«Sistema Madrid»: ¿la próxima gran metrópolis de Europa?, una conversación con Fernando Caballero
En los últimos tiempos la región de Madrid se ha convertido en el motor central de la economía española y mediación para el gran espacio geoeconómico y financiero del mundo hispanoamericano —aumentando aún más su atractivo tras los índices de crecimiento de España en la eurozona—. Madrid, para el arquitectoa, analista de los procesos urbanos en España y autor de Madrid DF (Arpa), Fernando Caballero, es hoy la clave ineludible para elucidar los próximos pasos del país en condiciones de entrar en competencia con las grandes metrópolis globales organizadas alrededor de la diversificación económica, el hub financiero y la integración cohesionada de las infraestructuras.

En tu libro Madrid DF (Arpa, 2024) anotas con énfasis que en las próximas décadas Madrid alcanzará los 10 millones de habitantes, lo cual implica estar en condiciones de cumplir con una serie todos índices diferenciados (infraestructuras, inversiones, mediaciones con el estado, extensión metropolitana en el territorio, acceso a viviendas, etc.) para poder competir con las otras grandes metrópolis globales, como pueden ser Londres y Tokio, Berlín y Nueva York. Parte de tu argumento es que desatender el ‘motor Madrid’ sería un error que pudiera llevar a España a un retroceso en el siglo XXI, y aún más cuando, como se ha reportado en estos meses, España ha despuntado como el actor central del crecimiento económico de la Unión Europea. ¿Piensas que el crecimiento económico de España pasa inexorablemente por una transformación metropolitana robusta de Madrid? ¿Y qué esfuerzos (institucionales, urbanísticos, económicos) supone este horizonte que validas en el libro?
Para contestar a tu pregunta es preciso contextualizar un poco. España es, desde el advenimiento de la Modernidad industrial hace ya 2 siglos, un país relativamente frágil. Se trata de un territorio extenso y de carácter subcontinental. Entre Cádiz y Hendaya hay más accidentes geográficos y diferencias climáticas que entre Hendaya y Moscú. Esto es fundamental entenderlo.
Nuestras conexiones con el resto de Europa no son sencillas, y nuestra geografía está atravesada por pocos ríos navegables, campos secos y poco fértiles, pero también por muchas mesetas, desiertos, bosques y cordilleras que dificultaron históricamente la comunicación. Todo ello, sumado a la relativa poca población que, en comparación a Francia, Italia, Reino Unido o Alemania, vive repartida por un territorio tan extenso y complejo hace que España haya necesitado mucha más energía y recursos que los países de su entorno para cohesionarse como nación y desplegar un estado social de calidad a sus habitantes.
Hoy hay extensos territorios despoblados, lo que genera unas dinámicas muy acentuadas de concentración de la población en las zonas urbanas. Es allí donde los fenómenos asociados a la concentración y a las economías de escala ofrecen a muchos ciudadanos lo que sus territorios no pueden ofrecerles. Estos procesos se aceleran conforme “la España vacía” termina de despoblarse. Por eso hoy hay regiones del centro y el este del país con densidades de población equivalentes a las de Laponia. Todo esto es fundamental para comprender el momento en el que se encuentra Madrid hoy.
Los procesos de despoblación del campo y concentración de población y riqueza en la capital llevan operando más de un siglo y ahora en muchas regiones llegamos al punto de no retorno. Ya no hay remplazo generacional en muchos lugares y por tanto el fin de 800 o 900 años de historia está próximo. Al mismo tiempo el área metropolitana de Madrid ha alcanzado ya los 7 millones de habitantes. Una cifra que se incrementa en más de 100 mil nuevos cada año (muchos de ellos de Hispanoamérica). Lo que la convierte en la ciudad más grande y rica del sur de la Unión Europea.
Aparecen entonces dos grandes retos. Por un lado, cómo gestionar un crecimiento continuo de 1 millón de personas cada década en la gran ciudad y por otro la necesidad de recursos que tienen sus habitantes y que provienen de un campo despoblado. Al mismo tiempo, y aunque coyunturalmente pueda aumentar nuestra economía, la realidad es que la estructura económica española es débil y para reforzarla seguimos necesitando de las grandes ciudades, que son la única herramienta para retener el talento y atraer la inversión que si no se marcharía a otras ciudades europeas como ya ocurrió en la profunda crisis de 2008.
Por eso, el reto que tenemos como país es inmenso: cómo hacer que nuestras ciudades crezcan de forma ordenada, sostenible y justa para que ese crecimiento se traduzca en un fortalecimiento de la economía, y al mismo tiempo ayude a generar prosperidad y nuevas oportunidades en un campo que hoy se despuebla. Y para ello, la solución pasa por atender la microescala sin perder la visión de conjunto. Orientar nuestro crecimiento hacia un sistema metropolitano multipolar, policéntrico, con muchos límites, pero muy difusos. Un sistema que se extienda por el territorio semivacío, incorporándolo al sistema a través de buenas conexiones y permitiendo a los municipios una cierta corresponsabilidad fiscalidad, que los haga atractivos para muchos habitantes y empresas que hoy se han marchado a la ciudad. Si estos lugares están bien conectados, compensará hacer una vida más tranquila y económica a una o dos horas de la gran conurbación y seguir conectado a ella.
Al mismo tiempo es importante potenciar productos locales, sostenibles y de proximidad. Madrid puede crear mucha demanda de estos productos, como la construcción en madera, más rápida y con mucho menor huella ecológica que la construcción en ladrillo. Se construirían viviendas más rápido y se recuperaría una industria potente en muchas provincias —donde los impuestos pueden ser más bajos, y se generaría futuro en esos lugares—.
A lo largo del libro hay una encrucijada latente: la configuración de una metrópolis y/o la deriva de una megalópolis y me parece importante detenernos en esta bifurcación. En muchos casos de las metrópolis globales contemporáneas, el espacio metropolitano al cerrarse sobre sí mismo en torno a procesos financieros pueden llevar también a procesos graduales de la expansión del hinterland, algo que contribuye a la fragmentación en la composición social y en los modos de vida, tal y como lo ha estudiado el geógrafo Phil Neel para el caso estadounidense. ¿Qué importancia tiene para ti esta diferenciación entre metrópolis y megalópolis, y qué herramientas debe tener la administración de Madrid para evitar una degeneración social en esa dinámica entre el centro de la ciudad y su hinterland?
Madrid se encuentra en pleno salto de escala. Desde los años 80s está pasando de ser una capital nacional a una verdadera ciudad global. Y como bien dices, ahora la cuestión es si queremos ser una metrópolis, que canaliza su potencia más allá de su centro y reparte riqueza y población a lo largo del territorio —o sea, una ciudad de ciudades, con muchos centros y pequeñas periferias adyacentes cuyos problemas son fácilmente abordables— o si nos convertirnos en una megalópolis. Las megalópolis tienen un gran centro que absorbe la mayor parte de los recursos, concentra la mayor parte de la riqueza en su centro y genera una inmensa periferia adyacente para servir a ese gran centro. Esa periferia se convierte poco a poco en un Hinterland donde operan las lógicas extractivas.
Ese es el caso de París, Londres y Buenos Aires y creo que buena parte de las tensiones sociales y políticas que se viven en los tres países tienen mucho que ver con la configuración geográfica y socioeconómica de sus capitales. Sistemas urbanos muy centralizados e hipertróficos. Esto también ocurre parcialmente en Madrid. Ahora pediría a los lectores que abriesen una imagen de satélite sobre Madrid. Lo que verán es que a diferencia de las tres capitales que he citado, el urbanismo español es mucho más denso y por tanto las ciudades del área metropolitana están más separadas. Hay campo entre ellas. Es decir, en Madrid podemos crear una verdadera ciudad de ciudades y no municipios conurbados como ocurre en las otras capitales.
Tenemos sitio para crecer y para crecer bien. Tenemos la oportunidad de crear una red de pequeñas periferias junto a una red de nuevos y pequeños centros, desdibujando así esa relación centro-periferia tan marcada en otras ciudades. Yo quiero que Madrid sea una metrópolis, hacia adentro, pero también hacia afuera, como ocurre con Barcelona, que es una ciudad mucho más grande de lo que aparenta. Su sistema urbano no termina en la montaña, sino que abarca más de cien kilómetros a la redonda, conectando pueblos y ciudades medianos, aunque entre medias haya montes, bosques, zonas agrarias y parques naturales. El centro de esa gran ciudad de 5 millones de habitantes es lo que llamamos Barcelona y lejos de absorber la energía del resto les ayuda a conectarse con el mundo, a crecer y a tener futuro. De esta forma la ciudad se va desdibujando paralelamente a su sistema socioeconómico.
En el caso de Madrid esto ocurre con las ciudades de Toledo, Segovia o Guadalajara. Las tres están muy bien conectadas con la capital. Están incorporadas a su sistema urbano. Operan como subcentros y se benefician de los procesos económicos de concentración a escala global. Pero también hay otros lugares muy cercanos que, al estar mal conectados ven como Madrid les absorbe su poca energía. Ciudades como Ávila, Talavera, Sigüenza no tienen TGV, igual que muchos pueblos pequeños, no forman parte de la gran ciudad y para muchos no les compensa vivir allí, lejos de los beneficios económicos. Con estos lugares Madrid no es el sol que más calienta sino un agujero negro. Por eso desde hace dos décadas hay una gran crítica en muchas partes de España contra la concentración económica y demográfica en Madrid.
Quisiera tocar lo que se ha venido llamando la estructura de la España radial que ordena los recursos económicos y las capacidades del desarrollo y movilidad en el eje Madrid-Barcelona, profundizando asimismo el fenómeno de la España vaciada en otras autonomías. Este marco es el que ha llevado a algunos —pienso en el geógrafo valenciano Josep Boira, con quien hemos conversado también en Grand Continent— que han argumentado que sólo un gran proyecto de infraestructura como el Corredor Mediterráneo podría transformar la “hegemonía radial” que trenza la estructura territorial en España. ¿Imaginas que proyectos de tal envergadura son consistentes con el horizonte de metropolización de Madrid que defiendes en el libro, o más bien es algo que aparece como un “reto competitivo” para el despegue de la ciudad-Estado en las próximas décadas?
La metropolización del centro de España con Madrid no debe ser a costa del resto del país, ni por supuesto del Corredor Mediterráneo. Deben ser un sistema complementario. Ahora bien, en las dos últimas décadas, y como parte de las críticas a Madrid, se ha cebado el mantra de una supuesta hegemonía radial de las infraestructuras basada en la concepción afrancesada y jacobina del centralismo español que tanto critican muchos federalistas. Pero la realidad es muy diferente. Para empezar, España es uno de los países más descentralizados de Europa.
De hecho, el conflicto político surgido después de las terribles inundaciones de Valencia tiene mucho que ver con el reparto de las competencias del gobierno regional y nacional. El Corredor Mediterráneo es una infraestructura de carreteras y trenes que unen ciudades y puertos a lo largo de la costa, desde la frontera con Francia hasta Gibraltar. Es la zona más dinámica del país, sobre todo en su mitad norte, entre Francia y Alicante, porque sus centros industriales y turísticos estuvieron bien conectados desde hace muchas décadas.
Cuando murió Franco en 1975, el 45% de las autopistas de España estaban en Cataluña —una región que sólo representa un 6,8% del territorio nacional—. Este dato es demoledor, porque demuestra la gran mentira del nacionalismo. Por esto, quienes hablan de tensión territorial debida a la supuesta radialidad y de que en las últimas décadas se han concentrado las inversiones de infraestructuras en Madrid y en otros lugares del interior, olvidan el diferencial de PIB generado en Cataluña y Valencia durante los más de 30 años de cuasi monopolio en las infraestructuras modernas del país.
La España de la dictadura centralizó el poder en Madrid, pero la economía en la costa mediterránea. Valencia y Barcelona están conectadas por autopista con los puertos y la frontera desde mediados de los años 70, sin embargo, la conexión por autopista entre Madrid y Valencia se terminó en 1998. Pero, además, la autopista del Mediterráneo se desdobló y ahora hay una autovía paralela y libre de peaje. Y a mediados de los años 90 se inauguró entre Barcelona, Valencia y Alicante la segunda línea de TGV (Euromed) en España, después del Madrid-Sevilla. Muchos critican que el Euromed es un apaño y que realmente no es un tren a la medida de las necesidades del corredor. Pero si lo comparamos con otros corredores europeos, como el de Munich-Stuttgart-Frankfurt-Colonia, en plena Blue Banana, y que es mucho más rico y con mucha más industria, veremos que los ICE alemanes cubren una distancia similar en un tiempo equivalente. La diferencia fundamental no es de trenes de pasajeros, sino de trenes de mercancías que comuniquen los puertos. Ahí está el déficit del Corredor Mediterráneo, pero también en el resto del país. Hasta 2004, cuando el gobierno socialista de Zapatero aprobó el plan radial de TGV (AVE) para conectar Madrid con el resto del país, la hegemonía radial de estas infraestructuras tiene más de ficción que de realidad.
Yo pienso que la descentralización política es buena, pero hace que perdamos la visión de conjunto. Por eso, la cuestión es que uno de los proyectos de la democracia ha consistido en descentralizar y democratizar las infraestructuras. Durante los últimos 40 años se ha invertido en conectar territorios que estaban aislados (incluido Madrid) y así compensar mínimamente el déficit crónico que padecían. Dado que la riqueza y las autopistas y trenes propios de un país del primer mundo se localizaban en lo que hoy llamamos Corredor Mediterráneo. Pensemos que, en 1989, Berlín Occidental tenía mejores conexiones por carretera con la RFA que Madrid con las grandes ciudades de la costa.
Madrid no tiene que competir con Valencia, Bilbao o Barcelona. Pero ahora, por fin, hay alternativas que se han priorizado frente al Corredor Mediterráneo, y eso molesta a muchos. Estas ciudades deben complementarse. Sin embargo, Barcelona es una competidora natural de Valencia. Una competidora con ventaja, ya que tiene un mayor peso económico y demográfico y está más cerca del centro de Europa. Por eso los políticos de Valencia se han aliado históricamente con los del Estado y Madrid, para contener lo que consideran un “abrazo del oso” catalán. Prueba de ello es como Valencia se aprovecha de su cercanía con Madrid para tener el mayor puerto de España —que en el fondo es el de Madrid—. Cada día miles de camiones circulan en dirección a la capital. Por eso, sin esas conexiones con Madrid, ni el puerto, ni el potente sector turístico o el de sus productos industriales y agrícolas serían tan importantes. Es decir, el Corredor Mediterráneo también se beneficia de estar bien conectado con Madrid.
Algunos críticos de eso que se llama “Madrid DF” —expresión acuñada o restituida por Enric Juliana– es que ha sido “cebada” mediante los insumos fiscales e institucionales del Estado central. Pensando las últimas dos legislaturas españolas, la de Mariano Rajoy y la actual de Pedro Sánchez, ¿qué papel debe seguir jugando el Estado en relación con Madrid? ¿Piensas que, más allá de la polarización mediática entre Sánchez y la presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso, la colaboración entre el Estado y el motor económico capitalino ha continuado sin mayores sinsabores en estos años?
El periodista Enric Juliana es quien ha recuperado esta expresión o concepto tan interesante como ambivalente de DF, que en el imaginario hispanoamericano hace referencia a la inmensidad de Ciudad de México —una capital que hasta hace pocos años se denominaba México DF—. Sin embargo, los orígenes de esta expresión, hasta donde yo he podido rastrearla, datan de comienzos de la década de 1980, cuando se estaban constituyendo las regiones autónomas y se debatía cuál debía ser la nueva realidad para Madrid. Algunos planteaban que la capital se convirtiese en una ciudad autónoma o controlada directamente por el Estado dentro de la “M-30”, nuestra autopista periférica.
Otros pretendían que Madrid y su provincia formasen parte de la nueva región autónoma de Castilla-La Mancha (cuya capital es Toledo). Los comunistas planteaban la necesidad de una gran región central previendo el futuro crecimiento de la ciudad. Creo que esta hubiese sido la mejor opción. Pero tanto al centro derecha UCD, como al Partido Socialista les interesaba separar Madrid de Castilla. UCD, para mantener una región de voto agrario y conservador y el PSOE para mantener un granero de voto progresista y urbano. Y es irónico que desde hace décadas ocurre exactamente lo contrario en ambas regiones.
Se optó por una solución inédita: Madrid y su provincia metropolitana serían una región autónoma. Por eso, conforme la ciudad ha ido creciendo en población y riqueza, su poder ha aumentado y hoy, su gobierno regional es, de facto, la autoridad metropolitana más poderosa de Europa. Cuenta con el control de la sanidad y la educación y con un parlamento propio. Y todo ello al margen del hecho de ser la capital —lo cual hace que al menos doscientos mil funcionarios del Estado vivan en la región y trabajen en los organismos y edificios oficiales de la capital—. El efecto capitalidad opera tanto que muchas empresas quieren establecerse cerca del regulador y por tanto su presencia atrae a otras personas hacia Madrid.
Pero la sociedad civil ha crecido en los últimos tiempos y las regiones autónomas también cuentan con sus propias capitales. Hasta 2017, año del fracaso independentista catalán, la economía de Barcelona seguía siendo superior a la de Madrid, lo que demuestra que el efecto capital no implicaba que la concentración debiera estar únicamente en Madrid. El problema es que la economía en Madrid subía porque su presión fiscal y su legislación era más favorable a la gran empresa que en Barcelona. Madrid comenzaba a ser visto como un rival y eso resultaba —y sigue resultando— intolerable. La ironía está en que fueron precisamente los nacionalistas catalanes los que a mediados de los años 90 exigieron que las regiones pudiesen recaudar parte de los impuestos como condición para apoyar la llegada al gobierno de José María Aznar frente a la negativa del socialista Felipe González. Desde entonces podríamos afirmar que, quien realmente se ha independizado es España —y en particular Madrid— de la enorme influencia económica y política que históricamente se ejercía desde Cataluña.
En resumen, en los últimos cuarenta años España se ha descentralizado política y fiscalmente, debido a las exigencias de los nacionalismos periféricos. Pero curiosamente eso ha servido para que Madrid se convirtiese por primera vez en sus 500 años de historia como capital en una ciudad con un territorio adyacente autónomo. Ahora podía autogobernarse y además establecer su propia política fiscal —mucho más liberal que la de Barcelona—. Eso es mucho más sencillo para Madrid, porque su región es mucho más pequeña y muy densamente poblada, lo que aumenta las economías de escala. Por eso Madrid puede dar buenos servicios públicos sin elevar sus impuestos; tiene uno de los mejores sistemas educativos y sanitarios del país y una población más joven y sana que el resto del país. De hecho, tiene la mayor esperanza de vida de la Unión Europea.
Madrid ha desatado su potencial, ha crecido en riqueza y poder propio; eso también es un problema político para los gobiernos nacionales, dado que Madrid se ha convertido en el gran contrapoder. Máxime cuando el gobierno nacional está en manos del Partido Socialista y el de Madrid lleva casi treinta años en manos de la derecha. Pero hay que entender que, independientemente de la actual coyuntura de tensión política entre el presidente Sánchez y la presidente madrileña Ayuso, este conflicto ya es estructural al sistema. Estamos condenados a que continúe, gobierne quien gobierne. De hecho, en tiempos del presidente Rajoy, existía un conflicto similar con la presidenta madrileña Esperanza Aguirre, aun perteneciendo ambos al mismo partido político (PP).
Pensando en algunas de las transformaciones que han despuntado en el Madrid de los últimos quince años o más —pienso en la transformación de Madrid Nuevo Norte con epicentro en Chamartín bajo Alberto Ruiz Gallardón y continuado con Manuela Carmena— ¿cómo evalúas las fases más importantes de las últimas dos administraciones de Madrid, tanto desde el registro económico como el urbanístico? ¿Piensas que algunos de estos diseños ayudan a explicar el ascenso del liderazgo político-administrativo de quien ciertamente es la “firebrand” de la derecha española, la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso?
Bien, quizás lo primero es dejar claro que hay que diferenciar a las dos grandes administraciones madrileñas. Por un lado, está el gobierno regional o “Comunidad de Madrid” y por otro, naturalmente el Ayuntamiento de Madrid. Díaz Ayuso es la actual presidenta regional. Antes de ella también hubo varios políticos muy importantes en ese cargo: Gallardón —a comienzos de siglo— y Esperanza Aguirre, que fue el verdadero artífice del modelo liberal de la región. Aguirre sustituyó a Gallardón, quien saltó a la alcaldía de Madrid.
El crecimiento urbano y económico madrileño lleva ya casi tres décadas en velocidad de crucero, siguiendo las directrices de un pacto tácito entre los políticos y los ciudadanos. Madrid sería un sitio abierto, tolerante, cosmopolita y socialmente progresista —a cambio de que la economía estuviese más desregulada y los impuestos fuesen más bajos que en otros lugares—. Al ser una región dinámica y joven, con bastantes colegios, universidades y hospitales privados, el gasto social no necesitaba ser tan grande como en otros lugares. Aun así, como ya dije, la región cuenta con la mayor esperanza de vida de la Unión y el último informe PISA coloca a su sistema educativo muy por encima del de otras regiones que apuestan por modelos más intervenidos por las administraciones. Ese es el resultado que afianza la hegemonía política de la derecha en Madrid. Buenos resultados con un coste reducido. Un coste que también deben pagar los ciudadanos convertidos en clientes de un sistema público-privado. A lo largo de estas décadas la derecha ha cambiado la inclinación ideológica en la región a través de un mensaje implícito: en Madrid, tú y los tuyos podéis alcanzar lo que en otras regiones sólo está al alcance de los ricos. Porque las tarifas para entrar en el sistema privado están subvencionadas a través de conciertos público-privados.
Junto a esto, se encuentra el asunto del desarrollo urbano. Madrid ha crecido mucho en estas décadas, pero lo importante no es tanto el cuánto sino el cómo. En Madrid se ha apostado por un crecimiento basado en la propiedad. Y en muchos municipios del extrarradio se apostó además por un sistema urbano de bajas densidades. Chalets, coche, jardín, piscina… un modelo urbano muy extendido en Francia, Alemania, Holanda o Reino Unido —pero poco común en España, donde las ciudades son mucho más densas y compactas—. Junto con el colegio y el hospital semiprivado, este modelo ha exacerbado aún más el individualismo de la población madrileña. En este contexto se engloba el trabajo de las últimas administraciones en Madrid. Gallardón y después Ana Botella —esposa de Aznar— fueron alcaldes de la derecha. Gallardón fue quizás el gran transformador de la fisionomía de Madrid. Tanto en su etapa de presidente regional como en la de alcalde, llevó a cabo grandes obras públicas para coser el área metropolitana y la ciudad con sus barrios de la periferia más pobre. El resultado fue muy positivo. Tal vez las más importantes de las obras fueron el Metro Sur, para conectar todas las ciudades del sur de la región y Madrid Río, donde soterró parte de la M-30, la autopista periférica y que hoy es un magnífico parque junto al río Manzanares. A mi juicio se trata de una de las obras urbanísticas más importantes de Europa.
Pero su mandato coincidió con la crisis del 2008 y el endeudamiento de estas obras restringieron mucho el presupuesto de los siguientes alcaldes. La función de Ana Botella, en el momento más complicado de la crisis, consistió en cuadrar las cuentas y hacer enormes recortes de gasto público. Fue entonces cuando el pacto tácito entre los gobernantes de derecha liberal y buena parte de los ciudadanos se rompió. Mucha gente se quedó en casa o votó a la derecha sólo en el gobierno regional, pero no siguieron apoyando a Esperanza Aguirre cuando quiso presentarse a alcaldesa. Los servicios públicos se habían deteriorado y los casos de corrupción en la derecha hicieron que en la ciudad de Madrid muchos votantes se abstuviesen.
Así, Manuela Carmena llegó al poder municipal entre 2015 y 2019. Su gobierno comenzó en una fase incipiente de recuperación económica. Pero el problema para Carmena fue prometer grandes cambios que necesitan mucho tiempo para llevarse a cabo. Cambiar el rumbo y la velocidad de un transatlántico no es fácil cuando tiene mucha inercia. Con una mayoría débil y sin una hegemonía consolidada, no podían derruir en cuatro años lo que la derecha había construido en veinte sin afectar los intereses de mucha gente. Por eso sus cambios fueron en general cosméticos, que son rápidos, pero no estructurales para el sistema. Algunos en barrios de la periferia, pero los más vistosos en el centro, en zonas premium de la ciudad, que aún se revalorizaron más. Una medida interesante fue la zona de bajas emisiones “Madrid Central” —aunque en realidad era una medida continuista con las de las administraciones anteriores, pero que no se puso en marcha hasta poco antes de las elecciones de 2018 para que tuviese más efecto mediático—. El resultado fue que no se capitalizó la medida porque no dio tiempo a que los ciudadanos la normalizasen.
También hubo muchas medidas típicas de la batalla cultural, como los cambios de nombres de las calles o medidas de participación ciudadana en los que casi no participaba nadie. Pero insisto en que fue un gobierno con más forma que fondo progresista. Hasta tal punto que no hubo verdaderas transformaciones estructurales, que la mayor trascendencia de su mandato fue la aprobación de la gran operación urbana del norte de la ciudad. Madrid Nuevo Norte, que pretende ser un nuevo centro financiero muy bien conectado con el aeropuerto, la feria de muestras y las zonas más ricas de la ciudad.
Al final, después de veinte años de negociaciones, fue su gobierno y no los de la derecha el que aprobó definitivamente el proyecto. Eso tampoco se lo perdonaron sus votantes, que lo vieron como una traición que apuntalaba la estructura de crecimiento neoliberal. Y por el otro lado, los votantes de derecha, que se habían quedado en casa en 2015 sí que acudieron esta vez para desalojarla por su apoyo a las causas culturales más progresistas. En las elecciones municipales y regionales de 2018 el Partido Popular recuperó la alcaldía y mantuvo el gobierno regional por la mínima con la llegada de Isabel Díaz Ayuso, que se ha convertido en la heredera ideológica de Esperanza Aguirre y la abanderada del liberalismo más desacomplejado. Desde entonces su popularidad ha crecido en la región y hoy gobierna con mayoría absoluta.
Se ha venido explicitando con énfasis el tema del desplome en los índices de natalidad —que en España entroniza con toda la discusión de la España vaciada—, entonces me hubiera gustado que nos detengamos sobre la relación entre crisis demográfica y el ascenso de las metrópolis al que busca ascender Madrid. Dicho en otras palabras, ¿te parece que la forma organizacional metropolitana es una forma de hacerle frente a la crisis demográfica que atraviesa Occidente en términos globales —y España en el caso nominal europeo—?
España tiene un gravísimo problema con la distribución demográfica. Como expliqué hace un momento, nuestras ciudades son muy densas y por tanto el campo está vacío. La población se concentra en la costa y en torno a Madrid, mientras que el espacio intermedio (las Castillas) tiene unos pocos millones de personas. Hay muchos pueblos con pocas decenas de habitantes, la mayor parte hombres mayores y por tanto sin capacidad de reemplazo generacional. Eso quiere decir que en pocos años muchos pueblos se van a abandonar y eso fomentará una mayor concentración de población (y riqueza) en Madrid y otras grandes ciudades. Entonces, la pregunta evidente es cómo revertimos el proceso para que esos lugares tengan futuro.
La respuesta es haciéndoles partícipes del modelo socioeconómico de Madrid; fomentando las conexiones de carretera y tren rápido con los municipios más grandes, que sirven de retenedores de población; dando a estos municipios cierta capacidad de corresponsabilidad fiscal para que puedan atraer empresas; fomentar desde Madrid la demanda de productos de estos lugares. Un ejemplo sería fomentar una industria maderera propia, para la construcción de viviendas tan necesarias con baja huella de carbono, en vez de importar estos productos desde Alemania, Polonia o Las Landas francesas (a 6 horas de Madrid). Otro ejemplo puede ser convertir a Madrid en el gran escaparate ante el mundo de los productos de estas regiones, por ejemplo, en el sector del lujo la lana merino, que es española aunque la mayoría se exporta desde… Australia. Madrid puede ayudar a fomentar a poner en valor y comercializar los productos de nuestro campo, ayudando a crear nuevas industrias y futuro en esas regiones del interior.
Madrid, como sistema metropolitano, está acercándose a los 10 millones de habitantes. Ahora bien, eso no significa que todos ellos deban estar en la ciudad de Madrid ni en sus satélites más próximos. Si somos inteligentes y con un buen plan consensuado entre la región y el Estado en los próximos años podemos hacer que ese sistema, basado en conexiones, se amplíe a 250 km a la redonda. Entonces, Madrid no absorberá energía de las capitales de comarca y de provincia, sino que la repartirá. Allí llegarán nuevos ciudadanos, también hispanoamericanos —algo que ya comienza a ocurrir—, que encontrarán en estos pueblos una vida más tranquila que en la gran ciudad. Por tanto, se trata de encontrar la manera de que Madrid mute su sistema para que su crecimiento sea percibido como positivo en la mayor parte de España.
En esta década, Madrid se ha vuelto una especie de refugio para la migración latinoamericana que ya compite —y muy pronto puede que exceda— con la demografía latinoamericana de Miami y con importantes capitales extranjeros para la inversión en diversos renglones. Y viceversa, pareciera que hay una clara mirada hacia Latinoamérica por parte de Madrid, lo cual también llevaría a la metrópolis a volver a cruzar el Atlántico y establecerse como centro de irradiación de las comunidades hispanoamericanas. ¿Cómo podemos entender este interés hacia Hispanoamérica tomando en cuenta las mutaciones geopolíticas de la Unión Europea —pienso, por ejemplo, en el informe Draghi de hace algunos meses—? ¿El crecimiento del “Sistema Madrid” pasa necesariamente por la expansión demográfica que se nutre de las rutas latinoamericanas?
Desde que la Corte estableció su sede en Madrid en 1561, 70 años después de que Colón llegase a América, Madrid se ha creado como una gran ciudad con vocación atlantista. Yo diría que esa es su esencia básica. Ser una casa de todos y para todos en el mundo hispano. Quizás estas conexiones han sido más débiles en los últimos dos siglos, pero ahora que las comunicaciones y los servicios vuelven a tener preponderancia frente a las industrias nacionales, Madrid se está reconectando rápidamente con su mundo. Hoy es la puerta de entrada de los hispanos a Europa —y Madrid ha entendido que ese es uno de sus hechos diferenciales entre las grandes ciudades globales—. Yo diría que Madrid es, por esencia, historia y vocación, una ciudad 50% europea y 50% americana. Porque se configuró como capital una vez que en América ya había grandes ciudades españolas como México o Lima.
Madrid es un lugar fácil, cómodo y seguro donde crear una nueva vida. Y desde luego mucho más interesante que Miami. Esto lo han entendido todas las administraciones. Además, no sólo vienen los ricos. Los hispanos trabajadores se integran fácilmente. En 2 años consiguen la nacionalidad española y cualquier hispanoamericano puede acceder a las universidades públicas españolas pagando los mismos precios de matrícula que un estudiante nacional. En una época en la que occidente pone en cuestión la presencia de los inmigrantes, Madrid ha encontrado un filón para seguir creciendo en población e influencia: un tipo de migración con la misma lengua y religión que la propia. Evidentemente hay problemas de integración. Tanto los mexicanos ricos como los peruanos pobres que llegan a Madrid tienen sus propios circuitos cerrados. Y habrá que ver si en una o dos generaciones tenemos problemas de integración similares a los de otras grandes ciudades europeas, pero hay motivos evidentes para dudarlo.