparentes, que aparece de repente y tal vez, es de esperar, desaparezca también de repente, el desbordamiento impetuoso de una barbarie largo tiempo sofocada o adormecida, de naturaleza instintiva.
Los que responde así, se dan cuenta, naturalmente, ellos mismos, de que tal respuesta no alcanza lo suficiente.
Y también se dan cuenta de que no se puede dar al salvajismo visos de fuerza natural, de potencia invencible de los infiernos.
Hablan también de negligencia en la educación del género humano.
Algo se desatendió en este sentido o no puede hacerse con las prisas. Ahora hay que recuperar lo perdido. Contra el estado salvaje hay que implantar la bondad.
Hay que evocar las grandes palabras, los conjuros que ya en una ocasión prestaron ayuda, los conceptos imperecederos: amor a la libertad, dignidad, justicia, cuya eficacia está históricamente garantizada.
Y emplean los grandes conjuros. ¿Qué sucede? A la alusión de que el fascismo es salvaje responde éste con el elogio fanático del salvajismo.
Acusado de fanático, responde con el elogio del fanatismo. A la imputación de que conculca la razón, condena alegremente la razón.
También el fascismo encuentra la educación descuidada.
Espera mucho de una influencia sobre los cerebros y un fortalecimiento de los corazones. A las brutalidades de sus sótanos de tortura añade las de sus escuelas, periódicos, teatros. Educa a la nación entera, y lo hace durante todo el día.
No dispone de demasiadas cosas que ofrecer a la gran mayoría, y eso significa tener que educar mucho. Como no proporciona comida, debe educar para la autodisciplina.
Como es incapaz de poner orden en su producción y necesita guerras, debe educar para el valor físico. Necesita víctimas, y entonces tiene que inculcar a la gente el espíritu de sacrificio. También ideales, postulados formulados a los hombres, algunos son incluso grandes ideales, grandes postulados.
Bien, sabemos para qué sirven estos ideales, quién educa y a quién será útil esta educación —no a los educados—.
¿Qué ocurre con nuestros ideales?
También aquellos de nosotros que ven el origen de todos los males en el salvajismo, la barbarie, sólo hablan, como hemos podido comprobar, de educación, de intervenir en los espíritus —de ningún otro tipo de intervención, sin embargo—.
Hablan de educar a la gente para la bondad. Pero la bondad no saldrá a fuerza de exigir la bondad, exigirla bajo todas las condiciones, incluso las peores, así como la brutalidad no puede salir de la brutalidad
Yo, por mi parte, no creo en la brutalidad por amor a la brutalidad. Hay que defender a la humanidad contra la acusación de que sería también brutal, si esto no fuera tan buen negocio; es una tergiversación ingeniosa de mi amigo Feuchtwanger cuando dice: la villanía precede al egoísmo; pero no tiene razón. El salvajismo no viene del salvajismo, sino de los negocios, que sin él no podrían seguir haciéndose.
En el pequeño país del cual procedo, reinan condiciones menos alarmantes que en muchos otros países; pero cada semana son destruidas 5.000 reses de matanza. Es una cosa grave, pero no es una explosión repentina de sangre.
Si lo fuera, la cosa sería menos grave. La destrucción de cabezas de ganado y la destrucción de la cultura no tienen sus causas en instintos bárbaros. En ambos casos se destruye una parte de bienes producidos no sin esfuerzo, porque se ha convertido en una carga.
Cuando sabemos que los cinco continentes sufren hambre, estas medidas son sin duda crímenes, pero no tienen nada, absolutamente nada, de actos gratuitos cometidos por pura malicia.
En la mayoría de los países de la tierra tenemos hoy unas condiciones sociales en las que los crímenes de toda clase son altamente premiados y las virtudes cuestan mucho:
«La buena persona está indefensa, y el indefenso es apaleado, pero con la brutalidad puede uno tenerlo todo.
La villanía toma sus medidas para 10.000 años.
La bondad, por el contrario, necesita una guardia de corps; pero no la encuentra».
¡Guardémonos buenamente de pretenderla de los hombres!
¡Y ojalá no pretendiéramos nada imposible!
¡No nos expongamos al reproche de que también nosotros hacemos llamamientos a los hombres para cosas sobrehumanas, esto es que, a base de practicar virtudes sublimes, sobrelleven condiciones de vida horribles que, desde luego, es posible cambiar, pero que no van a cambiar! ¡No hablamos solamente en pro de la cultura!
Compadezcámonos de la cultura, ¡pero compadezcámonos primero de los hombres!
La cultura estará salvada, si los hombres se salvan.
No nos debemos arrastrar hasta el punto de afirmar que los hombres existen para la cultura y ¡no la cultura para los hombres! Haría pensar demasiado en la práctica de los grandes mercados, donde los hombres acuden para las reses, ¡no las reses para los hombres!
¡Camaradas, reflexionamos sobre las raíces del mal!
He aquí una gran doctrina, que se apodera de masas cada vez más numerosas en nuestro planeta (que aún es muy joven), que dice que la raíz de todos nuestros males está en las relaciones de propiedad.
Esta doctrina, sencilla como todas las grandes doctrinas, se ha apoderado de las masas que más sufren las relaciones de propiedad existentes y los métodos bárbaros con los que se defienden.
Se está haciendo realidad en un país que ocupa una sexta parte del globo, donde los oprimidos y los que no poseen propiedades han tomado el poder.
Allí no se destruyen los alimentos, no se destruyen los bienes culturales.
Muchos de nosotros, escritores, que viven el horror del fascismo y se horrorizan de él, no han comprendido todavía esta doctrina, no han descubierto aún las raíces del salvajismo que les aterra.
Siempre existe en ellos el peligro de considerar las atrocidades del fascismo como atrocidades inútiles.
Siguen aferrados a las condiciones de propiedad imperantes, porque creen que, para su defensa, no son necesarias las atrocidades del fascismo.
Sin embargo, para el mantenimiento de esta situación son necesarias las atrocidades del fascismo.
En esto no mienten los fascistas, dicen la verdad.
Aquellos de nuestros enemigos que están tan horrorizados como nosotros de las atrocidades fascistas, pero quieren mantener las actuales condiciones de propiedad o se muestran indiferentes ante su mantenimiento, no pueden hacer una guerra lo bastante vigorosa y duradera contra la barbarie predominante, porque no son capaces de ayudar a sugerir y crear unas condiciones sociales en las cuales la barbarie sea superflua.
Pero aquellos que, en la búsqueda de las raíces del mal, han dado con las condiciones de propiedad, han ido profundizando más y más, a través de un infierno de atrocidades cada vez más bajas, hasta llegar al lugar donde una pequeña parte de la humanidad ha anclado y establecido su dominio despiadado.
Ha echado el ancla en aquella propiedad del individuo que sirve a la explotación del prójimo y es defendida a ultranza con uñas y dientes, abandonando una cultura que no se presta ya a defenderse o ya no es capaz de hacerlo, abandonando, en fin, todas las leyes de la convivencia humana, por las cuales la humanidad ha luchado desesperadamente tanto tiempo y con tanto denuedo.
¡Camaradas, hablemos de las condiciones de propiedad!
Esto es lo que quería decir sobre la lucha contra la creciente barbarie, para que también se dijera aquí, o para que yo también lo dijera.