La elección del 23 de julio ha dejado a Pedro Sánchez con la única opción de pactar con la figura del independentismo catalán, Carles Puigdemont. ¿Piensas que estas negociaciones con fuerzas regionalistas que rechazan la autoridad del Estado podrían generar una crisis de legitimidad de un futuro gobierno?
En mi opinión no puede haber debate sobre la legitimidad en el Estado constitucional. Desde Weber, Ferrero o Loewenstein quedó claro que en muestra el principio de legitimidad se asienta en el Estado de Derecho y la democracia. En España ningún partido ni actor político, por más que haya excesos verbales, cree genuinamente que el Gobierno de la Nación o los gobiernos autonómicos sean ilegítimos en función de los resultados electorales.
Lo que los pactos con el nacionalismo vasco y catalán pueden producir, sin embargo, es una grieta profunda en el sujeto político español: el problema sustancial es que grupos abiertamente independentistas, que han usado históricamente la violencia o han rechazado en la práctica las reglas del juego democráticas, son ahora los que deciden quién gobierna y el contenido de las principales leyes en España. El electorado de izquierdas parece dispuesto a aceptar una España plural poco convincente: ser español de muchas maneras, pero vasco y catalán de una sola. Por el contrario, en la derecha crece, me parece, la sensación de que el nacionalismo periférico es una pesada carga desde hace más de 20 años: la década de 2010, ocupada con los planes de Ibarretxe; la década de 2010, perdida por la insurrección institucional catalana. Es evidente que España tiene un gravísimo problema territorial porque el Estado autonómico es indefinido en términos constitucionales y porque los nacionalismos periféricos ya no son mayormente autonomistas, sino confederales y separatistas. Las negociaciones con Puigdemont, en este sentido, son solo un hito más en un viaje de no retorno que no parece tener fin.
En caso de que Pedro Sánchez llegara a acuerdos con la formación independentista de Puigdemont, ¿sería viable por parte del Estado la realización de las exigencias? ¿O serían imposibles en la medida en que entrarían en conflicto con el ordenamiento constitucional rechazado por el Constitucional?
Vayamos por partes. La Constitución prohíbe expresamente los indultos generales (art. 62). Sin embargo, los indultos actúan sobre la pena y la amnistía sobre el delito. Desde este punto de vista, profesores muy solventes (Cesar Aguado), sostienen que, al no existir prohibición expresa, serían posibles leyes de amnistía.
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No me parece una interpretación descabellada, desde luego. Con respecto al referéndum las posiciones han sido dispares y enconadas. En general, la doctrina señala que en la Constitución no cabe un referéndum de autodeterminación parcial (Cataluña, País Vasco) porque ello atentaría contra la unidad del sujeto soberano, la Nación española. Ese tipo de operación requeriría, cuanto menos, una reforma agravada de la Constitución o, incluso, una nueva Constitución confederal que permitiera a los territorios salir de España. Para eludir estos condicionamientos, se apunta una vía intermedia: hacer una mera consulta no decisoria que exprese la opinión de los ciudadanos de Cataluña y País Vasco. Siendo una consulta sobre la soberanía y no de soberanía, parece que no habría impedimentos constitucionales, más allá de los puramente competenciales. La jurisprudencia actual del Tribunal Constitucional señala que no caben consultas, de ningún tipo, sobre temas que haya resuelto el poder constituyente: en tal caso, quien tiene que tomar las riendas es el poder de reforma. Pero obsérvese que es una opinión jurisprudencial. Consolidada, eso sí, pero una interpretación muy atada a la conformación ideológica del propio Tribunal. En otras palabras: con su actual composición, abiertamente progresista, esa postura podría cambiar.
¿Qué evaluación harías de la dimensión institucional del poder ejecutivo ante la creciente fragmentación del poder territorial español?
España tiene un modelo parlamentario muy presidencialista. La propia Constitución lo diseña así. Otra cosa es que, como señala Manuel Aragón, la figura del presidente haya crecido muchísimo con la evolución del sistema político, hasta convertirse, en gran medida, en el centro del mismo y de nuestra vida pública. En cierta forma, ha habido una mutación constitucional. No creo que el debate territorial haya transformado la potencia e influencia del ejecutivo: son las sucesivas crisis –terrorismo, economía, pandemia- las que han obligado a poner en marcha una legislación motorizada –normas ejecutivas con rango de ley- para hacer frente a situaciones imprevisibles. Creo que esta es una tendencia global. El Parlamento, eso sí, debería tener un papel no tanto normativo, como cuanto de debate y discusión: señalar los principales problemas del país e intentar canalizarlos a través de un cierto consenso.
En un reciente artículo publicado en El Mundo hablabas de una posible reforma constitucional que impulse un rediseño federalista democrático que pudiera dar final a los continuos trueques meramente electoralistas por parte de los nacionalismos periféricos de los que depende el Estado. Sin embargo, ¿no haría falta un gran consenso nacional para llegar a este punto?
Desde luego, no tengo problemas en repetirlo. El dramático problema español es el territorial. La Constitución está diseñada para que los nacionalistas vascos y catalanes practiquen un autonomismo propio, singular, pero levantado sobre la lealtad constitucional. A partir del año 2000, muchos de esos actores políticos, se vuelven abiertamente separatistas y confederales. Ese es el motivo por el cual el diseño constitucional está colapsado y necesita, constantemente, de prebendas financieras y competenciales para que el nacionalismo periférico apoye al Gobierno central y le dé estabilidad. La impresión de una parte importante de la ciudadanía es que se practica un chantaje político que vuelve el sistema constitucional asimétrico por la vía de los hechos.
Ahora bien, soy consciente de que este tema requiere un grandísimo consenso y que, además, tampoco interesa genuinamente a los nacionalistas. No quieren irse de España. Su idea, en realidad, es similar a la del PNV: alquilar un Estado por poco precio y vivir en él sin las constricciones de la Constitución. Poder llevar a cabo políticas culturales, lingüísticas e ideológicas antipluralistas sin los límites del Estado de Derecho y la democracia. De facto, una especie de confederalismo con preocupantes rasgos comunitaristas. Ruiz Soroa propuso en su momento: posibilidad de secesión con condiciones, o permanencia en España en igualdad de condiciones jurídicas. Creo que, lamentablemente, ese será el parecer creciente en la sociedad española si seguimos con un escenario político en el que la gobernabilidad queda permanentemente lastrada por el asunto nacional.
Se habla mucho a nivel internacional de Vox y mucho menos del “partido-movimiento” más enérgico del independentismo catalán. ¿Cómo lo explicas?
No nos engañemos: el independentismo catalán y vasco tienen enormes simpatías en la academia y los medios de comunicación extranjeros. En este asunto nunca ha existido una mínima neutralidad ni seriedad metodológica. La autodeterminación genera mucha comprensión si uno es capaz de vender que vive colonizado por un Estado represor. Fíjese que hasta la Confederación de Estados Unidos tuvo apoyo entre los liberales y progresistas europeos durante la Guerra Civil americana. Allen Buchanan, un profesor extraordinario con trabajos excelentes, llegó a escribir un impresentable prólogo a su libro en español, en el que señalaba que la baja calidad de la autonomía en España podría justificar la secesión. Buchanan destruyó todo su prestigio académico porque se tragó sin reservas todas las mentiras del nacionalismo catalán. En este asunto no hay nada que rascar. Se ha intentado casi todo, pero puede la dimensión emocional. Resulta indiferente lo que diga o haga Puigdemont: se ha demostrado con el impresentable proceder de jueces en Alemania o Bélgica. Preocupan mucho más el PP y Vox, a los que se identifica con el franquismo o el autoritarismo iliberal de Orbán o Trump.