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El Nobel de la IA
En el espacio de dos días, algunas de las figuras más importantes de la historia reciente de la inteligencia artificial han sido galardonadas con el Premio Nobel: primero Geoffrey E. Hinton, de la Universidad de Toronto, Premio Nobel de Física con John Hopfield, de la Universidad de Princeton; después Demis Hassabis, cofundador y CEO de DeepMind (Google DeepMind), Premio Nobel de Química con David Baker y John M. Jumper.
Hinton, nacido en 1947, es el académico que, junto a maestros y colegas como David Rumelhart, Terry Sejnowski, Yoshua Bengio y Yann LeCun, trabajó en el desarrollo científico de las redes neuronales incluso durante los «inviernos» de la inteligencia artificial –sobre todo en las décadas de 1970 y 1980–, con numerosos estudios dedicados al algoritmo de retropropagación y a las máquinas de Boltzmann, entre otros. Impulsado por el deseo de comprender cómo funciona el cerebro humano –su gran pasión y obsesión–, por una gran curiosidad intelectual y siempre con sentido del humor, Hinton desempeñó un papel decisivo en el “Big Bang” de la inteligencia artificial en 2012. Hinton se trasladó a Canadá en los años ochenta gracias a la disponibilidad de fondos para la investigación básica y la vinculada a la curiosidad intelectual. Explica que uno de sus secretos fue elegir muy buenos estudiantes de posgrado y doctorado. Entre ellos estaban Alex Krizhevsky e Ilya Sutskever, con quienes Hinton desarrolló AlexNet, el modelo de red neuronal que ganó el concurso de reconocimiento de imágenes ImageNet, la base de datos de imágenes creada por iniciativa del profesor Fei-Fei Li en la Universidad de Princeton, y después en la Universidad de Stanford. AlexNet se entrenó utilizando dos GPU de NVIDIA, la compañía cofundada por Jensen Huang en 1993, que lleva mucho tiempo invirtiendo en productos y soluciones de supercomputación y apoyo a la ciencia. Los avances de AlexNet han propiciado un importante crecimiento de la inversión y el estudio de la inteligencia artificial. Ilya Sutskever, alumno de Hinton y muy cercano a él, desempeñó un papel destacado en este sentido, como mente científica detrás de OpenAI, empresa que abandonó este año para crear un nuevo proyecto.
Demis Hassabis, por su parte, nacido en 1976, cofundó DeepMind en 2010 con Shane Legg y Mustafa Suleyman, la primera start-up de gran impacto centrada en la inteligencia artificial. DeepMind es la empresa que desencadenó la historia empresarial de la inteligencia artificial y, por tanto, el proceso que estamos viendo hoy con numerosas empresas de laboratorios de investigación vinculadas a grandes compañías tecnológicas. De hecho, fue la adquisición de DeepMind por parte de Google en 2014 lo que llevó a Elon Musk a fundar OpenAI. DeepMind también juega un papel importante en la ideología de la inteligencia artificial, ya que el concepto más utilizado por estas empresas en la actualidad, la Inteligencia General Artificial (AGI), fue popularizado y desarrollado gracias a los estudios del cofundador de DeepMind, el matemático neozelandés Shane Legg, que lleva más de veinte años trabajando en estos temas.
No cabe duda de que en la elección de estos Premios Nobel también han influido la inmensa atención y el revuelo mediático que ha generado la inteligencia artificial. Hay que señalar, sin embargo, que el Comité Nobel no eligió dar el Premio Nobel a Sam Altman, por ejemplo, o a un inversor sin capacidad de investigación, y de esos hay muchos en la ola actual. El Comité Nobel ha premiado a dos personalidades con sólidas credenciales académicas por sus contribuciones y proyectos científicos.
Porque si la historia de la inteligencia artificial es también la historia de la aceleración del capitalismo tecnológico –sobre todo en el contexto de lo que se conoce como «ley de escala» y, por tanto, de la necesidad de un capital cada vez mayor para pagar la infraestructura informática de NVIDIA y su extensa cadena de suministro–, es también una extraordinaria historia de la investigación.
El reconocimiento a Demis Hassabis, en particular, merece ser explorado desde una perspectiva europea.
El Juego de los abalorios de Demis Hassabis
Si tuviéramos que resumir la rica vida de Demis Hassabis a muy grandes rasgos, podríamos decir que es un filósofo-científico del siglo XXI convertido en empresario. El Premio Nobel de Química ha recaído en AlphaFold, un proyecto de DeepMind vinculado a un destacado problema científico que obsesiona a Hassabis desde hace mucho tiempo, desde sus discusiones en los bares con sus amigos de la Universidad de Cambridge, en los años en que escuchaba discos de Prodigy. Se trata de lo que se conoce como plegamiento de proteínas, es decir, determinar la forma de una proteína a partir de las cadenas de aminoácidos que la componen. AlphaFold está activa desde 2016 y ha logrado importantes resultados desde 2018, entre ellos imponerse a otros programas informáticos en la competencia mundial dedicada a este tema, la Critical Assessment of protein Structure Prediction (CASP).
¿De dónde viene Hassabis? Joven prodigio del ajedrez británico, tuvo una revelación a los 11 años durante una partida en Liechtenstein. Al ser reprendido brutalmente por un rival por una mala jugada, se dio cuenta de que el ajedrez era una pasión excepcional que quería seguir, pero también desarrolló una idea más amplia del “juego”. Un “juego” que yo compararía con la idea un tanto jesuítica y leibniziana de una extraordinaria novela de la cultura europea, El juego de los abalorios, de Hesse. El joven Hassabis, jugador de ajedrez, empieza no sólo a jugar a otra cosa, sino a “crear juegos”. Crear videojuegos fue su profesión de adolescente. En concreto, trabajó en el exitoso videojuego Theme Park en los años 90.
Pero para él el concepto de juego va más allá, y se refiere no sólo a la naturaleza de los juegos, sino también a la propia naturaleza de la realidad y la vida: al igual que los juegos son entornos sujetos a ciertas reglas, estas reglas y parámetros pueden reproducirse, entenderse y adaptarse a otros contextos. Hassabis quiere jugar a todo, y poner a prueba la inteligencia frente a los grandes retos de la biología, la salud y la vida.
Primero estudió informática en Cambridge, luego se doctoró en el University College de Londres y prosiguió sus estudios en el MIT con el científico italiano Tomaso Poggio. En 2009 regresó a Londres, donde fundó DeepMind con Legg –su colega de la unidad Gatsby de la UCL– y Suleyman.
La empresa es un laboratorio de inteligencia artificial que, como otros de la época, sigue el ejemplo de Bell Labs, pero a menor escala. En sus inicios, DeepMind estaba muy centrada en la investigación, pero quería liberarse de las limitaciones del mundo académico para perseguir su gran proyecto, que se centraba en ciertos proyectos de redes neuronales destinados a obtener resultados en videojuegos y otros juegos. Hasta el momento de su mayor reconocimiento –incluso a ojos del público– la victoria del software AlphaGo en 2016 contra el campeón de Go Lee Sedol, relatada en un excelente documental.
La carrera de Hassabis seguirá siendo apasionante. Un ejemplo es el reto al que se enfrenta Isomorphic Labs, que estudia las implicaciones biológicas y sanitarias de la inteligencia artificial: ¿cómo nos llevarán estas técnicas no solo teórica sino prácticamente a acelerar la comercialización de medicamentos? ¿Y cuáles serán los resultados económicos?
Pero la historia de Hassabis plantea un problema que no nos es ajeno: ¿por qué esta historia británica concierne en gran medida a Europa? La tesis explícita de Demis Hassabis, repetida en varias ocasiones durante la búsqueda de inversiones, es que vale la pena seguir viviendo en el Reino Unido para hacerse de talento europeo, de competencias científicas europeas, en lugar de tomar la decisión más natural de ir donde está la acción y donde está el dinero: Silicon Valley.
Bajo la dirección de Giuliano da Empoli.
Con contribuciones de Josep Borrell, Lea Ypi, Niall Ferguson, Timothy Garton Ash, Anu Bradford, Jean-Yves Dormagen, Aude Darnal, Branko Milanović, Julia Cagé, Vladislav Surkov o Isabella Weber.
El problema europeo de la inteligencia artificial
La fuerza del argumento europeo de Demis Hassabis sobre el capital humano es concreta: uno de los puntos fuertes de DeepMind reside en su capacidad para convertirse en un imán para el talento que se forma en Europa. Por tanto, la historia de DeepMind también se nutre de esta idea, gracias a investigadores europeos como Oriol Vinyals. Y en un camino que también se refleja en las capacidades europeas actuales: Arthur Mensch, cofundador de la empresa francesa Mistral AI, procede de DeepMind.
Pero la debilidad de este argumento reside sin duda en el capital: nadie da dinero a DeepMind en Europa. Una de las claves para entender el declive de Europa en este siglo es precisamente que ni siquiera las dos grandes empresas tecnológicas británicas, Arm y DeepMind, que deberían haber sabido aprovechar el capital financiero de Londres, son capaces de hacerlo.
¿Quién las financia? En primer lugar, el inversor mefistofélico y a contracorriente por excelencia de Silicon Valley, Peter Thiel, que por cierto es el compañero de ajedrez de Hassabis. Thiel financia hasta que el capital necesario es demasiado grande y entonces aparece Google. Se acaba el juego. Al menos desde el punto de vista del control, porque la base —según la tesis de Hassabis, a pesar del empuje de Silicon Valley— sigue estando en Londres.
¿Qué significa esto para nosotros hoy? Como demuestra el creciente protagonismo del ecosistema de la inteligencia artificial, vivimos bajo el marco de competencias tecnológicas que requieren cada vez más capital. La cadena mundial de suministro manufacturero se ha desplazado hacia los polos de Asia Oriental, y los empujes dictados por la guerra tecnológica entre Pekín y Washington afectan principalmente a países como Vietnam, India, Malasia y México. En este sentido, Europa no tiene ninguna posibilidad de ser la “fábrica del mundo”. Eso no quiere decir que no haya nichos industriales importantes en Europa, que hay que identificar y reforzar: al fin y al cabo, el propio Demis Hassabis no podría hacer su trabajo sin la empresa holandesa ASML, las alemanas Trumpf y Zeiss, y las empresas europeas de la industria química que hacen posible la electrónica que hasta el Premio Nobel necesita.
El problema europeo es también un problema de prioridades.
Si estamos convencidos de que podemos escribir las reglas de cualquier cosa –y en particular las de la tecnología– sin capacidad industrial, entonces somos estúpidos. Y esa estupidez radica en que no conocemos el contexto y no reconocemos el declive relativo del mercado europeo como fue analizado en el informe Draghi, y en la ilusión de que podemos ocuparnos de muchas cosas a la vez, cosa que ni sabemos ni podemos hacer. Cuidar el talento y el capital europeos –aprendiendo las lecciones de DeepMind y sin malgastar energía– parece tener prioridad sobre la emisión de un arsenal de normas.
Parece difícil creer que el retraso de Europa en capital tecnológico pueda recuperarse con algún “cañonazo” de la Comisión Europea o de los Estados miembros. ¿Apostarían realmente por DeepMind quienes gestionan este capital? ¿Serían realmente capaces de establecer el vínculo entre la teoría y la práctica? Las luchas de poder que marcaron la adquisición de DeepMind por parte de Google se han acelerado: un laboratorio como Silo pudo haber sido comprado por AMD sin que apenas alguien se diera cuenta…
Angelo Dalle Molle y los orígenes italianos de DeepMind
El estudio de la historia de DeepMind también resulta fascinante por algunos de sus vínculos con Italia.
Hassabis fue alumno de un italiano, Tomaso Poggio, y muchos de los principales científicos estadounidenses especializados en la visión por computadora son italianos, entre ellos el profesor de Fei-Fei Li, Pietro Perona. La esposa de Demis Hassabis es una investigadora italiana que dirige un laboratorio en el Instituto de Envejecimiento Saludable de la UCL. El cofundador de DeepMind, Shane Legg, habla italiano. La razón es la increíble figura de un emprendedor de la región del Véneto al que hice un perfil en mi libro Geopolitica dell’intelligenza artificiale: Angelo Dalle Molle (1908-2002).
En los años treinta, junto con sus hermanos, Dalle Molle se hizo cargo de una empresa del Véneto que producía un famoso licor a base de yema de huevo, Vov. A finales de los años 40, inventó el Cynar, un licor con sabor a alcachofa que acompañó el auge económico de la posguerra en Italia. Tuvo un éxito arrollador.
Pero además de hacer licores, Dalle Molle tenía grandes planes, con una curiosidad que a veces rayaba claramente en la locura. Tras ganar mucho dinero, compró una villa palladiana en la Riviera del Brenta y creó un centro de estudios donde invitaba a académicos y científicos a debatir las consecuencias de la informática y la sostenibilidad en el ámbito del transporte. En los años setenta, creó una empresa para fabricar coches eléctricos mientras conversaba con Salvador Dalí y sus alumnos, cuyos cuadros coleccionaba. A Dalle Molle también le preocupaba la evolución del capitalismo italiano, sobre todo tras la muerte en 1961 de su mentor e ídolo, el economista Luigi Einaudi. Llegó a escribir un manifiesto –del que tenemos una copia– en el que relata su vida, su lectura de la economía italiana y en el que, en medio de homenajes a Einaudi, le pide a la gente liberarse de las «maquinaciones del hombre» y de la burocracia, que ve avanzar en la educación y la universidad.
Él temía que la libertad de investigación e iniciativa se perdiera en un montón de papeleo y cadenas de producción. Escribió: “Una de nuestras principales preocupaciones es liberar a profesores, investigadores y estudiantes de todas las prácticas y responsabilidades contables y administrativas”. Dado que el mundo se había convertido en una Babel de lenguas y especialidades, financió estudios académicos sobre el lenguaje, porque “el discurso sobre la claridad del lenguaje nos devuelve a los fundamentos de la supervivencia y el progreso de nuestra civilización”. Con la Universidad de Padua, Dalle Molle intentó desarrollar un proyecto de traducción simultánea a principios de los años setenta. La idea de automatizar la traducción y el multilingüismo le condujo hacia la inteligencia artificial… y hacia Suiza.
Aclamado en 1972 por el Consejo de Estados suizo por su «ingeniosa y generosa iniciativa», Dalle Molle inició en una conferencia las actividades de un «grupo multinacional de científicos, entre los más conocidos del mundo en el campo de la “inteligencia artificial”». Este núcleo de investigación, que Dalle Molle discutió con Donald Michie, que había trabajado con Turing en Bletchley Park, desembocó en la creación en Lugano del IDSIA, el Istituto Dalle Molle di studi sull’intelligenza artificiale, que se convertiría en un importante centro de investigación en ese campo. Shane Legg se doctoró en Lugano en 2008 con una tesis dedicada a la «Superinteligencia Artificial», en la que exploraba las distintas definiciones y variaciones de la inteligencia, mientras aprendía a bailar tango y salsa junto al lago. La historia de Dalle Molle nos dice una cosa: si alguien como él hubiera seguido vivo cuando se fundó DeepMind, sin duda la habría financiado.