Como académico de las humanidades, también reconozco la importancia de dirigirme a ustedes desde un foro mundial como la UNESCO 1, que se creó tras la Segunda Guerra Mundial a partir del reconocimiento -como aún proclama el sitio web de la organización- de que los acuerdos políticos y económicos entre las naciones no bastaban para lograr una paz duradera entre los seres humanos. Era necesaria una labor cultural y educativa que reforzara «la solidaridad intelectual y moral de la humanidad mediante el entendimiento mutuo y el diálogo entre culturas». Mi intervención trata de basarse en los logros de esta organización en el marco de su programa «El Hombre y la Biosfera», que se puso en marcha hace unos 50 años, en 1971. Les ofrezco mis observaciones en el espíritu de la UNESCO que trata de buscar verdades objetivas para unir a la humanidad independientemente de sus diferencias religiosas y políticas. En todos los momentos de crisis resuena la pregunta: ¿qué seguimos compartiendo en un mundo que a veces parece fragmentado?

La ironía de la pregunta, por supuesto, reside en el hecho de que a menudo es por lo que ya comparten que los grupos humanos luchan entre sí: pasado común, tierra, agua, territorios, animales, plantas, recursos, etc. Las dos guerras a cuya sombra nos encontramos nos recuerdan ese tipo de conflictos. En la charla de hoy quiero centrarme en algunas de las cosas que compartimos en este mundo intensamente globalizado, pero no como posesiones que podamos repartirnos. Me refiero a la atmósfera, los océanos, el cielo, las estaciones, el sol y la luna, cosas que constituyen una especie de bien común, pero que no pueden dividirse como dividimos la tierra, por ejemplo. Siguen siendo compartidos, simultáneamente, como asuntos de beneficio y preocupación comunes. Tenemos que compartir el aire, por ejemplo, como condición fundamental de nuestra vida, pero es el mismo aire el que lleva la contaminación de un país o región a otro. Gran parte de Asia, por ejemplo, está cubierta por una nube marrón, una neblina de partículas contaminantes que incluso India y Pakistán, divididos en tantos asuntos, no pueden sino compartir. O pensemos en el ejemplo más reciente de los incendios en Canadá, que convirtieron el aire de la ciudad donde resido, Chicago, en el más contaminado del mundo el 27 de junio de 2023. 

A menudo es por lo que ya comparten que los grupos humanos luchan entre sí: pasado común, tierra, agua, territorios, animales, plantas, recursos, etc.

DIPESH CHAKRABARTY

Más recientemente, con el aumento de la consciencia sobre el cambio climático antropogénico, un objeto muy grande se ha convertido en un asunto de tanta preocupación compartida: esta misma tierra, el planeta que compartimos tanto como el suelo sobre el que vivimos y la condición misma de nuestra existencia. No me refiero a la Tierra como cuerpo planetario y astronómico abstracto, sino a la Tierra como condición de nuestra vida y existencia, y no sólo de la vida humana, sino como condición de posibilidad de todas las formas de vida que permanecen interconectadas. Aunque tal preocupación puede haber sido compartida alguna vez por algunos científicos especializados, ha adquirido proporciones más generales con la información sobre la degradación medioambiental de todo el planeta -plásticos en los océanos, agujeros en la capa de ozono, exceso de gases de efecto invernadero en la atmósfera, calentamiento, acidificación y cambio del nivel de los mares, deforestación creciente, pérdidas sorprendentes de biodiversidad, por no hablar del calentamiento global- entrando en nuestros ciclos diarios de noticias en los últimos 15 años aproximadamente. Cada vez somos más conscientes de que nuestras propias acciones amenazan los procesos geobiológicos que conectan y sustentan todas las formas de vida, incluida, por supuesto, la nuestra. 

Incluso hace un par de décadas, ustedes y yo, como la mayoría de los seres humanos, habríamos dado por sentado el sistema de soporte vital del planeta. ¿Cuántos de nosotros nos habríamos parado a pensar en el origen del oxígeno de la atmósfera? Sin embargo, sin ese oxígeno moriríamos asfixiados. Daríamos por sentado que el oxígeno u otras características del planeta que ayudan a mantener la vida forman parte de la manera en que el mundo nos ha sido dado. Y supondríamos que, hiciéramos lo que hiciéramos los humanos, esta Tierra que todo lo soporta y que se acopla, «la madre de todas las madres» -como Tagore celebró una vez al planeta-, permanecería inmutable con todo el afecto indulgente de una madre, permitiéndonos seguir haciendo lo que los humanos hacían. Suponíamos que el planeta era una entidad demasiado grande para ser cambiada por los humanos. Por eso la mayoría de nosotros nunca nos paramos a pensar de dónde vienen las montañas y los ríos o el oxígeno del aire. Como observó una vez el filósofo Wittgenstein, nos preguntamos la edad de un edificio cuando lo vemos, ¿por qué no hacemos lo mismo con una montaña? La respuesta debe ser que, para nosotros, los humanos, las montañas hasta ahora formaban parte de lo dado del mundo, el mundo tal y como lo encontramos, listo con árboles y plantas, insectos y animales, agua y tierra, listo para servir a todas nuestras necesidades. El mundo parecía grande, muy grande comparado con los enclenques humanos. Nada hacía necesario replantearse esta relación, hasta que las noticias sobre el cambio climático antropogénico o el calentamiento global irrumpieron en nuestra vida cotidiana y los científicos empezaron a hablar de los humanos y sus civilizaciones de alta tecnología y consumo energético como si constituyeran una especie de fuerza geológica o planetaria que cambiaba, a menudo en detrimento nuestro, la historia de la vida en este planeta.

Suponíamos que el planeta era una entidad demasiado grande para ser cambiada por los humanos. Por eso la mayoría de nosotros nunca nos paramos a pensar de dónde vienen las montañas y los ríos o el oxígeno del aire.

DIPESH CHAKRABARTY

Podría decirse que hubo un tiempo en el que el planeta no era un tema de ansiedad o preocupación compartida y en el que muchos grupos humanos de todo el mundo lo veneraban. Esa época era cuando los humanos eran menos numerosos, tenían menos posesiones, consumían menos y tenían una capacidad tecnológica menos desarrollada, que es como fueron en realidad durante la mayor parte de sus 300 mil años de historia. Pero todo eso ha cambiado muy deprisa en los últimos 70 años. Los climatólogos afirman que, con nuestro creciente número, la carrera hacia la urbanización y la movilidad global, el aumento sin precedentes de la riqueza disponible (a pesar de las muchas desigualdades y de los más de 2 mil millones de personas sin acceso a agua potable), el aumento de la esperanza de vida, los cambios revolucionarios en las tecnologías científicas, militares y médicas, y la intensa globalización de los estilos de vida y los patrones de consumo, los humanos nos hemos convertido en una fuerza geológica que impacta negativamente -aunque de forma desigual- en todo el planeta: su superficie terrestre, sus mares, su atmósfera y la vida en él. Sin duda, gracias a algunos inventos históricos como la máquina de vapor, la electricidad, la agricultura moderna ayudada por fertilizantes y pesticidas artificiales, los antibióticos y otras formas de tratar las infecciones bacterianas y víricas, los seres humanos han vivido colectivamente tan bien en las últimas décadas como nunca antes. La esperanza media de vida en el mundo en 1950 era inferior a 50 años, hoy supera ampliamente los 70. 

Balaji Srinivasan

Como resultado de la extensión de la industrialización, tal y como ha señalado el historiador John McNeill, el siglo XX se convirtió en «una época de cambios extraordinarios» en la historia de la humanidad. La población humana aumentó de 1 500 a 6 mil millones [ahora se sitúa en 8 mil millones, pero está a punto de aumentar aún más], la economía mundial se multiplicó por 15, el consumo de energía se multiplicó [por] … 13 o 14, el uso de agua dulce se multiplicó por nueve y las zonas de regadío por cinco».  El sentido de la ironía histórica de McNeill y su colega Peter Engelke es palpable, por ejemplo, cuando comentan: «… después de 1945, la demografía humana entró en el periodo más característico de sus 200 mil años de historia. En el lapso de una vida humana, de 1945 a 2015, la población mundial se triplicó, de 2 300 millones a 7 200 millones. Este extraño interludio, con un crecimiento demográfico sostenido de más del 1% anual, es, por supuesto, lo que casi todo el mundo en la Tierra considera ahora normal. Es cualquier cosa menos normal».  La tecnología y la disponibilidad de energía barata y abundante han sido la clave de este «éxito». Pero eso también ha significado que los seres humanos son ahora una «fuerza planetaria»: «los niveles de dióxido de carbono están aumentando más rápidamente que en cualquier otro momento conocido en la historia de la Tierra»; «los cambios en el ciclo del nitrógeno de la Tierra (a través del proceso Haber-Bosch para la producción de fertilizantes artificiales que nos mantienen vivos) pueden ser los mayores en 2 mil millones de años»; y «la escala de la transferencia transcontinental y transoceánica de especies es un fenómeno sin comparación en la historia de la Tierra».

Los humanos nos hemos convertido en una fuerza geológica que impacta negativamente -aunque de forma desigual- en todo el planeta: su superficie terrestre, sus mares, su atmósfera y la vida en él.

DIPESH CHAKRABARTY

Por todas partes oímos advertencias sobre la crisis del cambio climático o calentamiento global. Quizá recuerden que el pasado mes de julio, cuando el sur de Europa y algunas otras partes del mundo sufrían olas de calor intensas e insoportables, el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, habló, no ya de «calentamiento global», sino de «ebullición global». El mes más caluroso del mundo se registró el pasado julio. Hace sólo unos días, a finales de octubre, la BBC comentaba la velocidad a la que se estaba acelerando el cambio climático inducido por el hombre. Una investigación reciente publicada en Nature Climate Change sugiere que, si los humanos quisieran evitar el escenario de que el aumento medio de la temperatura global supere 1.5C en comparación con la media anterior a la industrialización, las emisiones globales de dióxido de carbono tendrían que llegar a cero neto en 2034, y no en 2050 como se espera actualmente. El 2 de noviembre de 2023, The Guardian informó de un estudio del famoso científico del clima James Hansen que apoyaba esta conclusión y predecía que en 2050 el mundo será, en promedio, 2C más caliente de lo que era en la época preindustrial. Si eso ocurre, se habrá superado un Rubicón fijado por el IPCC y las Naciones Unidas. The Guardian cita al profesor Hansen para afirmar que «estamos en la fase inicial de una emergencia climática. Esta aceleración [del calentamiento] es peligrosa en un sistema climático que ya está muy fuera de equilibrio. Invertir la tendencia es esencial -debemos enfriar el planeta- para preservar las costas y salvar las ciudades costeras del mundo».

Una inminente crisis existencial para la humanidad está convirtiendo el planeta en un asunto preocupante.

DIPESH CHAKRABARTY

La cifra de 1.5C (acordada en París en 2015) se considera especialmente importante para los países en desarrollo y las pequeñas naciones insulares, que temen que si se supera tal nivel de calentamiento los océanos se elevarían hasta tragarse sus hogares. Esto no sólo refuerza el discurso sobre la justicia climática -el argumento de que el calentamiento global es consecuencia de un desarrollo capitalista desigual (e influido por el género y la raza) que ahora niega a las naciones menos desarrolladas el «espacio de carbono» que podrían necesitar para desarrollar sus economías-, sino que también lleva a hablar de una «emergencia climática».  Es posible que ya hayamos provocado el comienzo de una sexta gran extinción de la vida. Seguir actuando como si los humanos fuéramos todavía una fuerza demasiado pequeña para afectar al planeta, dar por sentadas las montañas y los ríos, puede ser, en efecto, como cortar la rama de un árbol en el que uno está sentado. Por el momento, el planeta se encuentra en una senda de calentamiento prácticamente irreversible. Esto afecta al propio sistema de soporte vital del planeta y pone en peligro a su vez nuestras propias vidas. Un planeta más caliente será inhóspito y hará inhabitables muchos lugares del mundo. Este mensaje se repite ahora muchas veces. Hace poco recibí el anuncio de una conferencia prevista para el año que viene en Alemania. Así describe la condición humana actual: «La forma rápida e intensa en que la humanidad está cambiando los fundamentos mismos sobre los que descansan nuestra existencia y bienestar en este planeta está empezando a alcanzar una magnitud que …amenaza con poner en peligro el futuro de la humanidad en la Tierra». Una inminente crisis existencial para la humanidad está convirtiendo el planeta en un asunto preocupante. 

Balaji Srinivasan. «Las montañas del Himalaya están geopolíticamente divididas. Pero también son un bien común. ¿Cómo podemos aunar -primero con nuestros conceptos, luego con la acción- su geopolítica y su ecología, e incluso su geología?» Dipesh Chakrabarty

Las guerras

A la luz del debate anterior, me parece que la lección que es crucial extraer pero que parece muy difícil de aprender en términos prácticos es la siguiente: los aspectos del mundo que damos por sentado que simplemente constituyen un fondo mudo para los asuntos humanos -los glaciares, las lluvias, las estaciones, el mar, las costas, las montañas, los continentes- ya no pueden ser tratados así, gracias al cambio climático antropogénico. Sin embargo, la suposición contraria parece reinar sobre nuestras acciones. Tanto si nos fijamos en la reciente pandemia como en las guerras, seguimos actuando bajo el supuesto de un mundo estable al que siempre podemos volver tras una racha de desastroso mal comportamiento por parte de los seres humanos. ¿Qué mejores ejemplos puedo darles de esta ironía que las dos guerras contemporáneas bajo cuya dolorosa sombra nos encontramos? 

Menciono las guerras no sólo por la ironía de que los humanos a menudo se pelean por lo que en realidad comparten, sino porque las guerras nos permiten ver una capacidad profunda y probablemente innata o evolucionada que tienen los humanos de aparcar, poner entre paréntesis o suspender -por el momento- la cuestión de lo que pueden compartir con las personas con las que entran en guerra. Esta suposición tan arraigada fue probablemente cierta y justificada en el pasado, pero yo sostengo que ya no lo es. Los daños que las guerras modernas causan a nuestro medio ambiente son cada vez menos irreversibles. Las guerras modernas son malas para el medio ambiente, sobre todo para el problema del calentamiento global, ya que se basan en una potencia de fuego masiva, como vemos todos los días. La propia expresión «potencia de fuego» lo dice todo: está el disparo literal de misiles y balas de cañón, pero los incendios también forman parte de los estragos y la destrucción que causan las guerras. Pero no solemos pensar en lo que las guerras hacen a las formas de vida no humanas, por no hablar de los gases de efecto invernadero que pueden estar emitiendo a la atmósfera. David Henig, académico de la Universidad de Utrecht que trabaja sobre los residuos de la guerra moderna en Bosnia-Herzegovina y otros lugares, informa que «la erosión del suelo junto con las inundaciones [provocadas por el clima] están desplazando cada vez más minas terrestres y creando nuevos espacios mortíferos [de guerra] en los ‘tiempos de paz'», acontecimientos que, dice, «no comprendemos bien».

Los humanos a menudo se pelean por lo que en realidad comparten.

DIPESH CHAKRABARTY

El hecho de poner entre paréntesis la cuestión de lo que los enemigos acérrimos pueden compartir a largo plazo se ve posibilitado por un particular sentido de emergencia que moviliza a los grupos combatientes para la guerra. Un sentido de emergencia que se expresa a través de varias oposiciones totalizadoras: nosotros contra ellos; nosotros no somos responsables, ellos sí; el bien contra el mal; lo justo contra lo injusto, todas ellas figuras familiares del Yo y el Otro. El correspondiente sentido de totalidad surge de una crisis que parece no sólo existencial -se habla como si toda la existencia estuviera en juego- sino también moral. Tal totalización requiere inevitablemente la movilización del afecto. Por eso las corrientes de odio subyacentes -a menudo explícitas- impulsan las guerras. El eje afectivo de esta sensación de emergencia -la sensación de que no sobreviviría sin matar a mi enemigo- se constituye en torno a cuestiones de diferencia. Diferencia que es susceptible de moralización, algo en torno a lo cual se puede crear un límite moral. Un discurso que pronto se convierte en el discurso del mal.

No estoy minimizando la importancia de estas emociones en tiempos de guerra. La pregunta que planteo es: ¿qué suponen las guerras modernas sobre la naturaleza del mundo físico que habitamos?, y ¿siguen siendo válidas esas suposiciones? Se podría recurrir al clásico ensayo del filósofo Immanuel Kant de 1795, Sobre la paz perpetua, en el que desgranaba los supuestos de las guerras, que eran también los que sustentaban las treguas temporales de su época. Algunos de esos supuestos parecen seguir operando en las guerras actuales. Eran supuestos sobre la naturaleza del mundo, sobre lo que Kant llamaba «Naturaleza». Evidentemente, la «Naturaleza» de Kant no es la misma categoría que nuestro «medio ambiente» o «sistema-tierra», pero pertenece a la genealogía de esas ideas posteriores. Tanto la tregua como las guerras, demostró Kant, se basaban en el pensamiento implícito o explícito de que la «Naturaleza» era constante e invariable en su relación con los seres humanos, independientemente de lo que éstos hicieran. Las guerras, pensaba Kant (y no se le puede culpar, dada la historia belicista de los europeos de su propia época) «estaban arraigadas en la naturaleza humana e incluso eran valoradas». Lo que hizo posible la guerra y la tregua fue, argumentaba Kant, el hecho de que la Naturaleza, es decir, la naturaleza externa, distribuyera a los humanos por todo el mundo, y que se asegurara de que incluso en los terrenos más abruptos los humanos pudieran sobrevivir. La Naturaleza se encargó de que el mundo entero siguiera siendo, a pesar de las acciones humanas, habitable. Un planeta completamente habitable, insinuaba Kant, era por tanto uno de los supuestos de la guerra. 

¿Qué suponen las guerras modernas sobre la naturaleza del mundo físico que habitamos?, y ¿siguen siendo válidas esas suposiciones?

DIPESH CHAKRABARTY

Dediquemos un momento a leer lo que escribió Kant. «La disposición provisional de la naturaleza, consiste en lo siguiente: 1. Ella se ha ocupado de que los hombres puedan vivir en todas las regiones del mundo. 2. Por medio de la guerra, los ha llevado a todas partes, incluso a las regiones más inhóspitas para poblarlas. 3. También mediante la guerra los ha obligado a establecer relaciones más o menos legales». Pero incluso en las regiones inhóspitas, la naturaleza se había asegurado de que los humanos no se quedaran sin cobijo, ropa y comida. «Es verdaderamente maravilloso», escribió Kant, «que el musgo crezca incluso en los fríos páramos junto al océano Ártico y que los renos puedan desenterrarlo de debajo de la nieve para convertirse en alimento o transporte de los ostiacos o samoyedos, o que los desiertos de sal estén habitados por el camello, que parece haber sido creado para viajar sobre ellos y que los desiertos no queden sin uso». Más adelante, escribe: «Pero el propósito es aún más evidente cuando uno se da cuenta de que en las costas del Océano Ártico no sólo existen animales de pelaje, sino también focas, morsas y ballenas, cuya carne proporciona alimento y cuya grasa proporciona calor a los habitantes. Sin embargo, lo que más nos maravilla es el cuidado de la naturaleza por traer (no sabemos muy bien de qué manera) madera a la deriva a estas regiones yermas, pues sin tal material los nativos no podrían tener ni canoas ni lanzas ni chozas para habitar. En esas regiones están lo suficientemente ocupados con su guerra contra los animales como para vivir en paz entre ellos. Pero probablemente no fue otra cosa que la guerra lo que los llevó allí».

Aunque la narrativa exacta de Kant sobre la guerra y la paz no se ha mantenido, y su distinción entre los aspectos animales y morales de lo humano no resiste un examen crítico, la idea de que una naturaleza estable, más poderosa que la humana y aproximadamente invariable con respecto a los humanos permanece en el trasfondo de la acción humana, proporcionando un escenario en el que los humanos actúan, todavía parece ser un supuesto activo de las guerras. La idea de que siempre podemos recuperar nuestros «mundos» a partir de la destrucción y el daño que causamos a la tierra tal y como nos ha sido dada.  

El segundo de los supuestos de Kant, como hemos visto, era que, independientemente de las acciones humanas, el planeta siempre seguiría siendo habitable para ellos. 

Conscientemente o no, las guerras de hoy sólo pueden acelerar ese proceso.

DIPESH CHAKRABARTY

Los hechos científicos y las narrativas del cambio climático antropogénico han puesto en entredicho ambos supuestos. Como ahora sabemos por la pandemia, no volvemos al mismo mundo que antes de ella; en todo caso, la deforestación y otros problemas medioambientales nos han llevado a un mundo diferente, un mundo atrapado, como dicen los especialistas en enfermedades infecciosas, en una era de pandemias. Del mismo modo, si el planeta se encuentra en una trayectoria de calentamiento actualmente irreversible, nosotros sólo contribuimos a ese proceso a través de las emisiones de gases de efecto invernadero que conllevan las guerras. El calentamiento, como ya mencioné, está haciendo que el planeta se vuelva inhóspito y que algunos lugares se vuelvan absolutamente inhabitables con el tiempo. Esto ya está contribuyendo a aumentar las crisis alimentarias, las migraciones y los conflictos. Conscientemente o no, las guerras de hoy sólo pueden acelerar ese proceso.

Kant tenía un tercer supuesto cuasi religioso: aunque la naturaleza tenía sus propios fines, su propósito era servir a los humanos. No es necesario profundizar en este supuesto, ya que se ha vuelto completamente insostenible. Los climatólogos han demostrado que no somos la razón por la que el aire tiene oxígeno o por la que los ríos fluyen. Somos simplemente los beneficiarios de esos procesos biogeológicos.

Mundos divididos en un planeta compartido

La lentitud de la respuesta humana a la crisis climática contrasta con la rapidez con la que las sociedades se movilizan para hacer la guerra. No tengo ni espacio ni tiempo para discutir las razones, pero está claro que, por mucho que los científicos o el secretario general de la ONU alcen la voz sobre una «emergencia climática» o una «ebullición global», para la mayoría de nuestros dirigentes el cambio climático planetario parece ser un problema muy distinto de las guerras. No es un problema que galvanice el afecto y la acción humana del mismo modo que lo hace una guerra o nuestras divisiones. A pesar de la unicidad que los científicos atribuyen al sistema terrestre, los seres humanos experimentan el cambio climático como algo episódico, no como muchas batallas individuales en una narración totalizadora de una guerra, sino como muchos episodios relacionados pero localizados, que llevan a distintos grupos humanos de un «fenómeno meteorológico extremo» a otro. Los episodios individuales de una guerra se funden en una narración totalizadora. Algo parecido les ocurre a los científicos del clima cuando unen los puntos de sus gráficos y ven los distintos fenómenos meteorológicos extremos del mundo no como casos separados y aislados de calentamiento, sino como pertenecientes a la narrativa más amplia y única del calentamiento que está sufriendo el planeta en su conjunto, y que la expresan. Pero el planeta «entero», una abstracción científica, existe como lugar político para la humanidad. Es cierto que el planeta ha surgido como un asunto de preocupación compartida, pero no existe una humanidad planetaria que responda a él como Uno. Y puede que no la haya.

La lentitud de la respuesta humana a la crisis climática contrasta con la rapidez con la que las sociedades se movilizan para hacer la guerra.

DIPESH CHAKRABARTY

Asumiendo, entonces, que las guerras no dejarán de producirse incluso cuando se basen en presunciones sobre el planeta que ya no se sostienen en la era del azar climático antropogénico, y asumiendo además que las guerras modernas no pueden ser buenas por definición para un planeta cada vez más caliente e inhóspito, ¿cómo unimos nuestra preocupación compartida por el planeta para hacer frente a las guerras, un caso extremo de división humana? Para concluir esta conferencia, propongo esbozar una posible política del compartir que, en el futuro, pueda incluso formar parte de los conflictos humanos. Utilizaré el ejemplo de los glaciares del Himalaya, que desempeñan un papel a la vez planetario y local. Recurro al Himalaya sólo porque conozco relativamente mejor su historia, ya que nací y pasé los primeros 27 años de mi vida en el subcontinente indio. Pero mi propósito no es culpar a ningún grupo humano. En teoría, podría, como he dicho, haber trabajado con otro ejemplo, los bosques del Amazonas, digamos, que se considera patrimonio de la humanidad. La selva se extiende por Brasil y otros siete países. Es a la vez un bien común y un trozo de la «propiedad» de diferentes naciones. El Himalaya plantea una cuestión similar. Las montañas están divididas geopolíticamente, pero también constituyen un bien común. ¿Cómo unimos -primero en nuestros conceptos y luego en la acción- su geopolítica y su ecología o incluso su geología? Aquí sólo doy un primer paso para esbozar conceptualmente el problema.

Balaji Srinivasan

Cuando yo tenía unos 12 años, India y China libraron una guerra en el Himalaya, una guerra cuyas consecuencias tuvieron una profunda influencia formativa en mi generación. Por aquel entonces, aunque la geopolítica de la guerra despertaba un ávido interés en todos los hogares -los niños nos aferrábamos ávidamente a cada palabra de análisis que pronunciaban nuestros mayores-, no se hablaba, como podría haber previsto Wittgenstein, de lo joven o viejo que era el Himalaya. Nuestro sagrado sentido de la geografía nacional se basaba en la presencia del Himalaya al norte y del océano Índico al sur, una presencia que, a todos los efectos humanos, parecía eterna. Hoy, gracias a la construcción de presas e infraestructuras, al crecimiento demográfico y urbano, a la deforestación, tanto civil como militar, emprendida por India, China y, en menor medida, por Pakistán, el Himalaya se erige como una de las cordilleras más afectadas por la actividad humana en el mundo. 

Las montañas del Himalaya están divididas geopolíticamente, pero también constituyen un bien común. ¿Cómo unimos -primero en nuestros conceptos y luego en la acción- su geopolítica y su ecología o incluso su geología?

DIPESH CHAKRABARTY

Se trata de un lugar donde la geopolítica y la ecología ya no pueden separarse. Este ha sido el tema de muchos estudios. El académico australiano Alexander E. Davis ha publicado recientemente un libro sobre el tema. Me limitaré a basarme en algunas de sus observaciones para terminar con algunas propuestas propias. Una de las primeras cosas que Davis menciona es la edad de la cadena montañosa. El Himalaya, nos recuerda, es «geológica y geopolíticamente activo». Ser geológicamente activo tiene algo que ver con su edad. En parámetros de montañas, los Himalayas son jóvenes. ¿Por qué iba un politólogo a mencionar este hecho geológico? ¿Por qué, contrariamente a la pregunta de Wittgenstein, incluso los científicos sociales deberían interesarse por la edad del Himalaya? Porque resulta que el desarrollo de las infraestructuras, las ciudades, una preparación para la guerra cada vez mayor indicada por las instalaciones militares, no puede sino afectar a la ecología de las montañas. La voladura de las montañas puede provocar corrimientos de tierra en caso de lluvias extremas o de chaparrón.  Esto ha ocurrido varias veces en las dos últimas décadas. Además, por sus glaciares y su biodiversidad, el Himalaya desempeña un papel crucial en el mantenimiento del clima mundial. Cambiamos el papel planetario del Himalaya a medida que las naciones se preparan para disuadirse mutuamente sobre estas montañas. Citando de nuevo a Davis:

«El Himalaya, sin embargo, es literalmente Asia en ascenso. Se eleva cada año unos diez centímetros, a medida que la placa continental india choca contra la placa euroasiática, como lo ha hecho durante los últimos 50 millones de años. Esto hace aún más difícil medir la altura de las montañas que se utilizan como importantes fronteras políticas. De los diez centímetros, pierde cinco por la erosión, al chocar las rocas unas contra otras. Es geológica y geopolíticamente activo«. 

Davis señala además que «… unos 240 millones de personas [con diversas culturas y lenguas] viven en la región». Pero esas personas «son desplazadas por los crecientes proyectos de infraestructuras, carreteras, ferrocarril y aeropuertos, muchos de los cuales se construyen con fines militares». Una de las principales preocupaciones es la construcción de presas y el desplazamiento de comunidades que ello conlleva en ocasiones. Davis escribe: «Una vez que la erosión del conocimiento indígena en torno a la región se añade a esta mezcla de cambio climático global y conflicto entre Estados, el estado constante de ‘conflictos congelados’ es más que suficiente para facilitar un final catastrófico, sin necesidad de que las tensiones fronterizas desemboquen realmente en una guerra abierta».

El Himalaya desempeña un papel crucial en el mantenimiento del clima mundial. Cambiamos el papel planetario del Himalaya a medida que las naciones se preparan para disuadirse mutuamente sobre estas montañas.

DIPESH CHAKRABARTY

Y lo que es más importante, las montañas se sitúan «en la intersección de tres puntos clave de biodiversidad» y también «constituyen las cabeceras» de muchos de los grandes ríos de Asia que, en conjunto, abastecen a varias naciones entre Pakistán y Vietnam. Esos ríos son el Ganges, el Indo, el Brahmaputra, el Irrawady, el Salween, el Mekong, el Yangtsé y el Amarillo, por no hablar de algunos ríos menores que también proceden del Himalaya. Dan sustento a cerca del 47% de la población mundial. Muchos de ellos son ríos alimentados por glaciares. El Himalaya, señala otro grupo de investigadores, representa «tanto la conexión como la colisión de dos procesos emblemáticos para principios del siglo XXI. El primero es el aumento del interés por el desarrollo hidroeléctrico. Aunque las cifras difieren, en el Himalaya están previstas cerca de 200 nuevas presas para la generación… de electricidad… El segundo es el reconocimiento y el debate sobre el cambio climático. Aunque los datos son limitados y controvertidos, existe un importante consenso científico en que el Himalaya es especialmente vulnerable a los efectos del cambio climático global».

He aquí, pues, un caso de intensa fragmentación geopolítica en torno a algo que India, China, Pakistán y muchas otras naciones comparten por igual como su bien ecológico común. Pero los ríos y glaciares que sirven a ocho o nueve países son tratados como propiedades nacionales por naciones que ven pasar sus disputadas y militarizadas fronteras a través de las montañas. Aunque existen algunos tratados bilaterales sobre el agua entre naciones concretas, no hay ningún tratado multilateral que rija la salud de los glaciares que son críticos tanto para el clima mundial como para el suministro de agua a todos los países a los que sirven. Sería ingenuo imaginar que los conflictos de los Estados-nación que marcan las montañas desaparecerán pronto. Pero el retroceso de los glaciares y el consiguiente impacto en la salud de los ríos son motivos de verdadera preocupación. 

Balaji Srinivasan

¿Cómo conjugar entonces nuestras preocupaciones compartidas sobre el estado del planeta -la emergencia climática- y los intereses geopolíticos que pueden dividirnos? Partiendo de la base de que la guerra moderna es perjudicial para el medio ambiente y de que cuanto mayor es la potencia de fuego de un ejército, mayores son quizá su impacto y su responsabilidad, he aquí algunas reflexiones sobre posibles acciones. Pero se trata de reflexiones sobre principios. Las expongo específicamente en relación con el Himalaya, pero los principios en cuestión pueden aplicarse en otros lugares.  

En primer lugar, creo que debería existir una autoridad regional multilateral en la que participasen todas las naciones a las que dan servicio los ríos y glaciares del Himalaya. Tal organismo regional y multilateral podría encargarse de garantizar que los glaciares y los ríos permanezcan lo más protegidos posible, incluso en medio de los conflictos geopolíticos y las iniciativas de desarrollo que afectan al Himalaya. El punto más crítico es, por supuesto, que esto no puede suceder sin que los Estados-nación cedan -o compartan- parte de su autoridad y soberanía a dicho organismo multilateral y regional. Como demostraron la política y la experiencia de la pandemia, cuanto más nos movemos y enredamos a escala mundial, más cuestiones de gobernanza global -al menos en algunas cuestiones medioambientales críticas- pasan a primer plano. No niego ni la realidad ni la necesidad de los Estados-nación, pero sus limitaciones en determinados ámbitos son cada vez más difíciles de pasar por alto en un mundo globalmente conectado. Si el cambio climático acaba convirtiendo a millones de seres humanos en refugiados dentro y fuera de sus países, todos tendremos que aprender a compartir los bienes comunes con personas de otras religiones, lenguas, culturas, hábitos alimentarios, etc. 

Si el cambio climático acaba convirtiendo a millones de seres humanos en refugiados dentro y fuera de sus países, todos tendremos que aprender a compartir los bienes comunes con personas de otras religiones, lenguas, culturas, hábitos alimentarios, etc. 

DIPESH CHAKRABARTY

Simultáneamente, quiero sugerir que el trabajo puede avanzar por otra vía. De la misma manera que ahora tenemos leyes de guerra que obligan a las partes beligerantes a proteger a los civiles inocentes y especialmente a los niños de ser daños colaterales de una guerra, podríamos imaginar un requisito similar que hiciera de la protección de las ecologías planetarias y locales una parte de las leyes de guerra. Las guerras modernas y el cambio climático tienen una relación bidireccional: las guerras contribuyen al calentamiento global, y el calentamiento, a su vez, extiende y redistribuye los impactos negativos de las guerras. Nuestro conocimiento compartido de la geobiología del Himalaya, por volver al ejemplo que nos ocupa, quizá debería informar las estrategias geopolíticas de los Estados-nación. Alexander Davis, el especialista en relaciones internacionales que he citado antes, es elocuente al respecto: «Este periodo de tiempo [el Antropoceno] está marcado por la subida de los mares, el deshielo de los casquetes polares, extinciones masivas y una pérdida masiva de biodiversidad a escala mundial. Si el comportamiento humano está configurando geológicamente el planeta, debería deducirse que el planeta es un elemento constitutivo clave de nuestra política. … las tensiones geopolíticas en el Himalaya no pueden pensarse al margen de su contexto ecológico».  

Por supuesto, esto no se conseguirá en un día. Pero, como ya dije, hacer guerras que sólo agravan el calentamiento en curso del planeta y sus problemas ecológicos es como cortar la rama de un árbol en la que uno está sentado. Las guerras modernas, por inevitables que sean, contribuyen a la destrucción del sistema de soporte vital del planeta, principalmente por su inmenso poder de destrucción de vidas humanas y no humanas, paisajes y propiedades. Puede que la fragmentación sea algo de lo que los humanos no puedan escapar por completo, ya que está profundamente ligada a nuestro muy desarrollado sentido de la equidad y la justicia (aunque seamos muy malos a la hora de cumplirlas), pero la crisis medioambiental planetaria nos exige que intentemos evitar más daños ecológicos a este hermoso planeta que no sólo compartimos con humanos y no humanos, sino que también es la condición de nuestra existencia. No podemos seguir dando por sentado -como parecen seguir haciendo las naciones combatientes- que si ponemos el mundo entre paréntesis mientras nos dedicamos a luchar contra nuestros enemigos «mortales», lo recuperaremos plenamente una vez se reanude la paz. Lamentablemente, en nuestros tiempos, al final de cada guerra sólo recuperamos un planeta que es mucho más pobre, ecológicamente hablando, por la violenta capacidad humana de destrucción que desata la guerra. El interés de Kant por comprender las condiciones necesarias para la paz perpetua sigue siendo oportuno y pertinente. Puede que sus respuestas no nos satisfagan hoy, pero su pregunta -y la búsqueda- permanecen.

Notas al pie
  1. Este texto inédito de Dipesh Chakrabarty fue pronunciado en el Segmento de Alto Nivel de la 42ª Conferencia General de la UNESCO, celebrada en París el 9 de noviembre, en colaboración con el Grand Continent y el Correo de la UNESCO.