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El aire de la primavera austral envuelve la ciudad en un suave calor1. Al final de este día, las jacarandas, engalanadas de malva y azul, bordean las avenidas bajo un cielo sumido en la oscuridad. El sol ha desaparecido tras la cordillera de los Andes y el canto de los pájaros ha dado paso al silencio que sólo perturba un lejano traqueteo. 

El toque de queda ha comenzado hace unas horas. Los militares patrullan a pie, en helicópteros y tanques. Peinan la capital y todo el país en busca de los que llaman «ratas». Algunas de esas personas, a las que consideran responsables del «cáncer marxista» que habría «gangrenado» el país, ya están detenidas en el Estadio Nacional2. En ese recinto, con capacidad para 80 000 personas, se hace todo lo posible por arrancarles confesiones. Durante los duros interrogatorios, se rompen huesos, se cortan dedos y se viola a hombres y mujeres. Los recalcitrantes son ejecutados. Once días después del golpe, 7 000 personas se encuentran privadas de libertad en el Estadio Nacional. Para dar ejemplo, el cantante Víctor Jara es asesinado cuatro días después del golpe de Estado, el 15 de septiembre de 1973, en el Estadio Chile, hoy Estadio Víctor Jara. Su cuerpo es encontrado acribillado por 44 impactos de bala3

¿Qué piensa Pablo Neruda del caos al cual ha descendido Chile? ¿Qué ha sido de la esperanza en un futuro mejor que le animó en los últimos años, cuando fue candidato del Partido Comunista (PC) a la elección presidencial de 1970? 

Durante los duros interrogatorios, se rompen huesos, se cortan dedos y se viola a hombres y mujeres. Los recalcitrantes son ejecutados.

LAURIE FACHAUX-CYGAN

Durante sus pocos meses de campaña, cada vez había acudido más gente a sus concentraciones. Pablo Neruda, que nunca pensó seguir en liza hasta la elección, siente a la vez «fascinación y terror»4 por el cariz que adquiere su candidatura, que no es más que un subterfugio que permite al PC presionar al resto de la izquierda para obtener un candidato común. A falta de acuerdo, el PC amenaza con mantenerse en la carrera. Pablo Neruda retira finalmente su candidatura para unirse a su amigo, el socialista Salvador Allende. Para que la izquierda, unida en la coalición de la Unidad Popular, gane este escrutinio por primera vez en la historia del país. El poeta trabaja «afanosamente»5 con «Chicho» Allende, a quien ya había apoyado en sus tres campañas presidenciales anteriores. Esta vez recorren juntos unos 4 000 kilómetros de norte a sur para encontrarse con los olvidados del país. 

Y esa alianza de izquierda funciona: Salvador Allende gana en las urnas la elección presidencial del 4 de septiembre de 1970, con el 36.2% de los votos. Una victoria ratificada por el Congreso el 24 de octubre de 19706 por 153 votos, frente a Jorge Alessandri, el candidato de la derecha que obtuvo 35 votos, con 7 abstenciones. «La candidatura de Pablo Neruda jugó un papel clave en la elección de Salvador Allende», señala el historiador Pablo Seguel. 

Augusto Pinochet se ha alarmado por el ascenso al poder de Salvador Allende desde 1970. La noche de la victoria del candidato socialista en las urnas,  encabeza la 6ª división del ejército con base en Iquique, en el norte del país, y les dice a los oficiales del cuartel general: «El pueblo de Chile no sabe el camino que ha tomado. Ha sido engañado, pues parece ignorar a dónde nos llevará el marxismo-leninismo. Señores oficiales, creo que Chile a la larga pasará a ser un satélite de la Rusia soviética. […] Estoy en los días finales de mi carrera. El problema de salvar a Chile quedará en vuestras manos. Que Dios ayude al destino de nuestra patria»7

Ya en 1972, Augusto Pinochet piensa en urdir un golpe de Estado. A principios de año, recién nombrado jefe del Estado Mayor del ejército, encarga un informe sobre la «seguridad nacional» del país al jefe de la Dirección de Inteligencia, y en abril comienza a «analizar cada una de las conclusiones»8 de ese documento, «con las personas de mayor confianza» de su entorno. 

Ya en 1972, Augusto Pinochet piensa en urdir un golpe de Estado.

LAURIE FACHAUX-CYGAN

El 11 de septiembre de 1973, durante el bombardeo del palacio presidencial ordenado por Augusto Pinochet entonces comandante en jefe del ejército, Salvador Allende tuvo que elegir entre rendirse o morir. Eligió la segunda opción pegándose un tiro a la altura del mentón9.  

Acostado en la cama de una habitación del cuarto piso de una renombrada clínica privada de Santiago de Chile, ¿se siente seguro Pablo Neruda el 23 de septiembre de 1973? A los ojos de la junta militar, el inmenso escritor, autor del popular Veinte poemas de amor y una canción desesperada, es ante todo un militante comunista de la vieja guardia y un antiguo senador que había pasado a la clandestinidad antes de exiliarse en los años cuarenta.

Los problemas de Pablo Neruda comienzan tres días después del golpe de Estado, el 14 de septiembre de 1973. La casa que comparte con su esposa es allanada por una armada de militares. En su autobiografía Mi vida junto a Pablo Neruda10, publicada póstumamente en 1986, la viuda del poeta, Matilde Urrutia, recuerda cómo los soldados observaban todo lo que había en la casa con gran curiosidad, sin atreverse a tocar nada. Como si, a pesar de todo, sintieran algún tipo de respeto por el galardonado del Premio Nobel de literatura de 1971. De repente, uno de los soldados taconea el suelo: «¿Tiene subterráneos esta casa?”. Matilde se mantiene impávida. ¿Se está imaginando que comunistas armados escondidos bajo el suelo se disponen a saltar y matarlos a sangre fría? 

Pablo Neruda y su esposa Matilde Urrutia en el homenaje al poeta en el Estadio Nacional. 5 de diciembre de 1972, Santiago de Chile, Chile. Naúl Ojeda / Fundación Salvador-Allende

El ejército chileno había difundido la idea de que el gobierno de Salvador Allende distribuía armas a militantes de izquierda para matar a un gran número de soldados, opositores y periodistas. Algunos militares y gran parte de la población creían firmemente en esa descabellada idea, que incluso llegó a aparecer en varias primeras planas. Su nombre: Plan Z, uno de los mitos fundacionales de la dictadura para justificar la toma del poder a sangre y fuego. La teoría del Plan Z puede resumirse en «eran ellos o nosotros». Y para convencer mejor aún a la opinión pública, el propio Augusto Pinochet declara en una entrevista en 1973 que puede «garantizar» que ese plan ha sido «elaborado por extranjeros con experiencia en la materia». 

El ejército chileno había difundido la idea de que el gobierno de Salvador Allende distribuía armas a militantes de izquierda para matar a un gran número de soldados, opositores y periodistas.

LAURIE FACHAUX-CYGAN

En los años setenta, en plena guerra fría, las guerrillas urbanas se extienden por toda América Latina, como los Montoneros en Argentina o los Tupamaros en Uruguay. El Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros (MLN-T), de izquierda radical, recurre a la lucha armada para desestabilizar al poder. Los intelectuales y jóvenes trabajadores del grupo llevan a cabo secuestros, sabotajes, roban bancos y redistribuyen el botín… ¿Qué podía ser más sencillo que hacer creer a la población chilena que le esperaba el mismo peligro? Federico Willoughby, primer portavoz de la junta militar, admitirá en 2003 que el Plan Z era nada menos que una «maniobra de guerra psicológica»11 inventada desde cero. 

En ese contexto, Pablo Neruda está febril y afiebrado, como si recibiera la sucesión de malas noticias desde el golpe de Estado como puñaladas. El 18 de septiembre es la fiesta nacional de Chile. Con la vuelta del calor, los chilenos acostumbran reunirse en torno a asados y a bailar la cueca (una danza tradicional) en grandes salones llamados fondas, decorados con globos y banderines azules, blancos y rojos, los colores de la bandera chilena. Pero ese “dieciocho” tiene el sabor amargo de los días de luto. En sus memorias, Matilde explica haberse resignado a llamar al médico de su marido, Roberto Vargas Salazar. Él le promete enviar una ambulancia al día siguiente para llevar a Pablo a una clínica y ponerlo a salvo. Se acaban las visitas improvisadas del ejército. Matilde espera que su convoy —formado por la ambulancia y el auto de su chofer, Manuel Araya— no sea detenido por la policía en uno de los muchos retenes de la capital y sus alrededores. 

Es la primera en oírla llegar. Preocupada, Matilde abre la puerta y ve la ambulancia en el camino de tierra que lleva a la casa. Panda, el chow-chow de la pareja, la había olido. Manuel, el conductor, sube a su coche mientras Pablo se instala en la ambulancia. Panda se cuela a bordo astutamente antes de acurrucarse en un rincón. Ya el día anterior, el chow-chow con pelaje de zorro no había querido salir de la habitación de Pablo. Se había tumbado con la cabeza entre las patas, suplicándole a Matilde con sus ojos brillantes que lo dejara pasar la noche junto a su amo. La última noche.

Entre los 115 kilómetros que separan la casa de Neruda de la clínica, la ambulancia y el coche de Manuel son inspeccionados varias veces. Los retenes policiales son numerosos, como en la salida de Melipilla. 

Entre los 115 kilómetros que separan la casa de Neruda de la clínica, la ambulancia y el coche de Manuel son inspeccionados varias veces. Los retenes policiales son numerosos, como en la salida de Melipilla. 

LAURIE FACHAUX-CYGAN

Melipilla es un pueblo bordeado por campos y la cordillera de la Costa a lo lejos. Ahí pasé mi primer fin de semana en Chile con un querido amigo en 2010, cuando recién me estaba instalando en el país. Como la mayoría de los pueblos chilenos, Melipilla tiene su iglesia y su Plaza de Armas, con su quiosco de revistas, tarjetas SIM y chicles… La madre de mi amigo vive en una de las muchas casas modestas de una planta de la localidad. Recuerdo que me llamó la atención el retrato del general Pinochet en la mesita de la sala de estar. Mucha gente extraña a ese «presidente que construyó casas e impuso el orden»12, me asegura ella. 

La policía les pide sus papeles, de dónde son y a dónde van. Matilde toma la mano de Pablo, que está tumbado en la ambulancia, cuando las autoridades le ordenan que se baje. Matilde no se lo puede creer. ¿Cómo pueden decirme eso? ¿No ven que Pablo está enfermo y necesita mi fuerza? De su boca no sale ningún sonido. Sin embargo, obedece. Una vez terminada la inspección policial, al subir de nuevo al vehículo, entreve lágrimas13, redondas como canicas, en los ojos de su marido. Matilde no tiene tiempo de perderse en sus pensamientos, ya que la policía da señales de querer detener a Manuel Araya, parado frente a su auto con las manos en la nuca14. Gracias a la intervención verbal de Neruda, queda libre. Por esa vez. El viaje habrá tardado más de cinco horas, el triple de lo habitual. 

El jueves 20 de septiembre de 1973, Neruda está muy agitado. Ha rechazado una invitación de Gonzalo Martínez Corbalá, embajador de México en Chile, para viajar a Ciudad de México. Matilde cree que quedarse en medio de esa furia no es una buena idea. Así que, para convencer a su marido —muy apegado a Chile— de marcharse, le cuenta que su casa de Santiago ha sido saqueada y parcialmente destruida, y que incluso podría ser difícil encontrar la medicina para tratar su cáncer de próstata. Pablo la escucha, dubitativo al principio, y se resigna. «Regresaré de todas maneras. […] Éste es nuestro país y éste es mi sitio»15. Pero antes de partir, Pablo Neruda quiere que Matilde se lleve algunos de los libros a los que les tiene cariño. Con Manuel Araya, ella se dirige a su casa, y deja a Pablo solo en la clínica. 

Antes de partir, Pablo Neruda quiere que Matilde se lleve algunos de los libros a los que les tiene cariño.

LAURIE FACHAUX-CYGAN

Pablo Neruda se hizo construir una casa frente a las poderosas olas del océano Pacífico, en Isla Negra, localidad situada a una hora y media en auto de la capital. Desde lo alto de las rocas, la casa, poblada de mascarones de proa, domina la vista. Una de ellas, ataviada con un vestido azabache que contrasta con su piel lechosa y su largo cabello rubio veneciano, permanece de pie junto a una miríada de conchas deformes, planas, redondas y nacaradas que transforman las estanterías de la biblioteca en un fondo marino. 

El 22 de septiembre de 197316, mientras Matilde se dedica a hacer las maletas en el primer piso, le informan de que Pablo acababa de llamar a la vecina hostería Santa Elena —la casa no tiene teléfono—. «Vuelve de inmediato, no puedo hablar más». Dos frases que hacen estremecer a Matilde. Asustada de que Pablo pudiera ser detenido por la policía en la clínica, agarra un último libro y cierra las maletas sin más. Manuel Araya las coloca sin ceremonias en el maletero de su Fiat 125 blanco, mientras Matilde corre hacia el lado del pasajero. «¡Vaya más aprisa! Tenemos que ir lo más rápido que pueda», repetía frenética mientras recorrían una carretera que le parecía interminable. «No sé cómo no nos matamos», recordará más tarde.

En cuanto el coche se acerca a la clínica, ella baja a toda prisa y deja al conductor buscando estacionamiento. Sube corriendo los tres tramos de escaleras que la separan de Pablo y finalmente empuja la puerta de la habitación 406. Allí está él, en la cama. No lo han detenido. Se sienta a su lado, de repente agotada por el golpe de adrenalina, y le toma la mano. 

Pablo está agitado. Parece conmovido por algo, como si acabara de ver un fantasma. «¡Es increíble que Usted no sepa nada! Están matando gente, entregan cadáveres despedazados». Pablo habló con unos amigos. Le contaron lo que ella se esforzaba por callar. Con la garganta seca, no dice nada. Está enojada. Pablo ya sabe que Víctor Jara está muerto. Ella también lo sabe. Al lado de la clínica, incluso ha visto flotar cadáveres a la deriva por el río Mapocho. Los militares ejecutan a los opositores a orillas del río y arrojan los cuerpos dentro para deshacerse de ellos. Se les ha hecho costumbre. El río que nace en las estribaciones de la cordillera de los Andes arrastra decenas de muertos que la gente intenta arrastrar hasta la orilla utilizando palos. Pablo le dedicó un poema a ese río en 1950. Si lo supiera, piensa Matilde. 

De repente, Pablo aparta sus manos de las de ella. Se agarra el pijama con las dos manos y tira de ella, gritando con fuerza: «¡Los están fusilando! ¡Los están fusilando!”. Desesperada, Matilde pulsa frenéticamente el timbre al lado de la cama. Llega una enfermera y, al ver que Pablo está fuera de sí, le inyecta un sedante. Pablo se adormila, Matilde vuelve en sí. Piensa en Manuel Araya. ¿Dónde está? Debía estacionar el auto y alcanzarlos. No ha vuelto a verle desde que se bajó del auto que los había llevado a toda prisa a la clínica Santa María aquel 22 de septiembre. 

Los militares ejecutan a los opositores a orillas del río y arrojan los cuerpos dentro para deshacerse de ellos. Se les ha hecho costumbre. El río que nace en las estribaciones de la cordillera de los Andes arrastra decenas de muertos que la gente intenta arrastrar hasta la orilla utilizando palos. Pablo le dedicó un poema a ese río en 1950.

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La tarde siguiente, domingo 23 de septiembre, Pablo sigue dormido. Cuando empieza a moverse, Matilde piensa que por fin despierta del letargo inducido por el remedio de la víspera. Un temblor le recorre el cuerpo, le llega a la cara y luego a la cabeza, que se convulsiona a su vez. Matilde se acerca. Pablo no despertó. Acababa de morir. Los médicos escriben en el certificado de defunción que Pablo Neruda ha muerto de cáncer de próstata, metástasis cancerosa y caquexia —un estado de extrema debilidad acompañado de desnutrición—. Antes del golpe de Estado, Matilde había encontrado a su marido «lleno de vida y entusiasmo». Recuerda a aquel médico asegurándole que Pablo estaba luchando maravillosamente contra su cáncer. No entiende lo que acaba de ocurrir. 

Manuel Araya es el otro testigo principal de los últimos días de Pablo Neruda. Al igual que Matilde, recuerda muy bien el allanamiento de los militares de la casa en Isla Negra el 14 de septiembre, seguido ese mismo día por la llegada de una tropa de la Marina. El miércoles 19 de septiembre, Pablo Neruda acude a la clínica Santa María «no para tratar su cáncer —estaba muy bien—, sino por su propia seguridad». Manuel insiste en que el escritor gozaba de buena salud; un mes antes de su muerte, en agosto de 1973,  iba diariamente a San Antonio, Algarrobo, El Quisco y Mirasol, balnearios cercanos a su domicilio. 

Recuerda que Pablo quería recoger algunas cosas de la casa de Isla Negra antes de su partida a México, que se acercaba rápidamente. Pero mientras Matilde asegura que volvió a la clínica el 22 de septiembre, Manuel relata que hizo «el viaje de ida y vuelta a Isla Negra con Matilde el 23 de septiembre». No obstante, al igual que Matilde, está seguro de que Pablo Neruda expresó su deseo de recoger algunos efectos personales el día anterior, el 22 de septiembre. Según Manuel, salen por la mañana, después de desayunar con Pablo Neruda en la clínica. La habitación 406 consta de una cama y un baño. La precede otra habitación con una mesa y algunas sillas que sirven a su vez como recibidor y comedor. Me cuenta Manuel Araya que se había acostumbrado a dormir en una silla para garantizar la seguridad del poeta. Salvo que el domingo 23 de septiembre —según su versión— ni él ni Matilde se encuentran en la clínica. Nadie para vigilar las idas y venidas en la habitación 406. Ese día, alrededor de las 16:00 horas, la hostería Santa Elena, vecina a la casa de Neruda, les avisa que Pablo acababa de llamar. Les pide que vuelvan de inmediato. «Pablo Neruda dijo que lo había despertado un médico que le había puesto una inyección en el estómago», recuerda Manuel. 

Nadie para vigilar las idas y venidas en la habitación 406.

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Hacia las seis de la tarde, Matilde y Manuel están de vuelta en la clínica. Matilde se apresura a reunirse con Pablo, mientras el chofer le entrega las maletas al embajador mexicano en Chile. Luego asegura haber subido también a la habitación 406. 

«¿Qué pasa, don Pablo? 

—Me inyectaron algo, estoy ardiendo desde adentro». 

Manuel cuenta que toma una toalla y la moja en el baño antes de aplicársela en el vientre de Neruda para bajarle la fiebre. Recuerda que, en la zona del estómago, alrededor del pinchazo, se veía una mancha roja, del tamaño de una moneda de 5 pesos17. En ese momento entra un médico. Es joven, rubio, de ojos azules y bigote. Insta a Manuel a que vaya a comprar un remedio que Neruda suele tomar durante sus «ataques de gota», esos brotes inflamatorios de las articulaciones que lo aquejan con frecuencia. 

Manuel mira fijamente al médico y al principio se niega. “No estoy de acuerdo, esta clínica es muy cara, ustedes deben darnos los medicamentos». El médico consigue convencerlo. De todas formas, Manuel es muy dedicado a su jefe, al que sigue llamando Don Pablo o Pablito hasta el día de hoy. Y se toma su misión muy en serio. 

El médico le indica a Manuel dónde se encuentra la farmacia con los medicamentos. Todo lo que tiene que hacer es dirigirse hacia dos arterias cercanas a la clínica: las avenidas Independencia y Vivaceta. 

Sin perder un segundo, Manuel, malhumorado, sale de la habitación. Son las 18:50, todavía según su relato. En su Fiat 125, conduce cuatro kilómetros hacia el oeste de Santiago. La farmacia no debe de estar muy lejos, piensa. Le parece extraña la petición del médico. Pero no importa. Saber que Matilde está con Pablo lo tranquiliza. 

Su serenidad se derrumba cuando dos autos lo detienen18 en la esquina de las calles Balmaceda y Vivaceta. Todo sucede muy rápido. Unos hombres vestidos de civil le ordenan bajar del coche y le llueven golpes sin explicación: la brutalidad de la policía ha dejado atónito a todo el mundo desde el primer día de la represión. Los hombres lo llevan a la comisaría más cercana, donde pasa varias horas entre interrogatorios y violencias físicas. 

Mientras Pablo Neruda vive sus últimos instantes, Manuel no entiende lo que le está pasando, o mejor dicho, sólo entiende muy bien el motivo de su detención. Militante comunista desde los 14 años y chofer de Pablo Neruda, es un «parásito» para el nuevo régimen. 

A las 22:30, Pablo Neruda exhala su último aliento. Hacia medianoche, Manuel se dirige al Estadio Nacional y a sus miles de hombres y mujeres sospechosas de amenazar el nuevo orden establecido. Allí es torturado e interrogado de nuevo. «¿Quién suele visitar a Pablo Neruda? ¿Qué hace el poeta con sus amigos? ¿Hay armas en su casa?”. No es sino hasta casi una semana después de su detención cuando Manuel se entera de la muerte de Pablo Neruda por el cardenal Raúl Silva Henríquez, que acudió a apoyar a los detenidos. Desde ese día, Manuel tiene una convicción: Pablo Neruda ha sido asesinado.

Mientras Pablo Neruda vive sus últimos instantes, Manuel no entiende lo que le está pasando, o mejor dicho, sólo entiende muy bien el motivo de su detención. 

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Pasarán treinta días aproximadamente en el Estadio Nacional antes de que lo soltaran en plena noche, a la una de la madrugada, me cuenta. En aquel entonces pesa 33 kilos y apenas puede mantenerse en pie. Colmo de la perversión: el toque de queda dura hasta las seis de la mañana. Cualquiera que ande por la calle puede recibir un tiro —o tiene muchas posibilidades de sufrir esa suerte— o ser detenido. Manuel le debe su salvación a los soldados que lo escondieron en la entrada del estadio hasta el final del toque de queda. Conocían a su padre, de ahí ese raro gesto de humanidad, me confía. 

Durante los 12 días que transcurren entre el golpe de Estado de Augusto Pinochet y la muerte de Pablo Neruda, se detienen a periodistas y se queman libros. Cuarenta años después de los autos de fe en la Alemania nazi, las obras de Karl Marx vuelven a ser consumidas por las llamas de un régimen que aborrece el socialismo y el marxismo. Otro continente, otro hemisferio, la misma historia, siempre. 

La tarde del 23 de septiembre de 1973, los militares se afanan cerca de la clínica Santa María, donde se encuentra Pablo Neruda. Sitian las torres San Borja, un cubo de hormigón sobre el que se levantan una veintena de rectángulos verticales de color gris. En ese Mes de la Patria, ni una sola bandera chilena alegra el alféizar de una ventana. Los edificios están desesperadamente grises. Una postal monocromática. En el centro de la ciudad, a plena luz del día, los soldados entran metódicamente a los departamentos. Uno a uno, registran las bibliotecas, hojean las revistas. Su misión: encontrar y quemar todos los libros «subversivos» – hay que «extirpar el cáncer marxista–»19. Tienen mucho trabajo, cada torre tiene unos veinte pisos. Los soldados están tan orgullosos de cumplir con su deber que se dejan filmar por la prensa internacional y responden a las preguntas de los periodistas, antes de ser reprendidos por su superior. Un soldado se jacta de quemar libros de Lenin, Fidel Castro —primer ministro cubano desde hace 14 años en aquella época—, del «Che» Guevara —uno de los padres de la revolución cubana ejecutado casi seis años antes—. En un video de archivo, veo también la portada medio quemada de un libro sobre la Comuna de París. 

¿Se ordena quemar las obras de Pablo Neruda ese día? El poeta molesta, ciertamente. El comunismo ha sido prohibido por el decreto-ley número 77 del 8 de octubre de 197320. Y el 11 de septiembre, día del golpe21, el primer decreto-ley de la junta acusa a esa «ideología dogmática» de sumir a Chile en «un proceso de destrucción sistemática e integral de [los] elementos constitutivos de su ser». 

Durante los 12 días que transcurren entre el golpe de Estado de Augusto Pinochet y la muerte de Pablo Neruda, se detienen a periodistas y se queman libros.

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Bajo Pinochet, aunque no se promulga ningún decreto prohibiendo los libros de Pablo Neruda, sus escritos políticos como Incitación al nixonicidio y alabanza a la revolución chilena —en referencia al presidente estadounidense Richard Nixon— son censurados de facto desde los primeros años de la dictadura. 

La prensa también ha sido rápidamente amordazada. El 11 de septiembre, todos los medios de comunicación partidarios de la Unidad Popular han tenido que suspender sus actividades22. Es el caso de Radio Magallanes, que retransmitió en directo el último discurso de Salvador Allende el 11 de septiembre, así como de los periódicos El Siglo, Clarín, Puro Chile, Las Noticias de Última Hora, Punto Final y el mensual El Rebelde. Este último, órgano oficial del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), siguió publicándose en la clandestinidad23. Sólo se salvaron dos diarios de derecha, La Tercera de la Hora (actualmente La Tercera) y El Mercurio. Aún existen hoy. 

Me sumerjo en los archivos de los periódicos chilenos y extranjeros de la época para analizar los relatos de la muerte de Neruda, encontrar un indicio, una pista, para eliminar cualquier contradicción. En aquella época, nadie pone en duda las circunstancias de la muerte de Neruda, al menos en público. La tesis oficial del poeta consumido por un cáncer de próstata conmueve a Chile sin hacer olas. De todos modos, ¿cómo informarse en un país desprovisto de órganos de prensa independientes y de oposición en los años setenta? 

La muerte de Pablo Neruda no despierta sospechas, pero es objeto de diferentes relatos. El 25 de septiembre de 1973, Marcel Niedergang, corresponsal en Chile del diario francés Le Monde, escribe que Pablo Neruda «padecía un cáncer de próstata». Él «sabía muy bien que estaba condenado a muerte por este mal inexorable»24. «Durante sus últimas semanas parisinas» —Neruda fue embajador de Chile en Francia de 1971 a 1972— «ya se desplazaba con dificultad, estirando la pierna derecha anquilosada». Pablo Neruda sufría de flebitis. 

La muerte de Pablo Neruda no despierta sospechas, pero es objeto de diferentes relatos.

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Me viene a la memoria aquella entrevista de Augusto Pinochet en Radio Télévision Luxembourg (RTL) el 16 de septiembre de 1973, siete días antes de la muerte del poeta, de la que hizo eco Le Monde. Corren rumores sobre Pablo Neruda. ¿Dónde está? ¿Ha sido detenido? El general golpista, cuya familia es «originaria de Francia»25, se muestra tranquilizador: «Pablo Neruda no está muerto, está libre. Se mueve de forma libre como cualquier persona que, como él, es muy mayor y está enferma. No estamos matando a nadie. Y si muere, será por causas naturales». En retrospectiva, todo en esa declaración parece extraño. 

El New York Times, con la pluma de Steven R. Weisman, tiene una versión completamente diferente: Neruda murió «de un paro cardíaco, según sus médicos»26. ¿Quiénes eran esos médicos que diagnosticaron un paro cardíaco? Localizo a ese periodista. Aquella noche estaba trabajando en Nueva York y tuvo que publicar rápidamente un obituario del poeta. Pero ya no sabe de dónde viene la información sobre el paro cardiaco mencionado por los médicos. 

Sigo investigando. El diario chileno El Mercurio también habla de un infarto. El artículo del 24 de septiembre de 1973, sin firma, añade un detalle que pasó desapercibido en su momento: Pablo Neruda murió tras recibir «una inyección». No puedo creer lo que veo. Al instante establezco la conexión con las versiones de Manuel y Matilde, que mencionan ambas una inyección. Matilde llama a una enfermera cuando Pablo Neruda empieza a jalonear su pijama y a vociferar «¡los están fusilando!», Manuel recuerda una llamada telefónica de Neruda mencionando un pinchazo en el estómago. 

El Mercurio toma elementos del certificado de defunción y explica «que la enfermedad que aquejaba al distinguido hombre de letras era un cáncer prostático generalizado. Esto significa que el tumor maligno radicado en la próstata produjo metástasis o ramificaciones,  lo que en medicina se denomina cáncer terminal». El artículo del periódico de derecha —que apoyó el golpe de Estado de Pinochet— suelta, sin saberlo, otra bomba: «Un calmante » le provocó «una baja brusca de presión arterial (hipotensión)». Aquí estamos en el meollo de la cuestión. Paro cardiaco, bajada de presión, inyección, calmante… ¿De qué murió Pablo Neruda? ¿Qué pasó en la habitación 406 de la clínica Santa María el 23 de septiembre de 1973?

Notas al pie
  1. Este texto es el primer capítulo del libro de Laurie Fachaux-Cygan, Chambre 406. L’affaire Pablo Neruda, Les éditions de l’atelier, 2023. Todas las fotos son del libro. Agradecemos a la autora y al editor su amable autorización.
  2. Según un estimado de la Cruz Roja Internacional citado en el informe Rettig.
  3. Informe Rettig de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, 1991.
  4. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Buenos Aires, Losada, 1974.
  5. Volodia Teitelboim, Neruda, Santiago, Sudamericana, col. « Biografía», 1996, p. 442.
  6. Según la Constitución en vigor en 1970, si ningún candidato obtiene la mayoría absoluta en las urnas, el Congreso debe ratificar la victoria del candidato que ha obtenido la mayor cantidad de votos. Los congresistas tienen la opción de votar por uno de los dos candidatos que obtuvo la mayor cantidad de votos en las urnas, usando una papeleta secreta. El 24 de octubre de 1970, la victoria de Salvador Allende es ratificada así por 153 votos, según una publicación oficial del Congreso chileno.
  7. Augusto Pinochet Ugarte, El día decisivo – el 11 de septiembre de 1973, publicado por el Estado Mayor general del ejército, Biblioteca del Oficial, 1982.
  8. Ibid.
  9. Fallo de la Corte Suprema de Chile, 6 de enero de 2014.
  10. Matilde Urrutia, Mi vida junto a Pablo Neruda, Barcelona, Seix Barral, col. “Los Tres Mundos”, 1986.
  11. Chili : 30 ans de silence, Wilfried Huismann y Raúl Sohr, ARTE GEIE/WDR/Huismann, 2003.
  12. En realidad, durante la dictadura de Pinochet, el Estado concedía una ayuda financiera a las familias que desearan adquirir una vivienda construida por una promotora inmobiliaria privada.
  13. Según la biografía de Matilde Urrutia, Mi vida junto a Pablo Neruda, op. cit.
  14. Entrevista con Manuel Araya en septiembre de 2022.
  15. Según la biografía de Matilde Urrutia, Mi vida junto a Pablo Neruda, op. cit
  16. Ibid.
  17. Entrevista con Manuel Araya, el 20 de octubre de 2017.
  18. Ibid
  19. Expresión utilizada por el general Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea y miembro de la junta militar, citada en el informe Valech de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura.
  20. Extracto del decreto-ley núm. 77 del 8 de octubre de 1973: “La doctrina marxista encierra un concepto del hombre y de la sociedad que lesiona la dignidad del ser humano y atenta en contra de los valores libertarios y cristianos que son parte de la tradición nacional”.
  21. Golpe de Estado
  22. Extracto del primer decreto-ley de la junta militar del 11 de septiembre de 1973 : “La prensa, radios difusoras y canales de televisión adictos a la Unidad Popular deben suspender sus actividades informativas a partir de este instante. De lo contrario recibirán castigo aéreo y terrestre”.
  23. Robinson Silva Hidalgo, El relato de la prensa mirista durante la dictadura civico-militar, 1973-1989.
  24. https://www.lemonde.fr/archives/article/1973/09/25/la-mort-de-pablo-neruda_2565381_1819218.html
  25. https://www.lemonde.fr/archives/article/1973/09/18/je-ne-flechirai-pas-dans-l-application-de-la-loi-martiale-declare-le-general-pinochet_2564240_1819218.html
  26. “He died of heart collapse, his doctors said”, New York Times, 23 de septiembre de 1973.