La invasión rusa a gran escala de Ucrania en febrero de 2022 provocó un terremoto en los mercados energéticos europeos. Ante la urgente necesidad de diversificar sus suministros de gas natural, la Unión encontró una solución providencial en el gas natural licuado (GNL) estadounidense. Esta importante reorientación de la política energética europea parecía combinar dos objetivos principales: garantizar la seguridad del abastecimiento energético y reforzar la alianza transatlántica. La urgencia de la situación y la estupefacción provocada por el choque geopolítico habían relegado las cuestiones climáticas a un segundo plano. En un momento en que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, parece querer aumentar aún más las compras europeas para adelantarse a las exigencias del presidente Trump, conviene sin embargo examinar el exorbitante coste climático del GNL estadounidense.
Un estudio reciente 1 clasifica sistemáticamente la intensidad de las emisiones de gases de efecto invernadero de las distintas fuentes de importación de gas a Europa.
El análisis revela que el GNL estadounidense tiene la mayor huella de carbono de todos los suministros de gas del continente.
Su intensidad en términos de CO2 equivalente por unidad de contenido energético es un 80% superior a la del gas argelino, que ocupa el segundo lugar en esta sombría clasificación. Lo más sorprendente es que el gas «made in USA» es 2,2 veces más intensivo en gases de efecto invernadero que su homólogo ruso, al que Europa busca sustituir.
Esta especificidad del GNL estadounidense se explica por la forma en que se produce y transporta.
La producción de gas natural en Estados Unidos está actualmente dominada por el gas de esquisto, cuya extracción requiere fracturación hidráulica. Esta tecnología es más propensa a generar fugas de metano que el gas convencional, sobre todo por los defectos que pueden aparecer en el revestimiento de la boca del pozo. Aunque el nivel exacto de estas fugas ha sido objeto de intensos debates desde finales de la década de 2000, las mediciones recientes tienden a mostrar que han sido muy subestimadas por la industria. A las emisiones derivadas de la extracción hay que añadir las inevitables pérdidas durante la licuefacción y el transporte transatlántico —lo que supone una huella de carbono global especialmente pesada—.
Si tenemos en cuenta los efectos del metano sobre el calentamiento global en una escala temporal de veinte años, el uso de GNL estadounidense en el sector eléctrico genera incluso un 33% más de emisiones por kWh que el carbón.
Este resultado contraintuitivo se explica por la propia naturaleza del metano, principal componente del gas natural. Su poder de calentamiento, de 82 a 84 veces mayor por tonelada emitida que el del CO2 en este horizonte temporal, pesa mucho en la balanza. Incluso después de cien años, el metano es «sólo» 25 veces más potente que el CO2 —y el GNL estadounidense sigue teniendo un balance de carbono desfavorable en comparación con el carbón— 2.
El gas natural iba a ofrecer una fuente de energía de transición en el camino de Europa hacia el objetivo de emisiones netas cero para 2050. Su menor intensidad de carbono, menos de la mitad que la del carbón, debía servir de puente hacia el mix eléctrico 100% descarbonizado previsto para la segunda mitad del siglo. Esta estrategia se vuelve totalmente ilusoria si este puente tiene que depender en última instancia de una flota de buques cisterna de GNL estacionados al otro lado del Atlántico.
Sin considerar siquiera esta especificidad del GNL estadounidense, la Unión ya parece tener que importar más gas natural licuado del que permiten nuestros objetivos climáticos.
Hace unos meses, la Agencia de Cooperación de los Reguladores de la Energía (ACER) demostraba 3 que los volúmenes ya contratados superan en casi un 40% las necesidades de gas natural compatibles con el objetivo de neutralidad del carbono en 2050. El desequilibrio se haría patente ya en 2027, con un excedente de importación de 30.000 millones de metros cúbicos de GNL. Este volumen excedentario alcanzaría los 41.000 millones de metros cúbicos en 2030 —más que el consumo anual de gas de Francia—.
Estas proyecciones se basan en el escenario de descarbonización RePowerEU, que prevé una reducción gradual de la demanda europea de gas natural. Aunque esta reducción del consumo no se materializara tan rápidamente, la conclusión se mantiene: la Unión ya ha asumido compromisos de importación de GNL que son excesivos en relación con sus objetivos climáticos. Comprometerse hoy a un aumento de las importaciones de GNL estadounidense no sólo significaría ceder a las exigencias asimétricas del Presidente estadounidense —significaría sobre todo el fin del proyecto ecológico europeo—.
En teoría, todos estos volúmenes podrían reorientarse hacia otros mercados. Corresponden a contratos «free-on-board», que ofrecen cierta flexibilidad en el destino final de los cargamentos. Lejos de proponer un nuevo aumento de nuestras importaciones de GNL, la Comisión podría, por el contrario, utilizar la reducción de nuestros actuales contratos de importación como palanca en las negociaciones con la nueva administración estadounidense, en particular para contrarrestar su estrategia de desvinculación climática.
Esta situación es sintomática de las tensiones que atraviesan la política energética europea.
La necesidad de liberarnos del gas ruso tras la invasión de Ucrania era obvia, y no puede cuestionarse. Pero al precipitarse bajo el paraguas energético estadounidense, Europa está optando por prolongar su dependencia de una fuente de combustible fósil que es aún menos compatible con sus objetivos climáticos de lo que lo era el gas ruso.
El trilema europeo se ha vuelto aún más urgente desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca: ¿cómo garantizar nuestra seguridad energética sin comprometer la descarbonización de nuestra economía ni limitar la disponibilidad de energía barata para la población y la industria europeas?
La respuesta sólo puede venir de una aceleración aún mayor del desarrollo de las energías renovables —y, si finalmente se cumple la promesa de menores costes con EPR 2, de la energía nuclear—. Sólo así podremos reducir estructuralmente nuestra dependencia del gas importado, sea cual sea su origen. Para Europa, única gran potencia sin reservas importantes de energía fósil en su territorio, la transición energética es la piedra angular de su transición geopolítica: no sólo un imperativo climático, sino sobre todo la estrategia clave para dar contenido a su autonomía estratégica.
Notas al pie
- Edward W. Carr, Constance Dijkstra, Maxwell Elling, Samantha McCabe y James J. Winebrake, « Well-to-Tank Carbon Intensity of European LNG Imports », Energy & Environmental Research Associates, 26 de agosto de 2024.
- R. W. Howarth, « The greenhouse gas footprint of liquefied natural gas (LNG) exported from the United States », Energy Science & Engineering, 12(11), 4843-4859, 2024.
- « Analysis of the European LNG market developments 2024 Market Monitoring Report », ACER, 2024.