El gobierno de François Bayrou acaba de caer. Es la primera vez en la historia de la V República que se censura a un gobierno. ¿Qué significa esta nueva crisis política?
Sin duda, Francia se ve afectada por una inestabilidad política que, desde los inicios de la V República, pensábamos que solo afectaba a otros países. Hoy en día, hay que reconocer que nuestras instituciones no nos garantizan la estabilidad. Nos encontramos en un momento en el que cada uno se ve obligado a preguntarse cuál es su responsabilidad en la situación actual de nuestro país y qué puede hacer para ayudar a salir de ella.
Se me identifica como partidario de Emmanuel Macron.
Me uní a su campaña presidencial en 2017 porque pensaba que el juego de roles entre la izquierda y la derecha, que exageraban sus diferencias —antes de aplicar, una vez en el poder, políticas menos opuestas de lo que habían pretendido—, alimentaba el desencanto democrático y contribuía a que el electorado se decantara por el extremismo. El programa de 2017 me parecía fiel a esta inspiración.
Pero pronto me di cuenta de que no se respetaba el equilibrio: aquellos que, como yo, esperaban un proyecto de emancipación e igualdad de normas, tuvieron dificultades para identificarse con la acción del ejecutivo. Así me convertí en un «viejo gruñón» del macronismo, demasiado decepcionado para seguir adhiriéndome a él, pero demasiado fiel para romper definitivamente con él.
Sin embargo, hay algo más grave: en todos los países avanzados, independientemente de sus instituciones políticas, se observa hoy en día la misma desconfianza hacia los responsables políticos y los expertos. Ya no se puede ignorar la generalidad de este rechazo.
Esto es especialmente cierto en tres temas que han marcado mi vida profesional —la economía abierta, Europa y la transición climática—; la realidad es que estamos retrocediendo a pequeños pasos, y a veces a grandes pasos.
Así me he convertido en un «viejo gruñón» del macronismo, demasiado decepcionado para seguir adhiriéndome a él, pero demasiado fiel para romper definitivamente con él.
Jean Pisani-Ferry
¿Cómo lo explica?
Hay múltiples explicaciones, pero destacaría en particular que hemos subestimado gravemente las consecuencias sociales y territoriales de nuestras decisiones colectivas. Y, lamentablemente, creo que los economistas tienen parte de responsabilidad en este error de valoración.
¿Por qué?
Durante años, los economistas han razonado en términos agregados y han descuidado los efectos distributivos de las orientaciones que preconizaban, con el pretexto de que las ganancias de eficiencia así obtenidas permitirían compensar a los perdedores.
Sin embargo, se trata de una aproximación errónea. No basta con identificar las ganancias y suponer que se redistribuirán. Lo que hay que hacer es evaluar, política por política, quiénes son los ganadores y los perdedores, y determinar concretamente mediante qué herramientas fiscales, presupuestarias o industriales, se transferirán las ganancias de los primeros a los segundos. Es la única manera de evitar que quienes se saben perdedores bloqueen cambios que son colectivamente indispensables.
Además, la característica destacada de los cambios actuales es que, a diferencia de los de las últimas tres décadas, no nos prometen ganancias colectivas. Nos enfrentamos a una serie de juegos de suma cero o incluso negativa. En un contexto de escaso aumento de la productividad y, por lo tanto, de beneficios que repartir, hoy en día debemos hacer frente al envejecimiento, al esfuerzo de defensa que se nos impone y a los costos de la transición climática. A menos que esperemos milagros de la inteligencia artificial, los retos del período que se avecina serán mucho más difíciles que los que hemos afrontado hasta ahora.
Por eso la equidad debe ser una de las principales prioridades de la acción pública. Ya se trate de la apertura económica, las reformas europeas o la transición ecológica, estoy convencido de que las transformaciones no se producen si la equidad no es uno de sus componentes fundamentales. Esto es cierto en lo que respecta a la distribución de las ganancias. Y lo es aún más en lo que respecta al reparto de los sacrificios.
La nueva fase de la globalización parece caracterizarse por una serie de profundas rupturas: estamos pasando de un mundo convergente a un mundo fracturado, en el que los flujos se detienen repentinamente y la expansión territorial prima sobre el crecimiento económico. ¿Cómo interpreta usted este movimiento?
Su descripción es un poco exagerada. Hoy en día no existe una «desglobalización». Pero tiene razón al decir que la dinámica que se ha venido desarrollando desde principios de los años noventa se ha detenido hoy en día.
Comencé mi vida profesional en el CEPII. A finales de los años setenta, todavía no se hablaba de globalización, pero Raymond Barre, consciente de los cambios que se estaban produciendo, quiso crear este instituto especializado en economía internacional.
Trabajé allí en dos ocasiones, antes de dirigirlo entre 1992 y 1997. Lo que se denominó la «banda del CEPII» tenía una visión positiva de la apertura. En parte con razón: esta ha sido un potente factor de crecimiento en el mundo y ha permitido que 1.500 millones de personas salieran de la pobreza extrema.
A menos que esperemos milagros de la IA, los retos del futuro serán mucho más difíciles que los que hemos afrontado hasta ahora.
Jean Pisani-Ferry
Pero solo en parte: no previmos la magnitud del impacto que esta globalización tendría en los países avanzados, ni sus consecuencias para el empleo y las regiones afectadas, ni, a fortiori, sus repercusiones políticas.
Para abrirnos los ojos, tuvimos que esperar al artículo sobre el «China Shock» publicado en 2013 por Autor, Dorn y Hanson. 1
Estos autores demostraron, a partir del caso de Estados Unidos, que el aumento de las exportaciones chinas había devastado los sectores industriales y provocado la pérdida de más de dos millones de empleos en Estados Unidos. Trabajos posteriores indicaron que Francia se encontraba en la misma situación.
¿Comparte su análisis sobre el riesgo de una nueva crisis?
Por supuesto. Los mismos autores nos dicen hoy que la segunda crisis china, que está por llegar, será aún más devastadora, porque ya no son las industrias intensivas en mano de obra las que están amenazadas, sino el núcleo de nuestros sistemas de innovación. 2
En la inmensa mayoría de los ámbitos clave para la innovación industrial, la investigación china supera ahora a la de Estados Unidos y, por supuesto, también a la de Europa. 3
¿Cree que el éxito de China implica una reorientación fundamental de la organización política y económica del resto del mundo?
China tiene una ventaja: sabe combinar la planificación a diez años con la competencia.
No es nuestro caso y, sin embargo, como dice y repite Philippe Aghion, esa es la clave del éxito. La planificación sin competencia es una forma segura de generar rentas improductivas.
La competencia sin planificación es correr el riesgo de dejar que prevalezca el cortoplacismo. Es imperativo que combinemos ambas cosas.
¿Seremos capaces de combinar la planificación y la competencia o dejaremos que un régimen autoritario se aproveche de ello?
Esa es la cuestión fundamental. Lo que está en juego hoy en día en la rivalidad con China es la capacidad de las democracias liberales para mantenerse a la vanguardia de la innovación y transformar sus avances en ventajas industriales.
Hace treinta años, nuestra hibris nos llevó a creer que Occidente había ganado la Guerra Fría. Hoy nos damos cuenta de la magnitud de nuestro error. Ahora se debate muy seriamente sobre la eficiencia económica respectiva de las democracias y las autocracias.
La competencia sin planificación conlleva el riesgo de dejar que prevalezca el cortoplacismo. Es imperativo que combinemos ambos.
Jean Pisani-Ferry
¿Proviene esta hibris del hecho de que las élites europeas se han complacido en mirarse a sí mismas, saciadas y satisfechas?
Como para muchos franceses de mi generación, mi «paso a Europa» comenzó en 1983. Ese año se disiparon las ilusiones sobre la «otra política» y el presidente Mitterrand tomó la decisión fundacional de permanecer en el sistema monetario europeo. Unos años más tarde, Jacques Delors, entonces presidente de la Comisión, pondría en marcha el mecanismo que nos llevaría al euro.
Tuve la suerte de incorporarme a la Comisión en el momento en que el proyecto monetario europeo cobraba forma. Ciertamente no soy uno de los padres del euro, pero reclamo haber contribuido a su génesis, como coautor del informe «One Market, One Money» de 1990, 4 y haber desempeñado desde entonces, a lo largo de los años, un papel de aguafiestas, criticando la arquitectura monetaria europea por incompleta o formulando propuestas para su reforma.
El euro es hoy el éxito europeo más notable y, a pesar de que solo 20 de los 27 miembros de la Unión lo han adoptado, es el signo más tangible de la unidad europea.
Sin embargo, las limitaciones de este éxito radican en que no ha traído consigo ningún otro. La moneda europea no ha provocado ni una intensificación de los intercambios dentro de la zona del euro, ni la formación de un mercado de capitales unificado, ni un aumento del presupuesto comunitario, y solo en respuesta a un grave riesgo de fragmentación financiera los europeos decidieron, en 2012, establecer una supervisión bancaria integrada.
Pero, aparte de estas limitaciones, si el impacto de Trump parece tan difícil de afrontar hoy en día, ¿no es esto una prueba de que la transición de la economía a la política o la geopolítica no podía realizarse de forma lineal?
Comparto lo que dijo recientemente Mario Draghi: el año 2025 puso fin a la ilusión de que la dimensión económica por sí sola podía garantizar alguna forma de poder geopolítico. Desde la creación del mercado único en 1993, y más aún con el euro, los europeos creyeron en esta ilusión. La mantuvieron hasta el comienzo del segundo mandato de Donald Trump, pero este le puso fin.
La batalla por la afirmación europea no está perdida, pero está lejos de estar ganada. Por mucho que me diga a mí mismo que era, como dice Sylvie Kauffmann en un artículo reciente de Le Monde, el precio a pagar para que Estados Unidos no abandonara totalmente a Ucrania, la foto de Ursula von der Leyen, toda sonrisas, firmando un acuerdo comercial totalmente desequilibrado con el presidente Trump sigue siendo para mí la imagen de la «feliz vasallización» que ustedes anunciaron en enero.
Monnet, Delors y generaciones de europeos no lucharon para llegar a ese resultado. No es a esa Europa a la que me he adherido. No es ella la que puede obtener el apoyo de los pueblos.
Entre los efectos secundarios de este «verano de la humillación», se observa una aceleración en el retroceso más o menos asumido de la ambición de transformación ecológica de Europa…
Sí. Entre 2019 y 2024, la Comisión y los Estados europeos habían demostrado su valentía, pero desde las elecciones al Parlamento Europeo de 2024 multiplican las vacilaciones, cuando no los retrocesos francos.
Recientemente estuve en Bruselas: allí, «clima» se ha convertido en una mala palabra. Se intenta preservar los objetivos, pero sin asumirlos ni siquiera atreverse a nombrarlos. Se prefiere hablar de soberanía o de resiliencia. Excepto que estos objetivos, por sí mismos, no impulsan la transición.
Es una señal clara: el nacional-populismo no necesita estar en el poder para influir, basta con la simple tentación de la demagogia.
¿Cuáles serían las consecuencias de un retroceso europeo en materia climática?
Serían trágicas.
En primer lugar, Europa enviaría una señal extremadamente negativa a los países emergentes, donde se juega esencialmente el futuro del planeta: ¿por qué países que no son responsables de las emisiones de gases de efecto invernadero acumuladas en la atmósfera, y para los que la inversión en descarbonización podría desplazar la inversión en desarrollo, tomarían esa decisión si los países avanzados no dan el ejemplo?
En segundo lugar, porque Europa no se encuentra en la misma situación que Estados Unidos: no tiene riqueza en combustibles fósiles. El camino a seguir para ella es abandonar los combustibles fósiles que alimentan nuestra dependencia. Pero a fuerza de pusilanimidad y retrocesos tácticos, corremos el riesgo de perdernos la gran transformación en cuya vanguardia queríamos situarnos.
Recientemente estuve en Bruselas: allí, «clima» se ha convertido en una mala palabra.
Jean Pisani-Ferry
Es una postura romántica —entre Hölderlin y Jean Monnet— creer que en el peligro crece la salvación. Sin embargo, ¿cree usted en la pertinencia de esta idea: «Europa se construirá en las crisis y será la suma de las soluciones aportadas a esas crisis»?
Esta predicción se cumplió con la crisis de la zona euro, entre 2010 y 2015, cuando la audacia de Mario Draghi impidió que se materializara el escenario de la ruptura y la tenacidad de François Hollande evitó que la salida de Grecia trazara un camino por el que sin duda se habrían visto empujados otros países. Pero también ha habido contraejemplos: si bien la Unión Europea supo responder a la crisis pandémica con la creación de un préstamo común, que la mayoría de los expertos consideraban hasta entonces jurídicamente imposible, esta iniciativa no ha tenido continuidad por el momento. En cuanto a la agresión rusa, sin duda ha llevado a una toma de conciencia y ha situado la soberanía en primer lugar entre las prioridades, pero el rearme se sigue realizando sobre la base de una suma de esfuerzos nacionales, sin aprovechar las fuentes de eficiencia que generaría la puesta en común de esfuerzos.
La historia se escribe ante nuestros ojos y nada garantiza que nos lleve hacia una Europa más integrada, sobre todo en un contexto en el que el presidente Trump no oculta su hostilidad hacia la integración. Hace quince años, en el momento de la crisis del euro, pudimos contar con el apoyo de la administración de Obama y con la simpatía de China. Hoy en día estamos rodeados de enemigos, o al menos de adversarios.
Notas al pie
- David H. Autor, David Dorn y Gordon H. Hanson, «The China syndrome: Local labor market effects of import competition in the United States», American economic review, 2013, vol. 103, no 6, pp. 2121-2168.
- David Autor y Gordon Hanson, «We Warned About the First China Shock. The Next One Will Be Worse», The New York Times, 14 de julio de 2025.
- Critical Technology Tracker, Australian Strategic Policy Institute.
- One market, one money. An evaluation of the potential benefits and costs of forming an economic and monetary union, 1990.