Cruzar las fronteras fantasma, una conversación con Beatrice von Hirchhausen
Algunas fronteras perduran después de su muerte. En su último libro, Les Provinces du temps, Beatrice von Hirchhausen rastrea las huellas que dejan en nuestros imaginarios geográficos y que estructuran la experiencia política -presente y futura-.
¿Cómo llegó a teorizar la existencia de una «frontera fantasma» y qué quiere decir con ello?
La intuición de este concepto proviene de una cuestión que me obsesiona desde hace mucho tiempo, la de las largas duraciones, las huellas del pasado y la del resplandor posterior que observé en los paisajes y en los mapas de Europa Central y Oriental. El concepto se forjó, entonces, en el marco de un proyecto de investigación interdisciplinar que se llevó a cabo en Alemania, entre 2009 y 2017, y, después, a partir de mi propia reflexión. El Phantomgrenzen alemán resuena con el Phantomschmerzen, los dolores fantasma que siente una persona a la que le han amputado el miembro perdido. Es un eco de la nostalgia que se encuentra con frecuencia en Europa Central y Oriental y que está vinculada con las numerosas divisiones y cambios fronterizos de esta zona. Hungría es un buen ejemplo de ello, ya que ciertos sectores de la sociedad húngara aún expresan formas de nostalgia y dolor por la pérdida territorial tras la Primera Guerra Mundial. Se trata, pues, de abordar las huellas que dejaron las territorialidades desaparecidas en los espacios y las sociedades contemporáneas.
En su trabajo sobre el tema, llegó a distinguir varios tipos de fronteras fantasma. La primera es la frontera reliquia. ¿A qué se refiere?
Tomé prestado el concepto de fronteras reliquia del geógrafo estadounidense Richard Hartshorne, que habló de «relict boundaries» en dos artículos sobre la Alta Silesia en 1933 y 1936. Hartshorne se interesó por redes de carreteras y ferrocarriles, pero, también, por viviendas y niveles de escolarización y demostró que las huellas que dejaron los imperios alemán, ruso y austrohúngaro podían encontrarse en esta región, que acababa de ser redividida entre el Imperio alemán, Polonia y Checoslovaquia. Propongo reducir la noción a las huellas materiales que dejó el desplazamiento de fronteras. En Polonia, por ejemplo, podemos observar el contraste entre la gran densidad de la red ferroviaria en la zona anteriormente situada en el Imperio alemán y la red mucho más laxa de la zona que antes formaba parte del Imperio ruso. En el periodo de entreguerras, Polonia dispuso de veinte años de existencia que le permitieron normalizar la anchura de las vías, pero no reequilibrar su red y la frontera reliquia persiste en los mapas ferroviarios de los años cincuenta.
Un segundo tipo de frontera fantasma es la sobreviviente.
Las fronteras sobrevivientes remiten a la persistencia de diferencias, de asimetrías, de discontinuidades espaciales, más allá del espacio físico, en las morfologías sociales. Por ejemplo, el nivel de envejecimiento de la población en Polonia aún está muy contrastado. Aún hoy, las poblaciones de las zonas rurales del antiguo Imperio ruso son más viejas que las de las zonas rurales del antiguo Imperio austrohúngaro y aún más viejas que las del antiguo Imperio alemán, por no hablar de las de las regiones recuperadas de Alemania después de 1945. La inercia demográfica no basta para explicar la persistencia de estas discrepancias. Se trata de fenómenos de resiliencia ligados a modelos urbanos diferentes, a tasas de ruralidad variables y a sistemas de producción contrastados y renovados a lo largo del tiempo.
La frontera fantasma, en sentido estricto, se refiere a un tercer y último tipo.
De hecho, llegué a reservar el término «fantasma» para las huellas que pueden observarse en los mapas que recopilan las elecciones de los actores locales. Vemos, por ejemplo, los mapas electorales. Cuando observamos los mapas electorales de las elecciones libres de 1989, en Polonia, vemos una geografía estructurada entre los tres antiguos imperios que compartían este territorio. Incluso, podemos ver cuatro bloques porque la parte del antiguo Imperio alemán que sólo se integró al territorio polaco después de 1945 presenta una cara singular. Estos mapas electorales son difíciles de explicar. Clásicamente, se interpreta como el resultado de una perpetuación de mentalidades que explicaría por qué la gente vota de forma más conservadora o más liberal según se encuentre en el Imperio ruso, austrohúngaro o alemán, pero esto no resiste el análisis: las discontinuidades son, ciertamente, regulares, pero cambian de contenido.
Los territorios occidentales que votan, actualmente, por la Plataforma cívica, proeuropea y culturalmente liberal difieren de los antiguos territorios rusos o austrohúngaros, donde la mayoría vota por el Partido Ley y Justicia (Pis), antieuropeo y cultural y socialmente muy conservador. Sin embargo, esta parte occidental del país, ahora, de voto liberal, votó por candidatos socialistas a principios de la década del 2000. Por lo tanto, no puede decirse que los votantes de los antiguos territorios alemanes estén predestinados a ser de voto liberal. La frontera fantasma se refiere, entonces, a las huellas que dejan las fronteras desaparecidas en las sociedades contemporáneas, cuya actualización fluctuante puede verse en los mapas que expresan las elecciones sociales.
Usted desarrolló este concepto de «frontera fantasma» a partir de su campo de estudio, que es Europa Central y Oriental. ¿En qué medida constituye esta región un laboratorio pertinente para ponerlo a prueba? ¿Cree que el concepto es universalizable?
En realidad, el concepto nace de la voluntad de captar fenómenos especialmente observables en este espacio, entre los mares Adriático, Negro y Báltico, marcado por la transición de una Europa de imperios (otomano, ruso, alemán y austrohúngaro) a una Europa de Estados-nación con las grandes rupturas constituidas por las dos guerras mundiales y por el desmembramiento del bloque soviético. Se trata de espacios cuyas sociedades tienen una experiencia histórica muy marcada por el desplazamiento de fronteras y que, por lo tanto, constituyen un extraordinario laboratorio para cuestionar la relación entre espacio, historia y diferencias culturales.
El cartógrafo Philippe Rekacewicz puso el ejemplo de sus abuelos, que nacieron a principios del siglo XX en Uzhgorod, en la actual Ucrania subcarpática. En el momento de su nacimiento, la ciudad formaba parte del Imperio austrohúngaro, cuya capital estaba en Viena. A partir de los años veinte, estuvieron en Checoslovaquia, cuya capital era Praga. A partir de 1945, formó parte del Imperio soviético, con capital en Moscú. Después de 1991, se encuentran dentro de las fronteras de Ucrania, cuya capital es Kiev. Así que, cada vez, hay un cambio de nacionalidad, capital, moneda, himno y relato nacional. Este tipo de experiencia, la viven los habitantes de Vilinius, Chişinău/Kishinev, Lviv, etcétera. Esto crea una experiencia histórica muy diferente a la de los habitantes de Europa Occidental, donde existe una mayor estabilidad de fronteras estatales en el siglo XX.
En cuanto a si el concepto es aplicable a otros espacios, éste es, precisamente, uno de los objetivos del libro: hago un desglose de los conceptos que desarrollo a partir de esta situación particular para proponerlos para el uso de investigadores especializados en otros espacios, por ejemplo, los postcoloniales.
¿Puede darnos un ejemplo concreto de frontera fantasma y sus manifestaciones?
En concreto, trabajé sobre el terreno a ambos lados de una frontera fantasma que atraviesa el mapa del equipamiento doméstico y la modernización de las casas en Rumania. Estas fronteras fantasma dicen algo sobre el espacio rural por encima de todo; ahí es donde mejor podemos detectar las discontinuidades. El campo rumano está estructuralmente infraequipado: en 2000, prácticamente, seguía sin tener acceso a agua corriente, a pesar de que vivían casi 9 millones de personas ahí. Al Estado rumano no le importó y no se aplicó ninguna política pública para remediar la situación. Por ello, las familias han creado instalaciones privadas que bombean agua de los pozos a sus casas, donde construyen salas de agua. Si observamos el mapa del abastecimiento de agua en las casas rurales del censo de 2002, podemos ver una diferencia entre las ciudades y el campo: las primeras están equipadas y las segundas no. Sin embargo, sobre todo, podemos ver que ciertas regiones rurales empiezan a estar equipadas, como Transilvania y Banat. Estas dos regiones tienen en común el haber formado parte del Imperio austrohúngaro, mientras que este equipamiento avanza muy poco en las regiones conocidas como el «antiguo reino», que constituye el primer Estado rumano compuesto por Moldavia y Valaquia, en las vertientes oriental y meridional de los Cárpatos. Desde entonces, esta diferencia no ha dejado de crecer y, en el censo de 2011, la disimetría es muy visible en el mapa.
¿Cómo se explica esto?
Fui a comprobarlo por mí misma y visité dos pueblos de tamaño similar y de nivel de vida bastante comparable, ubicados a ambos lados de esta frontera fantasma. Del lado ruteno, en la vertiente sudoriental de los Cárpatos, sólo el 4.7 % de las familias tenían acceso a agua corriente. Del otro lado, en el Banato, en la vertiente occidental de esta frontera fantasma, el 75 % de las familias habían recibido agua por diez años. En el lado del Banat, tenemos pueblos que corresponden a la colonización de esta zona en el siglo XVIII. Las casas son bastante grandes y, a menudo, de ladrillo. Del otro lado, las casas son más pequeñas y, casi nunca, de ladrillo.
Cuando le preguntamos a la gente por esta diferencia, la explican por cuestiones de representación y consideran que se trata de una cuestión de mentalidades. En Banat, la gente dice fácilmente: «Aquí, somos más modernos, emprendedores, ambiciosos y, por eso, estamos mejor equipados». Del otro lado, la gente te dice: «En Banat, la gente es más moderna». Incluso, formulan las cosas de una manera un poco extraña para nosotros, ya que dicen que la gente de Banat es «más civilizada». Intenté ir más allá de esta explicación mental, que no me pareció muy pertinente, porque observé, en ambas partes, el mismo apetito de modernización, el mismo deseo de condiciones de vida más cómodas, que se refleja, en particular, en la misma tendencia a emigrar para trabajar en el extranjero. Esta frontera fantasma implica una elección: ¿por qué decide una familia instalar o no agua corriente en su casa? ¿Qué sentido tiene esta elección y cómo entender que, a pesar de un nivel de vida muy comparable, lleguemos a niveles de equipamiento tan diferentes?
¿Así que tuvo que preguntarles a estas personas por la motivación y el significado que les dan a sus decisiones?
Mis entrevistas con los aldeanos destacan la importancia de la categoría de la «normalidad»: ¿qué se considera normal? Del lado de Banat, la gente consideraba, en el momento en el que los entrevisté, en 2012, que era normal tener agua corriente y una ducha. Los que no lo hacían no lo hacían por elección, sino porque no podían permitírselo. Sin embargo, esta normalidad es reciente, ya que, hace diez años, ninguna de estas personas tenía acceso a agua corriente. Por otra parte, a la gente le parece normal no tener agua corriente. Así que, cuando le pregunto a la minoría que ha decidido tenerla, sienten la necesidad de justificarse. Se considera normal no tener agua cuando se vive en el campo. Estamos en presencia de construcciones que sólo están parcialmente relacionadas con datos espaciales, pero que, ante todo, comprometen el imaginario. En Banat, la gente recuerda que pertenece al espacio centroeuropeo y se considera en retraso al respecto. Y le atribuyen este retraso a la experiencia comunista, que les impidió modernizarse a la misma velocidad que Austria, por ejemplo. Muchos me dicen que, sin el comunismo, estarían al nivel de Alemania, país considerado como el espacio de mayor nivel de modernidad.
¿Así que lo que está en juego es toda una relación con el tiempo y el espacio?
Efectivamente, están en un régimen de historicidad modernista, en busca de la modernización, pero es una modernidad de ponerse al día. Piensan que siempre han sido modernos y que, simplemente, se vieron retrasados por el paréntesis soviético. Por otra parte, también, quieren modernizarse y hacen grandes esfuerzos para ello, pero consideran que lo que han heredado no les da acceso a esta modernidad y que, para acceder a ella, tienen que importar modelos de otros lugares. Consideran que las casas que han heredado son medievales e incompatibles con esta modernidad. Sin embargo, técnicamente, no es imposible conectar agua corriente a estas casas antiguas, pero, para estos aldeanos, el espacio que heredaron no pertenece a la modernidad. Por eso, para construir un baño, hay que empezar por construir una casa moderna. La diferencia de elección es, pues, el resultado de la manera en la que cada uno interpreta lo que ha heredado: por un lado, se es heredero de una historia de modernidad; por otro, se tiene la idea de que hay que romper con la cultura heredada para importar un modelo de fuera, mucho más caro. Esta diferencia de interpretación de su historia es lo que explica estas elecciones diferentes.
Esta importancia del modo en el que las poblaciones que estudia se inscriben en la historia explica la movilización, en su análisis, de los conceptos de «espacio de experiencia» y «horizonte de expectativa» que acuñó Reinhart Koselleck para pensar la historicidad. ¿Puede explicar el uso que hace de ellos?
Para Koselleck, el espacio de la experiencia se refiere al pasado real, tal y como está presente, tal y como es recordado e integrado por las sociedades o los individuos, que está incrustado en el habitus. El horizonte de la expectativa es, en simetría, el futuro actualizado. En el caso del pasado, habla de espacio porque quiere subrayar la simultaneidad del pasado: todo el pasado, cualquiera que sea su profundidad histórica, es lo susceptible de expresión. En cuanto al futuro, habla de horizonte porque es un punto de fuga: es el futuro imaginado, proyectado, planificado o esperado por las sociedades. Por lo tanto, el uso que hace del término espacio es metafórico y creo que no se refiere al espacio geográfico. Sin embargo, creo que el espacio puede considerarse parte de esta experiencia. Este binomio «espacio de experiencia» / «horizonte de expectativa» permite desfigurar el espacio, ir más allá de la idea braudeliana de que el espacio es lo inmóvil, lo que no se mueve. Koselleck muestra muy bien que el horizonte de expectativa depende, por supuesto, del espacio de experiencia –lo que esperamos, lo que aguardamos está ligado a nuestra experiencia–, pero que este último, también, es una clave para reinterpretar el primero. Cuando cambia el horizonte de expectativa, se transforma el sentido que le damos a la experiencia.
Si, como escribe Michel Foucher, la frontera es «el tiempo inscrito en el espacio», no se trata sólo del tiempo pasado. Según usted, la frontera tiene tanto que ver con el futuro como con el pasado.
Fronteras en general, no lo sé; fronteras fantasma, sin duda. No son resultados fijos, sino que se actualizan por las elecciones de las sociedades locales en un momento determinado, elecciones que forman parte de la historia del espacio en cuestión; no obstante, esta experiencia histórica forma parte de una narrativa que depende de un futuro. Esto explica por qué podemos ver inversiones del contenido de las fronteras fantasma como la que describí en relación con Polonia. Estas inversiones se explican por el hecho de que el significado que se le da al voto varía en función del contexto político del momento. En el caso polaco, la evolución del contenido de las fronteras fantasma observada en los mapas electorales está vinculada con la integración europea, que constituye un momento de recomposición del espacio político polaco. El voto ya no se basa en la actitud hacia el legado soviético, sino en el lugar que se les concede a los modelos y normas de Europa Occidental. El horizonte de expectativas ya no gira en torno a la medida en la que uno se desvincula de la experiencia soviética, sino a la medida en la que uno se compromete con la experiencia de Europa Occidental. Esta transformación del horizonte cambia la experiencia de los votantes. En el campo rumano, cuando el horizonte socialista se volvió totalmente ilegítimo fue el momento en el que apareció la idea de Europa Central como sustituto. Si el espacio fronterizo tiene, efectivamente, una dimensión temporal, yo añadiría que el tiempo histórico, como experiencia vivida y como relato, tiene, también, una dimensión espacial que las fronteras fantasma nos permiten percibir.
¿De ahí la importancia de lo que usted llama «geonarraciones»?
Propongo este concepto de geonarrativa para captar la dimensión geográfica del tiempo histórico tal y como lo vivimos, como narración y como experiencia. Inicialmente, traté de captar cómo los aldeanos a los que entrevisté acaban por refrendarse y actualizarse en sus prácticas narrativas para la promesa de progreso y modernidad para Europa Central y, a la inversa, de atraso para la Europa balcánica. Más allá de este estudio de caso y en función del análisis de otras situaciones regionales, muestro que las configuraciones espaciales de las sociedades están dotadas de significados. Sugieren, permanentemente, «narrativas», tramas tácitas, formas de ordenar la historia y, con ellas, expectativas y promesas de futuro. Nuestros imaginarios geográficos no les confieren los mismos valores a los lugares, no les otorgan las mismas posibilidades de éxito o desarrollo. Dividen al mundo en zonas culturales o zonas de desarrollo y, al mismo tiempo, las inscriben en una geografía de la historia que reparte oráculos.
Es importante entender, aquí, que estos imaginarios no están suspendidos sobre el suelo, en el único registro de los discursos: se construyen a través de experiencias situadas, encarnadas en morfologías sociales o en paisajes. Esto es lo que hace posible su gran performatividad. La creencia en una promesa de futuro para un territorio se nutre de la experiencia que acredita y naturaliza, de forma iterativa, las diferencias entre sociedades y entre regiones. Este vínculo entre creencias y experiencia geográfica, entre narrativa y espacio, es lo que el concepto de geonarrativa pretende captar. Es importante hacerlo explícito porque configura, en gran medida, las opciones ordinarias y el futuro de las sociedades.
¿La existencia de fronteras fantasma es un síntoma de la imperfección de las fronteras «reales»? ¿Sería deseable, en términos absolutos, hacer coincidir las fronteras fantasma y las fronteras políticas? ¿O deberíamos trabajar para borrar las fronteras fantasma con el fin de que las fronteras políticas sean más eficaces?
Las fronteras fantasma no son más legítimas que las fronteras políticas y, de todos modos, no se refieren a la misma realidad. Su dimensión fantasmal reside en el hecho de que aparecen en algunos fenómenos y no en otros y, también, en que pueden desaparecer durante un tiempo y reaparecer, o no, más tarde. No tienen nada de indefinido en términos espaciales. Son discontinuidades inestables, fluidas. Por lo tanto, la cuestión no es hacer coincidir las fronteras fantasma con las fronteras políticas, sino saber cómo las sociedades y los actores políticos pueden apoderarse de ellas en determinadas circunstancias históricas. En Checoslovaquia y Yugoslavia, los actores políticos fueron capaces de apoderarse de ellas hasta el punto de romper los Estados que atravesaban. Estos escenarios pueden repetirse, pero no hay determinismo. Son el efecto de estrategias de actores políticos que instrumentalizan la percepción naturalizada y esencializada que las sociedades pueden tener, en un momento dado, de las diferencias heredadas del pasado. Son «fantasmas», es decir, «realidades» situadas en la articulación de prácticas y narrativas, en la confluencia de la experiencia y la construcción de sentido.