El agustinismo de Josh Hawley: en las raíces teológico-políticas del trumpismo
«La campaña que busca borrar la religión estadounidense de la plaza pública es simplemente una continuación de la lucha de clases por otros medios.»
Cercana a Trump y a J.D. Vance, la figura de Josh Hawley nos sumerge en una mística particular, a la vez conservadora y social, que encarna una nueva generación de la extrema derecha estadounidense —mejor articulada, mejor preparada, quiere ganar los votos de los electores pobres con un programa simple: el nacionalismo cristiano—. Traducimos su último gran discurso y lo comentamos, párrafo por párrafo.
- Autor
- Jean-Benoît Poulle •
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Entre la nueva guardia conservadora del Partido Republicano, el senador trumpista Josh Hawley, de 45 años, no es el más conocido. Sin embargo, el siguiente texto revela que es la cabeza pensante de los republicanos ultraconservadores, aquellos para los que las batallas sociales superan con creces en importancia a los programas de recuperación económica.
En este sentido, al igual que J.D. Vance, es muy representativo de una nueva generación en la que el trumpismo de la razón o de la adhesión no borra el esfuerzo de reflexión sobre los fundamentos del Grand Ole Party.
Nacido en Arkansas en el seno de una familia acomodada, Josh Hawley se licenció en Derecho e Historia en Yale y Stanford. En 2019 se convirtió en fiscal general de Misuri, y en 2018 fue elegido senador por el mismo estado. No es ajeno a hacer comentarios polémicos, que le han valido indignadas condenas incluso desde fuera del campo demócrata. Trumpista de choque, pareció incluso aprobar los disturbios que desembocaron en el asalto al Capitolio. Todo ello basta para caracterizarlo como un exaltado en el Congreso que, al igual que Marjorie Taylor-Green, no se detiene ante nada para histerizar el debate público.
Su último discurso en la 4ª la National Conservatism Conference, la gran fiesta de la derecha neonacionalista, demuestra algo muy distinto, ya que pone de manifiesto como pocas veces antes los fundamentos teológico-políticos de la «guerra cultural» que se libra entre las dos Américas. Mitt Romney, republicano moderado donde los haya, reconoció en él a uno de los senadores más inteligentes, pero también más cerrados al diálogo.
Para Josh Hawley, los principios sobre los que los Padres Fundadores de Estados Unidos construyeron el país se basan, en última instancia, en la doctrina agustiniana de las dos ciudades; redescubrir los verdaderos valores de Estados Unidos significaría, por tanto, asumir un cristianismo mesiánico como la verdadera religión civil de Estados Unidos, y reivindicar el «nacionalismo cristiano» como su fundamento, con un programa de tres puntos: Trabajo, Familia, Dios. Al leerlo queda claro que tal tríptico exigiría una ruptura radical con las políticas económicas neoliberales del último medio siglo, tanto demócratas como republicanas, así como una ruptura igualmente radical con el liberalismo político y los derechos de las minorías, en favor de una visión comunitaria y organicista de la nación.
Resulta sorprendente observar que el «cristianismo identitario de lealtad» de Josh Hawley tiene muchos ecos de la historia europea del nacionalismo, e incluso ecos de la vieja polémica francesa entre Charles Maurras y Jacques Maritain sobre el papel político del cristianismo. En resumen, el discurso de Hawley es la respuesta de un Maurras estadounidense al defensor de la Primacía de lo espiritual.
Me gustaría hablarles esta tarde sobre el futuro —el futuro del movimiento conservador y el futuro del país—. Por supuesto, todo futuro tiene sus raíces en un pasado. Como habría dicho Séneca, «todo nuevo comienzo proviene del final de otro comienzo».
Esta primera referencia filosófica (le seguirán otras) marca de inmediato el tono de un discurso que busca ser muy intelectual. Por eso resulta interesante comentarlo.
Permítanme comenzar por el año 410 de Nuestro Señor. El año de una caída. Fue el año, tal vez lo recuerden, en que la ciudad que se creía eterna, inmutable, invencible, la capital del mundo antiguo, Roma, se doblegó finalmente ante los invasores visigodos.
Con la caída de Roma, la era del imperio y el antiguo mundo pagano llegaron a su fin de golpe.
Aquí, Josh Hawley se permite un atajo histórico demasiado rápido: por un lado, la toma de Roma en 410 por los visigodos de Alarico no puso fin al «antiguo mundo pagano», puesto que el Imperio Romano ya era oficialmente cristiano desde 392 (edicto del emperador Teodosio), y el cristianismo había sido la religión dominante desde Constantino, poco menos de un siglo antes. El saqueo de Roma por Alarico fue sin duda un acontecimiento importante, ya que era la primera vez que Roma era tomada en 800 años, pero no marcó el fin del Imperio Romano de Occidente, que convencionalmente se data a partir de la deposición del emperador Rómulo Augústulo en 476. Entretanto, Roma había vuelto a ser tomada y saqueada en 455 por los vándalos de Genserico. En general, los historiadores hacen actualmente más hincapié en las continuidades civilizacionales del mundo de la Antigüedad tardía (del siglo IV al VI, e incluso más allá) que en las rupturas repentinas inducidas por la noción, un tanto engañosa, de «invasiones bárbaras».
Por otra parte, a J. Hawley se le da muy bien realzar el efecto de dramatización.
Sin embargo, el fin de Roma marcó un principio, nuestro principio, el principio de Occidente. Mientras Roma yacía destrozada y humeante a miles de kilómetros de distancia, al otro lado del mar Tirreno, el obispo cristiano de Hipona, un tal Agustín, tomaba la pluma para describir una nueva era.
Agustín (354-430), obispo de Hipona, en el norte de África, uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina y gran referencia intelectual del cristianismo medieval, ha seguido siendo una figura clave del pensamiento cristiano. Actualmente está muy de moda entre los intelectuales y políticos conservadores estadounidenses: el senador J. D. Vance, a quien Donald Trump acaba de elegir como candidato republicano a la vicepresidencia, se convirtió al catolicismo tras leer a San Agustín, a quien eligió como patrón para su confirmación. Josh Hawley se inscribe plenamente en esta dinámica.
Durante miles de años, su visión ha inspirado a Occidente. Ayudó a forjar el destino de este país. Llamó a su obra —su obra maestra— La Ciudad de Dios. La principal ambición de Agustín en este manuscrito era defender a los cristianos acusados de haber provocado la caída de Roma.
Aquí Hawley se inscribe de lleno en lo que se ha dado en llamar «agustinismo político» (Mons. Arquillière, 1934), del que se dice que constituyó el marco conceptual subyacente a la teoría política medieval, aunque se haya discutido la pertinencia de esta noción. Cabe señalar que el gran interés de la filosofía política conservadora estadounidense por la obra de Agustín no es nuevo: puede encontrarse en Hannah Arendt, Leo Strauss o Allan Bloom.
Las malas lenguas decían que la religión cristiana, con sus nuevas virtudes como la humildad y la servidumbre, con su glorificación de las cosas comunes como el matrimonio y el trabajo, con su alabanza de los pobres de espíritu, de la gente común y corriente, había ablandado el imperio y lo había hecho vulnerable a sus enemigos. Pero Agustín sabía que ocurría lo contrario; que la religión cristiana era la única fuerza vital que quedaba en Roma cuando se derrumbó.
Agustín veía cómo esta religión se levantaba de las ruinas del viejo mundo para forjar una civilización nueva y mejor. ¿Cuál sería el secreto de este nuevo orden? El amor. El amor era una gran palabra para Agustín —contenía toda su ciencia política—. «Cada persona, decía, se define por lo que ama. Toda sociedad se rige por lo que ama».
De hecho, una nación no es más, citando a Agustín, «que una multitud de criaturas racionales asociadas por un acuerdo común en cuanto a las cosas que aman». El problema de Roma era que amaba las cosas equivocadas. Y a medida que sus afectos se corrompían, la República Romana caía en la ruina.
Roma empezó amando la gloria y practicando la abnegación. Terminó amando el placer y practicando todas las formas de indulgencia. Así fue como Roma se pudrió hasta la médula.
Pero entre las ruinas de Roma, Agustín imaginó una nueva civilización impulsada por mejores afectos. No los viejos deseos romanos de gloria y honor, sino los amores más fuertes de la Biblia: amor a la esposa y a los hijos, amor al trabajo, al prójimo y al hogar, amor a Dios.
Éste y los párrafos anteriores son un resumen bastante fiel de los primeros libros de la principal obra de Agustín, La Ciudad de Dios (De civitate Dei), que fue efectivamente una respuesta a las acusaciones paganas de que fue el abandono de los dioses tradicionales de la ciudad lo que provocó la caída de Roma en el año 410. Agustín contrasta la concupiscencia, el amor a uno mismo, que es el principio fundador de todas las ciudades terrenales, con el amor a Dios, el principio de la ciudad celestial. Si el amor a sí mismo y a la gloria es lo que asegura el nacimiento y la perpetuación de los imperios, también los socava subrepticiamente y, en una segunda etapa, es la causa de su ruina. En cambio, el amor a Dios y al prójimo significa que el reino de Dios y la ciudad celestial son invisibles, indistinguibles en el mundo, pero entremezclados con todas las ciudades terrenas; la ciudad de Dios fundada en el verdadero amor se dirige hacia el fin de los tiempos, donde encontrará por fin su plena realización.
Aunque Agustín afirmaba que todas las naciones están constituidas por lo que aman, su filosofía describía de hecho una idea totalmente nueva de la nación, desconocida en el mundo antiguo: un nuevo tipo de nacionalismo —un nacionalismo cristiano, organizado en torno a ideales cristianos—. Un nacionalismo motivado no por la conquista, sino por un propósito común; unido no por el miedo, sino por el amor común; una nación hecha no para los ricos o los fuertes, sino para los «pobres de espíritu», los hombres ordinarios.
Se trata de una torsión de la obra agustiniana: Agustín, que razonaba dentro de un Imperio multiétnico, así como en el seno de una Iglesia católica de alcance universal por definición, no podía conocer la idea de nación, que es una creación muy posterior, ni tampoco la ideología nacionalista, aún más tardía, que no apareció hasta finales del siglo XIX.
Su sueño se ha convertido en nuestra realidad.
Mil años después de los escritos de Agustín, unos 20.000 agustinos practicantes se aventuraron a llegar a estas costas para crear una sociedad basada en sus principios. La historia los conoce como los Puritanos. Inspirados por la Ciudad de Dios, fundaron la Ciudad sobre una colina.
Aquí Josh Hawley reactiva un mito en la base de la vida política estadounidense a largo plazo, el mesianismo del nuevo pueblo elegido: se refiere a los 20.000 británicos que acudieron a las colonias de Nueva Inglaterra durante la Great Migration (1621-1642). En su mayoría, estos Pilgrim Fathers eran protestantes puritanos estrictos (por eso Hawley también se refiere a ellos como «agustinianos», en el sentido de que en la base del protestantismo se encuentra una visión agustiniana radicalizada), y su mundo estaba realmente saturado de referencias bíblicas: en sus propias vidas, pensaban que estaban reviviendo la historia del pueblo elegido del antiguo Israel, o de los seguidores de Cristo: la Ciudad Brillante sobre la Colina se refiere así a la ciudad de Boston, en la que los puritanos esperaban fundar una nueva Jerusalén, una ciudad que viviera según el espíritu del Evangelio.
Los puritanos utilizan esta expresión —derivada de la enseñanza de la sal y la luz en el Sermón de la Montaña de Jesús (Mateo 5:14: «Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder»)— para referirse al Boston del siglo XVII.
Somos una nación forjada a partir de la visión de Agustín. Una nación definida por la dignidad del hombre común, tal y como nos la otorga la religión cristiana; una nación unida por los afectos familiares expresados en la fe cristiana —amor a Dios, a la familia, al prójimo, al hogar y a la patria—.
Algunos dirán que estoy haciendo de América una nación cristiana. Lo estoy haciendo. Y algunos dirán que defiendo el nacionalismo cristiano. Así es. ¿Hay algún otro tipo de nacionalismo que merezca la pena practicar?
El nacionalismo de Roma llevó a la sed de sangre y a la conquista; los viejos tribalismos paganos condujeron al odio étnico. Los imperios de Oriente aplastaron al individuo, y el sangriento nativismo de la Europa de los dos últimos siglos condujo al salvajismo y al genocidio.
En los párrafos precedentes, Hawley contrapone el «nacionalismo cristiano», abierto e inclusivo (lo que es una contradicción en los términos…), ya que la Iglesia o el mensaje cristiano no hacen distinción de etnia o cultura, a todas las demás formas de «nacionalismo», o incluso de organización colectiva de la sociedad, que han fracasado: el viejo paganismo de los «dioses de la ciudad» sería incapaz de pensar un verdadero universalismo, y por tanto conduciría inevitablemente a la conquista y al sometimiento violento de unos pueblos por otros; los «imperios del Este» son una alusión al comunismo soviético; el «nativismo sangriento» europeo es una clara alusión al racismo, especialmente al nazismo. Pero es una represalia: el «nativismo» en sentido estricto es una ideología netamente estadounidense, nacida y realizada en Estados Unidos.
Pero el nacionalismo cristiano de Agustín ha sido el orgullo de Occidente. Ha sido nuestra brújula moral y nos ha proporcionado nuestros ideales más preciados. Piénsenlo: aquellos estrictos puritanos, discípulos de Agustín, nos dieron un gobierno limitado, la libertad de conciencia y la soberanía del pueblo.
De nuevo una conclusión histórica precipitada: aquí, Hawley confunde a los Pilgrim Fathers puritanos del siglo XVII con los Padres Fundadores de la Declaración de Independencia estadounidense del siglo XVIII (1776). Sin embargo, esta teleología no es del todo irrelevante: la libertad de conciencia se convirtió gradualmente en un valor cardinal en las Trece Colonias americanas porque allí los puritanos y los no conformistas huían de la persecución de las confesiones establecidas en Gran Bretaña (anglicanismo) como en otros lugares de Europa, aunque sus sociedades altamente teocráticas no dejaban lugar a la disidencia religiosa (excepto en algunas islas, como Rhode Island). Del mismo modo, los principios de organización de las comunidades congregacionalistas de Nueva Inglaterra eran mucho más democráticos que los de las sociedades europeas de la época.
Gracias a nuestra herencia cristiana, protegemos la libertad de cada uno para practicar su culto según su conciencia. Gracias a nuestra tradición cristiana, acogemos a personas de todas las razas y orígenes étnicos para que se unan a una nación constituida de amor compartido.
A la idea de la nación como comunidad de destino elegido, J. Hawley amalgama el universalismo del mensaje cristiano; pero también pasa por alto otra fuente de libertad de conciencia, garantizada por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense: el pensamiento de la Ilustración, y el concepto moderno de tolerancia que se deriva de él. Al igual que Jefferson, muchos de los «Padres Fundadores» de Estados Unidos eran más deístas que creyentes en la revelación cristiana.
El nacionalismo cristiano no es una amenaza para la democracia estadounidense. Fundó la democracia estadounidense, es decir la mejor forma de democracia jamás concebida por el hombre: la más justa, la más libre, la más humana y la más loable.
Es ahora cuando debemos recuperar los principios de nuestra tradición política cristiana, por el bien de nuestro futuro. Esto es cierto tanto si eres cristiano como si no, tanto si perteneces a otra fe como si no perteneces a ninguna. La tradición política cristiana es nuestra tradición, es la tradición estadounidense, es la mayor fuente de energía e ideas de nuestra política, y siempre lo ha sido. Esta tradición ha inspirado a conservadores y liberales, reformistas y activistas, moralistas y sindicalistas a lo largo de nuestra historia. Hoy necesitamos de nuevo esa gran tradición.
En este párrafo, J. Hawley traza las líneas de una lealtad identitaria al cristianismo como tradición política específica de los Estados Unidos; precisa que dicha lealtad no exige la adhesión personal a una confesión cristiana, que sigue siendo una cuestión privada garantizada por la libertad de conciencia, pero que uno no puede llamarse estadounidense sin reconocer la inscripción de los Estados Unidos en la tradición cristiana. Esta idea no es muy diferente del papel que Charles Maurras atribuía al catolicismo en la historia de Francia.
El amor que tenemos en común y que sostiene a esta nación se está desmoronando. Y en el proceso, la propia nación corre el riesgo de desintegrarse.
Ustedes conocen la letanía de nuestros males tan bien como yo; saben leer los signos de los tiempos.
Nuestras calles son inseguras, entre otras cosas porque nuestra frontera está completamente abierta. Millones de inmigrantes ilegales llegan a nuestro país sin ningún interés por nuestro patrimonio común y sin ningún compromiso con nuestros ideales compartidos.
Hay muy pocos empleos estables y de calidad. Nuestra economía ha entrado en una nueva y decadente edad de oro, en la que los empleos de la clase trabajadora desaparecen, los salarios de los trabajadores se erosionan, las familias trabajadoras y los barrios se desintegran, mientras que los miembros de la clase alta viven enclaustrados tras verjas y seguridad privada y los jefes de la economía de libre mercado se embolsan sueldos millonarios.
Volvemos aquí a un discurso político mucho más convencional, y a una lista poco original de los problemas identificados por la derecha estadounidense: inmigración masiva, inseguridad, empobrecimiento, etc.
Mientras tanto, la religión está siendo expulsada de la plaza pública. Y los fanáticos se instalan en los campus para corear «Muerte a Israel» —precisamente porque desprecian la tradición bíblica que vincula a la nación de Israel con nuestra República estadounidense—.
El mesianismo del «nuevo pueblo elegido» se reactiva una vez más, esta vez al servicio de un tema preciado de la derecha evangélica: la defensa de la alianza con el Estado de Israel por razones político-religiosas de apoyo al proyecto sionista, del que se dice que es una manifestación de la voluntad divina, y la proximidad del fin de los tiempos.
En la raíz de cada una de estas tendencias, y de todas ellas, hay un asalto al amor que compartimos —los afectos que nos vienen de nuestra herencia cristiana—.
Dios, el trabajo, el prójimo, el hogar. Los grandes afectos de Occidente. Se están desintegrando ante nuestros propios ojos.
¿Por qué? No es casualidad. La izquierda moderna quiere destruir las cosas que amamos en común y sustituirlas por otras, destruir nuestros lazos comunes y sustituirlos por otra fe, disolver la nación tal como la conocemos y rehacerla a su imagen. Este ha sido su proyecto durante más de cincuenta años.
Y, sin embargo, es la derecha la que está fallando a este país en estos momentos. Conocemos el programa de la izquierda. Esperamos esta amenaza. Y son los conservadores los que deberían estar defendiendo esta nación, defendiendo lo que nos hace ser una nación. ¿Pero en vez de eso? En este momento de crisis, están demasiado ocupados avivando las brasas moribundas del neoliberalismo, con los ojos pegados a sus ejemplares de John Stuart Mill y Ayn Rand. Siguen debatiendo sobre el fusionismo y su tríptico.
Para los conservadores estadounidenses, el «fusionismo» es la doctrina que pretende combinar la vena social y la vena tradicionalista del conservadurismo. Fue teorizada en las páginas de la National Review en los años 50 por el filósofo Frank Meyer (1909-1972). El «tríptico» al que se refiere Hawley es la difícil combinación de libertarismo, conservadurismo social y una actitud de halcón en política exterior. Lo que pide es que el nacionalismo cristiano supere este viejo trilema.
Para los conservadores, esto ya no es suficiente.
En este momento de caos y crisis, la única esperanza para los conservadores —y para la nación— es volver a conectar con la tradición cristiana sobre la que sobrevive esta nación. Nuestra única esperanza es renovar lo que amamos en común.
Hoy no necesitamos la ideología de Rand, Mill o Milton Friedman. Necesitamos la visión de Agustín.
J. Hawley ofrece una amplia crítica de las políticas aplicadas por el Partido Republicano desde Ronald Reagan y el «giro neoliberal» de los años ochenta: para Hawley, el economicismo del que se dice que da testimonio este último partido deriva en última instancia de las filosofías utilitaristas, de las que John Stuart Mill (1806-1873) es uno de los padres fundadores, y Ayn Rand (1905-1982) una versión popularizada y radicalizada que también es muy antirreligiosa. Milton Friedman (1912-2006), máximo exponente del neoliberalismo en la teoría económica, también se ve descartado. La crítica de J. Hawley se acerca mucho al movimiento paleoconservador, que subordina el liberalismo económico a la defensa de los valores familiares tradicionales dentro de una sociedad orgánica.
Para el futuro, para salvar a este país, ésa debe ser nuestra misión: defender el amor que une a nuestro país; que nos hace ser un país —defender el trabajo del hombre ordinario, su hogar y su religión—.
Me temo que mis colegas republicanos han sido víctimas de un malentendido.
La estrategia de la izquierda, su objetivo primordial, no es simplemente frenar nuestra economía mediante la regulación. Tampoco es aumentar el peso del gobierno —la concentración de poder es sólo una pequeña parte de su agenda—.
Aquí, son los «conservadores fiscales» y luego los libertarios los que están en el punto de mira: para Hawley, a diferencia de ellos, el crecimiento del Estado federal no es el principal peligro, sino un efecto deletéreo del programa de la izquierda.
El principal objetivo de la izquierda es atacar nuestra unidad espiritual y las cosas que amamos en común. Quiere destruir los afectos que nos unen y sustituirlos por una serie de ideales totalmente distintos.
La izquierda predica su propio evangelio: un credo de interseccionalidad que implicaría la liberación de la tradición, de la familia, del sexo biológico y, por supuesto, de Dios. Considera la fe de nuestros padres como un grillete que hay que romper —y nuestra herencia moral común como un motivo de arrepentimiento—.
Hawley sabe que un poderoso tema movilizador es el ataque a lo que él identifica como un proyecto oculto de la izquierda, que residiría en las llamadas luchas sociales woke (teniendo en cuenta los impensados coloniales y el «racismo estructural», la interseccionalidad de las luchas, la política de género, etc.). Para él, ésta es la amenaza fundamental, que identifica como un rechazo global de la herencia y, por tanto, una disolución de la nación, aunque la unidad de estas diversas reivindicaciones «woke» no parezca evidente.
Como se ha señalado, podría argumentarse a cambio que estas manifestaciones son quizás menos antirreligiosas en esencia que herederas ellas mismas de los diversos renacimientos pietistas de la historia estadounidense, aunque sólo sea a la manera de «ideas cristianas que se han enloquecido» (G. K. Chesterton): no son menos producto de la historia estadounidense que su propuesta de «nacionalismo cristiano».
En lugar de la Navidad, les gustaría un «Mes del Orgullo». En lugar de la oración en las escuelas, adoran la bandera trans. Diversidad, equidad e inclusión son sus consignas, su nueva santísima trinidad.
Hawley está jugando a fondo la «guerra cultural» entre una izquierda «woke» y una derecha ultraconservadora, a través de sus críticas a los derechos LGBT y a los departamentos DEI (Diversity, Equity, Inclusion) de las administraciones, nuevo tema de predilección de la derecha.
Y esperan que se respete su prédica. Pueden hablar de tolerancia, pero son fundamentalistas. Los que se resisten son tachados de deplorables. A los que cuestionan se les tacha de amenazas a la democracia.
Alusión clara a las palabras de Hillary Clinton durante la campaña de 2016, muy señaladas y estigmatizadas como marcas del desprecio de clase.
Por eso los progresistas tienen hoy tan poca paciencia con los trabajadores, demasiado apegados a las viejas costumbres, a la vieja fe en Dios, la familia, la patria y la nación.
Esta es la verdadera teoría de la izquierda del Gran Reemplazo, su verdadero programa: reemplazar los ideales cristianos sobre los que se fundó nuestra nación y silenciar a los estadounidenses que todavía se atreven a defenderlos.
Esta vez una alusión a la teoría del Gran Reemplazo de Renaud Camus, importada al otro lado del Atlántico por la ultraderecha; pero para Hawley, el propio «peligro migratorio» es secundario frente a la cuestión de los valores.
Por desgracia, el Partido Republicano de los últimos 30 años ha sido incapaz de resistir este embate. En lugar de defender los afectos que nos unen, los republicanos de la era Bush-Romney han defendido la economía libertariana y los intereses corporativos. Su fe en el feminismo se convirtió en un mantra: el dinero primero, las personas después.
En nombre del «mercado», estos republicanos aplaudieron los recortes de impuestos a las empresas y la reducción de las barreras comerciales, y luego vieron cómo esas mismas empresas externalizaban puestos de trabajo estadounidenses al extranjero y utilizaban los beneficios para contratar a expertos en DEI.
En nombre del capitalismo, estos republicanos cantaban las alabanzas de la integración global mientras Wall Street apostaba contra la industria estadounidense y compraba viviendas individuales, de modo que una vez que los bancos le quitaban el trabajo al trabajador, éste ya no podía permitirse comprar una casa para su familia. Después, Wall Street hundió la economía mundial —repetidamente— y el mercado inmobiliario, y esos mismos republicanos siguieron con sus alabanzas. Y subvencionando.
Todo era simplemente too big to fail.
Estos republicanos olvidaron que la economía trata ante todo de las personas y de lo que aman. Se trata de mantener a una familia. Se trata de la independencia personal. Se trata de tener un hogar y un trabajo que te hagan sentir orgulloso.
Se podría decir lo siguiente: el libre mercado sólo es útil en la medida en que apoya las cosas que amamos juntos. De lo contrario, no es más que un beneficio frío.
Aquí y en los párrafos anteriores, otro verso antieconomicista: Hawley se sitúa muy hábilmente del lado de la «gente corriente», a nivel humano, y critica el neoliberalismo y el «wokitalismo» en nombre de los valores cristianos, en un discurso moral que casi suena a armónicas de izquierda.
En cierto sentido, los republicanos se han enamorado del beneficio por el beneficio mismo. Y parecen casi avergonzados de que sus votantes más comprometidos y fiables sean creyentes.
Seamos sinceros. En el tríptico fusionista —conservadores religiosos, libertarios y halcones de la seguridad nacional— siempre han sido los religiosos los que han aportado los votos. Y es nuestra tradición religiosa compartida la que ha transmitido las ideas más convincentes del conservadurismo —gobierno constitucional, libertad individual o derechos de los trabajadores—.
También aquí se expresa claramente la preferencia por los «conservadores religiosos» tradicionales, a los que se considera los favoritos de una farsa electoral que sólo beneficiaría a los otros dos componentes de los republicanos, los «libertarios» y los «neoconservadores». La retórica populista de Hawley enfrenta a la base electoral del Partido Republicano con sus líderes, a la manera de Trump.
Aún hoy, los estadounidenses que van a la iglesia, están casados y tienen hijos —ya sean blancos, hispanos, asiáticos u otros— son la columna vertebral del Partido Republicano. Si los republicanos tienen futuro, es gracias a ellos.
Un claro indicio de que el «nacionalismo cristiano» de Hawley no es ni racismo ni nativismo, aunque la ausencia de mención alguna a negros o indios pueda resultar sorprendente (¿un retorno de lo reprimido?).
Y son precisamente estas personas las que el partido más a menudo da por sentadas y a las que peor sirve.
Hay que reconocerle a la izquierda que, al menos, sabe que es el pueblo el que hace la política y recompensa a su electorado —testigo de ello es la bandera transgénero en todos los edificios federales y el dinero federal que se vierte en proyectos contra el cambio climático—.
¿Pero los republicanos? Están dando a sus votantes la elección de Hobson, es decir, una alternativa que no es tal. Básicamente, la gente tiene que elegir entre el globalismo de impuestos altos y regulación alta de la izquierda y el globalismo de impuestos ligeramente más bajos y regulación ligeramente más baja de la derecha. Una elección entre el liberalismo social agresivo de la izquierda y el liberalismo social acomodaticio de la derecha.
Aquí encontramos una constante en el discurso (ultra)conservador: la izquierda sabe afirmar sus propios valores, mientras que la derecha siempre está «avergonzada» y abochornada por los suyos.
Y los republicanos se preguntan por qué sólo han conseguido ganar el voto popular dos veces en las últimas nueve elecciones presidenciales.
Necesitan un punto de anclaje. Necesitan un futuro que ofrecer a nuestro país. Y para los conservadores que quieren salvar esta república, sólo hay un lugar donde situarse y una visión que ofrecer: la tradición cristiana del nacionalismo que nos une.
Trabajo, familia y Dios. Estas son las tres formas de amor que definen a Estados Unidos. Y son estos ideales los que el Partido Republicano debe defender ahora.
Un lector europeo podría ver esto como una fusión del lema de Vichy «Trabajo, Familia, Patria», y el lema nacionalcatólico «Dios, Familia, Patria», recientemente adoptado por G. Meloni o J. Bolsonaro. Pero no es seguro que J. Hawley tenga en mente todas estas referencias.
Los republicanos pueden empezar por defender el trabajo del hombre ordinario. En la elección entre trabajo y capital, entre dinero y personas, es hora de que los republicanos vuelvan a sus raíces cristianas y nacionalistas y empiecen a poner al trabajador en primer lugar.
El Partido Republicano de los años 90 hizo todo lo posible para favorecer a las clases adineradas. Adaptando las políticas públicas en su beneficio. Relajando el código fiscal. Elogiando su actitud. Piensen en toda la retórica sobre los recortes del impuesto de sociedades. Piensen en toda la retórica sobre la asignación eficiente de los recursos. Todo significaba más beneficios para Wall Street.
Mientras tanto, los trabajadores fueron abandonados a su suerte: vieron cerrar sus fábricas, estancarse sus salarios, dispararse sus hipotecas y desplomarse el valor de sus viviendas. Tuvieron que explicar a sus hijos por qué tenían que abandonar el hogar en el que habían crecido, por qué ya no podían ir al médico mientras sus padres trataban de encontrar trabajo.
A todo esto, los republicanos respondieron que estaba en la naturaleza de las cosas.
Sólo quiero señalar que ésta no es la tradición nacionalista y cristiana de este país.
Abraham Lincoln lo dijo mejor cuando afirmó que «el capital no es más que el fruto del trabajo, que es superior al capital y merece mayor consideración».
Theodore Roosevelt habló en nombre de esta misma tradición cuando dijo: «Estoy a favor de los negocios, sí. Pero estoy primero por el hombre —y por los negocios como sustitutos del hombre—».
En este párrafo y en los anteriores se vuelven a escuchar las mismas armónicas de izquierda, sobre las personas antes que el dinero, las vidas antes que los beneficios y, en definitiva, el trabajo antes que el capital. Tal discurso se nutre de varias fuentes: en primer lugar, una tradición de socialcristianismo, alimentada por la doctrina social de la Iglesia, que concede protección a los trabajadores y rechaza la búsqueda desenfrenada de beneficios; pero también una tradición propiamente de extrema derecha, más corporativista, que pretende defender los derechos de los trabajadores frente a las finanzas anónimas, los círculos empresariales, etc. Es esta última tradición la que puede tener connotaciones antisemitas.
También hay que señalar que Josh Hawley escribió una biografía de Theodore Roosevelt cuando era estudiante de Derecho en Yale.
Ese es el espíritu.
El Partido Republicano del mañana, un partido que sea capaz de unir a la nación, debe anteponer las personas al dinero. Y la forma de hacerlo es anteponer los intereses de los trabajadores.
El mayor reto económico de nuestro tiempo no es la deuda, el déficit o el valor del dólar —es el asombroso número de hombres sanos que no tienen un trabajo de calidad—.
Para darles trabajo, tenemos que cambiar la política.
Estamos a punto de celebrar un gran debate sobre la prórroga de los recortes fiscales. Quizá deberíamos empezar con esta pregunta: ¿por qué el trabajo debe tributar más que el capital? No debería ser así. ¿Por qué las familias deben tener menos desgravaciones fiscales que las empresas? Las familias deben ser siempre lo primero.
Hace siglos que no se oye la palabra «usura». Sin embargo, ha ocupado a muchos pensadores cristianos a lo largo de los años, y debería ocuparnos de nuevo. No hay ninguna razón por la que deba permitirse a las empresas de tarjetas de crédito o a los bancos que las apoyan cobrar a los trabajadores un interés del 30% al 40%. Ningún beneficio en el mundo puede justificar este tipo de extorsión. Ninguna cantidad de dinero puede excusar que se saque provecho del sufrimiento ajeno. Los tipos de interés de las tarjetas de crédito deberían estar limitados por ley.
Aquí Hawley retoma las antiguas condenas cristianas de la usura, por ejemplo en la Edad Media por parte de escolásticos como Tomás de Aquino. Rechaza los tipos de interés usureros que privarían a los trabajadores de su medio de vida. En esto se acerca a las ideas de René de La Tour du Pin (1834-1924), que hizo de puente entre el catolicismo social y el maurrasismo en Francia.
Es hora de que los republicanos se unan a los sindicatos de trabajadores. No hablo de sindicatos gubernamentales o del sector público, sino de sindicatos que defienden a los trabajadores y a sus familias.
He estado en los piquetes de los Teamsters. Voté a favor de la sindicalización de Amazon. Apoyé la huelga de los ferroviarios y la de los trabajadores del automóvil. Y estoy orgulloso de ello.
En lo que respecta a las empresas «woke», solo diré lo siguiente: si quieren cambiar las prioridades de las empresas estadounidenses, que vuelvan a rendir cuentas a los trabajadores estadounidenses. Devuelvan el poder a los trabajadores y cambiarán las prioridades del capital.
Este último mandato sitúa todo el marco del pensamiento socioeconómico de Hawley: no anticapitalismo, sino un reparto más justo de los frutos del capitalismo, lo que puede asimilarse a ideas corporativistas o que promueven la participación de los trabajadores y el reparto de beneficios en sus empresas.
Quizá una de las razones por las que los republicanos no han puesto al trabajador en primer lugar en los últimos años es que no han querido poner a la familia del trabajador en primer lugar.
El partido de una nación cristiana debe defender a la familia.
Esto nos lleva a la segunda parte del tríptico, el discurso familista: se supone que la familia, la «unidad de base de la sociedad», también protege contra la decadencia de las sociedades modernas. El discurso de Hawley, innegablemente conservador, es aquí decididamente social, centrándose en las dificultades materiales a las que se enfrenta el estadounidense medio para fundar una familia, y haciendo menos hincapié en los temas provida. Cabe señalar que parece retomar la antífona del salario familiar (como los planes del Estado francés de Vichy), lo que implica que las mujeres se quedarían en casa, aunque esto no se diga explícitamente. Hawley también parece correlacionar el trabajo de las mujeres con una caída relativa de los ingresos familiares.
Es cierto que los republicanos han hablado de la familia. Nunca han dejado de hablar de ella. Pero los republicanos como Bush rara vez se han parado un momento a preguntarse por qué tan pocos de sus compatriotas fundan familias. La gente feliz y esperanzada tiene hijos. Pero cada vez menos estadounidenses lo hacen. ¿Por qué cada vez menos estadounidenses tienen hijos? ¿Podría ser que la economía defendida por los republicanos —la economía globalista y corporativista que ayudaron a crear— sea mala para la familia?
Hubo un tiempo en que un trabajador podía mantener a su familia —esposa e hijos— trabajando con sus propias manos. Esos días han quedado atrás. Hoy, los estadounidenses se afanan en empleos sin futuro, trabajando para multinacionales, mientras pagan sumas exorbitantes por la vivienda y la sanidad.
No tienen familia porque no pueden permitírselo.
No es de extrañar que estén ansiosos. No es de extrañar que estén deprimidos.
Peor aún: los que tienen hijos no pueden permitirse estar en casa con ellos. Hoy en día, dos padres tienen que trabajar para ganar la misma cantidad de dinero, con el mismo poder adquisitivo que proporcionaba un solo salario hace 50 años. Las guarderías públicas forman la visión del mundo de nuestros hijos. Las pantallas enseñan a nuestros hijos a valorarse o depreciarse. Los medios de comunicación y la industria publicitaria informan su sentido del bien y del mal.
¿Quieren dar prioridad a la familia? Faciliten la maternidad. Y devuelvan a mamá y papá a casa. Hagan de la política de este país una política de salario familiar para los trabajadores estadounidenses —un salario que permita a un hombre mantener a su familia y a un matrimonio criar a sus hijos como mejor les parezca—.
Porque la verdadera medida de la fortaleza estadounidense es el florecimiento del hogar y la familia.
Los conservadores deben defender la religión del hombre común.
De todos los afectos que unen a una sociedad, ninguno es más poderoso que el afecto religioso —una visión compartida de la verdad trascendente—.
Cuando nuestras cabezas pensantes se dignan reconocer la religión, suelen insistir en que es la libertad religiosa lo que une a los estadounidenses. En sentido estricto, esto no es cierto. La religión une a los estadounidenses, y ésa es la razón principal por la que la libertad de practicarla es tan importante.
En la última parte del tríptico, dedicada a los valores religiosos, Hawley da un sutil giro: de la «libertad religiosa» consagrada en la Constitución estadounidense, y de hecho un valor cardinal en Estados Unidos, a una celebración de la «religión» (que no se define, aunque sólo se dé a entender la religión cristiana) como principio efectivo de la vida en comunidad. Ahora bien, si la libertad religiosa es realmente la libertad de practicar la propia religión, también implica la libertad de cambiar de religión o de no tenerla, un punto sobre el que Hawley no dice nada aquí.
Todas las grandes civilizaciones conocidas han nacido de una gran religión. La nuestra no es diferente. Aunque los expertos llevan décadas diciendo a los estadounidenses que la religión les divide, destruye la paz civil, les empuja fuera de sus límites, la mayoría de ellos comparten convicciones religiosas amplias y fundamentales: teístas, bíblicas, cristianas.
Una vez más, pasamos aquí de los juicios de hecho a los juicios de derecho: en efecto, la sociedad estadounidense (hoy en día y más aún en la época de los Padres Fundadores) no es una sociedad laica, y Dios está omnipresente en el discurso público; pero de esta impregnación implícita del marco de referencia cristiano, parece que Hawley quiere pasar a una especie de marco normativo, que es precisamente lo que los Padres Fundadores se cuidaron de excluir, porque sabían que las cuestiones confesionales podían dividirles de hecho. Todas las referencias religiosas y «públicas» que alega Hawley son correctas, pero no son tanto normativas como descriptivas de las creencias de sus autores.
Nuestra fe nacional está consagrada en la Declaración de Independencia: «Todos los hombres son creados iguales y dotados por su Creador de derechos inalienables».
Nuestra fe nacional está inscrita en nuestra moneda: «In God We Trust». El Presidente Eisenhower lo resumió bien cuando dijo de este lema en 1954: «He aquí es el país de la libertad —y el país que vive en el respecto por la misericordia del Todopoderoso hacia nosotros».
El consenso de las élites sobre la religión es totalmente erróneo. La religión es uno de los grandes factores unificadores de la vida estadounidense, uno de nuestros grandes afectos comunes. Los trabajadores creen en Dios, leen la Biblia, van a la iglesia, algunos a menudo, otros no. Pero todos se ven a sí mismos como miembros de una nación cristiana. Y comprenden esta verdad fundamental: sus derechos proceden de Dios, no del gobierno.
Hawley se inscribe claramente en la tradición del derecho natural, muy viva en Estados Unidos; también en este caso, da valor normativo a un estado de cosas de la sociedad estadounidense, mucho más religiosa que la francesa, por ejemplo.
Los esfuerzos realizados en los últimos setenta años para eliminar todo vestigio de observancia religiosa de nuestra vida pública son precisamente lo contrario de lo que necesita la nación. Necesitamos más religión civil, no menos. Necesitamos un reconocimiento abierto de la herencia religiosa y de la fe que une a los estadounidenses».
Para Hawley, un cristianismo no confesional podría desempeñar el papel de «religión civil» en Estados Unidos. Pero, aparte del hecho de que esto ya es así en cierto sentido, especialmente en comparación con la «laïcité à la française», podría objetarse que se trata de una restricción singular del alcance y el valor del cristianismo (de nuevo, no muy diferente del papel asignado al catolicismo por Maurras).
La campaña que busca borrar la religión estadounidense de la plaza pública es simplemente una continuación de la lucha de clases por otros medios: la élite contra el hombre de la calle, la clase acomodada atea contra los trabajadores estadounidenses. Y en realidad no se trata de eliminar la religión, sino de sustituir una religión por otra.
Aquí, el discurso adquiere tintes un tanto conspirativos, en el sentido de que el declive religioso observado durante las últimas décadas en Estados Unidos no es tanto el resultado de un supuesto desprecio de la religión por parte de las «élites», con efectos sociales limitados a fin de cuentas, como un fenómeno de secularización propio de muchas otras sociedades.
Esta radicalización de las oposiciones también se pone de manifiesto cuando se equipara la «religión» de las élites con una «religión LGBT» que sustituiría a la antigua.
Toda nación tiene una religión civil. Toda nación tiene una unidad espiritual. La izquierda quiere una religión: la religión de la bandera del Orgullo. Nosotros queremos la religión de la Biblia.
Así que tengo una sugerencia que hacer: retirar las banderas trans de nuestros edificios públicos y en su lugar inscribir en cada edificio propiedad o gestionado por el gobierno federal nuestro lema nacional: «In God We Trust».
Los símbolos son importantes.
La mayoría de los estadounidenses, la mayoría de los trabajadores estadounidenses, se sienten solidarios con la fe cristiana. Creen que Dios ha bendecido a Estados Unidos; creen que Dios tiene un plan para Estados Unidos, y quieren formar parte de él. Es esta creencia la que les da la sensación de que, como escribió Burke, la nación es un «vínculo entre los que viven, los que han muerto y los que nacerán».
La filosofía de Edmund Burke (1729-1797), otro gran referente del pensamiento conservador, cuestiona la nación y su necesaria relación con la trascendencia como comunidad de destino, rompiendo con la ilusión del contractualismo inmediato y la autoinstitución de la sociedad. En este sentido, la comunidad política debe necesariamente dar cabida a la religión como tradición. Es aquí donde la visión de Hawley, cuando vuelve a los fundamentos del conservadurismo clásico, se muestra más articulada y hábil.
Décadas de fallos judiciales erróneos y de propaganda de las élites no han borrado las convicciones religiosas de los estadounidenses. Todavía no. Y esa es una de las principales razones por las que todavía tenemos una nación. Los conservadores deben defender nuestra religión nacional y su papel en nuestra vida nacional. Deben defender ese vínculo moral tan fundamental y antiguo —como dijo Macaulay, «las cenizas de [nuestros] padres y los templos de [nuestro] Dios»—.
La referencia a Macaulay (1800-1859) es tanto más inteligente cuanto que el filósofo utilitarista se utiliza aquí a contracorriente, para defender una forma de valor trascendente.
El trabajo, el hogar, Dios. Son las cosas que amamos juntos. Son las cosas que sostienen nuestra vida en común. Nos hacen una nación y forman la base de nuestra unidad.
Y eso es lo que significa el nacionalismo cristiano, en el sentido más verdadero y profundo de la palabra. No todos los ciudadanos estadounidenses son cristianos, por supuesto, y nunca lo serán. Pero todo ciudadano es heredero de las libertades, la justicia y el propósito común que nos ofrece nuestra tradición bíblica y cristiana.
En esta asimilación entre valores nacionales y cristianos, tradiciones democráticas y agustinianas, encontramos un reflejo, al estilo estadounidense, del animado debate de los años 2000 sobre las «raíces cristianas de Europa» y su posible inclusión en el preámbulo de la «Constitución Europea».
Por esta tradición creemos en la libertad de expresión. Por eso creemos en la libertad de conciencia. También es la razón por la que deploramos el virulento antisemitismo que se manifiesta en nuestras instituciones de élite y en nuestros campus.
Aquí, el concepto subyacente de «civilización judeo-cristiana» sirve para afirmar la idea de la alianza con el pueblo judío (y por tanto la alianza estadounidense-israelí), y también ilustra la idea de una identidad cristiana intrínsecamente abierta, ya que deja espacio en su narrativa para otra comunidad. El Islam, el tercer «gran monoteísmo», es una gran omisión en este texto, en comparación con los otros dos. ¿Se trata de convertirlo en un adversario implícito de los valores nacionales? La cuestión no es tan aguda en Estados Unidos como en Europa.
Por último, observo que algunos de los que se autodenominan «nacionalistas cristianos» ofrecen un tono diferente, un sermón de desesperación. Suenan a fin de los tiempos. Todo estaría perdido, nos dicen. Estados Unidos no podría salvarse —o no merecería la pena salvarse—.
¿Quién es el objetivo aquí? Quizás las conspiraciones apocalípticas de Monseñor Vigano; quizás también el comunitarismo radical de Rod Dreher, el autor de The Benedict Option, que aboga por una clara separación entre las pequeñas comunidades cristianas y la mayoría de la sociedad entregada al mal. Esto supondría una ruptura con los principios del agustinismo político.
Y desde este lugar de miedo, recomiendan políticas aterradoras: una iglesia establecida, etnocentrismo —un «Franco protestante» para gobernarnos—. ¡Qué estupidez!
También en este caso, J. Hawley se distancia de los nacionalistas más extremos y rechaza todo racismo y toda idea de «religión de Estado», lo que demuestra que, a pesar de su conservadurismo radical, puede incluirse en cierto modo en la tradición liberal estadounidense, en el sentido originalista.
Esa no es nuestra tradición. Eso no es en lo que creemos. No dejemos que el miedo nos controle. No volvamos al nacionalismo étnico de línea dura del viejo mundo ni a la ideología autoritaria de sangre y tierra. Eso no es lo que nos ha legado la herencia cristiana. En este país, defendemos la libertad de todos. En esta nación, practicamos la autonomía del pueblo.
Volvamos, en cambio, a lo que nos une, en comunión. La dignidad del trabajo. La santidad del hogar. El amor a la familia y a Dios.
Esa es nuestra civilización. Eso es América.
En conclusión, J. Hawley vuelve al «amor», entendido en su sentido más inmediato (y, por tanto, capaz de hablar a los votantes ordinarios: amor a los seres queridos, al trabajo, a la bandera), como fundamento de toda comunidad política. Este hilo agustiniano subraya hasta qué punto se ha reflexionado y articulado este verdadero curso de filosofía política. Si se llevara a la práctica —lo que, en cierto sentido, constituye un reto, dada la vaguedad de sus aspectos prácticos—, el programa civilizacional esbozado por Josh Hawley representaría, no obstante, una ruptura con las prácticas políticas de los republicanos durante las últimas décadas.
Las cosas que amamos en común y sobre las que se fundó nuestra nación no nos han fallado. Son tan apremiantes hoy como lo eran cuando Agustín las describió por primera vez. Están tan vivas hoy como lo estaban cuando los primeros puritanos desembarcaron en estas costas.
Todo lo que tenemos que hacer es comprometernos de nuevo a defenderlas, a fortalecerlas, a reavivar nuestra devoción.
Cuando lo hagamos, salvaremos a la nación.