Desde hace varios años, la Unión Europea intenta definir un nuevo rumbo, desarrollando un vocabulario particular: «autonomía estratégica», «autonomía estratégica abierta», «de-risking, «soberanía europea».
Para llevar a buen puerto su transición geopolítica y responder a una demanda de aggiornamento cada vez más apremiante y crítica, ganaría si se orientara hacia una concepción territorializada de las políticas públicas, articulando las dimensiones internas y externas, centrándose en el cimiento de la estabilidad –y hoy de la inestabilidad– de nuestras instituciones: la clase media. Para ello, podemos mirar al otro lado del Atlántico, donde la búsqueda por parte de la administración de Biden de una «política exterior para las clases medias» –pilar esencial del poder estadounidense según el poderoso consejero de seguridad nacional Jake Sullivan– 1 ha dado lugar a una serie de políticas a las que los Estados miembros intentan ahora responder.
En el Grand Continent Summit, celebrado en el Mont Blanc, reunimos a cuatro autores –Anu Bradford, Isabella Weber, Paul Magnette y Nicholas Mulder– para debatir las condiciones de posibilidad y la utilidad de una nueva idea estructurante: la autonomía estratégica de las clases medias. Publicamos este texto inédito, que propone dialécticamente una nueva doctrina europea.
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Anu Bradford
Mi punto de partida es una pregunta concreta: ¿podemos defender la autonomía estratégica únicamente sobre la base de sus méritos para las clases medias, o necesitamos medidas adicionales para ganarnos el apoyo de las clases medias? Tomemos como punto de partida a Estados Unidos y, más concretamente, la Chips Act, que junta una parte importante de los esfuerzos por reforzar la autonomía estratégica de Washington. Resulta sorprendente observar la lógica que alinea esta ley con las demás políticas progresistas de la administración de Biden. Las empresas que soliciten subvenciones federales en el marco de esta ley deben demostrar su compromiso de ofrecer servicios de guardería asequibles y de calidad a sus empleados. Este requisito añade una nueva dimensión. Sugiere que la Chips Act –un conjunto de normas relativas al sector muy específico de los semiconductores– 2 no podría por sí sola beneficiar intrínsecamente a la clase media, pero que puede resultar más atractiva gracias a este tipo de medidas.
Me gustaría defender la tesis de que la autonomía estratégica, como tal, puede considerarse beneficiosa para la clase media y, a continuación, plantear algunas dudas sobre la validez de esta lógica. A primera vista, la idea general que subyace a la autonomía estratégica debería ser en sí misma beneficiosa también para la clase media, dado que el deber primordial del Estado es garantizar la paz y la prosperidad de sus ciudadanos. Si los europeos dependen tanto de potencias exteriores que no pueden garantizar la paz en el continente, se niega a la clase media el deber fundamental que el Estado tiene para con su pueblo. Por consiguiente, toda inversión en seguridad europea puede considerarse una exigencia esencial para los ciudadanos europeos.
Tomemos el ejemplo de la seguridad energética y las vulnerabilidades derivadas de la dependencia del suministro energético ruso. La invasión rusa de Ucrania ha dejado claro a casi toda la clase media del continente lo que significa para los europeos la ausencia de autonomía estratégica en materia energética. Pero explicar la necesidad de subir los impuestos para aumentar el gasto militar en seguridad de Estonia parece más difícil en otras partes de la Unión. Del mismo modo, convencer a los ciudadanos de la importancia de ciertos parámetros específicos de nuestra seguridad energética puede variar de una región a otra.
En esencia, un programa de autonomía estratégica bien concebido, cuando se aborda con inteligencia, beneficia a toda la población. Pero esta línea de razonamiento tiene un límite: puede contener una contradicción y plantear un reto a los responsables políticos. En primer lugar, no siempre hemos sido totalmente transparentes sobre los costos de perseguir esta autonomía estratégica. Tomemos como ejemplo la política industrial. No es tan fácil explicar a la clase media por qué gastamos decenas de miles de millones de euros subvencionando a determinadas empresas y construyendo campeones europeos cuando los beneficios no se reparten por igual. Así que tenemos que ser honestos sobre los costos y riesgos de avanzar hacia una economía altamente controlada por el Estado.
La clase media puede preguntarse legítimamente por los costos directos de las subvenciones, los costos indirectos debidos al desmoronamiento del mercado único si permitimos competencias relacionadas con las subvenciones dentro de la Unión y los costos de oportunidad ligados a la asignación de sumas muy elevadas a nuestra política industrial. En un momento en que estamos gastando más de 40 mil millones de euros para pasar de una dependencia del 90% al 80% de los semiconductores extranjeros, son preguntas que la clase media debe plantearse con razón.
Esta agenda de autonomía estratégica incluye también algunos retos políticos. La idea de que una defensa común mejorará la autonomía estratégica de Europa está muy extendida, pero ¿disfruta de suficiente apoyo político en relación con su ambición? De hecho, parece haber límites específicos que deben tenerse en cuenta si se quiere mejorar la autonomía estratégica de un modo que siga siendo justificable para el electorado. En este sentido, es razonable defender nuestra participación en la compra conjunta de suministros militares, que refuerza nuestra seguridad colectiva.
Del mismo modo, si en Europa hay preocupación por los riesgos del proteccionismo y de una política industrial costosa, es porque algunos europeos se preguntan si el Estado está realmente en condiciones de garantizar estas inversiones. No hay que olvidar, y eso fue lamentable, que el gobierno francés decidió apoyar la creación de una alternativa al motor de búsqueda de Google, que acabó costando una fortuna sin nunca llegar a utilizarse. Tenemos que pensar cómo podemos impulsar realmente nuestra competitividad en la Unión Europea. En lugar de intentar replicar lo que hacen los estadounidenses, deberíamos centrarnos en identificar fuentes de competitividad europea en las que tenga sentido invertir tanto en lo económico como en lo político; es decir una apuesta que a la larga podría llevarnos al éxito.
Porque si hay algo que los responsables políticos les deben a los votantes es honestidad. Es crucial no hacer falsas promesas: no alcanzaremos la autonomía estratégica rápidamente. Se trata de un proyecto a largo plazo y Europa tendrá que seguir lidiando con sus interdependencias en un futuro previsible. La colaboración con Estados Unidos será necesaria, sea cual sea el resultado de las próximas elecciones. Romper las dependencias con China tampoco sucederá de la noche a la mañana. Necesitamos programas a corto, mediano y largo plazo, y es nuestra responsabilidad explicar los costos de la autonomía estratégica y ser claros sobre las probabilidades y posibilidades de que ciertos proyectos no estén a la altura de lo que idealmente implica la autonomía estratégica.
Isabella Weber
Siguiendo con esta lógica, empezaría con un ejemplo concreto, que me parece muy importante: el costo de la guerra en Ucrania. Si estamos verdaderamente comprometidos con esta causa, es imperativo que abordemos la cuestión fundamental de cómo financiarla. Porque si nos fijamos en quién ha pagado hasta ahora, sobre todo en el contexto europeo, y nos centramos en el sector energético –central en este conflicto–, una suposición de nuestro razonamiento se remonta a la cuestión de los controles de precios: si suponemos que se permita que los precios de la energía suban sin control, son las personas con sistemas de calefacción de gas las que acaban soportando gran parte del costo de la guerra. Esta situación se considera muy injusta, dado que el sector energético fue el primero en verse afectado por la guerra.
Además, no es seguro que quienes deben asumir estos costos puedan hacerlo realmente. En 2022, asistimos a una gran toma de conciencia por parte de los gobiernos –en particular el alemán–, que idearon políticas como los recargos sobre los precios del gas que se prolongaron hasta septiembre de 2022. La idea era fomentar e incentivar la reducción del consumo de gas. Pero se encontraron con una resistencia creciente en la sociedad. Varios grupos, desde la Asociación de Mayoristas y Minoristas hasta la Asociación de Panaderos, pasando por la Asociación de Propietarios y el Congreso de Gobiernos Municipales, acabaron protestando contra esa política. Su demanda colectiva se centraba en algún tipo de estabilización de precios.
¿Por qué se movilizaban estos representantes del comercio? No era porque fueran fervientes idealistas de un sistema al estilo soviético. Al fin y al cabo, se trata de saber quién puede soportar estos gastos, quién puede gestionar esta subida de precios. Lo que observamos es que no se puede esperar que la clase media soporte estos costos, sobre todo en el contexto alemán, donde cerca de la mitad de la población no tiene ahorros. Cuando se enfrentan a facturas de gas que ascienden a cientos o incluso miles de euros, los representantes de la clase media perciben rápidamente que no les corresponde a ellos financiar la guerra. En consecuencia, se sienten rápidamente desvinculados de semejante agenda, que ven como una amenaza existencial muy tangible.
Porque cuando nos preguntamos quién soporta los costos, es esencial examinar quién recoge los beneficios. En la industria de los combustibles fósiles, el aumento del gasto ha ido acompañado de un extraordinario incremento de los beneficios. Esta explosión de los beneficios es notable, sobre todo en el caso de las petroleras de larga tradición cuya historia se remonta a finales del siglo XIX. Un estudio actual, centrado en Estados Unidos pero probablemente aplicable al contexto europeo, revela que esta explosión de beneficios ha favorecido desproporcionadamente al 0.1% más rico.
El 1% más rico también ha obtenido ganancias sustanciales, mientras que el 9% siguiente ha ganado una parte significativa. En cambio, el 90% restante ha recibido una parte mucho menor, y el 50% más pobre no ha ganado prácticamente nada. En consecuencia, la carga de los costos recae en gran medida sobre los hogares ordinarios, lo que corresponde a la distribución desigual de los beneficios que se deriva de este aumento significativo de los beneficios.
Si dijéramos que esta situación se debe a un conjunto específico de factores relacionados con la invasión rusa de Ucrania y su impacto en el sector energético, habría algo de verdad en ello. Pero en un contexto de guerra y rearme, la cuestión de la financiación podría convertirse en permanente. Y debe abordarse con cautela por sus implicaciones a largo plazo. Si no nos planteamos cómo financiar estos proyectos, nuestras democracias corren el riesgo de verse en peligro. Sólo pueden soportar un número limitado de brutales sacudidas de precios antes de crear un profundo temor existencial, no sólo entre la clase media sino también, en última instancia, entre una parte considerable de la población. Un compromiso serio con la autonomía estratégica debe abordar también la cuestión fundamental de la reestructuración de la división mundial del trabajo, más global y profundamente integrada que nunca. Afrontar este reto es esencial si queremos alcanzar los objetivos que nos hemos fijado.
Cuando hablamos de la estrategia de de-risking (eliminar riesgos) en relación a China y traer la producción industrial de vuelta a casa, estamos hablando esencialmente de reestructurar los cimientos mismos de nuestras economías. Sin embargo, para abordar este problema con seriedad, necesitamos una revisión a fondo de las bases del debate económico: confiar en la creencia de que los mercados rectificarán la situación de forma natural no es una perspectiva que podamos apoyar.
¿Qué conseguimos cuando aspiramos a este cambio estructural? Esencialmente, estamos cambiando los principios de eficiencia y competitividad de costos por la armonía estratégica y el desarrollo de políticas geoestratégicas. Estas políticas obedecen a reglas diferentes y tienen consecuencias económicas distintas.
Paul Magnette
Hay un primer paso para ganarse a la clase media: escucharla de verdad y tomarse en serio sus preocupaciones. Esto significa comprender sus miedos, ansiedades, esperanzas y críticas. En lugar de descartarlas, deberíamos hacer un esfuerzo sincero por comprender por qué sus representantes podrían inclinarse a apoyar a partidos radicales, de izquierda o de derecha, una inclinación raramente comprendida por las élites europeas.
Cada vez que un movimiento populista gana terreno en las encuestas de opinión, o un partido populista se asegura la victoria en uno de los Estados miembros, vemos aparecer muchas declaraciones morales de las élites europeas contra los «malvados populistas». Por el contrario, cuando triunfa un movimiento no populista, como vimos en Polonia con Donald Tusk, las élites expresan su alegría por la derrota de los populistas, celebrando el éxito de los liberales proeuropeos, el tipo de élite que nos encanta. Este tipo de discurso, desprovisto de cualquier intento de comprender la situación y basado únicamente en términos morales, tiende a exacerbar la situación.
Para la clase media, que se siente descontenta y se plantea votar por partidos radicales, ya sean de izquierda o de derecha, observar a unas élites que ni los escuchan ni simpatizan con ellos –sino al contario que condenan sus opciones– refuerza la creencia de que sus preocupaciones están justificadas. Así que la pregunta crucial es: ¿qué subyace a los miedos, ansiedades y descontento de la clase media?
Identifico dos factores clásicos que, en mi opinión, siguen siendo muy relevantes hoy en día.
El primero es la creciente desigualdad. A lo largo de la historia, desde Aristóteles hasta Robert Dahl, pasando por pensadores como Maquiavelo, Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau, es ampliamente aceptado que la democracia prospera cuando existe una clase media fuerte. Aristóteles, por ejemplo, sostenía que en una sociedad en la que los individuos extremadamente ricos llevan un estilo de vida desvinculado del resto, formando una sociedad separada dentro de la sociedad, no puede existir una verdadera democracia. Del mismo modo, cuando aumenta el número de pobres, la clase media empieza a sentirse desconectada. La fuerza de la democracia y del capitalismo regulado en la Europa de los años cincuenta residía en que la clase media era testigo de una mejora constante de sus condiciones materiales, lo que les daba esperanzas de un futuro mejor. Pero esta dinámica ha sufrido una transformación significativa.
El segundo factor, que muy pocas veces se tiene en cuenta pero que me parece muy importante, es la profunda transformación del trabajo con los rapidísimos avances tecnológicos, la transición climática y la revolución energética que resulta de ella. El trabajo está cambiando, pero sigue siendo tan importante como siempre en la vida de la clase media. Es a través del trabajo como la clase media gana su salario y construye sus proyectos personales, como puede desarrollar sus derechos sociales y encontrar un lugar en la sociedad. Existe una ética del trabajo muy profunda y fuerte en el mundo moral de la clase media. Cuando el trabajo cambia muy rápidamente, también lo hacen las aspiraciones políticas. Esto es lo que Karl Polanyi demostró durante la Gran Transformación de los años cuarenta, cuando intentó comprender por qué tanta gente de clase media se había pasado al movimiento fascista o al comunista. No era sólo una cuestión de salarios o de desigualdad: se trataba también de la vida cotidiana de los trabajadores.
Siendo así, es muy fácil para los empresarios políticos populistas decir que necesitamos «recuperar el control». Era un mensaje político muy inteligente: «La razón por la que tu trabajo es cada vez más difícil es la globalización, el dumping social, consecuencia de la integración europea. La razón por la que los ricos son cada vez más ricos y tú no puedes conseguir un salario mejor es la globalización financiera. Si corres el riesgo de perder tu trabajo es porque la política migratoria es tan abierta que los inmigrantes vendrán y te quitarán el trabajo». Todos estos factores externos –globalización, integración europea, migración– pueden presentarse muy fácilmente como la razón por la que la situación de la clase media es objetiva y subjetivamente peor de lo que era. La dimensión subjetiva es muy importante y puede convertirse en una herramienta geopolítica.
¿Qué podemos hacer para no dejar a la clase media en manos de los populistas? Nuestra tarea consiste en decir que hay muchas razones para temer la evolución de un mundo que cambia muy deprisa y en el que ya nadie sabe realmente hacia dónde vamos. Pero es posible reconocer la validez de estos temores y el deseo de protección.
Las clases medias tienen razón al pedir protección, pero no a escala nacional: para la mayoría de los Estados miembros, la escala adecuada para construir una protección hoy en día ya no es la escala nacional. Nunca creeré, por ejemplo, que el gobierno belga puede protegerme contra la competencia fiscal mundial, o contra la migración a gran escala, o que el gobierno belga por sí solo puede ser un líder en la transición climática. Pero puedo creer que la Unión Europea puede hacerlo. Puedo creer que la Unión Europea puede ser esa nueva protección que reforzará mi vida como ciudadano de clase media. Esto implica, por supuesto, que si queremos que la gente deje de atacar la construcción de Europa como entidad política, si queremos que dejen de pensar que la propia Unión es el problema, tenemos que aceptar que las políticas europeas pueden ser cuestionadas y desafiadas por los ciudadanos. También tenemos que pensar en un conjunto de políticas con un fuerte Pacto Verde para reindustrializar Europa, volver a localizar puestos de trabajo por todo el continente, mejorar la calidad de vida de los trabajadores y protegerlos contra el dumping fiscal y social. Si lo hacemos, quizá la clase media empiece a escucharnos de nuevo.
Nicholas Mulder
En Estados Unidos, la política exterior para la clase media ha sido una de las grandes consignas de Biden y, en el contexto estadounidense, también lo veo como una forma muy popular en la que los estadounidenses se ven a sí mismos.
Como escribió una vez John Steinbeck, la razón por la que el socialismo no se ha arraigado en Estados Unidos es que «los pobres no se ven a sí mismos como un proletariado explotado, sino como millonarios temporalmente avergonzados». Así que todo el mundo piensa que forma parte de la clase media, cuando en realidad ésta es mucho menor en Estados Unidos que en Europa. Frente al imperativo de autonomía estratégica, me parece que todo se reduce a una cuestión de capacidad estatal.
Nos encontramos en una coyuntura histórica en la que, después de 30 o 40 años durante los cuales las fuerzas del mercado han sido dominantes, ahora está claro, debido a una combinación de sacudidas, que estamos entrando en un periodo en el que, en todo el mundo, la cuestión de la capacidad del Estado se está volviendo esencial para superar los retos a los que nos enfrentamos. Y esto plantea una cuestión central: ¿en qué clases se apoya el Estado? En los Países Bajos y Alemania existe un concepto muy útil, la staatstragende classe, y ahí la clase media desempeña un papel fundamental. Está compuesta por los profesores, los bomberos y las personas que prestan servicios públicos, que trabajan en la sanidad y la educación. Históricamente, estas clases en las que se basa el Estado son un factor determinante del centro político.
Los recientes resultados de las elecciones neerlandesas de otoño de 2023 demuestran que, incluso en los Países Bajos, esta situación está cambiando, que el frugalismo –la organización de la sociedad basada en un Estado «pequeño»– ya no es un logro intangible. Sea cual sea el resultado de las negociaciones de coalición, conducirán a un modelo más centrado en la seguridad social y más redistributivo. Eso es lo que quieren hoy los ciudadanos de todos los bandos políticos.
Tardaremos años en alcanzar una autonomía estratégica. Pero al fin y al cabo, el consenso político de la Unión Europea se basa en 27 consensos nacionales que luego se reúnen en un sistema intergubernamental, y esto es lo que determina el centro de gravedad político. Este movimiento regresa lentamente hacia un Estado más activo, lo que plantea todo tipo de interrogantes: ¿en nombre de quién, para quién y quién tendrá el control en última instancia? Las cuestiones de distribución se politizarán más. Será, por tanto, un periodo activo y difícil, pero también rico en oportunidades. La necesidad de protección es legítima, pero también depende de nosotros combinarla con las virtudes y valores europeos, y con el hecho de que Europa se construyó sobre la integración y la apertura.
De aquí a finales de 2024, podríamos encontrarnos ante una situación en la que la alianza atlántica podría sufrir una especie de divorcio unilateral. Por tanto, es posible que la Unión se vea obligada a una autonomía estratégica por necesidad y debido a una situación política que realmente no puede controlar, sin disponer de todo el arsenal de la autonomía estratégica. Esto es probablemente lo que impulsará y acelerará las cosas. En este contexto, es esencial mantener algunos de nuestros compromisos clave. El apoyo a Ucrania es uno de ellos, pero no es el único. Lo esencial para Europa es posicionarse como un polo de apertura, y no caer en el discurso civilizatorio de la fortificación, garantizar que seguimos permitiendo que las personas que huyen de regímenes autoritarios vengan a la Unión, atraer talento e inversiones. Esto es lo que Europa debería perseguir si quiere tener una sociedad abierta. La alternativa sería un duro golpe a nuestros valores fundamentales.
Notas al pie
- Jake Sullivan, «Gagner la guerre technologique: la doctrine américaine pour dominer les industries du futur» en el Grand Continent, Fractures de la guerre étendue: de l’Ukraine au métavers, Gallimard, 2023.
- Chris Miller, «De Taïwan au métavers: infrastructures de l’hyperguerre» en el Grand Continent, Fractures de la guerre étendue: de l’Ukraine au métavers, Gallimard, 2023.