En el marco del proyecto «Face à la guerre – dialogues européens», dirigido por el Institut français en colaboración con el Grand Continent, que hace escala en Rennes del 7 de noviembre al 1 de diciembre, la revista organiza una secuencia titulada «¿Cómo organizar un mundo roto?. Del ‘Sur global’ a la ‘mayoría mundial’ y el ‘no alineamiento’: Europa frente a las doctrinas de la recomposición», a partir de su último volumen en papel, Retrato de un mundo roto (Arpa, 2024). Delphine Allès conversará con Nadia Hachimi Alaoui, Ana Paula Tostes y Frédéric Petit, la secuencia tendrá lugar el sábado 30 de noviembre de 2024, de 16:00 a 17:30 en el auditorio Champs libres. La entrada es gratuita sin inscripción.
Pandemia, guerra en Ucrania, 7 de octubre. En el lapso de cuatro años, los mapas del mundo parecen haberse modificado varias veces a causa de grandes acontecimientos. ¿Se trata de una percepción puramente europea? ¿Nuestro asombro tiene una base geográfica?
Nuestra tendencia a percibir el periodo actual como excepcionalmente turbulento tiene más que ver con un sesgo temporal que geográfico. Es posible que los europeos hayan tenido la sensación de vivir «en un jardín», por utilizar la conocida pero discutida frase de Joseph Borrell. Pero la tendencia al «presentismo» nos ha llevado a considerar nuestra época como una de singular agitación, a pesar de que la historia más o menos reciente ha estado salpicada de acontecimientos desestabilizadores, tanto en las fronteras del continente como en su propio suelo: el Estado Islámico y sus avatares, Siria, Libia, la Primavera Árabe, Irak, Afganistán, el 11 de septiembre, los Balcanes… Cada uno de estos episodios ha dejado su huella en el orden internacional a su manera, y muchos han demostrado sucesivamente los límites de la capacidad de las instituciones internacionales para desempeñar su papel de regulación de la violencia, incluso en sus dimensiones clásicamente interestatales.
Sin embargo, se ha producido un verdadero cambio en la forma en que los actores se relacionan con los fundamentos del propio sistema internacional y en los argumentos identitarios utilizados en las protestas contemporáneas. Los inicios de este discurso pueden encontrarse en la referencia a los «valores asiáticos» en los años ochenta y noventa, pero a menor escala y desde una perspectiva que entonces era defensiva y se centraba en consolidar una legitimidad interna amenazada por la expansión del liberalismo político, más que en impugnar el sistema internacional. El principio y los fundamentos de la gobernanza mundial —aunque imperfectos, y a menudo incumplidos en la práctica— habían sido aceptados en general por los Estados, sobre todo por los que se encontraban en el centro del juego. Hoy asistimos a desafíos más fundamentales para este sistema, que debe encontrar la manera de compensar sus debilidades operativas y, al mismo tiempo, responder a las críticas lanzadas contra su propia legitimidad por actores que ven en el universalismo un instrumento de dominación occidental… a pesar de la paradoja que supone formular este argumento en nombre del principio de soberanía, que a su vez está histórica y geográficamente situado.
Si hacemos el esfuerzo de mirar el mundo desde una perspectiva no occidental, ¿cuáles pueden haber sido los principales cambios globales en las representaciones de otras regiones en los últimos años?
Puedo identificar tres fenómenos, tres variantes de estos nuevos desafíos al universalismo, en particular el encarnado por las instituciones internacionales y las normas en el centro de su agenda.
En primer lugar, y engañosamente, una recomposición de la solidaridad extraoccidental. Por supuesto, la demanda de solidaridad entre pueblos descolonizados o económicamente desfavorecidos no es nueva; se ha manifestado de diversas formas desde la Conferencia de Bandung, la UNCTAD y la creación del G77 en la Asamblea General de la ONU. Sin embargo, incluso cuando la idea de un conjunto único de condiciones parece cada vez menos creíble a medida que aumentan las diferencias de desarrollo y se diversifican las formas políticas, la recomposición de las representaciones binarias del mundo, trabajada políticamente por actores que aspiran a desempeñar un papel de liderazgo entre los «del Sur» o a atraer el apoyo de lo que las autoridades rusas denominan ahora la «mayoría mundial» frente a «Occidente», está dando lugar a nuevas formas de alineación entre actores cuyos intereses materiales no son a priori convergentes. Estos alineamientos discursivos crean un efecto prisma, enmascarando el hecho de que la mayoría de los Estados, y en particular los Estados emergentes económicamente más poderosos (India, Indonesia, Brasil), no desean de hecho adoptar una lógica de ruptura explícita con «Occidente» ni las instituciones mundiales. Sin embargo, confirman el hecho de que los Estados del «Sur» ya no necesitan la mediación de «Occidente» para formar coaliciones de intereses que van mucho más allá de una agenda económica o desarrollista.
Otro fenómeno generalizado es el creciente uso de referencias identitarias o incluso civilizatorias para cuestionar un universalismo y unas instituciones que se consideran un vehículo de dominación occidental. Tampoco se trata de un fenómeno singular a escala histórica: antes mencionábamos los «valores asiáticos», a los que podríamos añadir la multiplicación de cartas o declaraciones que contextualizan los derechos humanos (en el Islam, en el mundo árabe, en África, en la ASEAN…). Sin embargo, la inclusión en los actuales «populismos civilizacionales» de una dimensión internacional y de una crítica del sistema internacional respaldada por la exigencia de refundar el orden mundial es un fenómeno nuevo a esta escala.
Por último, en términos de acción política, esta evolución se traduce en estrategias paralelas que reflejan la exigencia de una nueva forma de gestionar los asuntos mundiales. Estamos asistiendo a una proliferación de instituciones que reinventan, o en cierto modo duplican, el sistema internacional al tiempo que encarnan agendas específicas, el banco de desarrollo de los BRICS (New Development Bank), con criterios más flexibles que el Banco Mundial o el FMI, es un ejemplo de ello. Al mismo tiempo, quienes disponen de los medios para hacerlo, en particular China, siguen invirtiendo en las instituciones multilaterales convencionales para transformarlas desde dentro. La contestación en el frente identitario, que parece deslegitimar la idea misma de una organización universal del mundo, se une así a la inversión institucional; las «instituciones rotas» no son por tanto abandonadas por actores no occidentales que cuestionan su legitimidad al tiempo que ven en ellas un medio para hacer avanzar sus propias agendas… Estados Unidos, que se había retirado considerablemente de los órganos de la ONU durante el primer mandato de Donald Trump —en mayor medida incluso que bajo George W. Bush— está perdiendo rápidamente su influencia.
En el mundo roto en el que vivimos, se están movilizando varios conceptos. El término «Sur Global» se ha utilizado con frecuencia desde el 7 de octubre para referirse a un grupo que dista mucho de ser homogéneo. El término «no alineamiento» se utilizó tras la invasión de Ucrania. ¿Cómo entiende esta proliferación de conceptos? ¿Cómo los ve?
Estos conceptos deben entenderse como lo que son: conceptos políticos basados en estrategias de afirmación o identificación, no herramientas analíticas o descriptivas. A pesar de estas limitaciones, el apoyo que suscitan demuestra el papel central del discurso y la identificación en las relaciones internacionales contemporáneas, marcadas por la importancia de las «narrativas». Estas narrativas están lejos de tener que permanecer confinadas a un ámbito exclusivamente discursivo, ya que desempeñan un papel performativo al estructurar coaliciones de intereses y legitimar posiciones alternativas en la escena mundial.
El «Sur global», a pesar de su evidente heterogeneidad y de las limitaciones a menudo demostradas de la representación binaria del mundo que sustenta, funciona como un poderoso marcador político que articula solidaridades históricas y aspiraciones compartidas.
El renacimiento contemporáneo del «no alineamiento» merece especial atención. Los significados actuales de esta noción difieren significativamente de su significado histórico. Ya no se trata tanto de una posición de neutralidad entre dos bloques o de un deseo de afirmar una autonomía soberana, como de un rechazo de los compromisos vinculantes en favor de un enfoque estratégico, considerado ahora como la condición para dicha autonomía. Los dirigentes indios, por ejemplo, prefieren hablar de «multialineamiento», haciendo hincapié en un enfoque flexible de la colaboración internacional y en el rechazo de las alianzas exclusivas. En Indonesia, donde la referencia al no alineamiento siempre ha ocupado un lugar central en el discurso oficial, en los últimos diez años ha ido acompañada de una serie de eslóganes complementarios que van desde el «compromiso flexible» a la promoción de los «mil amigos y cero enemigos» del archipiélago.
Las referencias al no alineamiento que siguieron a la agresión contra Ucrania ocupan un lugar especial en estas reinvenciones del concepto: formaban parte de una estrategia retórica, ampliamente empleada por Moscú, destinada a crear una forma de desconfianza hacia los posibles partidarios de Ucrania, sobre todo en los organismos internacionales, al equiparar esta postura con el seguimiento de la OTAN en lugar de defender el derecho internacional y el principio de no agresión. Esto permitió reducir la solidaridad generada por la situación de Ucrania entre los Estados comprometidos con el principio de integridad territorial frente a los intentos imperialistas de conquista, alimentando al mismo tiempo la narrativa de una Rusia que es en sí misma víctima del neocolonialismo y campeona de la emancipación. Pero el efecto fue limitado, como demostraron las votaciones en los organismos internacionales.
Más allá de estas distinciones en relación con el concepto original, estas rehabilitaciones del no alineamiento me parecen especialmente interesantes, ya que subrayan el apego que siguen teniendo los actores internacionales al marco de referencia de la autonomía y la soberanía, lo que sirve para recordar la existencia de un marco de referencia compartido, basado ciertamente en un mínimo común denominador, a pesar de la fragmentación del sistema internacional y de las normas en las que se basa.
¿Es la proliferación conceptual a la que asistimos un problema o una oportunidad? ¿Es un síntoma de una fractura del planeta que dificulta la percepción y, por tanto, la actuación conjunta en cuestiones globales, o es un signo de un renacimiento analítico-discursivo que podría dar lugar a prácticas nuevas y posiblemente mejores?
Esta proliferación conceptual, y más ampliamente el nuevo giro discursivo que manifiesta, representa un desafío: difumina la distinción entre narrativa política, descripción de la realidad y análisis científico. Al hacerlo, subraya la importancia de los fenómenos de identificación y narración de la realidad, en un mundo cuyas fracturas se ven agravadas por la circulación de ideas e informaciones a menudo manipulables.
Si queremos reconstruir una gobernanza operativa frente a los retos mundiales, debemos adquirir los medios para comprender la circulación de los conceptos y las representaciones que vehiculan, con la prudencia necesaria: el grosor conceptual de un significante puede enmascarar connotaciones diferentes… y los retos de la traducción añaden una capa suplementaria de complejidad. Si «colaboración», «paz» o «seguridad» no tienen el mismo significado ni las mismas implicaciones para todo el mundo, ¿cómo podemos construir las instituciones que se supone deben ponerlas en práctica? Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que los mandatos de los órganos de gobernanza se amplían y de que, al adoptar nuevas funciones, necesitan consolidar su legitimidad en un momento en que ésta se ve socavada por la desuniversalización antes descrita.
Ante estos retos, existen dos vías para repensar la acción conjunta en cuestiones globales: o bien simplificar la agenda y volver a objetivos menos densos conceptualmente, más descriptivos y, por tanto, más fácilmente compartibles; o bien, camino más difícil políticamente pero sin duda más sólido a largo plazo, articularlos en una visión sensible a la diversidad de experiencias, niveles de comprensión y aspiraciones de los actores globales.
¿Cómo cree que deben posicionarse los analistas y responsables occidentales frente a los conceptos y discursos sobre el mundo que proceden del Sur? ¿Deben rechazarlos de plano por ser en principio tendenciosos y amenazadores? ¿O deberían apropiárselos y reelaborarlos?
Un enfoque equilibrado debería evitar tanto el rechazo sistemático como la aceptación crítica de análisis o agendas situados en la encrucijada del análisis y el discurso político, que a menudo homogeneizan las propias culturas que dicen representar. Como nos quieren hacer creer los intelectuales oficiales, no existe “una” escuela de pensamiento de las relaciones internacionales china, rusa o turca. Por tanto, el reto consiste simultáneamente en identificar la aparición de conceptos que merecen ser tomados en serio y considerados como expresiones legítimas de diferentes perspectivas sobre el orden mundial, y al mismo tiempo someterlos a un análisis riguroso y contextualizado que permita reposicionarlos dentro de campos intelectuales más ricos.
Este enfoque permite tanto dar cuenta de la pluralidad de estos contextos como captar las relaciones de poder que han conducido a la identificación de conceptos o teorías asumidos por los actores políticos. Trasladado a una escala más amplia, invita a integrar en el análisis la pluralidad de experiencias históricas que se encuentran en el espacio global contemporáneo y la diversidad de representaciones del mundo que han engendrado, manteniendo al mismo tiempo una distancia crítica con los intentos de sacar a la luz «escuelas» basadas en reconstrucciones históricas necesariamente selectivas, en última instancia más representativas de la visión del mundo promovida por los dirigentes de un Estado que del campo intelectual que dicen representar. Por tanto, un enfoque verdaderamente integrador debe permitir deconstruir las narrativas oficiales y contextualizar sus sesgos, ampliando al mismo tiempo los prismas a través de los cuales se analizan las relaciones internacionales.
La cuestión es especialmente aguda en el caso de países como Rusia y China, considerados hostiles o incluso amenazadores. ¿No corremos un riesgo si consideramos que su discurso estratégico es pura propaganda? ¿Cómo explicar que estos argumentos funcionen tan bien en ciertas partes del mundo, especialmente en África?
Las narrativas estratégicas rusas o chinas son efectivamente propaganda, en el sentido de que pretenden tener un efecto en la opinión pública, incluso dentro de otros Estados, para conseguir que apoyen sus intereses. Los medios desplegados para apoyar la difusión de estas narrativas son industriales, como han demostrado numerosas investigaciones de académicos y periodistas en el Sahel, con importantes efectos prácticos, como lo demuestra la sustitución de las fuerzas internacionales por las tropas de Wagner en la República Centroafricana y en Mali, y más en general la salida de los actores internacionales —bajo la bandera de la ONU o de Francia— de estas regiones.
Sin embargo, poner de relieve esta industrialización no significa negar la agencia y la racionalidad de los actores que reciben positivamente estos discursos, ni el papel de los contextos en los que adquieren tal resonancia. Su considerable repercusión en determinadas regiones, especialmente en África, se explica por su capacidad para articular agravios históricos, decepciones y aspiraciones contemporáneas legítimas, así como propuestas de reconstrucción del orden internacional que ganan adeptos. Estas propuestas parecen ser coherentes con la base soberanista e igualitaria del orden internacional que los Estados poscoloniales y sus poblaciones, decepcionados por los dividendos de la independencia, aspiran a ver surgir. La dimensión antioccidental de este discurso es particularmente evidente en este deseo de afirmación y autonomía, desde el nivel social —las convergencias creadas por Rusia en torno al rechazo de las «desviaciones» atribuidas a Occidente en términos de progresismo o de relaciones de género— hasta el nivel nacional o incluso regional, como la promesa de afirmación soberanista basada en las identidades nacionales o la renovación del marco de referencia del panafricanismo. Sin embargo, la aparición de protestas en estos mismos ámbitos demuestra que la gente no se deja engañar por la acción concreta de nuevos actores que no generan los beneficios que esperan.
A la hora de entender, expresar y gestionar los cambios globales en curso, ¿cree que Occidente es ahora una entidad homogénea? ¿Significa la elección de Donald Trump una creciente divergencia no sólo entre el Norte y el Sur, sino también entre las dos orillas del Atlántico?
Occidente está atravesando una fase de gran redefinición, en línea con las dinámicas subyacentes esbozadas anteriormente, con un papel clave para los procesos de identificación y las narrativas identitarias basadas en un marco de referencia civilizacional. A este respecto, el desafío al universalismo y la fragmentación resultante no son exclusivos de los no occidentales: existe una creciente disociación entre los valores universales, los valores occidentales, los valores europeos y los valores de los europeos, que antes se superponían en el discurso político, con la preferencia actual por la referencia a la identidad, con geometría variable según el orador. Las divergencias entre los Estados Unidos de Donald Trump y una parte de Europa, pero también las divisiones sobre el proyecto europeo y las fracturas internas en los Estados y sociedades de la propia Europa, revelan relaciones diferenciadas con el universalismo, el derecho y las instituciones democráticas que solían formar un mínimo común denominador, así como con el papel que «Occidente» debe desempeñar en la escena internacional contemporánea. Estas tensiones no significan necesariamente una ruptura definitiva, pero sí subrayan el hecho de que la unidad de agendas será cada vez más la excepción, o el resultado de negociaciones o luchas de poder, en lugar de la norma o el punto de partida de los intercambios transatlánticos. Debemos tomar nota de esta reconfiguración, en un momento en el que Europa necesita redescubrir los medios de su autonomía cuando sus cimientos se ven debilitados por un contexto interno en el que se cuestionan los fundamentos de la democracia y sus efectos.
¿Es posible y deseable una mirada sobre el mundo que tenga en cuenta la pluralidad de sus concepciones sin lamentar al mismo tiempo su unidad fundamental, es decir, hacer que surja el «universalismo plural» del que hablaba Pierre Hassner?
La noción de universalismo plural propuesta por Pierre Hassner es más actual que nunca: encontrar su fórmula es la condición necesaria para mantener un sistema de gobernanza mundial legítimo y, por tanto, funcional. Otros autores han enriquecido esta noción en una línea similar: me gusta especialmente la formulación de Barbara Cassin, que evoca la idea de «complicar lo universal» para no excluir; encontramos esta idea en la invitación de Souleymane Bachir Diagne a reinventar lo universal a partir de «lo plural del mundo»; o de nuevo en las recomendaciones de Amitav Acharya sobre la gobernanza del mundo «multiplex» que ha seguido al fin del orden unipolar, en el que hay que integrar la diversidad en lugar de imponer un modelo de arriba abajo.
Construir un orden internacional verdaderamente integrador exige conciliar la diversidad de expresiones culturales y políticas con la unidad fundamental del mundo, encarnada en el hecho de que la supervivencia frente a los peligros globales depende de nuestra capacidad para idear soluciones colectivas. El primer paso consiste en integrar, tanto conceptual como políticamente, el hecho de que tener en cuenta esta diversidad no es un proyecto político ni un capricho de intelectuales críticos… Se trata simplemente de concebir el mundo tal como es, un punto de partida necesario antes de intentar formular una gramática operativa, percibida como legítima por los actores que deben asumirla.