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El próximo 1 de octubre, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) —el primer presidente de izquierda elegido democráticamente en la historia de México— entregará la banda presidencial a su sucesora Claudia Sheinbaum, antigua jefa de gobierno de la Ciudad de México y una de las figuras políticas más cercanas al presidente. Aunque, desde su fundación en 2014, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), partido al que ambos personajes pertenecen, se ha presentado como el “partido-movimiento” que daría voz a los grupos marginados por los procesos de modernización en México, Morena ha simultáneamente constituido el vehículo para la movilización electoral del obradorismo, la corriente política convocada en torno al liderazgo carismático de López Obrador.
Después de dos intentos fallidos (en 2006 y 2012) y de una larga carrera como opositor, AMLO llegó a la presidencia en 2018 con el 53% de los votos, acompañado del halo del obradorismo como una fuerza popular y populista que democratizaría la joven democracia mexicana, liberándola de sus componentes oligárquicos, “separando el poder político del poder económico” y, en sus palabras, purificando la vida pública del país. Para alcanzar estos objetivos, López Obrador propuso una serie de medidas que encuentran su lógica unitaria en el apretado grupo de axiomas que han articulado su discurso público desde hace ya dos décadas: la reivindicación de los sectores populares —“por el bien de todos, primero los pobres”—, el rescate de la soberanía nacional, la austeridad en el gasto público, y, especialmente, la fe en su mera presencia en la cúspide del poder como garantía del final de la corrupción en México.
López Obrador y la creación de una poderosa imagen
La originalidad de la figura de AMLO, y la clave de su éxito como opositor, reside en haber desarrollado un eficaz discurso de denuncia de los problemas de desigualdad que estructuran la sociedad mexicana. Armado de este relato, López Obrador terminó convirtiéndose en la alternativa a los gobiernos de la transición a la democracia. En el poder desde el año 2000, después de casi siete décadas del dominio hegemónico de un solo partido (el Partido Revolucionario Institucional, PRI), estos gobiernos estuvieron lastrados por la ineptitud, la frivolidad y calamitosos desaciertos como la “guerra contra el narcotráfico”. Enquistados de prejuicios oligárquicos, los partidos que protagonizaron la transición a la democracia fueron en general insensibles a las demandas populares y se distinguieron por una corrupción aparentemente sin límites. En 2018, hastiadas de los déficits sociales y democráticos de estos gobiernos, las mayorías electorales decidieron finalmente otorgar la victoria electoral al obradorismo.
A pesar de numerosos fracasos en múltiples ámbitos de la administración pública, durante sus años en el poder (2018–2024) AMLO logró consolidar su principal fortaleza política: la creación de una poderosa imagen de restitución simbólica para las mayorías marginadas en México. En las elecciones federales de este año, el electorado mexicano decidió premiar no solo la efectividad de esta imagen, sino también su sustento material en una batería de políticas públicas que han tenido efectos positivos concretos para considerables sectores de la población. Es a estas políticas, entre las que destacan un aumento sostenido del salario mínimo y una serie de programas sociales basados en la entrega de apoyos en efectivo a grupos vulnerables, que se debe el principal logro del obradorismo en el poder: una moderada, pero sin duda significativa, disminución de la pobreza.
Sin embargo, el elemento decisivo para entender la popularidad del presidente y de su partido es al final de cuentas ese efecto de restitución simbólica de los marginados que AMLO ha logrado identificar con su propia persona. López Obrador es un político no solo popular, sino auténticamente estimado por millones de electores. Es, además, el único político mexicano que cuenta con devotos seguidores personales, algunos de los cuales, cada vez con más frecuencia, suelen cruzar la línea del culto a la personalidad.
La estrategia de la comunión con el pueblo
A través del cultivo de un vínculo emocional con las masas de sus simpatizantes, López Obrador ha construido una poderosa ficción política: la de una alianza inquebrantable entre el Pueblo y el Líder. El fenómeno político de AMLO, sin igual en la historia política mexicana moderna, ha dependido de la formación de una imagen del “pueblo” como un sujeto unitario y sin fisuras con el cual el líder mantiene una relación directa y privilegiada, no solo enteramente espontánea, sino personal, incluso íntima. En esta ficción, el líder es el único personaje capaz de escuchar al pueblo y de escudriñarlo en el fondo de su ser. “Yo ya no me pertenezco, yo soy de ustedes”, afirmó López Obrador al inicio de su presidencia ante una muchedumbre de sus seguidores congregados en el Zócalo, la plaza principal de la Ciudad de México.
Esta imagen de una conexión milagrosa entre el pueblo y el líder —el núcleo duro de la energía del obradorismo como fuerza política y emocional— está cargada de una intensa ambivalencia democrática. Si, por un lado, este relato ha sido capaz de mitigar la incuestionable deuda con los agravios populares que han agobiado a la democracia mexicana desde sus orígenes, por otro, ha contribuido a la consolidación de una influyente visión antidemocrática. El “pueblo” del discurso obradorista tiende a borrar la pluralidad y descree del dinamismo irreductible que constituye al pueblo democrático —una entidad que, al final de cuentas, resulta inasible, porque su única esencia verdadera es existir en un incesante proceso de autoformación—.
Por eso esta imagen reificada del pueblo ha sido la pieza fundamental de un proyecto de poder personal que ha terminado por cambiar el centro de gravedad de política mexicana: de la oligarquía partidocrática de los años de la transición a una nueva hegemonía cuyo eje estructurante se encuentra en la autoridad personal de López Obrador. Si aquella oligarquía había en buena medida secuestrado el proceso de construcción de la democracia en México para supeditarlo a sus propios intereses, la hegemonía morenista se presenta ahora como la promesa de ponerle a ese proceso un punto final.
Bajo la dirección de Giuliano da Empoli.
Con contribuciones de Josep Borrell, Lea Ypi, Niall Ferguson, Timothy Garton Ash, Anu Bradford, Jean-Yves Dormagen, Aude Darnal, Branko Milanović, Julia Cagé, Vladislav Surkov o Isabella Weber.
Si durante sus años como partido opositor Morena se había presentado como única opción competente para sacar a la democracia mexicana de su callejón oligárquico, convirtiendo a las instituciones en auténticas servidoras de las inquietudes sociales de las mayorías, una vez en la presidencia, el partido de López Obrador se ha revelado como el agente de un proyecto de centralización política a través de una transformación, no solo de los contenidos de las políticas gubernamentales, sino de las reglas para la obtención y el ejercicio del poder: un nuevo régimen de un signo distinto al de la incipiente democracia mexicana que garantice la perpetuación de Morena en el poder.
La figuración de una comunión indestructible del Líder con el Pueblo se halla detrás, por ejemplo, de la pretensión por parte de López Obrador de negar la legitimidad de los reclamos de los movimientos sociales independientes. El presidente ha enfocado su desprecio en dos de estos movimientos: el feminismo y las víctimas de la violencia. AMLO está convencido de que a él y a su partido le corresponden el monopolio de la representación del sufrimiento social. En cualquier otra voz que aspire a expresar agravios desde espacios ajenos a las redes de control político de Morena, el presidente percibe una rivalidad inadmisible, la cual es prontamente descalificada como cómplice de “la reacción”. Para el discurso en el poder, hay algo necesariamente malicioso en la actividad social autónoma, la cual, desde la mirada obradorista, solo es legible como algún tipo de traición o enemistad en contra del “pueblo” y sus representantes legítimos, ambos hipostasiados en la figura de López Obrador.
La democracia como aprobación mayoritaria
No sorprende que un aspecto central del proyecto político de Morena haya sido el intento por convertir en dominante una interpretación restrictiva de la democracia como sinónimo de aprobación mayoritaria. El obradorismo suele descartar toda crítica a su visión unidimensional de la democracia —la referencia, por ejemplo, al hecho de que el principio de mayorías cumple un sentido republicano solamente dentro de un entramado más amplio de valores como la constitucionalidad, el pluralismo y los límites al poder— como vestigio de un pasado supuestamente superado por los nuevos tiempos de la “Cuarta Transformación” —la frase propuesta por el presidente para articular lo que a sus ojos constituye la transcendencia histórica de su movimiento, en analogía con tres cambios políticos en la historia de México: la Independencia, la Reforma y la Revolución—. El secreto del obradorismo como sistema de concentración del poder consiste en esta eficaz instrumentalización del principio de mayorías como medio para la acumulación de las capacidades de control y dominio en una sola fuerza política. Con razón, el entusiasmo morenista por la democracia se presenta como ilimitado.
La expansión del principio aprobación mayoritaria a cada vez más ámbitos institucionales ha sido, previsiblemente, uno de los ejes del modelo obradorista de convivencia política. Este es el caso de la reforma judicial en curso, la cual convertirá a los ministros de la Suprema Corte, además de jueces y magistrados (varios miles de puestos en total), en cargos de elección popular. Esta propuesta —iniciativa personal del presidente— busca aprovechar el descontento popular con la administración de justicia para dar un gran golpe de control político. Al convertir a las mayorías electorales —el terreno que, por ahora, Morena domina casi por completo— en el principio de asignación de estos cargos, lo que se presenta como una “democratización” del aparato judicial equivale en realidad a la anulación del Poder Judicial como poder constitucional independiente: una disolución del principio de división de poderes en las aguas purificadoras de la democracia mayoritaria.
Aunque se trata de una metamorfosis que se había venido gestando desde los comienzos de la administración obradorista, el acontecimiento catalizador del cambio en Morena de fuerza democrática plebeya a proyecto de control hegemónico han sido sus recientes victorias en las elecciones federales de 2024, en las cuales el partido de AMLO obtuvo no solo la Presidencia, sino la mayoría calificada en las dos cámaras del Legislativo. Este triunfo arrasador no hubiera sido posible, por supuesto, sin el apoyo popular mayoritario, pero probablemente tampoco sin la intervención de factores extra-democráticos como la movilización gubernamental a favor de las candidaturas del partido oficial, la captura o inhabilitación de los órganos electorales, o la manipulación de las ambigüedades de un artículo del texto constitucional para permitir que Morena y sus aliados alcanzaran el 73% de la representación en la Cámara de Diputados a pesar de haber obtenido solamente el 54% de los votos en las urnas.
Como resultado de este control casi total de dos poderes constitucionales —el Ejecutivo y el Legislativo—, una sola fuerza política, Morena, podría conducirse —por lo menos durante tres años, hasta las siguientes elecciones intermedias en 2027— como una suerte de congreso constituyente permanente, pues contará con la facultad de modificar la constitución de manera unilateral, sin necesidad de concertar ningún tipo de acuerdo con otras fuerzas políticas o consenso con los sectores sociales. A esta condición habría que sumar, además, la probable desaparición del Judicial como poder constitucional autónomo. Si se cumple el objetivo implícito de la reforma propuesta por el presidente —que la elección popular de ministros de la Suprema Corte y otros cargos conduzca a la conformación de un Judicial alineado mayoritariamente con su partido—, se acabará con otro más de los posibles límites al extenso poder centralizado en Morena.
¿Un “cambio de régimen”? Tecnoestructuras del Estado de AMLO
Desconocemos los contornos precisos que adquirirá, en las formas concretas de su ejercicio, este poder integral del morenismo. Pero la mera posibilidad de que un partido político pueda por sí solo modificar de manera ilimitada el orden constitucional representará en sí misma una transformación cualitativa del sistema político. “Cambio de régimen” es el nombre que AMLO y Morena han dado a este proyecto de dominación hegemónica de la política mexicana.
Pero, además de la construcción de una hegemonía política, existe otro componente fundamental de este nuevo régimen: la consolidación de las fuerzas armadas como un pilar de la gobernabilidad y la administración pública. En contra del sentido general de su discurso como opositor, que prometía “regresar al ejército a los cuarteles” después de dos sexenios de una fallida guerra contra el narcotráfico iniciada por el presidente Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto —la cual involucraba a las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública y que no hizo más que aumentar los niveles de violencia—, una vez en el poder, López Obrador continuó con la política de asignar labores propias de civiles, como la seguridad, al Ejército y la Marina. Y además la intensificó cualitativamente y la extendió a otros ámbitos. En el periodo presidencial de AMLO, se otorgó a las fuerzas armadas una numerosa cantidad de nuevas tareas: desde la construcción y administración de proyectos de infraestructura hasta el control de aduanas y aeropuertos. El resultado ha sido una transformación del perfil político de las fuerzas armadas en México.
López Obrador creó, además, una nueva fuerza militar, la Guardia Nacional, con amplias facultades de acción en el ámbito de la seguridad pública. En contra del principio constitucional según el cual “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”, otra de las reformas legislativas propuestas por AMLO consiste, precisamente, en la constitucionalización del carácter militar de la Guardia Nacional. Con esta reforma, la participación de cuerpos militares en tareas de seguridad pública dejará de ser una eventualidad impuesta por una situación de emergencia para convertirse en una característica permanente del Estado mexicano.
AMLO ha justificado su confianza en las fuerzas armadas apelando a su naturaleza de “pueblo uniformado”, como si este solo hecho las convirtiera en una encarnación sin mediaciones de la legitimidad democrática, volviéndolas aparentemente inmunes a toda tentación de abuso o corrupción. Pero, como cualquier otra corporación, las fuerzas armadas constituyen un grupo con intereses propios, que está dotado además de una estructura jerárquica que las hace más bien reacias al escrutinio público o la rendición de cuentas. La fundación del PRI en 1946 había sellado la salida de los militares de las responsabilidades del gobierno civil en México. Por esta razón, lo que ha sucedido durante el sexenio de AMLO constituye en cierto sentido una regresión a épocas pre-priistas. Estamos ante la formación de una nueva especie de poder dual civil-militar que, situado en el centro del nuevo Estado, será uno de los principales legados políticos de López Obrador.
Las extensiones del crimen organizado
Paradójicamente, la militarización de la seguridad pública ha sido acompañada por otro componente que, de facto, determinará la naturaleza del nuevo régimen: la colonización de grandes extensiones del territorio nacional por numerosos grupos del crimen organizado. Si bien, de acuerdo con las cifras oficiales, hay algunos delitos, como el secuestro, que han disminuido sensiblemente, según otros indicadores la situación de la seguridad pública al final del periodo gubernamental de AMLO resulta tan mala, o incluso peor, que en las administraciones anteriores. El de López Obrador será el sexenio que terminará con el mayor número de homicidios en la historia reciente de México: casi 200,000. Será también el periodo en el que se disparó el delito de extorsión, un crimen que ofrece un índice del control directo del territorio por parte de las asociaciones delictivas y que, por lo tanto, representa un síntoma del cambio de la estructura del poder político en México. La situación es de tal amplitud que en ciertas regiones del país se podría hablar de la existencia de un caótico archipiélago de pseudo-estados locales (statelets) en los que, a través de la intimidación y la violencia, grupos de delincuentes, en sustitución o complicidad con las autoridades civiles, ejercen los sucedáneos de algunas funciones estatales básicas, como el cobro de cuotas a cambio de “servicios de protección”, a la par de actividades criminales como el tráfico de drogas, el robo de combustible o el secuestro de migrantes.
El aspecto de defensa de los intereses populares del obradorismo se inserta de este modo en un proceso más amplio de transformación estructural del Estado en México, que abarca tanto la construcción de la hegemonía política de un partido —Morena— como la compresión de la autonomía del poder civil como resultado de la ampliación de las facultades del poder militar y del estallido de las capacidades de control político de los grupos del crimen organizado. El enorme poder hegemónico de Morena que López Obrador heredará a Claudia Sheinbaum —un poder al final de cuentas democrático, en la medida en que fundamentalmente deriva de una aprobación popular mayoritaria— tendrá que ser negociado y compartido en los hechos con entidades ajenas a los controles democráticos, como las fuerzas armadas. De manera más alarmante, este poder hegemónico también se verá obligado a coexistir con las asociaciones del crimen organizado que cogobiernan vastas áreas del territorio nacional.
¿Cuál será la naturaleza política de este nuevo régimen creado en torno a la hegemonía de Morena? Si bien este régimen promete separarse en más de un sentido de los preceptos asociados tradicionalmente con la democracia liberal, el título de “dictadura” —que no son pocos críticos del oficialismo han adherido al sistema en ciernes— parece inadecuado, en tanto que la supresión de las libertades y la anulación del pluralismo no parecen estar entre los objetivos del proyecto obradorista. El nuevo régimen tampoco parece adecuarse a su descripción como una forma de “restauración priista”, pues el modelo de la hegemonía morenista presenta elementos notablemente ausentes en el régimen del PRI, como un liderazgo carismático con perspectivas de continuidad transexenal, una legitimidad democrática electoral, o el protagonismo político y administrativo de las fuerzas armadas.
Un fin de ciclo y la restructuración institucional del Estado mexicano
De completarse de acuerdo con los perfiles delineados por López Obrador, el nuevo régimen de la “Cuarta Transformación” consistirá más bien en una profunda restructuración institucional del Estado mexicano guiada por el objetivo de reducir al mínimo las posibilidades de que la diversidad política de la sociedad mexicana pueda traducirse en límites constitucionales significativos a la hegemonía de Morena. Se trata, en esencia, del proyecto de una restricción sistemática de los efectos políticos reales del pluralismo mediante la modificación de los mecanismos de la distribución y la obtención del poder, de modo que los contrapesos al ejercicio de esta fuerza hegemónica queden neutralizados, al igual que las posibilidades de alternancia.
La ciencia política reciente ha ofrecido una variedad de posibles caracterizaciones conceptuales que podrían llegar a aplicarse al sistema que se está formando actualmente en México. ¿Estaremos acaso frente a un ejemplo de “autoritarismo competitivo”? ¿O, incluso, ante la fundación de una “democracia iliberal” a la mexicana? En todo caso, cualquier definición de este sistema tendrá que tomar en cuenta la nueva circunstancia de la erosión del poder civil y de la autoridad estatal por el traslado de cada vez más áreas del gobierno al poder militar y el empoderamiento de grupos criminales que han establecido su dominio sobre el territorio.
El fin del periodo presidencial de López Obrador marca el fin de un ciclo de la democracia mexicana. Pero también representa el final de un ciclo del propio obradorismo: la tensión entre la figura de oposición que puso en el centro de la política mexicana el problema de la desigualdad y el presidente que lideró el proyecto de nueva hegemonía se ha resuelto en favor del segundo.
Si la experiencia de Morena en el poder confirmó la subordinación de toda la actividad del partido-movimiento a los designios de la figura de López Obrador como un rasgo de su cultura política, es probablemente demasiado pronto para saber con certeza si esta dinámica continuará, y en qué condiciones, durante la presidencia de Claudia Sheinbaum. Pero, sin lugar a dudas, las características de la hegemonía que la nueva presidenta heredará estarán determinadas por el estilo político de su predecesor. Cada vez más cerca de Orbán que de Lula, López Obrador transmitirá a su sucesora un nuevo régimen legitimado por la reivindicación de los grupos marginados. En la medida en que estará basado en la neutralización del pluralismo político y acotado por el predominio de entidades ajenas al poder civil, este nuevo régimen será, sin embargo, también menos democrático.